La casa de los americanos va a ser la obra más rápida de todas las que hemos hecho en Puente. En arquitectura, con los medios que hoy existen, puede hacerse lo que se quiera. La imaginación sólo tiene límite en el dinero. Pasa lo mismo con los plazos, que con dinero pueden reducirse de manera casi milagrosa. Gene tenía mucha prisa por acabar su casa, nunca entendí por qué, pero como estaba dispuesto a pagar lo que fuera preciso se ha estado trabajando día y noche y con más personal que en ninguna otra obra que yo haya hecho, ni seguramente haré. Además, todo está saliendo de maravilla y, cosa rara, sin ningún contratiempo.
En el estudio me he entretenido más de la cuenta y llego algo tarde a mi cita con los americanos. Menos mal que me ha llamado Gene para pedirme disculpas porque ellos también iban a llegar tarde. Será cuestión de media hora, me ha dicho antes de colgar. La puntualidad, como la estética, es otra cosa que valoro mucho. También tiene que ver —en este caso se entiende mejor— con el respeto a los demás.
Mientras espero a Gene y a Patty me doy una vuelta por la obra. Me da un poco de rabia reconocer que ésta es la mejor casa que he diseñado nunca, siendo precisamente el único proyecto que sé que no es del todo mío. Las aportaciones de Gene me han hecho evolucionar en mi manera de concebir la arquitectura hasta un grado al que posiblemente hubiera llegado dentro de muchos años. Además, esta casa me ha mostrado algunos errores que he cometido en las que he hecho hasta ahora. Es el equilibrio que jamás he sabido encontrar entre lo estético, lo artístico y lo funcional. Es la más compleja y a la vez la más sencilla que he concebido nunca. Y sé que ha sido gracias a él.
Estoy en la parte de atrás de la casa, cerca del jardín, en lo que será el taller de escultura de Gene cuando esté terminada. Me ha contado que sus esculturas nunca nacen de un pensamiento, sino de un impulso. La mayoría son después grandes obras en hierro, pero al principio las concibe en arcilla. Y lo hace con muy poca luz, casi a oscuras. Gene afirma que para ser un buen escultor es imprescindible ser ciego, aunque sólo sea a ratos. Lo cuenta con gracia, pero su teoría me parece fascinante. La luz, dice, da una información que suele contaminar el instinto, la intuición. Pasa horas modelando arcilla, dice que en ese proceso siente mucho más de lo que ve. Cuando termina y ve el resultado tiene la esencia de la obra, todo lo demás es oficio. Me encanta hablar de arte con Gene, tenemos muchísimas cosas en común y, además, lo hace en perfecto castellano. Al parecer, su abuelo era andaluz y él ha pasado varias temporadas en España.
Un obrero que anda cortando ladrillos me mira el culo con un disimulo inútil al pasar a su lado y le entra la risa floja al escuchar la señal de llamada que tengo grabada en el móvil. Es la voz de mis hijas diciendo: «Mamá, cógelo, mamá, cógelo». Me parece absurdo, pero Carla y Julia me han pedido que no lo quite y no lo he hecho.
—¿Diga?
—¡María!
—Dime, mamá.
—¿Ha pasado algo?
—¿Qué va a pasar, mamá?
—Algo malo, hija. He tenido un presentimiento.
—¿Ya estás otra vez con los presentimientos? Anda, déjame, que estoy trabajando.
Un coche se acerca, pero no son los americanos. Un obrero se baja sobresaltado de él y se dirige a unos compañeros que están trabajando a la entrada de la casa.
—¡No veáis qué hostión en la carretera, colegas!
En la construcción se suele hablar muy alto y con un vocabulario contundente.
—¿Qué ha
pasao
? —preguntan los otros.
—Un Mercedes
to
gordo que se ha
empotrao
contra un camión. Los que
haiga
dentro están
palmaos
.
—¡Qué marronaco, chaval! —concluye el más joven de la cuadrilla.
Me quedo inmóvil, incapaz de reaccionar. Tengo la certeza de lo que acaba de ocurrir. Llamo al móvil de Gene, luego al de Patty. Ninguno contesta. No pueden hacerlo. Gene y Patty venían a verme en ese Mercedes negro para hablar de la casa que les estoy construyendo. Estoy segura de que Gene y Patty acaban de morir.
Yo nací en un coche, camino del hospital. Es una cosa que mi madre no previó con sus supuestos poderes, aunque ella dice que sí, que era eso precisamente lo que había presentido. Todo es así de relativo. Fue el destino o una simple casualidad que yo naciera en aquel coche, pero ese hecho nos cambió la vida a las dos. Probablemente si mi madre hubiera prestado más atención a los dolores que sintió en el vientre desde la noche anterior y no hubiera esperado hasta el último momento, yo habría nacido en un hospital como todo el mundo y no en el asiento trasero de un Dodge.
Mi madre fue una madre soltera, cosa que a principios de los setenta no resultaba sencillo y menos en una familia madrileña de clase alta. Era huérfana de madre desde muy niña y vivía con mi abuelo y la segunda mujer de éste en la avenida del Generalísimo —lo que ahora es el Paseo de la Castellana—, al lado del Bernabéu, en un piso enorme con varios salones, habitaciones inmensas y hasta una zona para el servicio, que lo componían dos muchachas de un pueblo de Valladolid que además eran hermanas. Mi abuelo se acostaba con las dos. Por separado, naturalmente. Ninguna sabía que su hermana tenía un lío con el señor hasta que una se lo confesó a la otra y se descubrió el pastel. Las dos hermanas dejaron de trabajar en la casa y mi abuelo tardó algunos meses en ser perdonado por su mujer, que a partir de entonces eligió ella personalmente al servicio.
Mi abuelo, Braulio se llamaba, había hecho dinero después de la guerra fabricando telas que primero vendió por su cuenta y después acabó sirviendo a casi todos los comercios de Madrid y otras provincias de Castilla. Un negocio próspero que permitió que Ernesta estudiara y se convirtiera en una señorita con todos los requisitos para casarse bien con algún chico del barrio de Salamanca. Eso era lo que estaba dispuesto para ella hasta que un día se cruzó en su camino un artista extranjero con el pelo largo que estaba de paso y con el que vivió una historia de pasión que duró apenas un mes. Se escapó con él a Sevilla sin decir nada a mi abuelo y cuando volvió ya estaba embarazada de mí. Nunca he sabido mucho de mi padre biológico, ni siquiera sé si está vivo o muerto. Tampoco de aquel mes en el que mi madre perdió la cabeza y se marchó con él a una buhardilla al lado de la Giralda en la que yo fui concebida. El artista se marchó y ella regresó a su casa de la avenida del Generalísimo con el corazón partido.
Mi madre nunca me habló mucho de aquella historia, de la que no tuve conocimiento hasta mi adolescencia. Cuando me enteré, tuve la intención de buscarle, de conocer algo sobre mi pasado, aunque se tratara tan sólo de un pasado genético. Esa inquietud me duró poco, y aunque a veces lo pienso, no sé realmente qué haría si estuviera vivo. Aquel artista no dejó tampoco demasiada huella física en mí, porque me parezco muchísimo a mi madre. Y a medida que me hago mayor, más. Eso sí, que quede claro que sólo me parezco físicamente, nada más.
Mi abuelo echó a mi madre de casa por la deshonra que suponía que su hija fuera a ser madre soltera. En realidad, la echó sin echarla, porque mi madre se fue a casa de una tía suya y allí pasó el embarazo mantenida por mi abuelo Braulio aunque fuera a distancia.
El día de mi nacimiento ocurrió que mi madre decidió salir de casa cuando era demasiado tarde y yo ya estaba deseando conocer este mundo. Intentó coger un taxi, pero no pasaba ninguno y, mientras esperaba, se apoyó en un Dodge que había aparcado en segunda fila para aguantarse la tripa y a ella misma.
—¿Le pasa a usted algo, señora? —preguntó a mi embarazadísima madre el joven del Dodge.
—¿Usted qué cree, imbécil? —contestó ella.
—¡Lo siento, señora! —se disculpó el hombre al darse cuenta de su absurda pregunta.
Salió del coche para ayudar a mi madre a subir a él y llevarla al hospital. No llegaron: a un par de manzanas el chico tuvo que detenerse y asistir a mi madre en el asiento trasero del Dodge. Soportó el parto, le dio ánimos y me sujetó a mí cuando decidí venir definitivamente a este mundo. Me colocó encima de la tripa de mi madre y nos llevó al hospital para que los médicos terminaran el trabajo.
Al día siguiente el joven fue a visitarnos al hospital. Y después de aquella visita vino la siguiente. Y después otra. Fue él quien nos llevó de regreso a casa en su Dodge —en realidad, era de su padre—, ya limpio de los restos del parto. No hay que ser muy perspicaz para descubrir que aquel hombre que, por casualidad o porque lo quiso el destino, me ayudó a nacer se llama Antonio y es mi padre, aunque yo nunca le he llamado papá.
Gene y Patty no tenían hijos. La Guardia Civil me llamó después del accidente porque mi número era el último que había marcado Gene. Tuve que reconocer sus cuerpos en el Instituto Anatómico Forense antes de que, desde allí, se pusieran en contacto con la embajada estadounidense para localizar a algún familiar directo. Sólo apareció un hermano de Patty, que vino a Madrid con su mujer para repatriar los cadáveres. Un término este de repatriar que siempre me ha sonado muy militar.
La pareja era realmente extraña. Creo que me dijeron que vivían en Dakota, pero tampoco presté mucho interés a lo que hablaban. Feos los dos hasta el extremo, él era una especie de vaquero gordo con su sombrero, sus botas camperas de punta, su camisa a cuadros y su corbatita de
cowboy
, de esas finitas tan horrorosas. Ella era rubia, casi albina, igualmente gorda y con ese aspecto tan reconocible que tienen las mujeres que se lavan el pelo mucho menos de lo aconsejable. Parecía increíble que aquella pareja tuviera algo que ver con Gene y Patty, así que para cerciorarme se lo pregunté en más de una ocasión al funcionario de la embajada, que me aseguró que sí, que aquel
cowboy
era hermano de Patty.
Antes de regresar a Nueva York con los dos ataúdes, la pareja me indicó que los abogados de Gene se pondrían en contacto conmigo para resolver cualquier cuestión sobre la obra. En todo caso, por si no lo hacían, me dejó una tarjeta de un bufete de Manhattan con un nombre muy largo: Skadden, Arps, Slate, Meagher & Flom.
Me la guardé y también todos los objetos personales de Gene y Patty que la policía recogió el día del accidente. Se los quité al
cowboy
y a su mujer sin que se enteraran justo antes de que embarcaran rumbo a Nueva York. Lo hice porque quería conservar algo de ellos y no una simple tarjeta de un bufete de abogados. Las cosas de Gene y Patty estaban en un sobre que le habían entregado al hermano de Patty en el juzgado. El sobre iba dentro de una de las maletas que el
cowboy
y su mujer llevaban como equipaje de mano, que yo me quedé cuidando mientras ellos se pedían un café y un cruasán en la cafetería del aeropuerto. Fue muy fácil sacarlo de la maleta y meterlo en mi bolso.
En las últimas semanas todo ha ido muy mal. Desde la muerte de los americanos no he parado de recibir malas noticias. Eugenio me cuenta que el estudio de Valencia no funciona, no salen obras nuevas y las que tenemos están a punto de acabar. Todo está muy parado y los números no salen. Hace unos días fuimos Óscar y yo para reunirnos allí con Eugenio. Antes, cuando estábamos los tres juntos, me ponía más nerviosa, pero con el tiempo se me fue pasando y ya soy capaz de olvidarme de que el director financiero de Puente y su arquitecto más importante son mi marido y mi amante. Bueno, ya no, porque lo de Eugenio se ha acabado.
Óscar supo desde el principio que yo había tenido una relación con Eugenio, que era mi amigo mucho antes de que él apareciera en mi vida. Por supuesto, no sabe que Eugenio ha seguido siendo mi amante durante buena parte de nuestro matrimonio.
Nos reunimos fuera del estudio para que la gente que trabaja allí no especulara. Fuimos a comer un arroz a uno de los restaurantes que hay en la playa de la Malvarrosa. Amenazaba lluvia, así que no pudimos comer en la terraza. Yo me limité a escuchar a los dos hablando de balances y presupuestos con un montón de papeles encima de la mesa. Ni los números ni los chipirones que pedimos de aperitivo mientras se cocinaba el arroz con bogavante para tres tenían buena pinta. Pero las dos cosas las iba digiriendo como podía. Robé uno de los papeles de la mesa, saqué un lápiz del bolso y me puse a dibujar. Las voces de mi marido y mi examante cada vez me resultaban más lejanas, aunque podría resumir perfectamente la esencia de la reunión: había que cerrar el estudio de Valencia y salvar a un par de arquitectos jóvenes con proyección para llevarlos a Madrid. Al resto de personal habría que despedirle.
—¿Qué haces?
—¡María! ¿Estás aquí?
Eugenio y Óscar intentan devolverme a la conversación.
—Sí, claro que estoy aquí —contesto sin mucha convicción, absorta en el dibujo.
—¿Qué es eso? —pregunta Eugenio señalando el papel.
—Parece un, no sé, un… Bueno, ¿qué es? —dice mi marido, al que se le nota que lo suyo son los números.
—No lo sé —contesto con franqueza—. Es una parte de algo, pero, la verdad, yo tampoco tengo ni idea de lo que es. Lo he dibujado por intuición.
Nada más pronunciar esa frase recordé una conversación con Gene hablando precisamente de la intuición. Él opinaba que ésta no tiene nada de abstracto, que es producto de la información y el conocimiento. La intuición, decía, es eso que sabemos sin saber que lo sabemos.
Guardé el folio con el dibujo que ni yo misma sabía interpretar y ahí sigue, hasta que sea capaz de averiguarlo. Sé que se trata de algo importante. Tengo esa intuición.
Mi madre se ha venido a casa unos días porque en la suya han aparecido hormigas voladoras. Sólo eran unas pocas en una esquina del salón, pero ella dice que es una plaga. Ha contratado a una empresa y les ha hecho fumigar todo el piso, hasta el último rincón. Incluso los profesionales le advirtieron que aquello era un poco exagerado, pero ella ha decidido atajar el problema de raíz.
Otra cosa que ha solucionado de raíz es su relación con Juanjo, con el que ha roto hace unos días. No ha sido nada traumático, simplemente los dos decidieron que era mejor dejarlo porque hacía algunos meses que se aburrían y, como dice ella, qué necesidad hay. Mi madre hace las cosas siempre de una manera muy natural, no suele haber violencia en nada de lo que hace, ni siquiera en las rupturas hay enfados, ni gritos, ni reproches. Con Juanjo no ha sido una excepción. Siempre termina bien, sabe ponerle a las cosas un final suave.