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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (13 page)

Mil millones de rayos

Las cosas que tiene la vida. Estoy en París de la Frans de entrevistas y cosas así por mi última novela traducida al gabacho, y sentado muy serio en el hotel respondo a las preguntas de éste o aquel periodista sobre esto y lo otro, ya saben, el impulso creativo y todo eso que te pregunta la gente para poner de manifiesto que no se ha leído el libro ni falta que le hace; y encima te miran raro cuando dices oiga, yo escribo porque contando historias me lo paso de puta madre. Para angustias creativas y recherches de I'inspiration perdú vaya y pregúntele a Vicente Molina Patedefuá o a uno de ésos que viven de los suplementos literarios y del cuento sobre la obra maestra que en realidad, criaturitas, no escriben porque no quieren. Yo sólo le doy a la tecla: sujeto, verbo, predicado, planteamiento. Nudo y desenlace. Una vulgaridad. Un simple Tusitala de infantería, sin columna en las páginas de cultura de El País. El caso es que en esas te pasas el día. Larga que te larga. Y luego llega una fotógrafa que es clavada a Elizabeth Sue pero en franchute, y a ti se te cae el café en el pantalón mirando adivinen qué. Y sales en las fotos con cara de gilipollas. Que esa es otra. Pero lo peor de todo es que te ha pasado el día mirando el reloj en busca de un rato libre, de un hueco para saltar a un taxi y escaparte a la plaza del Trocadero, casi encima de la torre Eiffel. Porque allí, en el museo de la Marina, está la exposición temporal Mille sabords! -mil portas de cañón, o mejor mil rayos, en traducción libre-, subtitulada Tintin, Haddock y los barcos. Y eso, con novela o sin novela mía de por medio, no estoy dispuesto a perdérmelo por nada del mundo.

Algunos de ustedes comprenden lo que quiero decir. Quienes, como el arriba firmante, jugaron al ajedrez con el general Alcázar, resolvieron el enigma de los tres Unicornios -«Tres hermanos juntos navegando al sol del mediodía…»- o se enfrentaron con el submarino pirata del capitán Kurt al timón del Ramona en aguas del mar Rojo mientras Haddock rompía a martillazos al telégrafo de órdenes, sabrán a qué me refiero. Compartirán lo que sentí cuando, al fin, liberado por un rato de compromisos editoriales, crucé la puerta del museo entre una nube de escolares pequeñajos y ruidosos que caminaban de dos en dos, cogidos de la mano. Y al fondo, en las últimas salas del museo gabacho -bastante menos dotado, por cierto, que el magnífico museo naval de Madrid-, caminé despacio, como quien recorre una catedral, por las escenas expuestas, por lugares que eran tan familiares a mi memoria que los habría reconocido sin necesidad de rótulos ni láminas explicativas. Allí estaba la historia de una amistad legendaria: el vínculo establecido entre un joven reportero de mechón rubio y un borrachín capitán de la marina mercante, que habría de llevarlos a través de los mares y desiertos, a las heladas cumbres del Tíbet ya los silenciosos cráteres de la Luna. Ese largo camino yo también lo había hecho con ellos, página a página, sueño a sueño, y su historia también era mi historia. Tintin, Haddock, Milú, yo mismo. Por eso al recorrer aquellas salas me sentía recorriendo mi propio pasado. Todo empezó con una lata de cangrejo, naturalmente. Luego, el Karaboudjan en el muelle. La camareta del Aurora durante una tormenta. La estrella misteriosa. El libro de memorias del caballero Francisco de Hado que, comandante del navío real Unicornio. El Sirius alquilado al capitán Chester. La sala de marina del castillo de Moulinsart… Era mi infancia la que pasaba ante mis ojos, y de nuevo sentía erizárseme la piel como cada vez que abría una de aquellos álbums -me niego a escribir álbumes- que todavía conservo y hojeo con devoción y más cuidado que si manejara un Quijote de Ibarra. Otra vez me sentía frente a la aventura apasionante del viaje, la observación, la deducción y la resolución de un enigma a cuyo término ya no eres el mismo, pues tu vida se ha modificado en alguna de las múltiples direcciones que ofrecen el azar o el destino. Y todo eso junto a un perro fiel, y junto a un amigo duro y bronco -¿qué más se puede pedir?-: un marino barbudo, alcohólico, más furibundo que el pélida Aquiles, aficionado a encadenar insultos y juramentos:

Bachibuzuc, bebe-sin-sed, zuavo, negrero, tecnócrata, sajú, pirómano, Fátima de baratillo, anacoluto, coloquinto, ecto- plasma, paranoico, imbécil. O ese definitivo e inolvidable: iMil millones de rayos!

Así que si ustedes son de los que conocen el whisky Loch Lomond y el significado de la enigmática frase ametrallador con babero, y resulta que van a París a presentar una novela o a lo que sea, dejen esta vez el Louvre para los japoneses; la Gioconda Va a seguir allí, esperándolos igual que las furcias de la rue Saint Denis. En vez de eso, ya saben: plaza del Trocadero -tiene estación de metro-, museo de la Marina, exposición Mille sabords!, abierta hasta el 21 de noviembre. No todos los días puede uno tocar con sus propias manos el submarino del profesor Tornasol.

Jorge Juan y la memoria

Hay cosas que lo reconcilian a uno con las cosas. Y con las personas. Tengo delante El legado de Jorge Juan: un magnífico libro-catálogo editado por el Ayuntamiento de Novelda y la Caja de Ahorros del Mediterráneo -que supongo aflojó la pasta- con motivo de la exposición permanente que esa ciudad dedica a la memoria de uno de sus más dignos hijos, el importante marino y científico del XVIII don Jorge Juan y Santacilia: personaje fundamental para comprender su siglo en Europa, y prototipo de esos ilustrados -e ilustradas, que añadiría el lendakari- que de vez en cuando levantaron y aún levantan la cabeza para dar a este país miserable la oportunidad de cambiar a bien. Eso, claro, hasta que llegan los de siempre, le sacuden un estacazo en la cresta al ilustrado o ilustrada -cuando no es un paseo hasta las tapias del cementerio-, y todo vuelve a quedar como siempre, entre curas reaccionarios y políticos analfabetos sin un ápice de vergüenza, que, eso sí, aluden siempre a sus ciudadanos sin olvidar a las ciudadanas, y ahora, además, también han puesto de moda decir esa estupidez de escenario, en vez de situación, que es, creo recordar, la palabra de toda la vida. El escenario cultural de los españoles y las españolas es una piltrafa, dicen, por ejemplo -aunque en realidad no vale como ejemplo, porque eso no lo dicen-, en vez de la situación es una piltrafa. Modernos que te rilas, o sea. Tan políticamente correctos, tan angliparlos y tan viajados ellos. Los soplapollas.

Pero a lo que iba. Hablaba de Jorge Juan, y de que el Ayuntamiento de Novelda se ha apuntado un tanto de campanillas, sobre todo por lo raro que resulta en España que alguien invierta un duro en rescatar la memoria histórica que explica nuestro presente y nuestro - ¿esperpéntico?- futuro como nación con 3.000 años de historia en las alforjas. Así que es bueno, e insólito, que una caja de ahorros o un banco, en vez de subvencionar a los compadres y los golfos trincones de toda la vida, gaste la viruta en algo decente, útil y memorable. Porque rescatar la memoria del marino que junto a Antonio de Ulloa les quitó el protagonismo a los gabachos en la medición del grado del meridiano para determinar la forma de la Tierra, que impulsó la construcción naval europea y la ciencia de la navegación, y que fue respetado hasta por los enemigos -el almirante inglés Howe se detuvo en Cádiz para hacerle una visita y charlar un rato-, resulta mucho más que una iniciativa municipal aseadita. En esta España sin memoria y sin gana de tenerla, es una verdadera hazaña. Así que si pasan por Novelda, háganme el favor de darse una vuelta por el museo-casa modernista de la ciudad. La simple visita será una forma de agradecimiento a quienes la han hecho posible.

Por cierto que, con Jorge Juan de por medio, no deja de tener su triste guasa que el evento alicantino coincida en el tiempo con la destrucción, en Cartagena, del histórico dique construido en el arsenal de esta ciudad por ese mismo caballero y marino. Porque allí, después de que la alcaldesa Pilar Barreiro y sus presuntos concejales de presunta cultura -esos intelectuales del Pepé ante cuya gestión resulta inevitable preguntarse si alguno tiene el bachillerato- hayan dejado la ciudad y el puerto y media muralla de Carlos III hechos una mierda a base de ignorancia, torpeza y diseño, nuestra Marina de guerra acaba de echarle una manita al equipo municipal, cargándose por el morro una joya dieciochesca que en su momento fue la más avanzada del mundo en materia de ingeniería náutica: el primer dique naval sin mareas -había uno en Tolón, pero se drenaba con la marea baja-, vaciable mediante el uso de la bomba de fuego, lo que ahorró la vida de cientos de galeotes que debían hacer, hasta entonces, ese duro trabajo a mano. Un ingenio técnico milagrosamente conservado durante dos siglos y medio, que la Armada española del siglo XXI acaba de triturar -apenas pueden rescatarse ya algunos trozos de madera y parte de la antigua clavazón- para la construcción de unos nuevos atraques para submarinos. Pero claro. Uno comprende que la preservación de un patrimonio cultural único tiene hoy menos importancia que la vigorosa -qué digo vigorosa: gallarda- defensa de nuestra hegemonía naval y nuestras costas y nuestros pesqueros y nuestros intereses marítimos. Y que gracias a esos atraques para submarinos, que debían construirse precisamente así, y no de cualquier otra manera, seguiremos siendo el terror de los mares, como hasta la fecha, y podremos seguir torpedeando audazmente si es menester, sin que nos tiemble el pulso, con viril decisión y con la más avanzada tecnología adquirida mediante leasing, lo mismo a esquinados marroquíes que a perros ingleses o a narcotraficantes malosos. En suma, a cuantos nos tocan la flor y la soberanía. Paseando bien paseado ese respetado pabellón nuestro, que no se puede aguantar, por la gloria de mi madre.

El día de la patrona

El otro día amarré en uno de esos puertos del Mediterráneo español, con casas blancas y orillas azules. Quedaban un par de horas de luz, así que, después de arrancharlo todo y ponerle tomadores a la vela de la mayor para que estuviese más pinturera aferrada en su botavara, me dispuse a leer tranquilamente en la popa, disfrutando del lugar y del paisaje. Y en ésas estaba, prometiéndomelas tan felices -el libro era una vieja edición de El canto de la tripulación, de Pierre Macorian- cuando retumbó por la dársena un estrépito de megafonía con una canción machacona y veraniega, anunciando que el espectáculo taurino estaba a punto de comenzar. Lajiñaste, Burt Lancaster, pensé, cerrando el libro. Luego me puse en pie para echar un vistazo y comprobé que no tenía escapatoria. Era el día de la Virgen de Nosequé, patrona local; y pegada a uno de los muelles había instalada media de esas plazas de toros portátiles, con barcos y botes con espectadores por la parte del agua, todo muy castizo y muy de fiesta de pueblo de toda la vida, con los graderíos ocupados a tope por algunos aborígenes locales y densas manadas de turistas guiris en calzoncillos y entusiasmados con el asunto. Y en la arena que habían extendido sobre el muelle, una vaquilla correteaba, desconcertada y torpe, entre una nube de animales bípedos que la atormentaban entre las carcajadas y el entusiasmo del respetable.

Que conste, como ya les he contado alguna vez, que me gustan las corridas de toros. Las veo más por la tele que en la plaza, pero siempre que puedo. Además, cada verano tengo una cita obligada en Burgos, donde mi amigo Carlos Olivares me invita siempre al mejor cartel de la feria; y gracias a eso viví hace un par de años la tarde inolvidable del toro de Enrique Ponce que fue indultado por su valor y su casta. Me gustan las corridas de toros, insisto, a pesar de que en mi caso sea una flagrante contradicción, pues juro por mis muertos más frescos que amo a los animales más que a la mayor parte de las personas que conozco. La razón no sé cuál es. Quizá tenga que ver con las ideas de cada cual sobre el valor y sobre la muerte, o vete a saber. En la plaza, en una corrida de verdad, el toro tiene la oportunidad -todos morimos- de vender cara su vida y llevarse por delante al torero. Con dos cojones. Y debo confesar que me parece de perlas que los toreros paguen el precio de la cosa viéndose empitonados y de cuerpo presente de vez en cuando. Me parece lógico y justo, porque si los toros traen cortijos en los lomos, como dicen, también debe pagarse un precio por eso. El que torea se la juega y lo sabe. Son las reglas. Del mismo modo que tampoco me altera la digestión, en un encierro de verdad, que un toro de quinientos kilos le ventile el duodeno a alguien que corra delante buscando emociones fuertes; y más si es un guiri al que nadie ha dado vela en su propio entierro, y luego en Liverpool le pongan una lápida donde diga, en inglés: Aquí yace un soplapollas. Resumiendo: quien quiera tirarse el pingüi con un toro de verdad, que se atenga a las consecuencias.

Por eso detesto tanto la vertiente chusma e impune del asunto, y me revuelve las tripas la charlotada de pueblo, cuando el toro, que suele ser una indefensa vaquilla, ni siquiera tiene la oportunidad de hacerle pagar cara la juerga a la gentuza que la atormenta. Antes, al menos, quedaba la excusa de la incultura y la barbarie de esta España cenutria, cateta y negra. Pero ahora, que somos igual de tarugos pero un poquito más informados y un poquito más tontos del culo, las excusas ya no sirven, y no hay otra explicación que nuestra infame condición humana. Pocos espectáculos tan viles como el de un pinchalomos carnicero atormentando a un novillo con los cuernos aserrados, o una turba de gañanes borrachos correteando alrededor de un pobre animal asustado, al que, según las bonitas costumbres de cada sitio, a menudo se destroza impunemente en la plaza, sin el menor riesgo para nadie, a estacazos, a golpes, a pedradas, a navajazos. Ahí no hay belleza, ni dignidad, ni valor, ni otra cosa que no sea la abyección más cobarde y más baja.

Cada vez que me cruzo con uno de esos repugnantes linchamientos que suelen organizarse -que tiene delito- bajo el manto de la Virgo Clemens o el santo local, no puedo menos que pensar, ay, gentuza, valerosos mozos de la localidad, turistas apestando a cerveza en busca de emociones y de una foto, cómo me gustaría que de pronto apareciera el hermano mayor de ese pobre animal cuyas peripecias arrancan tantas carcajadas a la gente de los tendidos, y os metiera bien metido un pitón en la femoral, a ver si empalados ahí arriba seguíais haciendo posturitas y risas. Peazo machos. No sentí largar amarras de ese puerto, aquella misma madrugada. Me gusta el sitio y volveré, me dije. Pero nunca más en estas fechas. Nunca más el día de su bonita fiesta popular. Y de su santa patrona.

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