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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (66 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—¿Qué pasó, disputaron de nuevo? —dijo Emily.

—No, mademoiselle, no hubo lucha, pero como si lo fuera, porque no creo que hubiera un solo signor sobrio; y lo que es más, tampoco ninguna de esas señoras. Pensé cuando las vi al principio que todas esas finas sedas y finos velos..., pero, mademoiselle, no eran nada bueno como yo pensaba.

—¡Dios mío! —exclamó Emily—. ¿Qué será de mí?

—¡Ay, mademoiselle, Ludovico dijo lo mismo pensando en mí! ¡Dios mío! —dijo Annette—. «¿Qué va a ser de ti si andas por el castillo en medio de todos esos signors borrachos?» «¡Oh! —dije yo—, sólo quiero ir a la habitación de mi señorita, y sólo tengo que pasar por el gran vestíbulo, subir la escalera de mármol y cruzar la galería norte y el ala oeste del castillo y estar allí en un minuto». «¿Eso es todo? —dijo él—.

¿Y qué es lo que te puede ocurrir si te encuentras a cualquiera de esos nobles caballeros en el camino?» «Bueno —dije yo—, si crees que hay algún peligro, entonces, ven conmigo y guárdame; nunca tengo miedo cuando estás a mi lado». «¡Cómo! —dijo él—, ¿cuando casi no me he recobrado de una herida me voy a poner en medio para recibir otra? Porque si alguno de esos caballeros te encuentra, se enfrentarán a mí directamente. No, no, haremos un camino más corto que ese de ir por la escalera de mármol y por la galería norte hacia el ala oeste del castillo, porque te quedarás aquí, Annette, y no saldrás esta noche de la habitación». Así que, ante eso yo le dije...

—Vamos, vamos —dijo Emily impaciente y ansiosa de preguntarle por otro tema—, ¿así que te encerró?

—Sí, lo hizo, mademoiselle, a pesar de todo lo que yo dije en contra; y Caterina y yo y él estuvimos allí toda la noche. Pocos porque allí llegó el signor Verezzi gruñendo por el pasillo, como un toro enloquecido, y confundió el cuarto de Ludovico con el de Cario. Trató de echar la puerta abajo y pidió más vino, porque se habían bebido todas las jarras y se moría de sed. Así que nos quedamos quietos como la noche para que pensara que no había nadie en la habitación; pero el signor era más astuto que el mejor de nosotros y seguía llamando a la puerta: «¡Sal, mi viejo héroe! —dijo—, no hay enemigos en la puerta, no tienes que ocultarte; sal mi valiente signor Steward». En ese momento Cario abrió su puerta y salió con una jarra en la mano; tan pronto como el signor le vio, se calmó al máximo y le siguió con tanta naturalidad como va un perro detrás de un carnicero que lleve un trozo de carne en su cesta. Todo esto lo vi por el agujero de la cerradura. «Bien, Annette —dijo Ludovico guaseándose—, ¿te dejo salir?» «Oh, no —dije yo—, en modo alguno».

—Tengo que hacerte algunas preguntas sobre otro asunto —interrumpió Emily bastante preocupada por aquella historia—. ¿Sabes si hay algún prisionero en el castillo y si están confinados en este lado del edificio?

—No era así, mademoiselle —replicó Annette—, cuando el primer grupo regresó de las montañas, y el último no ha vuelto aún, así que no sé si han hecho prisioneros; pero se les espera para esta noche o mañana, y quizá me entere entonces.

Emily le preguntó si en algún momento había oído a los criados hablar de prisioneros.

—¡Ah, mademoiselle! —dijo Annette jocosamente—, me atrevería a decir que estáis pensando en monsieur Valancourt y en que puede haber venido con los ejércitos que, según dices, proceden de nuestro país, para luchar contra este estado, y que se ha encontrado con algunos de los del castillo y que ha sido hecho prisionero. ¡Oh Señor! ¡Qué contenta me sentiría si así fuera!

—¿De verdad te pondrías contenta? —dijo Emily en tono de reproche.

—Seguro que sí —replicó Annette—, ¿y no lo estaríais vos también al ver al signor Valancourt? No conozco a ningún chevalier que me guste más. Siento por él una gran consideración.

—No se puede dudar de tu consideración —dijo Emily—, puesto que deseas verle prisionero.

—¡Oh, no, mademoiselle!, no por verle prisionero, sino contenta de encontrarle de nuevo. Hace unas noches soñé, soñé que le veía entrar en el patio del castillo con otros seis en su carruaje, con su casaca y su espada, como el señor que es.

Emily no pudo evitar una sonrisa ante las ideas de Annette sobre Valancourt, y repitió su pregunta sobre si había oído a los criados hablar de prisioneros.

—No, mademoiselle —replicó—, nunca; y últimamente no han hecho otra cosa que hablar de la aparición que ha estado paseando por la noche por las murallas y que ha asustado tan terriblemente a los centinelas. Dicen que se acercó a ellos como una llamarada y que todos cayeron en fila hasta que lograron recuperarse. Para entonces hacía desaparecido y sólo vieron los viejos muros del castillo, así que se ayudaron como pudieron. No le creeréis, mademoiselle, aunque os muestre el mismísimo cañón por el que suele aparecer.

—¿Y eres tan simple, Annette —dijo Emily, sonriendo ante las curiosas exageraciones de los hechos de los que ella misma había sido testigo—, como para dar crédito a esas historias?

—¡Darles crédito! Nadie en el mundo puede persuadirme de lo contrario. ¡Roberto y Sebastián y media docena más de centinelas se cayeron redondos. La verdad es que no era el momento para eso, me dije a mí misma, no había necesidad de ello, porque dije yo, cuando viene el enemigo, buen papel hacen los centinelas si se caen al suelo, todos en fila. El enemigo no será tan civilizado quizá para marcharse, como un fantasma, y dejarles que se ayuden unos a otros a levantarse, sino que se lanzaría sobre ellos, con cortes y golpes, hasta levantarlos, pero muertos. No, no, dije yo, hay una razón en todo. Aunque yo me habría caído redonda al suelo, eso no vale para ellos, sólo para mí, porque no es asunto mío mirar con fiereza y luchar en las batallas.

Emily trató de corregir la debilidad supersticiosa de Annette, aunque no podía dominar del todo la suya; a lo que esta última replicó únicamente:

—No, mademoiselle, no creeréis nada; sois casi tan mala como el mismo signor, que se soliviantó cuando le dijeron lo que había ocurrido, y juró que el primer hombre que repitiera aquella necedad, sería metido en el calabozo en el torreón este. Se trataba de un duro castigo por el solo hecho de decir una necedad, como él lo llamó, pero me atreví a decir que tenía otras razones para llamarlo así que las vuestras.

Emily la miró con desagrado y no contestó. Según meditaba recordando la aparición que tanto la había alarmado últimamente y al considerar el aspecto de la figura que se había situado frente a su ventana, se sintió inclinada por un momento a creer que había sido Valancourt la persona a la que había visto. Sin embargo, si había sido él, por qué no le habló cuando había tenido la oportunidad de hacerlo, y, si estaba prisionero en el castillo, ¿cómo podía conseguir salir a pasear por la muralla? Tampoco estaba en condiciones de decidir si el músico y la figura que había visto eran la misma persona, o, si lo eran, si se trataba de Valancourt. Sin embargo, deseaba que Annette tratara de enterarse de si había algún prisionero en el castillo y también de sus nombres.

—¡Oh, querida mademoiselle! —dijo Annette—, olvidé hablaros de lo que me preguntasteis sobre las señoras, como ellas se llaman a sí mismas, que acaban de llegar a Udolfo. Que la signora Livona, a la que el signor llevó a su casa para que conociera a mi difunta señora en Venecia, es ahora su amante, y era entonces algo parecido, me atrevería a decir. Y Ludovico dice (pero guardad el secreto) que su
Excellenza
la presentó sólo para imponerse sobre los demás que habían empezado a comentar su comportamiento. Por eso, cuando la gente vio que mi señora la aceptaba, pensaron que habían oído hablar de un escándalo. Las otras dos son las amantes del signor Verezzi y del signor Bertolini; y el signor Montoni invitó a todas al castillo; y por eso, ayer organizó una gran fiesta; y allí estaban todos, bebiendo vino de la Toscana y de todas clases, y riendo y cantando, hasta que hicieron que el castillo se animara. Pero creo que fueron sonidos tristes, cuando hace tan poco de la muerte de mi pobre señora; y me trajeron a la cabeza lo que ella habría pensado, si los hubiera oído, pero ya no los puede oír, ¡pobrecilla!

Emily volvió la cabeza para ocultar su emoción y le pidió a Annette que se marchara y preguntara por los prisioneros que pudiera haber en el castillo, pero insistió en que lo hiciera con precaución y que en ningún caso mencionara su nombre o el de monsieur Valancourt.

—Ahora que pienso en ello —dijo Annette—, sí creo que hay prisioneros, porque oí a uno de los hombres del signor, ayer, en la habitación de los criados, hablar algo relacionado con rescates, y decir que había sido un buen asunto para su
Excellenza
coger algunos hombres que valían tanto como un botín por esos rescates. Y el otro murmuraba diciendo que sería bueno para el signor, pero no tanto para sus soldados, porque —dijo— no participamos de ello.

Esta información aumentó la impaciencia de Emily por saber más y Annette salió de inmediato para realizar su investigación.

La reciente decisión de Emily de renunciar a sus propiedades en favor de Montoni, se veía sometida ahora a nuevas consideraciones. La posibilidad de que Valancourt estuviera cerca de ella reanimó su fortaleza, y decidió enfrentarse a la amenaza de venganza, al menos hasta que pudiera estar segura de si estaba realmente en el castillo. Éste era su estado de ánimo, cuando recibió un mensaje de Montoni requiriéndola para que se presentara en el salón de cedro, que obedeció temblorosa y, según acudía, tratando de animar su decisión con la idea de Valancourt. Montoni estaba solo.

—He venido a buscarte —dijo—, para darte otra oportunidad de que te retractes de tus últimas decisiones erróneas en relación a las propiedades del Languedoc, condesciendo a aconsejarte cuando podría obligarte. Si realmente estás engañada por la opinión de que tienes derecho alguno sobres esas propiedades, al menos, no persistas en el error, un error que comprobarás demasiado tarde que ha sido fatal para ti. No insistas en despertar mi resentimiento y firma los papeles.

—¿Si no tengo derecho alguno sobre esas propiedades, señor —dijo Emily—, de qué puede serviros que yo firme papel alguno referente a ellas? Si las tierras son vuestras por ley, ciertamente las poseéis, sin mi interferencia o mi consentimiento.

—No discutiré más —dijo Montoni, con una mirada que la hizo temblar—. ¡No he hecho más que perder el tiempo cuando he condescendido a razonar con una niña! Pero no permitiré que se siga jugando conmigo: que el recuerdo de los sufrimientos de tu tía, como consecuencia de su locura y de su obstinación, te sirvan de lección. Firma los papeles.

La resolución de Emily se quebró por un momento; se sumió en los recuerdos que Montoni había revivido y en la venganza con la que le amenazaba; pero entonces, la imagen de Valancourt, que desde hacía tanto tiempo le era tan querida y que quizá estaba ahora tan cerca de ella, acudió a su corazón, y, junto con los fuertes sentimientos de indignación, con los que había visto siempre, desde su infancia, los actos de injusticia, la inspiraron con un noble aunque imprudente coraje.

—Firma los papeles —dijo Montoni, más impacientemente que antes.

—Nunca, señor —replicó Emily—; esa petición me habría probado la injusticia de vuestra reclamación si en algún momento hubiera ignorado mi derecho.

Montoni se volvió hacia ella pálido de ira, mientras el temblor de su labio y la dureza de su mirada hacían que ella casi se arrepintiera de la crudeza de su frase.

—Entonces toda mi venganza caerá sobre ti —exclamó, con un horrible juramento—. Y piensa que no lo demoraré. Ni las propiedades del Languedoc, o Gascuña, serán tuyas; te has atrevido a poner en duda mi derecho, atrévete ahora a dudar de mi poder. ¡Tengo un castigo para ti que no has podido imaginar; es terrible! Esta noche, esta misma noche...

—¡Esta noche! —repitió otra voz.

Montoni se detuvo y se volvió, pero, recobrándose, continuó en tono más bajo.

—Acabas de ser testigo de un ejemplo terrible de obstinación y locura; sin embargo, esto, según parece, no ha sido suficiente para detenerte. Puedo hablarte de otros que te harían temblar sólo de oírlos.

Fue interrumpido por un gemido que pareció surgir de debajo de la habitación en la que se encontraban; y, según lanzó una mirada a su alrededor, con la impaciencia y la ira reflejadas en sus ojos, una especie de sombra de miedo pasó por su rostro. Emily se sentó en una silla cerca de la puerta, ya que las distintas emociones que había soportado se imponían sobre ella; pero Montoni, tras una pausa que apenas duró un instante, prosiguió su discurso en voz baja y más amenazadora.

—Te lo digo, te daré algunas indicaciones sobre mi poder y mi personalidad que parece que no comprendes, ya que en otro caso no te enfrentarías a mí. Te podría decir que cuando haya tomado mi decisión... pero estoy hablando con una niña. Sin embargo, déjame que te repita que aunque lo que puedo contarte es terrible, no te beneficiaría, aunque tu arrepentimiento pusiera un fin de inmediato a tu oposición, no haría desaparecer mi indignación. Conseguiré mi venganza y que se cumpla mi justicia.

Un nuevo gemido surgió en la pausa que hizo Montoni.

—¡Sal ahora mismo de la habitación! —dijo, como no dándose cuenta del extraño sonido. Sin fuerzas para implorar su piedad, Emily se levantó, pero comprobó que no podía mantenerse en pie; la preocupación y el terror la dominaban, y cayó de nuevo desplomada en la silla.

—¡Fuera de mi presencia! —gritó Montoni—. Esa simulación de miedo corresponde a la heroína que se ha atrevido a despertar mi indignación.

—¿No habéis oído nada, signor? —dijo Emily, temblorosa y aún incapaz de abandonar la habitación.

—He oído mi propia voz —prosiguió Montoni, huraño.

—¿Y nada más? —dijo Emily, hablando con dificultad—. ¡Ahí está de nuevo! ¿No habéis oído nada ahora?

—Obedece mi orden —repitió Montoni—. Y por lo que se refiere a esos trucos, no tardaré en descubrir quién los practica.

Emily se levantó de nuevo y se esforzó al máximo para abandonar la habitación, mientras Montoni la seguía; pero, en lugar de llamar a sus criados para registrar la habitación, como había hecho en circunstancia similar, se dirigió a las murallas.

En su camino por el pasillo, Emily se detuvo un momento para descansar ante una ventana abierta. y vio a una partida de las tropas de Montoni en la montaña distante, y dejó de prestar atención porque la vista le había traído a la memoria la idea de los desgraciados prisioneros que tal vez traían al castillo. Por fin, al llegar a su habitación, se dejó caer en la cama, dominada por los nuevos horrores de la situación. Sus pensamientos estaban perdidos en el tumulto y la perplejidad, no podía ni arrepentirse ni aprobar su reciente conducta; sólo pudo recordar que estaba en manos de un hombre que no tenía otros principios que no fueran imponer su voluntad; y el asombro y pavor de las supersticiones, que la habían asaltado durante un momento, cedieron entonces a la fuerza de la razón.

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