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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (20 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Chilló, tratando de acallar su grito con una mano. Demasiado tarde. Ya había proferido el chillido y el gigante la estaba contemplando, mirándola detenidamente. Su maldad perforaba la ventana. Dios mío, la había visto y ahora venía a por ella…, cruzando el patio a grandes zancadas. Era un monstruo desnudo que le gruñía una amenaza mientras se iba acercando.

Gwen recogió a Amelia del suelo y la apretó con fuerza contra sí, protegiendo la cara de la niña contra su cuello. A lo mejor así no lo veía, no debía verlo. El ruido de sus pies contra el suelo mojado del patio se hacía cada vez más apremiante. Su sombra invadió la cocina.

—Dios mío, ayúdame.

Estaba empujando la ventana, su cuerpo era tan gigantesco que tapaba la luz, tenía la cara, lúbrica y repugnante, aplastada contra el cristal mojado. Y entró destrozándolo, haciendo caso omiso de los trozos de vidrio que se le clavaron en la piel. Olía a carne infantil. Quería carne infantil.
Obtendría
carne infantil.

Le asomaron los dientes y su sonrisa se convirtió en una obscena carcajada. De la mandíbula le colgaban hilachos de saliva. Como un gato persiguiendo a un ratón en una jaula, daba zarpazos al aire, acercándose cada vez más a su víctima, con el bocado más cerca a cada zarpazo.

Gwen abrió la puerta del vestíbulo cuando el monstruo se cansó de alargar los brazos y empezó a destrozar el marco de la ventana para entrar gateando. Cerró la puerta detrás de ella mientras, al otro lado, la loza era aplastada y la madera astillada, y luego empezó a taparla con todos los muebles que encontró en el vestíbulo. Mesas, sillas, percheros, consciente de que todo eso quedaría reducido a añicos en dos segundos. Amelia estaba arrodillada en el suelo del vestíbulo, tal como la había dejado su madre. Su cara, agradecida, estaba desprovista de expresión.

Bueno, eso era todo lo que podía hacer. Ahora a subir la escalera. Recogió a su hija, que de repente le pareció más ligera que el aire, y subió los peldaños de dos en dos. A mitad de camino el estrépito de la cocina cesó por completo.

Tuvo una crisis de realidad. En el rellano todo era paz y tranquilidad. El polvo se amontonaba sobre el alféizar de la ventana, las flores se marchitaban; todos los infinitesimales trámites domésticos seguían su curso como si no hubiera ocurrido nada.

—Lo he soñado —dijo—. Dios mío, es cierto: lo he soñado.

Se sentó sobre la cama en que Denny y ella habían dormido durante ocho años y trató de pensar con serenidad.

Una asquerosa pesadilla menstrual, no era más que eso, una fantasía de violación totalmente descontrolada. Dejó a Amelia sobre el edredón rosa (Denny odiaba el rosa, pero lo soportaba por ella) y acarició la frente sudorosa de la niña.

—Lo he soñado.

Y entonces la habitación se quedó a oscuras. Levantó la vista sabiendo por adelantado qué iba a ver.

Ahí estaba la pesadilla, contra las ventanas del piso de arriba, abarcando todo el cristal con sus brazos de araña, colgando del marco como un acróbata, enseñando y tapando sus repelentes dientes mientras contemplaba boquiabierto el terror de Gwen.

Se abatió sobre Amelia, arrancándola del lecho y arrastrándola hacia la puerta. Detrás de ella se resquebrajaron los cristales y una bocanada de aire frío se coló en el cuarto. El monstruo se acercaba.

Cruzó el rellano y subió la escalinata, pero él la alcanzó en un santiamén, con la boca abierta como un túnel, después de pasar en cuclillas por la puerta. En el exiguo espacio del rellano parecía aún más descomunal. Gritó de alegría al poner la mano sobre el paquete mudo que Gwen tenía entre sus brazos. Sus manos se apoderaron de Amelia con una insolente naturalidad y tiraron de ella.

La niña gritó cuando la arrancaron del regazo de su madre, a quien dejó cuatro arañazos en la cara.

Gwen se tambaleó, aturdida por la inefable visión que tenía ante sus ojos, y perdió el equilibrio. Mientras caía de espaldas por la escalera vio cómo las hileras de dientes engullían la cara manchada de lágrimas y entumecida de su hija Amelia. Luego se golpeó la cabeza contra la barandilla y se le rompió el cuello. Cuando cayó rodando los seis últimos escalones ya no era más que un cadáver.

A primera hora de la tarde el agua de la lluvia se había dispersado un poco, pero el lago artificial que se había formado en el fondo de la depresión aún tenía varios centímetros de profundidad. Reflejaba serenamente el cielo. Resultaba hermoso pero incómodo. El reverendo Coot recordó discretamente a Declan Ewan que informara al ayuntamiento de la obstrucción de las alcantarillas. Era la tercera vez que se lo pedía, y Declan se sonrojó al oírle.

—Lo siento, yo…

—De acuerdo. No te preocupes, Declan. Pero tenemos que conseguir que las desatasquen.

Una mirada perdida. Un presentimiento. Una idea.

—El otoño siempre las vuelve a atascar, claro.

Coot hizo un amplio gesto circular, una especie de precisión de que en realidad no era tan importante que el ayuntamiento limpiara o no los desagües o cuándo lo hiciera, y su presentimiento desapareció. Había asuntos más urgentes. Por una parte, el sermón del domingo. Por otra, averiguar por qué no lograba ponerse a escribir el sermón esa tarde. Se respiraba un desasosiego en el ambiente que hacía que cada palabra tranquilizadora se volviera gélida al transcribirla sobre el papel. Coot se acercó a la ventana, dándole la espalda a Declan, y se rascó las palmas de las manos. Le dolieron: tal vez tuviera un nuevo acceso de eczema. Si por lo menos pudiera hablar, encontrar palabras con que expresar su desazón, Nunca, a lo largo de sus cuarenta y cinco años, se había sentido tan incapaz de comunicarse; y nunca en su vida había sido tan vital que hablara.

—¿Debo irme? —preguntó Declan.

Coot negó con la cabeza.

—Un poco más. Si haces el favor.

Se volvió hacia el sacristán. Declan Ewan tenía veintinueve años, aunque por la cara parecía mucho mayor; rasgos suaves y pálidos, entradas prematuras.

«¿Qué hará este cara de huevo con mi revelación?», pensó Coot. «Probablemente se echará a reír. Por eso no encuentro las palabras, porque no quiero. Tengo miedo de parecer estúpido. Aquí estoy; un hombre del clero dedicado a los misterios cristianos. Por primera vez en cuarenta monótonos años he vislumbrado algo, una visión quizá, y tengo miedo de que se rían de mí. Eres un estúpido, Coot, un auténtico estúpido.»

Se sacó las gafas. Los rasgos anodinos de Declan se convirtieron en un borrón. Por lo menos ya no tendría que contemplar su sonrisa afectada.

—Declan, esta mañana he recibido lo que sólo puede describirse como… como una… visita.

Declan no dijo nada, el borrón tampoco se movió.

—No sé muy bien cómo llamar a esa… nuestro vocabulario es muy limitado en lo que respecta a esta clase de cosas…, pero, francamente, nunca había presenciado una manifestación tan directa, tan inequívoca de…

Coot se detuvo. ¿Quería decir «Dios»?

—Dios —dijo, sin estar seguro de haberlo dicho.

Declan permaneció callado un momento. Coot se arriesgó a volver a poner las gafas en su sitio. El huevo no se había resquebrajado.

—¿Puedes explicar qué aspecto tenía? —preguntó, completamente sereno.

Coot negó con la cabeza; llevaba todo el día buscando las palabras adecuadas, pero sólo se le ocurrían frases manidas.

—¿Qué aspecto tenía? —insistió Declan.

¿Por qué no quería comprender que no lo podía explicar? «Tengo que intentarlo, pensó Coot,
tengo que hacerlo.»

—Me quedé en el altar después de maitines… —comenzó—, y noté que una sensación me recorría el cuerpo. Era casi como electricidad. Me puso los pelos de punta. Literalmente de punta.

Al recordar esa sensación se pasó la mano por el corto pelo. El pelo tieso como un campo de maíz rojo. Y el zumbido en las sienes, en los pulmones, en la ingle. En realidad le había provocado una erección, pero era incapaz de confesárselo a Declan. Se quedó en el altar con una erección tan poderosa como si hubiera vuelto a descubrir los placeres de la lujuria.

—No voy a afirmar… no
puedo
afirmar que fuera Dios nuestro señor…

(Aunque fuera eso lo que quería creer, que era el dios de la erección.)

—No puedo afirmar siquiera que fuera cristiano. Pero hoy ha ocurrido algo. Lo he notado.

El rostro de Declan seguía siendo impenetrable. Coot lo contempló unos segundos, esperando encontrar una mueca de desdén.

—¿Y bien? —preguntó.

—¿Y bien qué?

—¿No tienes nada que decir?

El huevo frunció el entrecejo; fue como una arruga sobre su cascarón.

Luego dijo:

—Dios nos asista —casi en un susurro.

—¿Qué?

—Yo también lo noté. No tal y como lo has descrito: no fue como una descarga eléctrica. Pero fue algo.

—¿Por qué nos tiene que asistir Dios, Declan? ¿Tienes miedo de algo?

No contestó.

—Si sabes algo acerca de estas experiencias que yo desconozca… dímelo, por favor. Quiero saber, comprender. Por Dios;
tengo
que comprender.

Declan se lamió los labios.

—Bueno… —Sus ojos se volvieron más inescrutables que nunca; y, por primera vez, Coot intuyó que había un fantasma detrás de ellos. ¿Era, quizá, desesperación?

—Este lugar tiene mucha historia, ¿sabes? —dijo—, historias de cosas… que había en su emplazamiento.

Coot sabía que Declan había estado hurgando en la historia de Zeal. Un pasatiempo sin duda inofensivo: el pasado era el pasado.

—Ha habido un asentamiento que se remonta a una época muy anterior a la de la ocupación romana. Nadie sabe exactamente a cuándo. Probablemente siempre haya habido un templo sobre este lugar.

—No hay nada raro en ello. —Coot le brindó una sonrisa con la intención de que Declan le tranquilizara. Una parte de su ser quería que le dijeran que todo estaba bien en el mejor de los mundos, aunque fuera mentira.

La cara de Declan se ensombreció. No tenía ningún motivo para tranquilizarle.

—Y aquí había un bosque. Inmenso. Los Bosques Salvajes. —¿Seguía habiendo desesperanza en esos ojos? ¿O era nostalgia?—. Ni siquiera un pequeño y apacible huerto. Un bosque en que se podría haber escondido una ciudad; lleno de bestias…

—¿Te refieres a lobos? ¿Osos?

Declan negó con la cabeza.

—Había seres que poseían esta tierra. Antes de Cristo. Antes de que hubiera civilización. La mayoría no logró sobrevivir a la destrucción de su hábitat natural: eran demasiado primitivos, supongo. Pero fuertes. No eran como nosotros; no eran humanos. Eran algo completamente diferente.

—¿Y qué?

—Uno de ellos sobrevivió hasta el siglo catorce. Hay una talla, en el altar, que describe su entierro.

—¿En el altar?

—Bajo el manto. La descubrí hace poco: nunca le había prestado demasiada atención hasta esta mañana. Hoy… intenté tocarla.

Abrió el puño y mostró la palma de la mano. La carne estaba cubierta de ampollas. De la piel rasgada manaba pus.

—No duele —explicó—. En realidad está bastante entumecida. Me ha servido de escarmiento. Me lo podía haber imaginado.

La primera reacción de Coot fue pensar que ese hombre estaba mintiendo. Luego pensó que tenía que haber una explicación lógica. Finalmente recordó el dicho de su padre: «La lógica es el último refugio de un cobarde».

Declan se puso a hablar de nuevo. Esta vez estaba excitadísimo.

—Lo llaman «hombre-lobo».

—¿Qué?

—A la bestia que enterraron. Está en los libros de historia. Lo llaman «hombre-lobo» porque tenía la cabeza inmensa y del color de la luna
[3]
y descarnada.

Declan no pudo evitarlo. Se sonrió.

—Se comía a los niños —dijo, irradiando felicidad, como un bebé a punto de mamar.

Hasta la mañana del sábado no se descubrió la matanza de la granja de los Nicholson. Mick Glossop se dirigía en coche a Londres por la carretera que pasa junto a la granja («No sé por qué. No suelo hacerlo. Es curioso.») y oyó el revuelo que armaba el rebaño de frisonas de los Nicholson, con las ubres hinchadas. Llevaban veinticuatro horas sin ordeñar. Glossop dejó el jeep al lado de la carretera y entró en el patio.

Aunque el sol había salido hacía una hora escasamente, el cuerpo de Denny ya estaba atestado de moscas. En el interior de la casa, lo único que quedaba de Amelia eran jirones de un vestido y un pie descuidado. Al pie de las escaleras yacía el cuerpo sin mutilar de Gwen Nicholson. En su cadáver no se apreciaron heridas ni indicios de abuso sexual.

Hacia las nueve y media Zeal era un hormiguero de policías y todos los rostros del pueblo parecían afligidos. Aunque hubo informes contradictorios acerca del estado de los cuerpos, nadie puso en duda la brutalidad de los asesinatos. Especialmente el de la niña, probablemente descoyuntada. El asesino se había llevado el cuerpo Dios sabe con qué propósito.

La Brigada del Crimen estableció un cuartel general en The Tall Man, se entrevistó a todos los aldeanos. De momento no se descubrió nada. No se habían visto extranjeros en la localidad ni se apreció conducta más sospechosa que la normal en un cazador furtivo o un especulador de terrenos. Fue Enid Blatter, la del busto generoso y los modales maternales, quien mencionó que llevaba más de veinticuatro horas sin ver a Thom Garrow.

Lo encontraron donde lo dejó su asesino, como un botín expoliado en pocas horas. Tenía gusanos en la cabeza y las gaviotas le habían picoteado la carne de las pantorrillas —al descubierto porque los pantalones se le salieron de las botas—, hasta el hueso. Cuando lo sacaron del hoyo se le escurrieron familias enteras de piojos, refugiadas en las orejas.

Esa noche el ambiente del hotel era crispado. En el bar, el sargento y detective Gissing, venido desde Londres para dirigir la investigación, había encontrado en Ron Milton a un oído complaciente. Le gustaba poder conversar con un londinense como él, y Milton alargó la charla durante casi tres horas a base de whisky escocés y agua.

—Veinte años en el cuerpo —repetía, incansable, Gissing— y nunca había visto nada parecido.

Lo que no era absolutamente cierto. Hacía más de una década, se encontró a una puta (o a sus selectos despojos) dentro de una maleta, en la sección de objetos perdidos de la estación de Euston. Y a un drogadicto que se había empeñado en hipnotizar a un oso polar del zoo de Londres: cuando lo sacaron del estanque estaba hecho un espectáculo lamentable. Stanley Gissing había visto muchas cosas, ya lo creo…

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