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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (33 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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—¿Morris...?

Él le dedicó una de sus famosas sonrisas, y todos los rostros en todas las pantallas se dirigieron directamente a ella:

—Hola, preciosa. Me estaba preguntando por qué tardabas tanto. Venga, ya es hora de que te vengas aquí.

—¿Aquí?

—Al otro lado. Debes atravesar el valle. ¿O es el velo? Da igual, lo que sea.

Y Morris le ofreció cientos de manos desde cientos de pantallas.

Ella sabía que todo lo que tenía que hacer era coger su mano. Pero, para su propia sorpresa, respondió:

—No, Morris. Me parece que no voy a hacerlo.

Un centenar de caras la miraron con perplejidad.

—Maeve, mi amor. Tienes que dejar atrás tu carne mortal.

—Bueno, eso es evidente, cariño. Y lo haré. Te prometo que lo haré. En cuanto esté en condiciones de dar ese paso.

—Maeve, estás muerta. ¿Se puede estar en mejores condiciones?

Maeve suspiró.

—Aún tengo ciertos asuntos que resolver en este lado.

—¿Como por ejemplo?

Maeve se puso derecha.

—Pues —dijo—, pensaba buscar a ese monstruo de Grahame Coats para... en fin, para lo que sea que puedan hacer los fantasmas en estas circunstancias. Podría aparecerme o algo.

Morris le respondió con voz incrédula.

—¿Quieres aparecerte a Grahame Coats? ¿Y para qué demonios, si se puede saber?

—Porque —replicó ella— aún no he acabado con él.

Apretó los labios y alzó la barbilla.

Morris Livingstone la miró desde un centenar de pantallas de televisión al mismo tiempo y movió la cabeza de un lado a otro, con una mezcla de admiración y de exasperación. Se había casado con ella porque sabía valerse por sí misma, y por esa misma razón la había amado siempre, pero deseó poder persuadirla, aunque sólo fuera por una vez. Sin embargo, le dijo:

—En fin, yo no me voy a ir a ninguna parte, cielo. Avísanos cuando estés lista.

Y, a continuación, comenzó a desvanecerse.

—Morris. ¿Tienes alguna idea de cómo puedo buscarle? —le preguntó.

Pero la imagen de su marido había desaparecido ya, y en las pantallas aparecía el pronóstico del tiempo.

Ese domingo, Gordo Charlie comió
dim sum
con Daisy en un restaurante discretamente iluminado del pequeño barrio chino de Londres.

—Tienes muy buen aspecto —le dijo.

—Gracias —respondió Daisy—, pero estoy fatal. Me han retirado del caso Grahame Coats. Ahora es un caso de asesinato y están llevando a cabo una investigación muy exhaustiva. Creo que he tenido suerte de que me hayan dejado llevarlo durante tanto tiempo.

—Bueno —replicó él, animoso—, si no hubieras participado en la investigación, te habrías perdido la ocasión de divertirte arrestándome.

—Y encima, eso.

Daisy, ocurrente, puso cara de arrepentida.

—¿Tenéis alguna pista?

—Aun suponiendo que la tuviéramos —respondió—, no podría comentarlo contigo. —Les llevaron un carrito, y Daisy escogió unos cuantos platos—. Una de las hipótesis que barajan es que Grahame Coats se tiró por la borda de uno de los ferrys que hacen la travesía del canal. Es el último cargo que aparece en una de sus tarjetas de crédito, un pasaje para Dieppe.

—¿Tú crees que eso es verosímil?

Daisy utilizó los palillos para coger una croqueta y se la llevó a la boca.

—No —respondió—. Mi teoría es que ha huido a algún país con el que no tenemos tratado de extradición. Probablemente Brasil. Puede que no tuviera previsto matar a Maeve Livingstone, pero el resto ha sido meticulosamente planeado. Se había montado su propio sistema. El dinero llegaba a las cuentas de sus clientes. Grahame Coats se cobraba el quince por ciento de lo que iba entrando y, luego, a base de transferencias permanentes que él mismo ordenaba, iba esquilmando las cuentas discretamente. Hay un montón de cheques de banco extranjeros que ni siquiera llegaron a ser ingresados en las cuentas de sus clientes. Lo que resulta increíble es que haya podido mantener ese sistema en pie durante tanto tiempo.

Gordo Charlie masticó una croqueta de arroz rellena de algo dulce.

—Creo que tú sabes dónde está —dijo.

Daisy dejó de masticar la croqueta que tenía en la boca.

—Me ha dado esa impresión cuando has dicho que había huido a Brasil. Parece como si supieras que no esté allí.

—De ser así, formaría parte de la investigación —le respondió—, y me temo que no puedo revelar esa clase de detalles.
¿
Qué tal está tu hermano?

—Ni idea. Creo que se ha marchado. Su habitación no estaba en casa cuando yo llegué.


¿
Su habitación?

—Sus cosas. Se había llevado sus cosas y no ha vuelto a dar señales de vida. —Gordo Charlie bebió un sorbo de su té de jazmín—. Espero que esté bien.

—¿Hay algo que te haga pensar que pueda no estarlo?

—Pues... Él padece la misma fobia que yo.

—Lo de los pájaros. Ya. —Daisy asintió, comprensiva—. ¿Y qué tal la novia y la futura suegra?

—Hum... Me parece que ninguno de esos términos sigue... hum... vigente.

—Ah.

—Se han ido las dos.

—¿Ha tenido algo que ver con tu arresto?

—No, que yo sepa.

Ella le miró con cara de duende comprensivo.

—Lo siento.

—Bueno —replicó él—, en este momento estoy sin trabajo, sin pareja, y (gracias, sobre todo, a tu empeño profesional) mis vecinos están convencidos de que la poli me tiene fichado. Algunos hasta se cambian de acera para no cruzarse conmigo. Por otro lado, mi quiosquero quiere que le dé una buena lección al tipo que pegó a su hija.

—¿Y qué le has dicho?

—La verdad. Aunque me parece que no me creyó. Me regaló una bolsa de patatas fritas con sabor a queso y cebolla y un paquete de caramelos de menta, y me dijo que me daría muchos más una vez hubiera cumplido mi parte.

—Pronto se olvidarán del asunto.

Gordo Charlie suspiró.

—Es humillante.

—Pero tampoco es el fin del mundo.

Pagaron a medias y el camarero les trajo la vuelta y dos galletas de la suerte.

—¿Qué dice la tuya? —le preguntó Gordo Charlie.

—«La perseverancia madura y da fruto en abundancia.» —leyó—. ¿Y la tuya?

—Lo mismo —respondió él—. Perseverancia, sublime virtud.

Arrugó el papel hasta transformarlo en una pelotilla del tamaño de un guisante y se lo echó al bolsillo. La acompañó hasta la boca de metro de Leicester Square.

—Parece que hoy es tu día de suerte —comentó Daisy.

—¿Por qué lo dices?

—No hay pájaros en la costa —respondió.

Entonces, Gordo Charlie se dio cuenta de que era verdad. No había palomas ni estorninos. Ni siquiera gorriones.

—Pero Leicester Square siempre está lleno de pájaros.

—Pues hoy no —dijo ella—. Puede que tengan otras cosas que hacer.

Se detuvieron al llegar a la boca de metro, y por un momento Gordo Charlie pensó ingenuamente que ella le daría un beso de despedida. No lo hizo. Simplemente le sonrió y dijo:

—Con Dios. —Y se despidió haciendo un gesto con la mano que igual podía ser, efectivamente, un modo de despedirse, o igual un simple reflejo involuntario. Luego, bajó por las escaleras y la perdió de vista.

Gordo Charlie cruzó Leicester Square y se dirigió a Piccadilly Circus.

Sacó el papel que se había guardado en el bolsillo y deshizo la pelotilla. «Reúnete conmigo en Eros», decía y, al lado, había un garabato que parecía un asterisco grande y que, según se mirara, podía ser una araña.

Mientras caminaba, iba pasando revista al cielo y a los edificios, pero no había pájaros, y era extraño, porque siempre había pájaros en las calles de Londres. Pájaros por todas partes.

Araña estaba sentado al pie de la estatua leyendo el
News of the World.
Levantó la vista del periódico al ver llegar a Gordo Charlie.

—Éste no es Eros, para tu información —dijo Gordo Charlie—. Es la Caridad Cristiana.

—Y, entonces, ¿por qué está desnuda y tiene un arco y una flecha? No me parece que ésa sea una actitud precisamente caritativa y cristiana.

—Yo sólo te digo lo que he leído —dijo Gordo Charlie—. ¿Dónde te habías metido? Me tenías preocupado.

—Estoy bien. He estado eludiendo a los pájaros, intentando encajar todas las piezas del puzle.

—¿Te has fijado en que hoy no se ve un solo pájaro por ahí? —le dijo Gordo Charlie.

—Sí, ya me he dado cuenta. La verdad es que no sé qué pensar. Pero he estado pensando y, ¿sabes qué me parece? —le dijo Araña—: que hay algo en todo esto que no está bien.

—Pues, así de entrada, yo diría que nada —respondió Gordo Charlie.

—No. Lo que quiero decir es que hay algo malo en esta hostilidad de la Mujer Pájaro hacia nosotros.

—Ya. Es malo. Es muy, muy, muy malo ir por ahí azuzando a los pájaros para que ataquen a la gente. ¿Se lo dices tú o prefieres que lo haga yo?

—No me refiero a eso. Me refiero a que... En fin, piénsalo un poco. A ver cómo te lo explico: al margen de lo que Hitchcock planteara en aquella película, los pájaros no son muy eficaces a la hora de atacar a la gente. Hace millones de años que se dieron cuenta de que es mejor no provocar o acabarán dando con sus huesos en alguna cazuela. Su instinto primario les dice que es mejor dejarnos en paz.

—No a todos —dijo Gordo Charlie—. Piensa en los buitres. O en los cuervos. Pero sólo entran en escena cuando la batalla ha terminado. Y se quedan a esperar que mueras.

—¿Qué?

—Digo que todos menos los buitres y los cuervos. No era nada...

—No. —Araña se concentró—. No, se me ha escapado. Me has dado una idea, ya casi lo tenía. ¿Has ido ya a ver a la señora Dunwiddy?

—Llamé a la señora Higgler, pero no me cogió el teléfono.

—Pues ve y habla con ellas.

—Para ti es muy fácil decirlo, pero yo estoy sin blanca. A dos velas. Limpio. No puedo pasarme la vida haciendo vuelos transoceánicos. Ni siquiera tengo trabajo. Estoy...

Araña sacó una billetera del bolsillo de su cazadora. Sacó un fajo de billetes en distintas divisas y los puso en la mano de Gordo Charlie.

—Ten. Con esto tendrás suficiente para ir y volver. Tú trae la pluma.

—Oye, ¿no se te ha ocurrido pensar que, a lo mejor, papá no está muerto?

—¿Qué?

—Pues le he estado dando vueltas. Puede que no haya sido más que otra de sus bromas. Él siempre disfrutó con esa clase de bromas.

—No sé. Puede —respondió Araña.

—Estoy seguro —dijo Gordo Charlie—. Eso es lo primero que voy a hacer. Voy a ir a ver su tumba y...

Pero ya no terminó la frase, porque justo en ese momento llegaron los pájaros. Eran pájaros de ciudad: gorriones y estorninos, palomas y cuervos, miles y miles de ellos, y se entrecruzaban formando como un tapiz, como un muro de pájaros que volaban sobre Regent Street directos hacia Araña y Gordo Charlie. Un ejército plumífero tan grande como la fachada de un rascacielos, perfectamente liso, perfectamente imposible, avanzando inexorablemente hacia ellos. Gordo Charlie lo estaba viendo, pero no le cabía en la cabeza. Miró hacia arriba y trató de comprender qué estaba viendo.

Araña le dio un codazo y gritó:

—¡Corre!

Gordo Charlie echó a correr. Araña estaba doblando meticulosamente su periódico y, al terminar, lo dejó en la papelera.

—¡Corre tú también!

—No te quiere a ti. Todavía no —le dijo, y sonrió de oreja a oreja. Aquella sonrisa, en sus tiempos, había convencido a más gente de la que podáis imaginar para que hicieran cosas que no querían hacer; y Gordo Charlie quería seguir corriendo—. Coge la pluma. Y busca a papá, si crees que todavía anda por aquí. Pero vete ya.

Gordo Charlie se fue.

Los pájaros se arremolinaron y el muro se convirtió en un torbellino que iba directo hacia la estatua de Eros y el hombre que estaba al pie de la estatua. Gordo Charlie corrió a refugiarse a la entrada de un portal y contempló cómo la base del torbellino colisionaba contra Araña. Gordo Charlie imaginó que oía gritar a su hermano entre el ruido ensordecedor de las alas. Puede que lo oyera.

Y entonces, los pájaros se dispersaron y la calle se quedó vacía. El viento arrastró por la acera unas cuantas plumas que habían caído al suelo.

Gordo Charlie se quedó allí de pie y sintió que se mareaba. Si los transeúntes habían visto lo que acababa de pasar, ninguno de ellos se había inmutado. De algún modo, estaba completamente seguro de que nadie más que él lo había visto.

Había una mujer al pie de la estatua, cerca de donde había estado su hermano unos momentos antes. Su andrajosa gabardina marrón ondeaba al viento. Gordo Charlie caminó hacia ella.

—Escucha —le dijo—, cuando te pedí que te deshicieras de él, me refería a que quería que le hicieras salir de mi vida. No que hicieras lo que sea que hayas hecho con él.

Ella le miró a los ojos, pero no dijo nada. Hay un toque de demencia en los ojos de algunas aves de presa, una ferocidad que puede llegar a dar mucho miedo. Gordo Charlie intentó que el miedo no se adueñara de él.

—Cometí un error —le dijo— y estoy dispuesto a pagar por ello. Llévame a mí en su lugar. Haz que vuelva.

Ella seguía mirándole fijamente. Al cabo de unos minutos, dijo:

—No te quepa la menor duda de que también te llegará el turno, Compé hijo de Anansi. Cuando sea el momento.

—¿Por qué te interesa tanto?

—A mí no me interesa —respondió ella—. ¿Por qué habría de interesarme? Tenía un compromiso con alguien. Ahora se lo entregaré y habré cumplido con mi compromiso.

Las hojas del periódico se agitaron y Gordo Charlie se quedó solo.

Capítulo Undécimo

En el que Rosie aprende a decir «no» a los desconocidos y Gordo Charlie se encuentra en posesión de una lima

Gordo Charlie miró la tumba de su padre.

—¿Estás ahí? —preguntó en voz alta—. Si estás, sal. Necesito hablar contigo.

Se acercó a la placa con el florero y se quedó mirándola. No sabía muy bien qué era lo que estaba esperando —ver salir de entre la tierra una mano, a lo mejor, y luego, la mano tirando para sacar la pierna—, pero no parecía que nada de eso fuera a pasar.

Estaba seguro de que algo pasaría.

Gordo Charlie se dirigió a la puerta del Parque Cementerio del Eterno Descanso. Se sentía como un idiota, igual que un concursante que acaba de apostar su millón de dólares a que el Mississippi es más largo que el Amazonas. Debería haberlo sabido. Su padre estaba más muerto que muerto, y había malgastado el dinero de Araña en una búsqueda completamente inútil. Se sentó junto a los molinillos que adornaban Bebelandia y se echó a llorar, y los muñecos le parecieron aún más tristes y solitarios que de costumbre.

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