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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (4 page)

—David, como presidente del Departamento Legal —dijo con sumo cuidado Andrew Andersen— debo insistir en la recomendación de cerrar las oficinas de inmediato como sugiere la policía. De existir otra bomba y resultar alguien herido o muerto, los juicios y las demandas por imprudencia temeraria no sólo costarían fortunas en indemnizaciones, sino que es probable se resolvieran en condenas de cárcel para alguno de nosotros.

—¿Y darle el placer que busca al asesino? ¿Y enseñarle el camino para futuros chantajes? ¡No, absolutamente no!

—David, por favor, considéralo de nuevo —insistió Andersen—. Nadie pensará en ningún tipo de debilidad, sino en una señal de duelo lógica y natural.

—¡Ya basta, Andy! He oído tu consejo y el de los otros. Has hecho tu trabajo y has puesto a salvo tu bonito culo de abogado. La decisión es mía y asumo personalmente toda la responsabilidad; no estaría yo en el negocio de hacer películas si no supiera asumir riesgos.

El silencio se hizo denso. Al cabo de unos momentos Tom Palmer se atrevió a hablar.

—¿Cómo manejaremos la noticia ante los periodistas?

—Debiéramos minimizar su impacto —recomendó Cooper—. El asunto será muy negativo para nuestra cotización en bolsa. El valor de nuestras acciones se va a resentir. No sólo hemos perdido a un ejecutivo clave, sino que ha sido asesinado por una bomba instalada en el corazón de la oficina central de nuestra Corporación. Si Wall Street considera que la David Communications es el objetivo de un grupo terrorista, los inversores huirán de nuestros valores.

—Desde luego que vamos a minimizar el impacto de la noticia —admitió Davis—, pero no por la maldita jodida bolsa. Los criminales deben disfrutar lo menos posible de su crimen.

—Podríamos referirnos a lo sucedido como un «accidente» —propuso Andersen—, como una explosión de gas o algo así.

—Difícil, porque el edificio no tiene gas en esa planta, pero no imposible. —Intervino Palmer.

—Eso sería aceptable, pero como último recurso —dijo Davis—. Simplemente quiero que no se hable del suceso. Tom, encárgate de contactar personalmente con los directores de las demás cadenas de televisión. Charles, a través de nuestra agencia de relaciones públicas, controla las radios y los periódicos. Aquí no ha pasado nada, ¿entendido?

Todos asintieron con la cabeza.

—Me temo que habrá dos o tres difíciles de convencer —anunció Palmer.

—En ese caso diles que voy a hablar con sus jefes —contestó Davis—. Con bomba o sin ella aún puedo patear unos cuantos culos. Y quiero hablar en persona con el policía a cargo de este asunto.

—Sí, señor. ¿Cuándo quiere verlo? —se apresuró Moore.

—Quizá hoy por la tarde, o mañana. Ahora tengo otras prioridades.

—¿Anna? —preguntó Andersen.

—Sí, precisamente. —Davis parecía de pronto fatigado—. Ya he hablado con su hijo. Iremos con el doctor de la familia para darle la desgraciada noticia.

»Es probable que las honras fúnebres sean el sábado y se restrinjan a la familia y los amigos íntimos.

»Mañana, a partir de las doce, no trabajaremos en señal de luto. Se comunicará mi agradecimiento personal a los empleados, que se dirijan a su iglesia, sinagoga o templo para rezar por Steve.

»La Torre permanecerá abierta, pero se cancelarán las visitas programadas para la tarde. Sólo se atenderá a las personas que hayan hecho largos desplazamientos y no puedan cambiar su cita. Se hará por respeto a ellas; no por negocio. Las entrevistas serán breves. Al final de la tarde los empleados volverán al edificio, donde los jefes de departamento o sección leerán una nota en honor de Steve antes de la salida. ¿Queda claro?

Todos asintieron.

—David —dijo Andersen—, es inevitable que los empleados hablen entre sí y que el rumor de lo que ocurrió en realidad se extienda.

—No importa. Si los medios de comunicación no hablan de ello, la noticia no existe. No ha pasado nada. Aun así espero que hables tú personalmente con los que vivieron la explosión en la planta treinta y una y con los que vieron el cuerpo en la calle. Agradeceré su discreción.

—¿Alguna nota oficial para el exterior de la compañía? —preguntó Palmer.

—No, y en cualquier caso nos referiremos a lo ocurrido siempre como «el fallecimiento de Steve», ¿entendido?

Más asentimientos.

—Andrew.

—Sí, David.

—Habla tú ahora con ese policía. Dile que le hago responsable directo de que su gente tenga la boca cerrada cuando salgan de este edificio. Dile que se juega el culo. Que sepa que el alcalde de la ciudad está siempre sentado al lado del teléfono esperando a que yo le llame.

Davis calló un momento, y el silencio fue general. Luego continuó con lentitud premeditada y arrastrando las palabras.

—Dile que espero que encuentre pronto a los culpables. Dile que lo tomaré como un favor personal y yo siempre recuerdo los favores. Dile que si encuentra a diez de esos fanáticos responsables del asesinato, mejor que si es sólo uno. Que no se preocupe, que por muy buenos abogados que tengan, se hará justicia. La piel de esos miserables no vale nada. Yo sé lo que hay que hacer.

»Gracias. Esta reunión ha terminado. —Sin decir más, salió.

Todos sabían lo que sus palabras significaban.

Levantándose de inmediato, Andersen se dirigió al extremo de la mesa donde un pretoriano tomaba notas.

—Fred, no incluyas los últimos comentarios de Davis en la minuta de la reunión —le dijo.

8

Hacía frío en la calle; la radiante mañana había terminado en una tarde deslucida y ligeramente brumosa.

El sol se había ocultado en algún punto del Pacífico, los automóviles tenían los faros prendidos y en la San Diego Freeway el tráfico era denso. Las luces formaban dos enormes serpientes luminosas y gemelas, roja hacia el sur, blanca hacia el norte, moviéndose lentas y sinuosas.

En la radio sonaba una melancólica música
country
de amores no correspondidos.

No; no podía ir a su apartamento ahora. Le estaba esperando allí, acurrucada entre sus muebles. Era ella otra vez. La maldita soledad.

Jaime tomó la siguiente salida, condujo su BMW por una avenida pobremente iluminada y aparcó frente a un edificio de una sola planta y exterior decorado en madera. Un gran rótulo luminoso donde se leía «Ricardo's» dominaba las últimas luces del día.

Al empujar la puerta, un aroma de brandy, ron y tabaco, junto a un cálido ritmo caribeño, le saludó.

El establecimiento lucía una barra de madera larga y lustrosa, con dorados metálicos y altos taburetes a juego. El interior, amueblado con mesas bajas y unos sofás, estaba ocupado por unas parejas medio escondidas en la zona menos iluminada. Dos mujeres y un hombre bailaban salsa en la pista, bajo un pequeño escenario para música en vivo.

Jaime se sentó en uno de los taburetes. Una hermosa rubia de falda ajustada se encontraba varios metros más allá en la barra, y sus miradas se cruzaron. Pudo ver su sonrisa, dientes blancos, generosos labios rojos y brillantes ojos azules. Ella mantuvo la mirada unos momentos, mientras Jaime le devolvía la sonrisa, para luego atender a las evoluciones de los danzarines.

¿Era una sonrisa de invitación o un simple saludo? ¿O quizá se reía de su camisa manchada de café? Deseó tener algo en sus manos, una copa o un cigarrillo. Pero había dejado de fumar cinco años atrás.

—¡Bienvenido, hermanito! ¿Cómo te va? ¡Qué gusto verte de nuevo! —Ricardo apareció detrás del mostrador, sonriente y secándose las manos con un paño blanco.

Los dos hombres se estrecharon con fuerza ambas manos por encima de la barra.

—Bien, ¿y tú?

—Bien, hombre, pero con malas noticias para ti. —Ricardo mostraba grandes dientes blancos bajo su recto y poblado bigote negro.

—¿Cómo?

—Sí —dijo bajando la voz al tiempo que hacía un gesto con la cabeza en dirección a la chica—. La rubita estará acompañada. ¡Chin, mano! Lo siento. —Sus ojos brillaban con malicia.

Jaime se sintió más aliviado que apenado, como si su amigo le hubiera solucionado un dilema.

—Ricardo, debes promocionar mejor tu maldito local entre las señoritas solitarias.

—¡Sí, señor! Voy a hacer lo posible. ¿Cubalibre?

—No, hoy no. Tráeme un brandy.

Mientras Ricardo se alejaba, Jaime giró en dirección a la pista. Las dos muchachas movían las caderas al ritmo cálido de la música. Detuvo la mirada en el sensual movimiento de curvas y empezó a seguir el ritmo con los pies.

El hombre, vestido con chaqueta y corbata, bailaba erguido con movimientos austeros y dirigiendo su mirada y sonrisa alternativamente a ambas mujeres.

Más allá la rubia recibía con un largo beso en la boca a un muchacho moreno. Al finalizar el beso lanzó una nueva mirada y media sonrisa a Jaime antes de empezar a hablar con el chico.

Jaime se giró hacia la barra buscando a Ricardo con la vista.

—Mierda, ¿dónde se ha metido? —murmuró entre dientes. Sus pies habían perdido el ritmo de la música.

Pero allí apareció Ricardo con unas copas, la botella de brandy y su sonrisa.

—¡Eh, Jaime! ¿Qué le pasó a tu camisa?

—El café, esta mañana.

—¡Bonita mancha, amigo! —Ricardo tenía poco trabajo y ganas de hablar—. Cuéntame cómo le hiciste para ensuciarte así la camisa sin manchar tu elegante corbata de al menos ochenta dólares.

—El día que tú me cuentes cómo mantienes el bigote tan negro a pesar de tu edad.

—Bien, hombre, ¿cómo está tu hija? —Ricardo desvió la conversación—. ¿Qué edad tiene ya?

—Jenny tiene ocho niños. Está muy bien. La veré este fin de semana.

—¿Continúa Delores con el gringo?

—Sí, y el gringo es un buen hombre. Trata muy bien a la niña.

—Bueno, pero nunca entenderé cómo una mujer tan hermosa puede tener el mal gusto de irse con un tipo como ése. Perdona, ahora vuelvo.

Con su mejor sonrisa, Ricardo se fue a atender al chico que continuaba hablando animadamente con la rubia.

Sí, Delores y él venían frecuentemente aquí cuando estaban enamorados. Parecía haber pasado tanto tiempo que le resultaba difícil pensar qué ocurrió en esta vida. Había conocido a bastantes mujeres en los últimos años, pero no logró sentir aquello por ninguna. La vida es corta, se dijo, y por eso los juramentos eternos tienen un plazo aún más corto.

—Mis amigos de la policía me contaron que hubo una explosión donde trabajas, en la Torre Blanca, pero no lo he podido ver en la tele. —Ricardo interrumpió sus pensamientos.

—Sí, y un pez gordo voló por una ventana.

—Bueno, entonces quizá fuera un gran pajarraco. —Ricardo rió—. O quizá un pez volador.

—Muy gracioso, Ricardo. El hombre no era un mal tipo.

—Bien, lo siento. ¿Qué te pasa? Estás bastante chingado.

—Hay días mejores y otros peores, eso es todo.

—¡Vamos, hombre! —dijo Ricardo sirviendo un brandy a ambos—. Un cubano de pura cepa como tú no se raja por tontadas. Sean tiros o bombas.

—No es eso. O al menos es sólo una parte. A veces te aburre lo que haces. No ves que vayas a ningún lugar, pasan los años y te das cuenta de que has dejado por el camino lo mejor de ti mismo.

—¡Pero si estás hecho un jovencito!

—Treinta y nueve, amigo. Pero no es eso. ¿Dónde está aquello con lo que yo soñaba a los diecinueve? ¿Te acuerdas de cómo veíamos tú y yo la vida a los veinte? El mundo era romántico y estaba lleno de ideales.

—¡Pero qué mala onda traes hoy, Jaime! ¡Pero si te has convertido en un exitoso alto ejecutivo de una de las mayores corporaciones de América! Manejas un gran coche de importación, tienes tu velero en Newport y si vives en un departamento en lugar de en una casa es porque quieres. ¿Qué más puede pedir un hispano en América? ¿Quieres ser el presidente del país? ¿Es eso lo que deseas?

—No. Ni quiero eso y tampoco quiero lo que tengo. Un
yuppie
. Me he convertido en un
yuppie
y, para mayor desgracia, cuando los
yuppies
ya están pasados de moda.

—Ahora me dirás que añoras tu tiempo de flores, pelo largo y guitarra, cuando andábamos sucios y con hambre. Éramos unos
hippies
de mierda.

—Sí, lo añoro. Pero no añoro tanto la estética como la ética. ¿Dónde están el idealismo, la poesía, la búsqueda de la libertad? Me niego a aceptar que todo lo compre el dólar. Que llegue el final y seamos sólo una cuenta bancaria a repartir.

—Jaime, no hay más brandy para ti —le dijo muy serio Ricardo llevándose la botella—. Te sienta mal.

9

Paró como en otras ocasiones en Roco, hamburguesería casera regentada por una familia griega, donde se podía comer una de las hamburguesas americanas más auténticas. Pidió ensalada, patatas fritas y, cómo no, hamburguesa y cerveza.

Su humor no había mejorado mucho en el trayecto desde Ricardo's y, como no tenía mucho apetito, se dedicó a contemplar al resto de comensales. Varias mesas estaban ocupadas por jóvenes, quizá se preparaban para una fiesta. Bromeaban y reían. Unas parejas de mediana edad y tres mesas de un solo comensal. Dos hombres y una mujer cercana a la treintena componían el club de los solitarios.

¿Qué finalidad buscarían en su vida? ¿Sobrevivir lo mejor posible? ¿Qué ilusiones tendrían? ¿Cómo saberlo con el muro que les separaba? Podría llamar a Mary-Anne y contarle cómo se sentía. Estaban saliendo, sin mucho entusiasmo, desde hacía unas semanas, pero era una relación superficial, vacía. No le apetecía abrirse tanto con ella. Aún no. Debería ir a algún lugar, buscar alguien nuevo con quien poder comunicarse, compartir su angustia, relacionarse. Intentarlo.

Pero no; decidió ir a casa sin terminar la comida. Hoy no lo intentaría. Una noche de más o de menos en una vida no tenía mayor importancia.

Un pensamiento le asaltó. ¿Y si fuera la noche en que estaba destinado a conocer a esa persona maravillosa, ese lugar inolvidable o vivir esa experiencia única?

Sacudiendo la cabeza, se dijo que no había demasiadas probabilidades.

—Tiempo sin verte, amiga —le dijo con una sonrisa a una guitarra clásica, en bastante buen estado, que recuperó del fondo de un armario.

Desde el ventanal del salón podía ver la calle. Más allá las luces de un restaurante mejicano en una construcción de estilo español. A pesar de la oscuridad adivinaba el bonito jardín.

Y aún más allá sabía que estaba el océano.

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