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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (18 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—No cometa el error de considerarse invulnerable, aunque esté tan arriba.

—Y ahora, dejémonos de preámbulos y pasemos a descubrir la última creación del museo, la sala de primates…

O'Shaughnessy vio que cortaban una cinta al lado de la tarima con unas tijeras gigantes. Tras algunos aplausos, la gente empezó a circular hacia la puerta abierta de la nueva sala. Pendergast le miró.

—¿Vamos?

—¿Por qué no?

—Cualquier cosa era mejor que estar allí plantado.

—Conmigo no cuenten —dijo Smithback—. Con la de exposiciones que he visto en este tugurio, tengo para toda la vida.

Pendergast se giró y estrechó la mano del reportero.

—Seguro que volvemos a vernos. Y pronto.

O'Shaughnessy tuvo la impresión de que Smithback se ponía bastante nervioso.

Tardaron poco en pasar con los demás a la sala contigua, cuya gran superficie estaba sembrada de dioramas de chimpancés, gorilas, orangutanes, monos y lémures disecados, en un entorno que reproducía su hábitat natural. O'Shaughnessy quedó ligeramente sorprendido al darse cuenta de que los dioramas eran fascinantes, y de que hasta tenían su belleza. Parecían marcos mágicos con acceso a mundos remotos. ¿Cómo lo había conseguido aquella pandilla de memos? No, claro, no habían sido ellos, sino los conservadores y los artistas. La gente como Brisbane era la paja de encima. Quedaba confirmada la necesidad de ir más a menudo al museo.

Vio que una vitrina congregaba a más público que las demás. Dentro había un chimpancé colgado de una rama, en pleno acto de gritar. La gente susurraba, y reía con disimulo. A simple vista no se diferenciaba de las demás vitrinas, pero algún atractivo especial debía de ofrecer. O'Shaughnessy tuvo curiosidad por saber qué tenía el chimpancé de tan interesante. Miró alrededor. Pendergast estaba al fondo, en una esquina, examinando con grandísimo interés a un monito muy extraño. Para raro, él. De hecho, pensándolo bien hasta daba un poco de miedo.

Se acercó a la vitrina para echarle un vistazo, y se quedó en la última fila. La gente seguía murmurando; algunos aguantaban la risa, mientras otros hacían chasquidos de reprobación con la lengua. Una señora cargada de joyas le hacía señas a un vigilante. Al darse cuenta de que O'Shaughnessy era policía, la gente se apartó automáticamente.

Vio que la vitrina tenía una etiqueta muy trabajada: una lámina de roble muy nudosa, con las letras doradas y, en los bordes, negras. Decía:

ROGER BRISBANE III

VICEPRESIDENTE PRIMERO

13

La caja era de madera de frutal. Después de varias décadas de no tocarla ni necesitarla nadie, se le había formado una capa muy gruesa de polvo, pero había sido suficiente una pasada, una sola, con un trapo suave para retirar el sedimento de los años, y otra para resucitar el brillo y los cálidos colores de la madera de debajo. El trapo se desplazó hacia las esquinas de latón, y las frotó y bruñó. Lo siguiente fueron las bisagras, igualmente de latón, que quedaron brillantes y ligeramente engrasadas. El último paso correspondió a la placa dorada, que estaba clavada a la tapa con cuatro pequeños tornillos. Una vez que a cada centímetro, a cada elemento de la caja se le hubo devuelto su brillo (y no antes), los dedos se movieron hacia el cierre y —con el ligero temblor de comprender la gravedad del momento— lo abrieron y levantaron la tapa.

Dentro, las herramientas relucían en lechos de terciopelo púrpura. Los dedos las fueron recorriendo con levísimos y casi reverentes toques, como si los instrumentos poseyeran algún don curativo. Y así era, tal como habían demostrado en el pasado, y como lo volverían a demostrar.

La primera era el cuchillo grande de amputar, con la hoja curvada hacia abajo, como todos los cuchillos norteamericanos de su clase entre las guerras de independencia y civil. De hecho, aquel juego era de la década de 1840, y había sido fabricado en Filadelfia por Wiegand & Snowden. Una exquisitez. Una obra de arte.

Los dedos siguieron su camino, arrancando guiños cómplices en la penumbra a su único anillo de ojo de gato: sierra metacarpiana, cuchillo Catlin, fórceps óseo y fórceps para tejidos. Por último, se detuvieron en la gran sierra y, tras acariciarla unos instantes en toda su longitud, la extrajeron de la ranura. Era preciosa: larga y resistente, con una hoja pesada y tan afilada que hasta daba miedo. Coincidía con el resto de los útiles en tener el mango de marfil y gutapercha. La esterilización de los instrumentos sólo se había empezado a practicar en la década de 1880, al publicarse las investigaciones de Lister sobre gérmenes. Desde entonces todos los mangos se fabricaban de metal, y los materiales porosos habían quedado como piezas de coleccionista. En el fondo era una lástima, porque las herramientas antiguas tenían mucho más atractivo.

Tranquilizaba saber que en aquel caso no haría falta esterilizarlas.

La caja contenía dos bandejas. Los dedos, con veneración, levantaron la primera (la de los instrumentos de amputar) y dejaron a la vista el juego de herramientas de neurocirugía, todavía más bello. Las hileras de trépanos para el cráneo se alternaban con sierras finísimas; pero lo más valioso, el máximo tesoro, era lo que rodeaba el conjunto: una sierra de cadena para cirugía, una larga y delgada tira de metal con dientes de sierra afiladísimos y un mango de marfil en cada extremo. En realidad pertenecía a los instrumentos de amputar, pero la habían asignado a la bandeja inferior a causa de su longitud. Su uso se imponía en casos en que lo esencial era el tiempo, no la precisión. Su aspecto era aterrador. Su belleza, soberana.

Los dedos acariciaron una a una las herramientas, hasta devolver la bandeja superior a su lugar.

Entonces apareció frente a la caja una correa de cuero muy pesada, traída de la mesa de al lado. Lentamente, sin prisas, los dedos le untaron un poco de aceite de pezuña de buey. Era importante evitar cualquier prisa. La prisa siempre había sido fuente de errores y esfuerzos malogrados.

Al final, los dedos volvieron a la caja, eligieron un cuchillo y lo expusieron a la luz. Con el mayor esmero, lo aplicaron a la correa de cuero e iniciaron un movimiento de vaivén. En el proceso de afilar la hoja, casi parecía que el cuero ronroneara.

Afilar todas las cuchillas del instrumental quirúrgico, y dejarlas como hojas de afeitar, iba a mantenerle ocupado varias horas. En fin, tiempo no faltaría.

De hecho, si algo había era tiempo.

LA HORA SEÑALADA
1

A Paul Karp le parecía increíble que por fin fuera a probarlo. Había llegado la hora tan esperada, a sus diecisiete años.

Se adentró con ella en el Ramble, la parte más agreste y menos visitada de Central Park. Sin ser perfecto, era lo que había.

—¿Por qué no vamos a tu casa, que sería más fácil? —preguntó ella.

—Es que están mis padres. —Paul la rodeó con sus brazos y le dio un beso—. Tranquila, que aquí se está genial.

La oía respirar, con la cara enrojecida. Miró alrededor, buscando el rincón más oscuro y apartado, y, con las prisas de no querer desaprovechar el momento, se salió del camino y se internó en un matorral de rododendros. Ella le seguía, y sin hacerse la remolona. La idea le dio un pequeño escalofrío de impaciencia. Se dijo que la sensación de soledad era ficticia, que de hecho venía gente a todas horas.

Se abrió camino hasta la parte más frondosa del matorral. Era un día de otoño y, aunque aún faltara un poco para la puesta de sol, el dosel de sicomoros, laureles y azaleas generaba una penumbra verdosa. Intentó convencerse de que era un lugar acogedor, casi romántico.

Acabaron llegando a un claro oculto, un lecho muelle de vinca rodeado de arbustos oscuros. Estaban a salvo de miradas, completamente a solas.

—Paul… ¿Y si nos atracan?

—Aquí dentro no puede vernos ningún atracador —se apresuró a decir él, al mismo tiempo que la abrazaba y la besaba.

La reacción de la joven pasó de vacilante a ardorosa.

—¿Seguro que aquí estamos bien? —susurró.

—Segurísimo. Estamos completamente solos.

Después de un último vistazo a la redonda, Paul se tumbó en la hierba, hizo sentarse a su chica y volvieron a besarse. Entonces Paul le metió las manos por dentro de la blusa, y ella no se lo impidió. Notaba el movimiento de su respiración, la subida y bajada de los pechos. Los pájaros, arriba, montaban un escándalo, y la vinca era como una alfombra verde que les acogía. Bonito marco. Paul pensó que para la primera vez no podía pedirse más. Ya tenía algo que contar. Pero lo importante era que iba a probarlo. Dejaría de ser el hazmerreír de sus amigos, el último virgen del último curso de Horace Mann.

Con renovada urgencia, se arrimó a la joven y le desabrochó algunos botones.

—No aprietes tanto —susurró ella, retorciéndose—, que en el suelo hay muchos bultos.

—Perdona.

Se movieron por el manto de hierba, buscando una superficie más cómoda.

—Ahora se me clava una rama en la espalda.

De repente se quedó callada.

—¿Qué pasa?

—He oído algo.

—Es el viento.

Paul se desplazó un poco más y volvieron a abrazarse. Después se bajó la cremallera y le desabrochó a ella el resto de la blusa, con la sensación de tener los dedos de salchicha y no saber moverlos. El espectáculo de los pechos balanceándose libremente hizo que se le pusiera todavía más dura. Le tocó la barriga desnuda, y deslizó la mano hacia abajo. La de ella, mucho más experta, fue la primera en llegar al objetivo. Al notar que le ceñía, tibia y suavemente, Paul ahogó una exclamación y levantó las caderas.

—Uy, espera, que aún tengo una rama debajo.

Ella se incorporó jadeando y con la melena por los hombros. Paul hizo lo mismo con una mezcla de frustración y deseo, y vio la superficie que habían ocupado. Bajo la hierba aplastada se distinguía una rama de color claro. Metió los dedos por la vinca, la cogió y tiró con rabia para arrancarla, pensando: Maldita rama.

Pasaba algo muy raro. El tacto de la rama no era normal, sino frío y gomoso. Al desenredarla de la hierba, vio que no era ninguna rama, sino un brazo. Las hojas, apartándose con languidez y reticencia, dejaron a la vista el resto del cuerpo. Los dedos de Paul quedaron flácidos, y el brazo volvió a hundirse en la vegetación. La primera en gritar fue ella, que retrocedió con pies y manos, se levantó, tropezó, volvió a levantarse y salió corriendo con los vaqueros desabrochados y la blusa por fuera. Paul también se había levantado, pero parecía que sólo oyera el ruido que hacía la joven en su huida, partiendo ramas. Había ocurrido todo tan deprisa que se le antojó una especie de sueño. Notó que se le desvanecía el deseo, dejando su lugar al horror. Dio media vuelta, pero antes de correr giró enloquecido la cabeza, como si le venciera el impulso de comprobar que era cierto. Los dedos estaban un poco contraídos y con manchas de barro en la piel blanca. El resto estaba en la penumbra, cubierto de hierbajos.

2

El doctor Bill Dowson, apoyado en el lavamanos, dedicó una mirada ausente a sus uñas, perfectamente recortadas, y pensó: Uno más y a comer. Menos mal. Nada más indicado que un café y un bocadillo de beicon, lechuga y tomate en el puesto de la esquina. No tenía claro el porqué de que le apeteciera justo ese menú. Quizá la idea del beicon la hubiera despertado la lividez del último fiambre. En fin. La verdad era que el dominicano de detrás del mostrador había elevado el bocadillo a género artístico. Dowson casi notaba crujir la lechuga en la boca, mezclarse el tomate con la mayonesa…

Levantó la vista, porque la enfermera le traía los papeles. Tenía el pelo corto y negro, y buena figura. Dowson echó un vistazo a la tablilla sin cogerla, y le sonrió.

—¿Qué me traes? —preguntó.

—Un homicidio.

Dowson suspiró exageradamente y puso los ojos en blanco.

—Ya van como cuatro, ¿no? Debe de ser temporada de caza. ¿Le han pegado un tiro?

—No, tiene varías puñaladas, o algo así. Lo han encontrado en Central Park, en el Ramble.

Dowson asintió.

—El vertedero, vaya. Típico. —Lo que faltaba, pensó; otro asesinato cutre. Miró su reloj—. Tráelo, por favor.

Vio salir a la enfermera. No estaba mal, no señor. Tardó poco en verla volver con una camilla de ruedas, tapada con una sábana verde, pero no hizo el menor ademán de acercarse al cadáver.

—Y lo de cenar juntos, ¿qué?

La enfermera sonrió.

—No me parece buena idea, doctor.

—¿Porqué?

—Ya se lo he dicho: nunca quedo con médicos, y menos si trabajo con ellos.

Dowson asintió, se bajó las gafas y sonrió.

—Ya, pero te recuerdo que somos almas gemelas.

Ella sonrió.

—Lo dudo.

Sin embargo, Dowson se daba cuenta de que se sentía halagada por su interés. De todos modos, con los tiempos que corrían, más valía no insistir, porque a ver si con lo del acoso sexual y todo eso…

Suspiró y se apartó del lavamanos para ponerse unos guantes verdes nuevos.

—Pon en marcha las cámaras de vídeo —le dijo a la enfermera mientras se preparaba.

—Sí, doctor.

Cogió los papeles.

—Pone que es una mujer caucásica, identificada como Doreen Hollander, de veintisiete años, residente en Pine Creek, Oklahoma. La identificó su marido.

Después de leer el resto de la hoja, colgó los papeles en la camilla, se puso la mascarilla y, con ayuda de la enfermera, trasladó el cadáver con la sábana a la mesa de examen de acero inoxidable.

Como notaba una presencia a sus espaldas, se giró, y descubrió en la puerta a un hombre alto y delgado, cuya palidez en cara y manos contrastaba mucho con el negro del traje. Detrás había un poli de uniforme.

—¿Qué desean? —preguntó.

El desconocido se acercó y abrió la cartera.

—Doctor Dowson, soy el agente especial Pendergast. Le presento al sargento O'Shaughnessy, de la policía de Nueva York.

Dowson le pegó un repaso. Su intrusión era una anomalía. De hecho, el propio personaje tenía mucho de anómalo: tan rubio, con los ojos tan claros y el acento tan exageradamente del sur…

—Usted dirá.

—¿Puedo observar?

—¿Es una investigación del FBI?

—No.

—¿Me enseña su autorización?

—No tengo.

Dowson suspiró de irritación.

—Ya conoce el reglamento: no se puede mirar porque sí.

El agente del FBI dio otro paso y se acercó a él más de lo deseable, invadiendo su espacio personal. Dowson contuvo el impulso de retroceder.

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