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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

Los guardianes del oeste (33 page)

—¿Sí, Majestad? —preguntó el guardia, servicial.

—Sólo pensaba en voz alta —respondió Garion algo avergonzado.

Aquella noche, Ce'Nedra parecía irritable y malhumorada. Tenía a Geran en brazos con expresión ausente y le prestaba poca atención; el pequeño jugaba, concentrado, con el amuleto que pendía de su cuello.

—¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó su esposo.

—Me duele la cabeza —contestó ella secamente—, y tengo un extraño zumbido en los oídos.

—Estás cansada.

—Quizá sea eso. —Se puso de pie—. Voy a poner a Geran en la cuna y me voy a la cama —anunció—. Tal vez una buena noche de descanso me haga sentir mejor.

—Yo puedo acostar al niño —se ofreció Garion.

—No —dijo ella con una expresión extraña—. Quiero comprobar que esté seguro en la cuna.

—¿Seguro? —rió el rey—. Ce'Nedra, estamos en Riva, el país más seguro del mundo.

—Díselo a Arell —repuso ella, y se dirigió a la pequeña habitación contigua a la suya, donde estaba la cuna de Geran.

Aquella noche, Garion se quedó leyendo hasta muy tarde. Ce'Nedra le había contagiado su inquietud y no sentía deseos de irse a dormir. El joven se aproximó a la ventana y contempló las aguas del Mar de los Vientos iluminadas por la luna. Las lentas olas parecían plata fundida bajo la suave luz de la luna y sus majestuosos movimientos resultaban extrañamente hipnóticos. Por fin, Garion apagó las velas y se dirigió en silencio a su habitación.

Ce'Nedra se movía intranquila en sueños y murmuraba frases inconclusas..., fragmentos incomprensibles de una conversación. El monarca se desnudó y se metió en la cama, intentando no molestarla.

—No —dijo ella con voz firme—. No te dejaré hacerlo. —Luego gimió y giró la cabeza. Garion, quieto en la oscuridad, la escuchaba hablar en sueños—. ¡Garion! —exclamó ella de repente, despertándose—. ¡Tienes los pies helados!

—Oh —musitó él—. Lo siento.

Ce'Nedra se durmió casi de inmediato y comenzó a murmurar otra vez.

Sin embargo, fue otra voz la que lo despertó varias horas más tarde. Le resultaba extrañamente familiar y Garion, casi dormido, se preguntó dónde la había oído antes. Era la voz de una mujer, grave y musical, y hablaba con un tono tranquilizador.

De repente, el joven se dio cuenta de que Ce'Nedra no estaba a su lado en la cama y acabó de despertarse de inmediato.

—Pero tengo que esconderlo para que no puedan encontrarlo —oyó que decía su esposa con una voz rara y atontada.

Garion apartó las mantas y se levantó de la cama. Un débil resplandor se filtraba por la puerta entreabierta del cuarto del niño y las voces parecían venir de allí. Se dirigió a toda prisa a aquella puerta, sin hacer ningún ruido con sus pies descalzos.

—Quítale las mantas, Ce'Nedra —decía la otra mujer con una voz serena y persuasiva—. Le harás daño.

Garion asomó la cabeza por la puerta. Ce'Nedra, vestida con un camisón blanco, estaba de pie junto a la cuna con los ojos ausentes y fijos. A su lado había otro figura. Sobre la silla situada a los pies de la cuna, había una montaña de mantas y almohadas, y la reina de Riva colocaba metódicamente la ropa de cama sobre el bebé.

—Ce'Nedra —insistía la mujer—, para ya. Escúchame.

—Tengo que esconderlo —respondió ella con terquedad—. Quieren matarlo.

—Lo ahogarás, Ce'Nedra. Ahora quítale todas las mantas y almohadas de encima.

—Pero...

—Haz lo que te digo, Ce'Nedra —dijo la mujer con firmeza—. Ahora. —La joven dejó escapar un pequeño sollozo y comenzó a retirar las mantas de la cuna—. Eso está mejor. Ahora escúchame. Cuando te diga cosas como ésta, debes ignorarlo. Él no es tu amigo.

—¿No? —preguntó Ce'Nedra con una súbita expresión de perplejidad.

—Es tu enemigo. Es él quien quiere hacer daño a Geran.

—¿A mi pequeño?

—Tu pequeño está bien, Ce'Nedra, pero tienes que luchar contra esa voz cuando te hable por las noches.

—¿Quién...? —comenzó a decir Garion, pero la mujer se volvió hacia él y se interrumpió, boquiabierto de asombro.

Aquella mujer tenía el cabello leonado y los ojos cálidos y dorados. Llevaba un sencillo vestido marrón, casi del color de la tierra. Belgarion la conocía. La había visto una vez en los páramos del este de Drasnia, cuando él, Belgarion y Seda se dirigían al terrible enfrentamiento con Torak en las ruinas de Cthol Mishrak.

La madre de Polgara se parecía mucho a su hija. Su rostro poseía la misma belleza serena y perfecta, y su cabeza mantenía la misma postura erguida y digna. Sin embargo, en aquella cara eterna había una permanente expresión de tristeza que conmovía a Garion.

—¡Poledra! —exclamó—. ¿Qué...?

La madre de Polgara se llevó un dedo a los labios.

—No la despiertes, Garion —advirtió—. Deja que vuelva a la cama.

—¿Geran está...?

—Está bien; he llegado a tiempo. Llévala de vuelta a la cama con cuidado. Ahora dormirá tranquilamente, sin pasar por otra aventura como ésta.

Garion se acercó a su esposa y le rodeó los hombros con un brazo.

—Ven, Ce'Nedra —dijo con dulzura.

Ella asintió, con los ojos todavía fijos en el vacío, y volvió con él obedientemente al dormitorio real.

—¿Podrías apartar esa almohada? —le preguntó a Poledra en voz baja.

—La verdad es que no —rió ella—. Olvidas que en realidad no estoy aquí, Belgarion.

—Oh —musitó él—, lo siento. Me parecía... —Quitó la almohada de en medio, recostó a Ce'Nedra con cuidado en la cama y la cubrió con las mantas hasta la barbilla. La joven suspiró y se volvió a dormir.

—Vayamos a la otra habitación —sugirió Poledra.

Él asintió con un gesto y la siguió en silencio a la habitación contigua, que se hallaba débilmente iluminada por las brasas del mortecino fuego.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mientras cerraba la puerta con suavidad.

—Hay alguien que teme y odia a tu hijo, Garion —dijo ella con tono grave.

—Pero si sólo es un bebé —protestó él.

—Su enemigo lo teme por lo que llegará a ser, no por lo que es ahora. Como recordarás, esto ya ha sucedido antes.

—¿Te refieres a cuando Asharak mató a mis padres?

—En realidad pretendía matarte a ti —asintió ella.

—¿Pero cómo puedo proteger a Geran de su propia madre? Si ese hombre se comunica con Ce'Nedra cuando ella duerme y le da órdenes, ¿cómo puedo yo...?

—No volverá a ocurrir, Belgarion. Yo ya me he ocupado de eso.

—¿Pero cómo has podido? Tú estás..., bueno...

—¿Muerta? Eso no es del todo exacto, pero no tiene importancia. Por el momento, Geran está seguro y Ce'Nedra no volverá a hacer algo así. Pero debemos hablar de otra cosa.

—De acuerdo.

—Te estás acercando mucho a algo importante. No puedo decírtelo todo, pero debes examinar el Códice Mrin, el verdadero, y no una de las copias. Tienes que descubrir lo que se esconde allí.

—Ahora no puedo dejar a Ce'Nedra.

—Ella estará bien, y eso es algo que sólo tú puedes hacer. Ve al santuario del río Mrin y estudia el Códice. Es muy importante que lo hagas.

—Muy bien —asintió Garion irguiendo los hombros—. Me marcharé mañana mismo.

—Otra cosa.

—¿Sí?

—Debes llevar el Orbe contigo.

—¿El Orbe?

—Sin él, no podrás ver lo que tienes que ver.

—No entiendo.

—Ya lo entenderás cuando llegues allí.

—De acuerdo, Poledra —repuso él, y luego hizo una mueca triste—. No sé para qué discuto, si me he pasado la vida haciendo cosas que no comprendía.

—Con el tiempo, todo se aclarará —le aseguró ella; a continuación lo miró con expresión crítica—. Garion —le dijo en un tono tan similar al de tía Pol que él respondió automáticamente.

—¿Sí?

—No deberías pasearte sin bata por las noches. Podrías resfriarte.

El barco que alquiló en Kotu era pequeño, pero resultaba apropiado para los viajes por río. Se trataba de una embarcación de poco calado y mástiles gruesos, que a veces temblaba en el agua como si fuera una astilla de madera. Los remeros eran individuos corpulentos y avanzaban con rapidez en la perezosa corriente del río Mrin, cuyo tortuoso curso se abría paso lentamente a través de los pantanos.

Al caer la noche, se encontraban a cincuenta kilómetros de Kotu y el capitán tuvo la precaución de amarrar el barco a un tronco con una de las sogas alquitranadas.

—No es aconsejable buscar un canal en la oscuridad —le dijo a Garion—. Si giramos en el sitio equivocado, podríamos pasarnos un mes intentando salir de los pantanos.

—Estoy seguro de que sabes lo que haces, capitán —repuso Garion—. No pienso interferir.

—¿Os apetece una jarra de cerveza, Majestad? —ofreció el otro.

—Buena idea —asintió el rey.

Más tarde, Garion se apoyó sobre la baranda con la jarra de cerveza en la mano, contemplando las luces intermitentes de las luciérnagas y escuchando el interminable coro de las ranas. Era una cálida noche de primavera y el aroma húmedo y penetrante de los pantanos le llenaba los pulmones.

De repente, oyó un chapoteo e imaginó que sería un pez o una nutria buceando.

—¿Belgarion? —dijo una extraña voz aguda, aunque muy clara, que llegaba desde el otro lado de la baranda. El escudriñó la aterciopelada oscuridad—. ¿Belgarion? —repitió la voz desde algún lugar debajo de él.

—¿Sí? —respondió con cautela.

—Quiero decirte algo. —Se oyó otro chapoteo y el barco se balanceó de forma casi imperceptible. La soga amarrada al tronco descendió y una sombra inquieta trepó por ella con rapidez y se deslizó por encima de la baranda con curiosa agilidad. La figura se pudo de pie y Garion oyó con claridad el ruido del agua que chorreaba de su cuerpo. Era un ser pequeño, de poco más de un metro de altura, y se dirigía hacia él arrastrando los pies.

—Has crecido —dijo.

—Es natural —contestó Garion mientras escudriñaba a la figura para establecer su identidad. Entonces la luna salió de detrás de una nube y el joven se encontró ante la cara peluda y de ojos grandes de una criatura de los pantanos—. ¿Tupik? —preguntó con incredulidad—. ¿Eres tú?

—Me recuerdas —repuso la pequeña criatura peluda, complacida.

—Claro que te recuerdo.

El barco se balanceó de nuevo y otra sombra subió por la soga. Tupik se volvió, enfadado.

—¡Poppi! —exclamó furioso—. ¡Vuelve a casa!

—No —respondió ella con tranquilidad.

—¡Debes hacer lo que te digo! —gritó él mientras daba una patada en el suelo de la cubierta.

—¿Por qué?

—¿Son todas iguales? —le preguntó a Garion mientras miraba a Poppi con evidente impotencia.

—¿Quiénes?

—Las mujeres —dijo Tupik pronunciando la palabra con cierto disgusto.

—Sí, casi todas. —La criatura suspiró—. ¿Cómo está Vordai? —les preguntó Garion.

—Nuestra madre se ha ido —contestó Poppi con un pequeño sollozo de desconsuelo.

—Lo siento.

—Estaba muy cansada —explicó Tupik.

—La cubrimos con flores —añadió su hermana—, y luego cerramos la casa.

—Es lo que ella hubiera deseado.

—Dijo que un día volvería —le informó Tupik—. Era una mujer muy sabia.

—Sí.

—Dijo que esperáramos a que vinieras y que te diéramos un mensaje.

—¿Ah, sí?

—Te acecha un gran mal.

—Comenzaba a sospecharlo.

—Nuestra madre nos pidió que te advirtiéramos de que ese mal tiene muchas caras y de que éstas no siempre concuerdan, pero quien está detrás de ellas no tiene rostro y viene desde mucho más lejos de lo que crees.

—No entiendo bien.

—Viene desde más allá de las estrellas.

Garion lo miró fijamente.

—Eso es lo que nos pidió que dijéramos —le aseguró Poppi—. Tupik lo ha repetido con las palabras exactas que utilizó nuestra madre.

—Comunícale a Belgarath la muerte de Vordai —dijo entonces Tupik—, y dile que ella le estaba muy agradecida.

—Lo haré.

—Adiós, Belgarion —se despidió la criatura de los pantanos.

Poppi dejó escapar un suave sonido gutural como muestra de afecto, se acercó con pasos ligeros y refregó un instante el hocico contra la mano de Garion.

Luego las dos criaturitas se deslizaron hacia el otro lado de la baranda y desaparecieron en las oscuras aguas de los pantanos.

Capítulo 16

Aquel lugar tenía un aspecto siniestro. La aldea se alzaba a la orilla del río, al borde de una llanura uniforme y monótona cubierta de malezas de color verde oscuro. Debajo, el suelo era de arcilla aluvial, resbaladizo, gris e insalubre. Del otro lado del amplio recodo del río Mrin, estaba la infinita extensión marrón de los pantanos. El pueblo en sí consistía en dos docenas de casas pardas, apiñadas alrededor de la estructura cuadrangular del santuario. Los endebles muelles, construidos con madera de balsa de color hueso, se proyectaban sobre el río como dedos de esqueletos, y las redes de pescar se secaban colgadas de los postes, hediondas en el aire húmedo y lleno de mosquitos.

El barco llegó alrededor del mediodía y Garion se dirigió por las embarradas calles acanaladas directamente al santuario, caminando con cuidado para evitar resbalarse. El joven rey sentía las miradas curiosas de los aldeanos de ojos tristes sobre él y la enorme espada que llevaba a la espalda.

Cuando llegó a las deslucidas puertas de bronce del santuario, los sacerdotes de Belar que custodiaban el lugar se mostraron amables, casi serviles. Lo condujeron a un patio de baldosas y le señalaron con orgullo la inmunda jaula y el firme poste pintado de alquitrán con un trozo de pesada cadena oxidada, donde había estado encadenado el profeta de Mrin durante sus últimos años.

En el interior del santuario, se alzaba el típico altar a Belar con la enorme escultura de una cabeza de oso. Garion reparó en que aquel lugar necesitaba una buena limpieza y en que los propios sacerdotes tenían un aspecto desaliñado y sucio. El rey había advertido que una de las manifestaciones principales del entusiasmo religioso solía ser una poderosa aversión hacia el agua y el jabón. Los lugares sagrados y aquellos que los atendían siempre olían mal.

Cuando llegaron al recinto abovedado donde el amarillento pergamino del Códice Mrin original descansaba en una caja de cristal, flanqueado por dos velas del tamaño de un hombre, se presentó un pequeño problema. Uno de los sacerdotes, un fanático de ojos desorbitados cuyo cabello y barba parecían pilas de paja desordenadas por el viento, se negó con voz chillona, casi histérica, a que abrieran la caja. Su superior, sin embargo, era un político lo bastante hábil como para reconocer el derecho del rey de Riva —que además llevaba el Orbe de Aldur— a examinar cualquier objeto sagrado que quisiera. Una vez más, Garion notó que él mismo era un objeto sagrado a los ojos de muchos alorns.

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