—Por favor, Kamal, ¿qué te pasa? Jamás te vi tan alterado.
—¿Quién es ese tipo?
—Mi chófer. Malik bin Kalem Mubarak.
—¿Cómo entró a trabajar aquí?
—Es un recomendado de tu familia. Llegó con una carta muy elogiosa firmada por el secretario privado de tu hermano, el rey Saud.
Kamal se puso de pie, y su imponente figura amilanó a Mauricio, que se apresuró a explicarle que no había podido negarse a contratarlo, que no era mal empleado y que trabaja con ahínco. Al-Saud arrastró fuera a Mauricio y, en el corredor, libres de posibles micrófonos ocultos, le aseguró:
—Es un espía de Saud.
Mauricio se mostró reticente a creerle, pero los argumentos de su amigo terminaron por minar su confianza. No resultaba extraño pensar que Saud supusiera que, además de recordar los viejos tiempos en el internado de Inglaterra y los días en La Sorbona, Kamal y él intercambiarían información valiosa, útil en la lucha por conservar su tambaleante trono.
—Mi hermano tiene los días contados —susurró Kamal—, y él lo sabe. Sabe también que la familia es a mí a quien quiere en su lugar. ¿No crees que hará cualquier cosa por defender su poder? Lo conozco mejor que tú, no tiene escrúpulos, y luchará con lo que tenga a mano para defenderse. Créeme cuando te digo que Malik está aquí para espiar mis movimientos.
—Entonces, lo despediré —aseguró Mauricio, alterado—. No quiero alcahuetes en mi embajada.
—No, despedirlo sería revelar que conocemos el verdadero fin que cumple. Después de todo, si me dices que es un buen empleado, ¿qué excusa podrías esgrimir para despedirlo? Mejor deja que crea que continuamos en las nubes y usémoslo a nuestro antojo.
Mauricio quería muchísimo a Kamal y habría hecho cualquier cosa por él, pero mezclar los asuntos de la embajada con las rencillas internas de la dinastía Al-Saud no lo convencía en absoluto. De todos modos, asintió con desgana, pues tampoco se animaba a contradecirlo.
—Mantén a Francesca alejada de ese hombre —dijo Kamal, tras una pausa—. No quiero que vuelva a salir con él, ni que traten asuntos en común. Si no tienes otro chófer, te enviaré uno de mi confianza.
—Está Kasem, él es de fiar y sé que adora a Francesca.
—Bien.
Kamal volvió a ensimismarse y Mauricio esperó con recelo.
—Ya no me quedan dudas —habló, por fin—. Fue el propio Malik quien entregó a Francesca a la
mutawa.
Dos días más tarde, Francesca recibió un ramo de veinticuatro camelias. En su vida había tenido una camelia entre las manos; de una blancura y belleza incomparables, la embelesaron la suavidad de los pétalos y la perfección de su forma. Recordó la novela de Alejandro Dumas y se sintió íntimamente conmovida. Abrió la esquela con manos ansiosas: «Perdón, señorita De Gecco. Kamal Al-Saud». Habría dado un brinco con el ramo en la mano y la tarjeta apretada contra el pecho si Sara no la hubiese mirado con esa mueca furiosa.
—Te lo manda el príncipe Kamal, ¿verdad?
—Sí, es para disculparse por lo de la
mutawa.
—Seguro, para disculparse —repitió la argelina, con intención.
Francesca pasó por alto el comentario, no deseaba discutir, sólo admirar las flores y pensar en el hombre que se las había enviado, que, después de dos días, aún la recordaba y se preocupaba por ella.
—¿Dónde las habrá comprado? —se preguntó, cuando a ella le costaba tanto conseguir unas pocas rosas mustias y abiertas.
—Ya te lo dije —habló Sara, con solemnidad—, cuando un árabe se propone algo, lo consigue, a cualquier precio, aunque tenga que mover cielo y tierra para lograrlo. Y ese hombre te quiere para él, Francesca, lo sé.
—Sara, ¡que dices!
—No tomes a broma mis palabras —se enojó—. Este país es una tormenta en estos días y el príncipe Kamal está en el ojo del huracán. No debes acercártele, no debes hacerle caso o no sé qué podría pasarte.
Después de esas palabras agoreras, Sara abandonó el dormitorio. Francesca se sentó en el borde de la cama y miró las camelias. «¡Qué hermosas son!». Tomó el florero del chifonier, lo llenó con agua en el baño y acomodó el ramo. Le resultó duro pensar que en poco tiempo se marchitarían. ¿Cómo es que algún día, no muy lejano, debería tirarlas al cesto de la basura? «Lo bello y lo bueno es tan efímero», se dijo, y el rostro de su padre se le presentó lleno de vida, con esa sonrisa plena que parecía iluminarlo como un aura.
«Dov'é la mia principessa?».
Jamás olvidaría sus palabras pronunciadas cada tarde al regresar del trabajo. No importaba si jugaba con su muñeca favorita, lo abandonaba todo al sonido de
«Dov'é la mia principessa?»
porque sabía que su padre la hundiría en su pecho, la colmaría de besos en las mejillas y, en brazos, la llevaría hasta la cocina para saludar a su madre. Se asía con desesperación a ese recuerdo y al del mirador en el parque Sarmiento, pues no tenía otros de Vincenzo. Luego, la lenta consunción de las facciones luminosas de su padre, el llanto de su madre, el velorio, el insoportable olor a magnolias y a velas, el plañido de las vecinas, el carruaje negro y los caballos, el cementerio de tenebrosos nichos y el cortejo silencioso por las angostas callejas. Su padre se había marchitado como pronto lo harían las camelias y había dejado un vacío en su mundo. ¿Existiría algo lindo y bueno que durase para siempre? El amor de Aldo también se había esfumado y sólo quedaba una herida cicatrizada a medias, que, de tanto en tanto, dolía y supuraba.
A la mañana siguiente, un muchacho llamó a la puerta de la embajada y anunció que tenía un sobre para Francesca y, a pesar de que Kasem dijo que él lo recibiría, el jovencito insistió en que volvería cuando pudiera atenderlo personalmente la señorita De Gecco. A regañadientes, Kasem lo invitó a pasar y le pidió que aguardase. Francesca entró en el vestíbulo con el pie vendado, apoyada en el antebrazo de Sara.
—Soy Francesca De Gecco —se presentó, y Sara tradujo sus palabras al árabe—. Me dicen que tienes algo para mí.
—Sí, señorita. —Y le extendió un sobre papel madera con su nombre.
Francesca lo abrió y extrajo una carpeta verde que no tardó en reconocer como la de la visa de Aldo. Un sello grande, en tinta roja, que se destacaba en la carátula, rezaba en inglés: «Denegado».
—¿Quién te ha dado esto? —inquirió.
—Me lo dio mi jefe, señorita.
—¿Quién es tu jefe?
—Jalud bin Malsac. Trabaja en la Oficina de Migraciones, señorita.
Francesca dejó caer unas monedas en la mano del muchacho y lo despidió. Antes de entregar la carpeta al embajador, la revisó concienzudamente sin hallar razón de peso para la denegación, sólo algunas notas en árabe con el escudo de palmeras y cimitarras como membrete intercaladas entre los papeles de Aldo y, por último, una misiva en francés dirigida a Dubois y firmada por Jalud bin Malsac donde informaba que resultaba imposible permitir el ingreso al ciudadano argentino Aldo Martínez Olazábal en vistas de que el cupo de extranjeros para 1961 se encontraba cubierto. Cerró el expediente y se encaminó al despacho de Mauricio preguntándose qué sentía. Alivio, por un lado, aunque en el fondo deseaba volver a verlo, lejos de todo y de todos. Fantaseó con unos días solos en Riad, en la otra punta del planeta, sin la figura de Dolores o de la señora Celia interponiéndose como sombras, sin la angustiante culpa de amar a un hombre casado que, por otra parte, la había traicionado por cobarde. Nada de eso contaría en Riad, ni Aldo sería un cobarde ni ella una mala mujer, sino los enamorados de Arroyo Seco.
El «Denegado» en tinta roja la devolvió a la realidad.
Reclinada sobre una columna de mármol, Francesca contemplaba el salón de la embajada francesa. Le llamaron la atención los deliciosos frescos rococó del cielo raso, las molduras doradas a la hoja, las tres arañas de imponente tamaño y las altas contraventanas con pesadas cortinas de terciopelo que, abiertas de par en par, daban paso a la frescura del sereno. En un rincón, la larga mesa descollaba pictórica de manjares: faisanes asados, un pavo relleno, ensaladas, caviar, centolla, langostinos y gran diversidad de salsas. Los camareros, a pesar de la presencia de algunos árabes, ofrecían copas de champán. Decenas de parejas bailaban en el centro del salón circundadas por grupos que, en animada conversación, disfrutaban los platos y bebían. La fiesta de fin de año organizada por el embajador francés era un éxito.
Francesca, sin embargo, se encontraba a disgusto. Se preguntó para qué la habría invitado Mauricio si no cesaba de discutir sobre política con unos diplomáticos europeos. Le pareció una descortesía que la dejase sola. Ya había saludado a Le Bon, a su hija Valerie, espléndida en un traje lame plateado, a Méchin, que le elogió el deslucido vestido de graduación, regalo de tío Fredo, y a Ahmed Yamani, el joven amigo del príncipe Kamal que había asistido a la cena en la embajada argentina tiempo atrás. Nadie mencionaba a Al-Saud y ella se abstenía de preguntar. No había vuelto a saber de él desde el incidente en el zoco dos semanas atrás. Quizá había regresado a Europa o a los Estados Unidos, siempre ocupado con sus asuntos. ¿Cómo se atrevía a pensar que un hombre como él, príncipe de la dinastía dueña de gran parte del petróleo del mundo, abrumado por problemas complejos, que frecuentaba los salones europeos más conspicuos y selectos, iba a pensar en una simple secretaria de embajada que no sabía siquiera cómo conducirse en el zoco de Riad?
Valerie y su padre se excusaron para saludar a unos conocidos, Yamani se unió a un grupo de franceses y la dejaron a solas con Jacques Méchin, que de inmediato le solicitó la siguiente pieza. Francesca se levantó apenas el vestido y le dejó ver que aún llevaba vendado el pie.
—¡Oh, cierto! Discúlpeme, señorita, me había olvidado de su pie. Venga, sentémonos allí, tendremos una vista fantástica de la pista de baile. ¿Le duele? —preguntó, una vez ubicados en el sofá.
—No, ya casi no siento dolor, pero prefiero no abusar. El doctor Al-Zaki me ha dicho que, por precaución, debo llevar la venda unos días más. Pero ya casi no renqueo.
Méchin permaneció callado, y Francesca intuyó que deseaba referirse a lo del zoco, pero que se reprimía de hacerlo, quizá para no expresar lo que en realidad opinaba de algunas prácticas árabes.
—¿Por qué vive en Arabia, señor Méchin?
—Porque amo esta tierra-suspiró Méchin—. Cuando llegué, era un estudiante de arqueología, miembro de un grupo de investigación que intentaba seguir la ruta de las Cruzadas. Al llegar a orillas del mar Rojo, tuvimos problemas: nos robaron gran parte del equipo y destruyeron los dos
jeeps
, único medio de transporte con el que contábamos. Una tribu de beduinos nos ayudó. Vivimos con ellos algunas semanas: nos mostraron el desierto, sus mejores oasis, nos deleitamos con sus comidas. En fin, conocimos en detalle sus costumbres y religión. El grupo de investigación regresó a París y yo decidí quedarme algún tiempo. Nunca más regresé. Conocí a Abdul Aziz en Taif, una de las ciudades más bellas de Arabia. Ahí me convertí al islamismo y forjé la amistad más sincera y duradera de mi vida. No volví a separarme de Abdul Aziz. Al poco tiempo fundó el reino y me nombró su visir. Ahí llega Kamal —dijo de pronto, y el corazón de Francesca dio un vuelco.
Lo buscó entre la gente que circundaba la mesa, pero Méchin se lo señaló a unos pasos: invitaba a bailar a Valerie Le Bon. Caminaron de la mano hacia la pista, donde Kamal aferró la cintura de Valerie y ésta pasó su brazo por el cuello del árabe. Se advertía que pasaban un momento muy grato por la sonrisa que ocupaba el rostro de Al-Saud y lo locuaz que se mostraba. Valerie, por su parte, lucía complacida de tener esos fuertes brazos alrededor.
—Pensé que Kamal no vendría —comentó Méchin—. Acaba de llegar de Kuwait. Jalifa Al-Sabah lo invitó a pasar unos días en su palacio a orillas del golfo. Los Al-Sabah son la dinastía reinante de Kuwait, muy amigos de los Al-Saud.
—Me disculpa, señor Méchin, necesito ir un momento al tocador.
Méchin la acompañó hasta el inicio del corredor y retornó a la fiesta, donde se unió a Dubois y a Le Bon. En el baño, Francesca se refrescó la cara y se acomodó el cabello. Regresó al salón más compuesta, aunque el humo de los cigarrillos, el murmullo incansable y la felicidad que todos parecían experimentar la obligaron a buscar alivio en la terraza. Se evadió por una puertaventana y pronto alcanzó la balaustrada, donde apoyó los codos y se cubrió el rostro. «Mejor así, que baile con Valerie», se dijo, y llevó la vista al cielo, despejado y rebosante de estrellas, que le quitó de la cabeza a Kamal Al-Saud y a Valerie Le Bon. Permaneció como petrificada, con la mirada perdida en la noche, sin noción del tiempo ni de la algarabía que se filtraba por la puertaventana.
—Es una hermosa noche —habló alguien detrás de ella y, aunque se estremeció, de inmediato reconoció la voz de Al-Saud.
—En mi vida había visto una igual —aseguró ella, sin volverse.
Kamal se acercó a la balaustrada y, como un manto, la envolvió su perfume. Apoyó las manos sobre el pretil, y Francesca las observó de soslayo: vigorosas y oscuras, con los dedos largos, las uñas prolijas, aquellas manos reflejaban belleza y potencia en armonía; llevaba un Rolex de oro y un discreto
cbevalière
en el meñique izquierdo.
—Llegué hace un rato y estuve buscándola por todas partes —comentó Kamal.
—¿Ah, sí? —respondió Francesca, con la vista en la oscuridad del parque.
—Parece enojada esta noche —aseguró Kamal, y sesgó los labios—. Creo que prefiere estar sola, mejor vuelvo a la fiesta. Disculpe por haber interrumpido su tranquilidad.
Francesca se volvió, arrepentida.
—Lo siento, alteza. He sido una maleducada si con mi comportamiento le he hecho creer que su compañía no me es grata.
Lo miró a los ojos y el mundo se calló: sólo tenía conciencia de sí y del príncipe que la observaba con fijeza, sin pestañar. En torno a ellos se generó un vacío abrumador y sugerente: la mirada dominante de él la hipnotizaba y, aunque pugnaba por tomar el control otra vez, paradójicamente una fuerza en su interior la asía al encantamiento, desbaratando los motivos que la llevaban a detestar a los árabes. Una sonrisa de Al-Saud la devolvió a la realidad. Avergonzada, prosiguió:
—Le pido que se quede y que me dé la oportunidad de agradecerle todo lo que hizo por mí aquel día en el zoco.