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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (22 page)

Tales leyes no admiten excepciones. La Ley del Barco Fondeado, por ejemplo, se cumple con rigor extremo. Podríamos formularla así: cada vez que te encuentras fondeado con un velero en una costa desierta y de varias millas de extensión, el siguiente barco que fondee lo hará exactamente a tu lado. En verano esto se amplía con inexorables corolarios: aunque quede mucho sitio libre alrededor, todo tercer barco fondeará en el reducido espacio que haya entre tu barco y el que fondeó antes. Al cabo del día, la confirmación de esta ley hace que, con varias millas de costa desierta, quince o veinte barcos se encuentren amontonados en el mismo lugar, borneando unos sobre otros al menor cambio del viento; y que cada patrón de nuevo barco que llegue, piense que algo malo tendrá la parte desierta cuando nadie fondea en ella.

La Ley del Barco Fondeado es utilísima a la hora de hacer previsiones, pues tiene innumerables aplicaciones terrestres. Por no alejarnos del mar, basta cambiar Barco Fondeado por Toalla y Playa, y resultará que, en una playa desierta de varios kilómetros de extensión, toda familia con sombrilla, hamacas, abuela y niños vendrá a instalarse exactamente a dos metros y cincuenta centímetros del lugar en donde hayas extendido tu toalla; pero no lo hará ninguna señora estupenda amante del bronceado integral –Corolario de la Señora Estupenda–. Etcétera. Y en cuanto a la tierra adentro, para qué les voy a contar. Ahí está la Ley de la Mesa Contigua, que no es sino una variante en seco de la del Barco Fondeado: en una cafetería o restaurante con todas las mesas vacías, cualquier nuevo cliente ocupará siempre la más próxima a la tuya –a veces esta ley se ve reforzada por la Norma del Maître Cabrón, que también ayuda–. El lunes pasado, a las diez de la mañana, tuve ocasión de confirmar el asunto. Estaba sentado leyendo los periódicos en una mesa, al fondo de una cafetería de aeropuerto grande y desierta, cuando apareció un grupo de jubilados que venían a echar una partida de mus. En cuanto los vi entrar, deduje: date por fornicado, colega. Y oigan. Queda feo que me eche flores, pero bordé el pronóstico. Cruzaron la sala sorteando mesas vacías y fueron a instalarse en la mesa de al lado. El resto lo pueden imaginar: duples, parejas, órdago a la chica. Y a ver si vienen esos cafelitos, guapa. Todo a grito pelado, entre golpes de baraja. Al rato llegaron más clientes y, por supuesto, se situaron alrededor, bien agrupados; con lo que, al cabo de un rato, aquella esquina de la cafetería parecía una plaza de pueblo en fiesta patronal. Ley del Barco Fondeado, como les digo. Para que luego nos llamen insolidarios. El que está solo es porque quiere. Y ni aun así te dejan.

Cartas náuticas y cabezas de moros

Desde hace tiempo, las cartas electrónicas sustituyen, a bordo de muchos barcos de recreo, a las viejas cartas náuticas de toda la vida. El espacio reducido de un velero o una embarcación a motor plantea dificultades a la hora de manejar los grandes pliegos de papel donde figuran los detalles de la costa, las profundidades, las luces de los faros y otras informaciones necesarias para la navegación. Ahora, la instalación de un plóter con la cartografía conectada a un GPS permite al navegante conocer en todo momento su posición, punto en el que se basa toda la ciencia de la navegación: saber dónde está el barco, establecer la ruta y prever los peligros. Tan cómodo y fácil de manejar es el sistema, que cada vez son más los aficionados que prescinden de las cartas clásicas y se guían sólo por las indicaciones de la carta electrónica, desechando papel, compás de puntas, lápices y transportador: un vistazo a la pantalla y tira millas, sobre todo si uno va a motor y con prisa para tomarse una copa en Ibiza. El sueño de cualquier dominguero.

Sin embargo, el mar es muy perro y siempre te la guarda. Además de los errores que contienen hasta las mejores cartas electrónicas –un estudio reciente de la revista francesa Voiles pone los pelos de punta–, una de las peores combinaciones náuticas es la de un GPS, un plóter, un piloto automático y un patrón estúpido que no asoma la cabeza por el tambucho para mirar alrededor al menos cada quince minutos: tiempo suficiente para que, por ejemplo, un mercante y una lancha que navegan a quince nudos con rumbos opuestos franqueen ocho millas de mar y se encuentren exactamente en el mismo lugar, o que una punta de tierra con restinga peligrosa en marea baja, que apenas se distinguía en la distancia, se encuentre de pronto bajo la quilla. Además, la electrónica falla, los pilotos automáticos se vuelven majaretas, los GPS están sujetos a averías o a errores de lectura. Y así, cada vez con más frecuencia, marinos de pastel, seguros de que para gobernar una embarcación basta con apretar botones, pasan apuros serios. Mientras que una carta de papel de toda la vida, una aguja magnética y cuatro reglas básicas, te llevan a cualquier sitio. Y si el barco es de vela, más.

Pensaba en eso esta mañana, a causa de un asunto que, tal vez, algún simple creerá que nada tiene que ver con las cartas náuticas: aquella idiotez propuesta por algunos políticos aragoneses de que al escudo de Aragón se le quiten las cuatro cabezas de moros que ostenta desde la Edad Media. Afortunadamente la cosa no prosperó del todo, o de momento, pues creo que ese escudo deja de presidir el salón de plenos de las cortes regionales, sustituido por un grupo escultórico –del magnífico y llorado Pablo Serrano– hecho de círculos concéntricos que no llegan a cerrarse, que simbolizará, puesto allí, el espíritu del debate libre y democrático, etcétera. Dejo a juicio de cada cual aceptar que haya relación entre una cosa y otra: escudo de Aragón y cartas náuticas. Yo la estimo evidente. Cuando uno se sitúa ante una carta marina clásica –hace tiempo dediqué una novela al asunto y lo tengo muy claro–, resulta imposible sustraerse a la magia del papel impreso, a las líneas trazadas y a todas las fascinantes referencias que contiene. Durante siglos, hombres sabios y valerosos, conscientes de que los barcos se pierden menos en el mar que en la tierra, midieron, sondaron, dibujaron cada braza, cada perfil de costa. Nos advirtieron de los peligros, sumando sobre el papel la experiencia, el sufrimiento, la incertidumbre y la lucha de quienes navegaron aquellos lugares difíciles y vivieron para contarlo. Una carta náutica de buen papel impreso, además de ser la referencia más segura, no se apaga con los fallos electrónicos, ni está sujeta a la moda o los caprichos aleatorios de la técnica moderna. No depende más que de la interpretación inteligente de su rico contenido: está ahí como estuvo siempre. Hace posible que el navegante no se limite a ir de un sitio a otro con prisas e irresponsabilidad, sino que recorra antes el camino con la imaginación; y después, mientras navega, que registre cada momento con la precisión y el gozo de quien transita derrotas que otros trazaron. Que navegue sobre su propia memoria, y de ella obtenga, heredado de quienes lo precedieron, el orgullo de sentirse marino. Se ha escrito que las cartas náuticas no son simples pliegos de papel, sino libros de Historia y novelas de aventuras. Hay que ser en extremo imbécil para renunciar a ellas.

Frailes de armas tomar

De vez en cuando me doy una vuelta por los viejos avisos y relaciones del siglo XVII, aquellas cartas u hojas impresas que, en la época, hacían las veces de periódicos, contando sucesos, hechos bélicos, noticias de la corte y cosas así. Con el tiempo he tenido la suerte de reunir una buena provisión en diversos formatos, y algunas tardes, sobre todo cuando tengo un episodio de Alatriste en perspectiva, suelo darles un repaso para coger tono y ambiente. Su lectura es sugestiva, a veces también desoladora -comprendes que ciertas cosas no han cambiado en cuatro siglos-, y en ocasiones muy divertida. Ése es el caso de una relación con la que di ayer. Está fechada en 1634, y se refiere a la peripecia de tres frailes mercedarios españoles que viajaban frente a la costa de Cerdeña. Me van a permitir que lo cuente, porque no tiene desperdicio.

El barco era pequeño y franchute, llevaba rumbo a Villafranca de Nizo, y a bordo, además de los tres frailes españoles -Miguel de Ramasa, Andrés Coria y Eufemio Melis-, iban el patrón, cuatro marineros y cinco pasajeros. A pocas millas de la costa se les echó encima un bergantín turco -en aquel tiempo se llamaba así a todo corsario musulmán, berberiscos incluidos- haciendo señales de que amainasen vela. El patrón se dispuso a obedecer, argumentando que, siendo francés el barco, podrían negociar con los corsarios y seguir viaje a salvo. Pero los tres frailes, súbditos del rey de España, no veían las cosas con tanto optimismo. Ustedes se escapan de rositas, protestaron, pero nosotros vamos a pagar el pato. Por religiosos y por españoles, pasaremos el resto de nuestras vidas apaleando sardinas al remo de una galera, o cautivos en Argel o Turquía. Así que, de perdidos al río, resolvieron cenar con Cristo antes que en Constantinopla. Que el diálogo de civilizaciones, apuntaron, lo dialogue la madre que los parió. De manera que se remangaron las sotanas, se armaron como pudieron con cuatro chuzos, tres escopetas y tres espadas sin guarnición que había a bordo, y amotinándose contra los tripulantes del barco, los metieron con los cinco pasajeros encerrados bajo cubierta. Después pusieron trapos en torno a las espigas de las espadas para que sirvieran de empuñaduras, y se hicieron una especie de rodelas amarradas al brazo izquierdo con almohadas y cuerdas. Luego se arrodillaron en cubierta y rezaron cuanto sabían. Salve, regina, mater misericordiae. Etcétera.

Ahora, háganme el favor y consideren despacio la escena, que tiene su puntito. Imaginen ese bergantín corsario de doce bancos que se acerca por barlovento. Imaginen a esos feroces turcos, o berberiscos, o lo que fueran -veintisiete, según detalla la relación-, amontonados en la proa y en la regala, blandiendo alfanjes y relamiéndose con la perspectiva, en plan tripulación del capitán Garfio. Imaginen la sonora rechifla del personal cuando se percata de que en la cubierta de la presa no hay más que tres frailes arrodillados y dándose golpes de pecho. Y en ésas, cuando los dos barcos están abarloados y los turcos se disponen a saltar al abordaje, los tres frailes -los supongo jóvenes, o cuajados y correosos, duros, muy de su tiempo- se levantan, largan una escopetada a quemarropa que pone a tres malos mirando a Triana, y luego, gritando como locos Santiago y cierra España, Jesucristo y María Santísima, o sea, llamando en su auxilio al santoral completo y al copón de Bullas, tras embrazar las almohadas como rodelas, se meten en la nave corsaria a mandoble limpio, acuchillando como fieras, dejando a los turcos con la boca abierta, perdón, oiga, vamos a ver, aquí hay un error, los que teníamos que abordar éramos nosotros. Con la cara del Coyote tras caerle encima la caja de caudales que tenía preparada para aplastar al Correcaminos. Y así, en ese plan, dejando la mansedumbre cristiana para días más adecuados, los frailes escabechan en tres minutos a doce malos, que se dice pronto, y otros cinco se tiran al agua, chof, chof, chof, chof, chof, y el resto, con varios heridos, pide cuartel y se rinde después de que fray Miguel Ramasa le atraviese el pecho con un chuzo al arráez corsario, «juntándose los dos tanto, que le alcançó el turco a morder en una mano, y acudiendo fray Andrés Coria le acabó de matar». Con dos cojones.

Ocurrió el 21 de octubre de 1634, día de santa Úrsula y de las Once Mil -una más, una menos- Vírgenes. Y qué quieren que les diga. Me encantan esos tres frailes.

Los torpedos del almirante

El almirante José Ignacio González-Aller, Sisiño para los amigos, es un marino atípico porque tiene un fuerte ramalazo –en el buen sentido de la palabra– de militar ilustrado como los de antes: aquellos que a veces se sentaban en las academias científicas, o de la lengua y la Historia. Quiero decir que es un marino leído. Me recuerda a algunos antiguos colegas suyos, capaces de hacer compatible el amor a la patria con leer libros. De vez en cuando, y quizá por eso mismo, se pronunciaban por aquí y por allá, no para poner a la gente a marcar el paso –ése era un registro diferente, el de los espadones iletrados y malas bestias–, sino para hacer a sus conciudadanos más cultos y libres, obligando a reyes infames a jurar y respetar constituciones. Por lo general, esos mílites optimistas vieron pagados su cultura y su patriotismo con el exilio en Francia o Inglaterra, donde hubo espacio y tiempo para reflexionar, entre nieblas, sobre la ingrata índole de esta madrastra, más que madre, llamada España. De ellos hay uno que al almirante y a mí nos parece entrañable, pues encarna como pocos la tragedia nacional: Cayetano Valdés, comandante del navío Pelayo en la batalla de San Vicente y del Neptuno en la de Trafalgar, quien, reinando ese puerco con patillas que fue nuestro rey don Fernando VII, conoció la prisión en España y el exilio en Londres por mantenerse fiel a la constitución de 1812.

Pero ésa es otra historia, y de quien quiero hablarles es de mi amigo el almirante González-Aller. Le adeudo, como lector, su magnífica recopilación de la correspondencia de Felipe II sobre la empresa de Inglaterra, en los cinco tomos de la obra –todavía inacabada– La batalla del Mar Océano; y, por supuesto, la reciente, monumental e indispensable Campaña de Trafalgar: dos grandes volúmenes con todos los documentos españoles sobre el desastre naval de 1805. Pero mi deuda afectiva es aún mayor, y data de cuando hace nueve años lo conocí como director del Museo Naval de Madrid, por donde yo husmeaba a la caza de cartas náuticas, tesoros hundidos y rubias a las que contarles las pecas hasta el Finisterre. Su delicadeza y su hombría de bien me sedujeron en el acto, y desde entonces le guardo un aprecio especial y un respeto fraguados en largas conversaciones, mantenidas sobre todo en torno a ese corte de la línea por dos puntos frente al cabo Trafalgar, el 21 de octubre de 1805. Muchas veces discutimos juntos aquel combate, en público y en privado, reproduciendo los movimientos sobre una mesa, sobre el suelo, en una pared o en la imaginación. Y siempre me conmovieron la profunda ciencia, la lucidez, la objetividad y el melancólico patriotismo, rozando la emoción, del buen almirante a la hora de recordar a los enemigos y a los amigos: a sus compañeros de antaño, peleando con el valor de la desesperanza, por su honor y sus conciencias.

Les estoy hablando de un abuelete –él no me perdonará el epíteto– sabio y un hombre de bien, respetado por los antiguos enemigos, los eruditos ingleses y franceses que se honran con su opinión y con su trato. Un hombre dedicado al estudio y la memoria, a quien los jóvenes marinos, como cualquier aficionado a la historia naval de este país desmemoriado, deberían acudir en peregrinaje, con los oídos y la inteligencia atentos. Y si por suerte ganan su confianza y consiguen llevarlo al portalón de los recuerdos personales, descubrirán que, tras esa ternura y bonhomía, late también otro hombre distinto –aunque tal vez se trate del mismo– que brota a ráfagas peligrosas como relámpagos: el capitán de corbeta frío y eficaz que, hace treinta años, en plena Marcha Verde, al mando del submarino S-34 Cosme García, en navegación silenciosa frente a los puertos de Agadir y Casablanca, con diez torpedos a proa y un ojo pegado al periscopio, aguardó durante dos semanas al acecho, sumergido y emergiendo con cautela cada noche, la ocasión de echar a pique cualquier buque de guerra enemigo que se le pusiera a tiro. Y cuando lo hago recordar aquello –me encanta provocarlo, pues cuenta las cosas como nadie–, veo que se enciende una llama de excitación y de nostalgia en sus ojos, y le tiembla la voz, y se yergue como el joven oficial que fue en otro tiempo. La última vez, durante un pequeño homenaje que le hicimos varios amigos ante un cocido de Lhardy, concluyó con un puñetazo sobre la mesa. «¡Éramos marinos de guerra!», exclamó. «¡Y a mucha honra!»

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