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Authors: Lydia Cacho

Los demonios del Eden (13 page)

BOOK: Los demonios del Eden
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Un buen día Jean Succar apareció en casa de Lorena. Le acompañaba una mujer morena, de baja estatura y cabello teñido, vestida con elegancia, perfumada y notoriamente de clase acomodada. Era su esposa, Gloria Pita Rodríguez, a la que en público llamaba sólo Ochi. Conversaron con Lorena, la madre de Emma. Succar le explicó que ésta era una niña formidable, que ellos siempre quisieron tener una hija y que adoraban a la niña.

Pensaban que si Dios les había dado la fortuna de tener dinero debían hacer el bien.

Por ello querían ser “padrinos” de su hija. Aunque ella viviera en casa de la madre, la pareja estaba dispuesta a pagarle una escuela privada, al igual que los libros y todo lo necesario para que saliera adelante.

La madre confiesa que se sintió sorprendida y apabullada a la vez; por otro lado, su discapacidad producto de la falta de un brazo la enfrentó a la dura realidad: conseguir trabajo para una mujer mexicana sin educación formal es un drama; de hecho, ella vendía gelatinas en la calle.

Así que, asegura, reflexionó: “¿Por qué no darle a mi hija la oportunidad de salir adelante como yo no pude nunca?”.

—Sí hay gente buena en el mundo —le dijo Lorena a su esposo y él coincidió.

Más tarde Succar le prometió a Emma que si se portaba bien con él, le daría trabajo a su madre. La chica estaba feliz al pensar que por fin la familia podría gozar de un poco de paz. Unos días después, manifiestan la madre y la hija en su versión de los hechos, Succar contrató a la primera como empleada en una de sus tiendas de artesanías con salario mínimo, pero con la promesa de afiliarla al Seguro Social y facilitarle su acceso a los servicios médicos del estado. Con estos hechos amarró su estrategia: las madres de tres de las menores, además de estar agradecidas por el apoyo escolar brindado a sus hijas, ahora eran sus empleadas. Las jerarquías de poder lo dejaban prácticamente protegido de cualquier cuestionamiento.

Con el paso de los años, Succar Kuri envió a su arquitecto para ampliar la casa familiar de Emma. Ahora, en su defensa, el pederasta asegura que ésa era una forma de pago por “sus gustos por la niña Emma”.

Una de las primeras declaraciones contra Succar es la de Katia, tal vez una de las niñas más afectadas en el aspecto psicoemocional por los hechos. En su declaración, la pequeña asegura que a la edad de ocho años su prima Emma la llevó a casa del Tío Johny. Iban a nadar y luego se quedaban a dormir. Fue en esas ocasiones cuando Jean Succar la violó sexualmente y la forzó muchas veces (no especifica cuántas) a practicarle sexo oral a él y a otras niñas que mantenía en su casa.

Katia afirma que se quedaba a dormir en casa del Tío Johny hasta dos noches seguidas, cosa que su madre, de nombre Celia, sabía y autorizaba; asimismo, que Johny les daba dinero a ambas después de que ella dormía allí.

La niña declaró que nunca le explicó a su madre lo que le hacía el Tío Johny. Sin embargo, de todas las madres de las víctimas, la de Katia ha sido la más juzgada tanto por la prensa como por las autoridades. ¿La razón? Muy sencilla. Celia es cantante de un bar nocturno. Según sus propias palabras, jamás se ha prostituido, menos aun permitiría que nadie tocara a su hija.

—Pero así es la gente, usted verá. Si una es cantante luego luego la tachan de puta. Le aseguro que hay monjas y mujeres del DIF que son más putas, pero en este país hasta la justicia se fija en lo que pareces, son puros prejuicios.

A pesar del paso del tiempo, la tez cetrina de Katia luce apagada. A los once años sufre de anorexia nervosa y sus grados escolares, a partir de las denuncias y el escándalo, han bajado visiblemente. La opinión de su psicoterapeuta es que muestra los rasgos de una paciente con depresión profunda y, si no se trabaja con ella, tal vez jamás recupere el deseo de vivir, y poco a poco, se suicide como todas las víctimas de la anorexia nervosa que no se trata de manera adecuada.

Habla Rossana:

—Yo conocí a Johny en el centro comercial Plaza las Américas. Iba con mi amiga Cintya. Ella ya lo conocía y nos invitó a las Villas Solymar. La segunda vez que fuimos, Johny nos dijo: “Bésense porque me excita ver a niñas besándose” y tomó la mano de Cintya y la puso en mi pecho. Sentí una mezcla de miedo y curiosidad, no sabía qué hacer. Pero nos besamos y así pasó varias veces. Nos pedía que nos desvistiéramos, diciéndonos que nos daría dinero, que no tuviéramos miedo, que eso era súper normal. Un día me enseñó una computadora laptop negra que guardaba en su cuarto. Me enseñó fotografías de su esposa Gloria totalmente desnuda, al igual que de varias niñas desnudas. Yo sé que a todas nos tomaba fotos; las otras chavas dicen que luego las vendía y ofrecía a sus amigos para que nos vieran. No lo sé.

Habla Sofía:

—Yo era la sirvienta del señor Succar. Siempre me percataba de que se hacía acompañar de niñas menores de quince años, pero aparentaba ser una persona muy paternalista; se veía un señor muy educado, con mucho dinero y mucha clase, igual que su esposa. El ama de llaves anterior, llamada Irene Ortiz, era la que se encargaba de conseguirle al personal para la limpieza de las villas. Yo le pregunté al señor Angel Ávila, quien trabajaba en la administración del condominio, que por qué sólo pedía niñas para trabajar y él me contestó que ésa era la exigencia del señor Succar, que fueran niñas menores de edad y que el trabajo era eventual porque él siempre se encontraba de viaje y las niñas sólo debían venir cuando él estuviera en Cancún.

19. Descubriendo complicidades

Succar se dio a la fuga desde fines de octubre de 2003. Sin embargo, para mediados de 2004, más de seis meses después de desatado el escándalo y con el sujeto detenido en Chandler, Arizona, las indagatorias sobre su huida no estarían completas sin esas piezas clave que dieron forma a la desaparición de pruebas, desaparición que ocurrió —según expertos— horas antes de que el juez autorizara la orden de cateo. La mayoría de las niñas asegura conocer a Sandra Luz Arriaga Salvador, quien desde hace diez años ha estado en contacto con Jean Succar Kuri, según consta en su propia declaración ministerial.

No obstante, Sandra Luz, quien administra las cincuenta villas propiedad de este último, sostiene que jamás vio a ninguna niña o niño con su jefe. Afirma que Succar es todo un caballero y que le parecen ridículas las afirmaciones sobre su gusto por las menores de edad.

Al igual que Sandra, la asistente de ventas y operaciones de Solymar, la señora Eunice Beatriz Ek Méndez, cuyo jefe directo es el administrador de Succar Kuri, el señor Ricardo Navarrete, defendió al primero en su declaración. Pero días después se hizo evidente su complicidad con el pederasta o, al menos, su deseo de protegerlo.

—Yo conocí al señor Succar hace dos años; es una persona muy conversadora, muy amable. Nunca me faltó al respeto y nunca vi ninguna actitud sospechosa. Jamás pude observarlo con niñas o menores de edad. Los únicos niños que yo vi con él son sus hijos. No creo nada de lo que dicen del señor Succar, es un buen hombre y no creo que tenga nada que ocultar.

Poco tiempo duró la credibilidad de Eunice, ya que al día siguiente el agente ministerial recibió a otro vecino de Solymar, el señor Edwin Henry, propietario de una villa vecina a Succar. Henry explicó que, momentos antes de que llegaran los agentes para llevar a cabo el cateo en las villas números uno, cinco y nueve, él observó cómo la señora Eunice Beatriz sustrajo varios objetos en cajas y bolsas negras, haciendo viajes reiterados a toda prisa, acompañada del señor Thomas Vickers, por esas fechas hospedado en una de las villas de Succar. Ese mismo día el señor Jack Barqui Zinno, también vecino de éste, entregó varias pruebas de los abusos de poder y excesos violentos de Jean Succar Kuri, quien en reiteradas ocasiones violó los reglamentos del condominio e hizo lo que quiso; entre otras cosas, compró a ciertas personas para que no se metieran con él.

Consta en una de las actas una discusión entre los condóminos por la portación de armas de fuego por parte de Succar Kuri e incluso el hecho de que baleó a un sujeto a raíz de una discusión condominal.

Edwin Henry manifestó:

—Me pareció muy sospechoso. Si Vickers no tenía nada que esconder, ni tampoco Eunice, ¿por qué corrieron así? ¿Por qué sacaron esas cajas y bolsas negras de basura (de las grandes) llenas de cosas? ¿Por qué no esperar a que llegara la policía y explicar que él era simplemente un huésped y no sabía nada?

Al día siguiente otro vecino de Succar Kuri confirmó las declaraciones de Henry. Esta vez se trató de Enrique Jiménez Árias, quien declaró que el día 7 de noviembre, a las diez treinta de la mañana, él y su vecino Roberto Sicrage observaron a la señora Eunice (a quien describe como una mujer de tez morena, complexión delgada, baja de estatura y de cabello negro y largo) sacar objetos de la villa número uno, propiedad de Succar Kuri. Eunice entró y salió tres veces del sitio mencionado; la primera ocasión salió con una caja de cartón repleta de cosas y las dos subsiguientes con carpetas llenas de documentos. Junto a ella y apresurándola iba el ‘Señor Vickers con actitud nerviosa. Por tanto, los vecinos decidieron llamar al 060, número de emergencias policíacas.

Hasta la fecha, Jiménez Arias asevera que no logra comprender cómo, si ya se contaba con tanta información sobre el pederasta Succar, sus villas no fueron aseguradas para que nadie se llevara absolutamente nada de allí.

—Quién sabe cuántas pruebas lograron sacar sus amistades o empleados —le comentó a un amigo.

Ese mismo día, en la Ciudad de México, la AFI solicitó al [licenciado Ricardo Gutiérrez Vargas, director general de la Oficina de Interpol México, que se sirviera informar si en Su base de datos existen antecedentes criminales de un hombre que se hace llamar Martin Gary Mazy Kolb, originario de Pensilvania, Estados Unidos, y quien, por su estrecha cercanía con Succar Kuri, podría tener conocimiento o incluso participación directa en los actos delictivos realizados por el inculpado.

De nuevo, la procuradora Celia Pérez Gordillo negó ante los medios que existiera participación alguna de la Interpol o aun de la AFI en el caso. Reiteró que la procuraduría estatal realizaba todas las indagatorias y que a ella le correspondía la investigación.

Sin embargo, al mismo tiempo, en la capital del país se giraba un oficio de la PGR. En él se solicitaba al doctor Alejandro Gertz Manero, secretario de Seguridad Pública Federal, que, en auxilio de la primera dependencia, girara las instrucciones para que se trasladara a la ciudad de Cancún el personal especializado perteneciente a la policía cibernética, cuyos miembros debían realizar una minuciosa y exhaustiva investigación en la red de internet sobre los correos electrónicos de Jean Thouma Hanna Succar Kuri y algunas de sus víctimas.

El contenido de una de las computadoras se logró rescatar gracias a la joven Emma, quien recordó que años atrás Johny le obsequió una que era de su propiedad. Se la obsequió usada, aunque la “mandó limpiar” para que no tuviera nada de él. El propósito era que la utilizara para sus tareas escolares, pero jamás imaginó que en ella, después de un trabajo intensivo, la ciberpolicía mexicana rescataría suficientes pruebas de fotografías pornográficas de las víctimas de Succar Kuri.

Los abogados del sujeto seguían convencidos de lo que su cliente les argumentaba: que Emma, junto con Leidy Campos, intentaron extorsionarlo y que su único delito había sido enamorarse de una niña de trece años llamada Emma. Les juraba que jamás le hizo daño a ninguna niña y que lo que se publicaba en los medios sobre pornografía eran infundios.

Mientras tanto, en el Refugio del Centro Integral de Atención a las

Mujeres, uno de los niños varones víctimas de Succar por fin se atrevió a hablar. Este es su testimonio.

De ojos hermosos con largas pestañas, Javier parece un chico grabe. Su rostro delgado y anguloso, de piel morena clara, está enmarcado por una cabellera rizada de color castaño oscuro. Según su madre, no era tan flaquito como se le ve ahora, pero desde hace tiempo, cuando comenzó a estirarse, parece un jugador de básquetbol.

Al igual que él, Alicia, su madre, lleva el cabello corto y rizado. Las marcas de la pobreza se denotan en su rostro ajado; aunque apenas tiene cuarenta años de edad, sus ojos recaen en unas bolsas carnosas y arrugadas, como las de las mujeres que han padecido la tristeza de siglos y la pobreza extrema. Alicia llora con facilidad; desde que descubrió que su hijo e hija habían sido objeto de abusos presentó síntomas de parálisis facial provocada por el estrés, como la que la llevó al hospital hace cinco años y por la cual fue despedida de su trabajo como afanadora del aeropuerto de Cancún.

Javier no habla de “eso” frente a su madre. Lo niega, insiste en la anécdota que ha contado ante los hombres imponentes de la PGR. Su versión falsa cuenta que un día estaba con Jean Succar en su casa y éste le insistió en que debía tocar a su hermana. Pero él resistió estoico y lanzó su cuerpo delgaducho de cuarenta y un kilogramos de peso contra el del Tío Johny, un hombre robusto de cincuenta y ocho años de edad. En la imaginación de Javier, Johny se amedrentó ante la furia del niño y a partir de entonces ya no se atrevió a pedirle que hiciera nada de “esas cochinadas”. Eso le dice a su madre y baja la mirada, con la sensación genuina de que la ha protegido de una historia de terror de la cual, aun ahora, se siente culpable por no haber sido capaz de defenderse.

Él conoció a Jean Succar cuando apenas había cumplido los diez años. Su prima Emma lo llevó junto con su hermana pequeña a nadar a las Villas Solymar. Las primeras veces el señor se portó con gran amabilidad. Hasta que llegó aquella primera tarde en que la vida de Javier dio un vuelco radical. Con el Tío Johny se encontraban Javier, de diez años, y Cintia, su hermanita de ocho. Las niñas grandes jugaban en uno de los cuartos de arriba. A ellos los llevó Succar a la sala de televisión, donde los invitó a ver una película. Cambiaba de canal mientras le pidió a Cintia que se recargara en él. Comenzó a hacerle cariños en el cabello, por lo que Javier lo miró un tanto sorprendido. Desde que su padre los dejó cuando él apenas tenía cerca de cinco años, se convirtió en “el hombre de la casa”; cuidaba de su madre, su hermana y su pequeño hermano Walter, de cuatro años. Iba a la escuela y salía a trabajar en una reparadora de bicicletas del poblado Bonfil, a las afueras de Cancún. Estaba seguro de que, de seguir así, algún día podría ser dueño de su propia tienda de bicicletas y con todo el dinero que ganaría habría de comprarle una casa bonita a su madre y a sus hermanos, una casa con piso de verdad (y no de tierra apisonada), con techo de verdad (y no de palapa) y con un bailo con inodoro blanco (en lugar de una letrina apestosa en el patio selvático de su palapa de una sola habitación).

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