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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (52 page)

—Nada. Es que al ver el sombrero he pensado que…

—¿Qué?

—Nada.

—Bueno, pues entonces cuénteme lo de la fiesta de disfraces.

—El museo suele organizar actos de recaudación de fondos: inauguraciones de salas, fiestas en honor de los grandes mecenas… Cosas por el estilo. De vez en cuando toca fiesta de disfraces. Yo siempre voy vestido igual: como un banquero inglés que va a la City. Bombín, pantalones de raya diplomática, chaqué…

—Ya. —Custer miró el paraguas de reojo—. ¿Y el paraguas?

—Un paraguas negro lo tiene todo el mundo.

Las emociones de Brisbane ya no eran visibles. La formación de abogado, sin duda.

—¿Cuánto tiempo hace que tiene el bombín?

—Ya se lo he dicho.

—¿Y dónde lo compró?

—A ver… En una tienda de antigüedades del Village. O puede que en TriBeCa. Me parece que en la calle Lispinard.

—¿Cuánto le costó?

—No me acuerdo. Treinta o cuarenta dólares. —Brisbane sufrió una breve pérdida de compostura—. Oiga, ¿por qué le interesa tanto mi bombín? Mucha gente tiene uno.

Fíjate en los ojos, se dijo Custer. Tenían una mirada de pánico. De culpabilidad.

—¿Ah, sí? —repuso con calma—. Pues yo, en Nueva York, sólo conozco a una persona con bombín: el asesino.

Era la primera vez que se pronunciaba la palabra «asesino», y Custer la subrayó un poco, lo justo para que se notara. Había que reconocer que lo estaba llevando más que bien, con la destreza de un pescador consumado sacando del agua una trucha enorme. Le dio pena que no estuvieran grabándolo en vídeo, porque al jefe le habría interesado verlo, y quizá hasta usarlo como instrumento pedagógico para aspirantes a detectives.

—Volvamos al paraguas.

—Lo compré… No me acuerdo. Siempre compro paraguas, y luego los pierdo.

Brisbane se encogió de hombros para quitar importancia al asunto, pero los tenía tensos.

—¿Y el resto del disfraz?

—En el armario. Vaya y mire.

Custer no hizo caso del intento de distraerle, porque estaba convencido de que el resto del disfraz se ajustaría a la descripción de una chaqueta negra y pasada de moda.

—¿Dónde lo compró?

—Los pantalones y la chaqueta me parece que los encontré en la tienda de ropa de etiqueta de segunda mano que hay cerca de Bloomingdale's. Ahora mismo no me acuerdo del nombre.

—Claro, claro. —La mirada de Custer era escrutadora—. ¿Y no le parece un disfraz un poco raro? ¿De banquero inglés?

—Es que no me gusta hacer el ridículo. Me lo habré puesto en media docena de fiestas del museo. Usted pregunte. Ya verá. Lo tengo más que amortizado.

—Eso no lo dudo. Amortizadísimo.

Custer miró a Noyes de reojo y vio que estaba nervioso, con una expresión de avidez, casi de caérsele la baba. Al menos había alguien al corriente de lo que se avecinaba.

—Señor Brisbane, ¿dónde estaba el doce de octubre entre las once de la noche y las cuatro de la madrugada?

Era la franja horaria que había establecido el forense para el asesinato de Puck. Brisbane puso cara de pensárselo.

—Pues… Cualquiera se acuerda.

Volvió a reírse. Custer también.

—No recuerdo qué hice esa noche, al menos no con exactitud. Lo lógico es que a partir de las doce o la una estuviera en la cama, pero antes… Sí, sí, ya me acuerdo. Me quedé en casa porque tenía lecturas pendientes.

—¿Y vive solo, señor Brisbane?

—Sí.

—¿O sea, que no hay testigos de que estuviera en casa? ¿La casera, por ejemplo? ¿Alguna novia? ¿Algún novio?

Brisbane frunció el entrecejo.

—No, nadie. Bueno, ahora, si no le importa…

—Un momento, señor Brisbane. ¿Dónde ha dicho que vive?

—No lo he dicho. En la calle Novena, cerca de University Place.

—Mmm. A menos de una docena de manzanas de Tompkins Square Park, que es donde mataron a la segunda víctima.

—Sí, reconozco que es una coincidencia interesante.

—Mucho. —Custer miró por la ventana. Central Park estaba sumido en un manto de oscuridad—. Lo que también debe de ser coincidencia es que el primer asesinato ocurriera justo aquí abajo, en el Ramble.

La expresión ceñuda de Brisbane se acentuó.

—Considero, capitán, que hemos pasado de la fase de las preguntas a la de las hipótesis. —Apartó la silla para levantarse—. Ahora, con su permiso, me gustaría seguir con la labor de hacer que sus hombres despejen el museo.

Custer le retuvo con un ademán, y volvió a mirar a Noyes de reojo pensando: Prepárate.

—Sólo queda un detalle: el tercer asesinato. —Sacó con desparpajo un papel de la libreta—. ¿Conoce a un tal Osear Gibbs?

—Pues sí, creo que sí. Es el ayudante del señor Puck.

—Exacto. Según el testimonio del señor Gibbs, el doce de octubre por la tarde usted y el señor Puck tuvieron una… esto… pequeña discusión en el archivo. Fue después de que usted se enterara de que en recursos humanos no apoyaban su propuesta de despedir a Puck.

Brisbane se ruborizó ligeramente.

—Yo no me creería todo lo que dicen por ahí.

Custer sonrió.

—Ni yo, señor Brisbane, ni yo, se lo aseguro. —Se permitió el placer de una larga pausa—. Bueno, pues el señor Osear Gibbs ha declarado que usted y Puck se gritaron. Mejor dicho, usted le gritó a Puck. ¿Le importaría explicarme el motivo, con sus propias palabras?

—Le regañé.

—¿Porqué?

—Por no atender mis instrucciones.

—¿Cuáles?

—Que se ciñera a su trabajo.

—Que se ciñera a su trabajo. ¿En qué sentido no se había ceñido?

—Se dedicaba a otras cosas. Ayudaba a Nora Kelly en sus proyectos externos, y eso que yo había dado órdenes explícitas de…

Era el momento. Custer atacó.

—Según el señor Osear Gibbs, usted… Se lo leo: «Le pegaba unos gritos… Dijo que mataría al señor Puck, que le despediría. Dijo que el asunto traería mucha cola». —Custer bajó el papel y miró a Brisbane—. Es la palabra que usó usted: «matar».

—Una manera de hablar como cualquier otra.

—Luego, en menos de veinticuatro horas, aparece el cadáver del señor Puck en el archivo, clavado en un dinosaurio. Antes le habían descuartizado, y todo apunta a que fue en el propio archivo. Una operación así, señor Brisbane, requiere su tiempo. Está claro que fue obra de un buen conocedor del museo. Alguien con autorización para entrar en todas partes. Y que pudiera pasearse por el edificio sin llamar mucho la atención. Podría decirse que era alguien de la casa. Luego Nora Kelly recibe un mensaje escrito con la máquina del señor Puck, pidiéndole que baje, y la atacan a ella. La persiguen con intención homicida. Nora Kelly: otra espina que tenía usted clavada. Mientras tanto, la tercera, el agente del FBI, estaba en el hospital porque le había atacado alguien con bombín.

Brisbane le miraba con incredulidad.

—¿Por qué no quería que Puck ayudase a Nora Kelly en sus… cómo lo ha llamado… proyectos externos?

La respuesta fue un silencio.

—¿Qué temía que encontrase? ¿Que encontrasen, mejor dicho?

—El… La… —balbuceó Brisbane.

Era el momento de la estocada.

—Lo de imitar el método de otro asesino, ¿a qué venía, señor Brisbane? ¿Lo encontró en el archivo? ¿Era el móvil? ¿Puck estaba demasiado cerca de descubrir algo?

Brisbane recuperó la voz y se levantó de un salto.

—Eh, oiga, un momento…

Custer se giró.

—Sargento Noyes.

—¿Qué? —contestó enseguida Noyes.

—Póngale las esposas.

—¡No sea idiota! —dijo Brisbane con la voz entrecortada—. ¡Está cometiendo una equivocación gravísima!

Custer consiguió levantarse de la silla con un movimiento menos ágil de lo deseado y le soltó a bocajarro los derechos de la advertencia Miranda.

—Tiene derecho a guardar silencio…

—Esto es un abuso.

—… tiene derecho a un abogado…

—¡No pienso consentirlo!

—… tiene derecho a…

Los recitó de pe a pa con voz de trueno, acallando las protestas de Brisbane y observando la satisfacción con que Noyes le ponía las esposas. Custer no recordaba haber disfrutado tanto con un arresto. De hecho, como policía, era el mejor trabajo de su carrera. Carne de leyenda. Durante muchos años se contaría la historia de cuando el capitán Custer le había puesto las esposas al Cirujano.

5

Pendergast volvió a subir por Riverside Drive con la chaqueta del traje abierta y los faldones revoloteando en el aire nocturno de Manhattan. Nora, que corría tras él, pensó en Smithback y en su condición de prisionero de alguno de aquellos edificios tan lúgubres. La imagen, a pesar de sus esfuerzos por borrarla de su mente, siempre volvía. La preocupación por lo que pudiera estar pasando, o haber pasado ya, le provocaba un malestar casi físico.

Le parecía mentira haberse enfadado tanto con él, aunque fuera innegable que en ocasiones —muchas— no le aguantaba ni su madre. Era un intrigante, y muy impulsivo; siempre tenía que meter la nariz en todo, y a sí mismo en líos. Sin embargo, algunos de esos rasgos negativos eran los mismos que le hacían entrañable. Se acordó de cuando se había disfrazado de mendigo para ayudarla a sacar el vestido viejo del solar en obras, y de cuando había ido a avisarla del navajazo a Pendergast. En los momentos decisivos se podía confiar en él. Había sido muy dura, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Reprimió un sollozo amargo.

Pasaban al lado de viejas mansiones convertidas en nidos de adictos al crack y a la heroína. Pendergast las examinaba una por una, e invariablemente sacudía un poco la cabeza y les daba la espalda.

El pensamiento de Nora se demoró unos instantes en el propio Leng. Parecía imposible que pudiera seguir vivo, escondido en alguna de esas casas que se caían a trozos. Volvió a concentrarse en Riverside Drive. Lo prioritario era identificar la casa. Un atributo que no faltaría era la comodidad. Seguro que alguien con más de ciento cincuenta años de vida daba una importancia desmesurada a ese factor. Sin embargo, seguro que a primera vista daría impresión de abandono. Por otro lado, sería prácticamente inexpugnable, a fin de evitar visitas sorpresa. Para características así, el barrio era ideal: una vivienda abandonada, pero de antigua elegancia; externamente destartalada, pero internamente habitable; tapiada con tablones y muy aislada.

El problema era la cantidad de casas que se conformaban justamente a esos criterios.

De repente, al llegar a la esquina de la calle Ciento treinta y ocho, Pendergast se detuvo y, lentamente, se colocó de cara al enésimo edificio abandonado. Se trataba de una mansión grande y en mal estado, una mole oscura cuya época de gloria había pasado y que quedaba separada de la calle por una vía de servicio pequeña. Se parecía a muchas de las demás en que la planta baja estaba cerrada a cal y canto con chapa metálica. A simple vista no se diferenciaba de los anteriores edificios, pero Pendergast la miraba con una intensidad que Nora jamás le había visto.

El agente del FBI se metió en silencio por la calle Ciento treinta y ocho, seguido por Nora, que le observaba. Caminaba lentamente, despegando poco la mirada del suelo, y siempre para observar la casa. Avanzaron hasta llegar a la esquina con Broadway. Justo después de doblarla, Pendergast dijo:

—Es esta.

—¿Cómo lo sabe?

—Por el escudo de armas de encima de la puerta: tres esferas de boticario sobre un ramo de cicuta. —Hizo un gesto con la mano—. Perdone que deje las explicaciones para más tarde. Usted sígame, y tenga muchísimo cuidado.

Siguió rodeando la manzana hasta llegar a la esquina de Riverside Drive y la calle Ciento treinta y siete. Nora contemplaba el edificio con una mezcla de curiosidad, aprensión y miedo sin paliativos. Era una casa con una altura de unos quince metros, de ladrillo y piedra, que ocupaba toda una manzana pequeña. La fachada principal quedaba detrás de una reja de hierro forjado con las púas oxidadas y cubiertas de hiedra. El jardín, conquistado por las malas hierbas, las matas y la basura, sólo era un recuerdo. Detrás de la casa había un camino de entrada circular para carruajes, que partía de la calle Ciento treinta y ocho. Las ventanas de la planta baja estaban cerradas con tablones; no así las del primer piso, una de las cuales tenía roto el cristal. Nora contempló el escudo de armas al que se había referido Pendergast. Vio las tres esferas y el ramo de cicuta, y una inscripción perimetral en griego. Una ráfaga de viento hizo temblar las ramas desnudas del patio y parpadear el reflejo de la luna y las nubes en los cristales de las ventanas de arriba. Parecía una casa encantada.

Pendergast avanzó por la entrada de carruajes, con Nora a pocos pasos. Apartó basura con un pie y, tras un rápido vistazo en derredor, llegó hasta un roble muy grande, que se atrincheraba en la oscuridad de detrás de la puerta cochera. Nora tuvo la impresión de que el agente se limitaba a acariciar la cerradura, pero la puerta se abrió, con un mutismo de bisagras perfectamente engrasadas.

Se dieron prisa en entrar. Pendergast ajustó la puerta, y Nora oyó el clic de la cerradura. Siguió un momento de intensa oscuridad, mientras, callados, prestaban atención a los posibles ruidos de la casa. Todo estaba en silencio en la vieja mansión. Después de un minuto apareció la línea amarilla de la linterna de Pendergast, que recorrió la habitación.

Estaban en un vestíbulo pequeño, con el suelo de mármol y las paredes de terciopelo verde. Todo estaba cubierto por una capa de polvo. Pendergast, inmóvil, enfocó con la linterna una serie de huellas en el polvo, debidas en parte a zapatos y en parte a calcetines. Se las quedó mirando tanto rato —como un estudiante de arte ante la obra de un clásico—, que Nora empezó a impacientarse. Al final, Pendergast se decidió a abrir la marcha lentamente, cruzando el vestíbulo y metiéndose por un pasillo corto que desembocaba en una sala grande y larga. Las paredes eran de madera noble, y el techo un artesonado complejo con mezcla de motivos góticos y otros más austeros.

La sala estaba llena de objetos expuestos, una colección heterogénea que Nora no supo descifrar: mesas raras, armarios, cajas largas, jaulas de hierro, extraños aparatos…

—El almacén de un mago —murmuró Pendergast, en respuesta a la pregunta que su acompañante no había formulado.

Atravesaron la sala y salieron por un arco a un espléndido salón. Pendergast hizo otra pausa para examinar varias hileras de huellas que cruzaban en varios sentidos el suelo de parquet.

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