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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

Las viudas de los jueves (12 page)

Hubo un
break
de media hora donde se sirvieron vinos y quesos. Carmen no tomó. Era el colegio donde iban sus hijos. Tenía miedo de sí misma. El vino era un Valmont que Alfredo tenía prohibido que entrara a su bodega —«vino berreta, doce mangos para abajo es todo berreta»—. En medio de bries y roquefort, el maestro era abordado por mujeres que le mostraban dibujos a mano alzada de sus casas. Carmen pensó que el experto en Feng Shui podría acceder a una categoría aún más alta que la de un arquitecto en el ranking de amantes posibles de la zona. No por atractivo, sino por exótico. Los organizadores repartían folletos de nuevos eventos para el resto del año: «Cómo cultivar orquídeas», para el mes de septiembre; «El arte de catar vinos», para octubre; «Nieztche, una aproximación a su obra» e «Iniciación a la ópera», para noviembre; «Los límites y los hijos», como cierre del año, en la primera semana de diciembre, con la participación del mismo psicólogo que conducía el
talk show
donde Carmen había visto al chico que fumaba marihuana. Miró a su alrededor, la gente se movía con las copas casi sin beber. El líquido bordó se mecía al compás de risas y charlas. Y pensó que tal vez, si apenas se mojaba los labios. Pero no se atrevió. Cinco minutos antes de reanudar la conferencia los mozos empezaron a recoger las copas. Casi todas tenían restos de vino, algunas ni se habían tocado. Carmen decidió que esperaría a que entraran todos y entonces se tomaría media copa en el baño. Estaba decidida a hacerlo. Pero Teresa la agarró de un brazo y la llevó adentro del auditorio otra vez. «Interesante, ¿no?», dijo Teresa, mientras mordía un pedazo de gruyere. «Interesante», le respondió Carmen sin poder dejar de pensar en las copas a medio tomar que quedaban sobre la mesa.

En el resto del seminario el maestro de Feng Shui se dedicó a analizar supuestas casas. Con
slides
de última generación fue mostrando distintos planos. En todos había una leyenda inferior que decía «Orientación Pa Kua», una frase que se había repetido varias veces durante la charla y que, aunque se esforzó, Carmen no pudo recordar qué quería decir. El maestro explicaba qué representaba cada rincón de la casa, mientras señalaba en el aire con un puntero de madera. Habló del lugar reservado a la Carrera o Profesión, del rincón de los Conocimientos, del de la Familia, del de los Hijos. Cuando explicó el lugar reservado a la Riqueza, Nane dijo: «No ves que mi arquitecto era un pelotudo, y todavía se queja de que no le pagamos los adicionales. ¡Justo en el rincón de la riqueza puso un closet que está siempre cerrado con llave!, ¿podes creer?». «Lo vas a tener que tirar abajo o hacer un Ta Ta Mi en la terraza», le sugirió Lala. «¿Por qué no probas primero dejando la puerta abierta?», dijo Teresa. «Meterte a hacer obra en tu casa con lo linda que está y lo impecable que la tenés, sería una pena.» «¿Les dije que a la mía le vienen a hacer fotos del suplemento de arquitectura de La Nación este viernes?» «¿En serio?»

Con el último
slide
, el maestro de California ilustró en detalle el rincón que el Feng Shui le atribuye a la Pareja y el Matrimonio. La parte posterior de la casa, a la derecha. Justo donde Alfredo había hecho construir la bodega. Habló de la importancia de que en ese lugar la energía sea positiva, yin y yang, pero positiva, que fluya, que no haya obstrucciones, que se neutralicen efectos negativos con espejos, caireles y cañas de bambú. Y que se evite bajo cualquier circunstancia la presencia de chi o energía vital estancada, o sea, chi que no pueda fluir, zonas donde el movimiento y la salida sean difíciles, lugares húmedos, llenos de cosas, poco aireados, con polvo, oscuros, sin vida. Como una bodega.

Cuando Teresa Scaglia la dejó en su casa eran casi las diez de la noche. El auto de Alfredo no estaba, demasiado temprano para que estuviera. Carmen sabía que sus hijos estarían encerrados en sus respectivos dormitorios chateando, y la mucama leyendo la Biblia en el cuarto de servicio. «Las empleadas evangelistas lo que tienen de bueno es que no roban, se los prohíbe su religión, ¿sabías, no?», le había dicho Teresa cuando se la recomendó unos meses atrás. Pero ella seguía prefiriendo a Gabina. Pasó por la cocina, agarró una copa y un sacacorchos y fue a la bodega. Abrió la puerta. Estaba más húmeda y fría que la noche misma. Recorrió las botellas, no daba lo mismo cualquiera. Pasó por alto el Rutini. Se detuvo en un Finca La Anita. Sacó la botella. Cosecha 95. Dudó. Lo devolvió a su lugar y seis botellas más adelante se decidió por uno de los tres Vega Sicilia Único cosecha 79 que Alfredo había traído de Madrid en su último viaje. El viaje al que quiso ir solo porque tenía que cerrar una operación muy importante y no quería distracciones. Todavía tenía la etiqueta con el precio, doscientos setenta euros. Casi tanto como aquella noche en el Sheraton, esa que quedó para siempre grabada en el resumen de la tarjeta de crédito de su marido. Aquella que pasó con alguien, tal vez con la misma con la que compró en España ese vino. Tal vez otra. Lo descorchó. Iba a servirse en la copa pero se arrepintió. Levantó la botella, brindó a la salud de los chinos y del Feng Shui, y tomó un trago que duró hasta que tuvo que respirar.

18

El Tano, antes de pegar, levantó la vista. Como una sombra, miró a su adversario desplazándose hacia la izquierda. Recién cuando la pelota vencía la inercia y empezaba a caer, en ese mínimo instante en que parece detenida en el aire, le pegó. Un golpe profundo al vértice derecho de la cancha, casi tocando el fleje. Donde no había nadie. Un golpe preciso, sin violencia, pero veloz y con efecto, que hacía inútil cualquier esfuerzo del jugador que cubría el fondo de la cancha por llegar a la pelota. Entonces Gustavo festejó. Siempre festejaba igual, aplaudiendo sobre la raqueta. A todos nos gustaba ver un partido de dobles donde jugaran el Tano y Gustavo Masotta, era como ver una coreografía. Siempre había público cuando jugaban, siempre alguno de nosotros para contarle al resto una nueva hazaña. «Grande, Tanito, la especialidad de la casa», decía Gustavo. El festejo del Tano era mucho más sobrio, casi imperceptible, una mueca que sólo advertían los que lo conocían.

El Tano y Gustavo jugaban en pareja todos los sábados a las diez de la mañana. Físicamente era rara la dupla que habían armado: el Tano morrudo, bajo, de piel casi transparente, con un pelo crespo que alguna vez fue rubio; Gustavo alto, estilizado, morocho. Se conocieron poco después de la mudanza de Gustavo. Los presentó Virginia Guevara. Ese día jugaron un single. Se mataron, y ninguno de los dos quiso nunca decir quién ganó ese primer partido. La leyenda cuenta que lo suspendieron en el tercer set cuando iban empatando cinco a cinco, para que no quedara claro quién era el ganador. El saque lo tenía Gustavo, y cuando Gustavo sacaba, ganaba. Su golpe de saque, desde su altura y con su fuerza, era de temer. Pero por algo aceptó no dejar en claro quién era más que el otro. A partir de ese día se hicieron compañeros de dobles inseparables. El Tano se levantaba temprano y reservaba la cancha. Después llegaba Gustavo, sobre la hora o unos minutos tarde. Los contrincantes fueron rotando a lo largo de los años, pero ellos no, siempre jugaban juntos. Ninguno de nosotros nos hubiéramos atrevido nunca a pedirles armar pareja, hubiera sido como pedirle la mujer más linda del country a un marido celoso. Se llevaban bien, había un respeto mutuo que limaba cualquier diferencia, y ni en la cancha ni fuera de ella se notaba que el Tano era casi diez años mayor que Gustavo. Cada uno con su estilo, aportaban a la dupla elementos que la convertían en una pareja difícil de batir. El Tano era precisión, sangre fría, infinidad de partidos jugados, golpes armados en forma impecable, piernas incansables; su táctica se basaba en aprovechar el error del otro más que en su propio juego, era pura estrategia. Jugaba un partido de tenis como si fuera una partida de ajedrez. El estilo de Gustavo era más atolondrado, pero más lucido; algunos, los que se atrevían, o los que estaban seguros de que el Tano no oiría ni nadie iría a contarle, decían que Gustavo era el mejor jugador de Altos de la Cascada. Tenía un físico naturalmente privilegiado para ese deporte, ponía garra y era capaz de dar vuelta el resultado más adverso. Sus especialidades eran el saque y correr a la red y
smashear
directo a los pies del adversario, donde dejaba al jugador contrario impedido de contestar, pero también donde la violencia del golpe asustaba pero reducía sus posibles efectos negativos sobre el otro a la mínima expresión. Aunque se notaba que este cuidado era estudiado, controlado, impuesto sobre el mismo deseo. Con el tiempo, el control sobre su propia violencia fue disminuyendo y cuando Gustavo golpeaba cerca de la red lo único que hacíamos era taparnos con la raqueta para no salir lastimados. En la terraza que daba a las canchas de tenis, después de cada partido, seguía la ceremonia. Tomaban algo con los rivales y conversaban. Siempre pagaba el Tano, aunque quienes perdían se quejaran, porque «pierde, paga». El mozo que llevaba las bebidas sabía que no tenía que aceptarle el dinero a nadie que no fuera el Tano Scaglia, él mismo le había dado la orden. Y una orden del Tano no se desobedecía sin consecuencias. Mientras esperaban la bebida, el Tano se cambiaba la remera sudada por una seca y elongaba sobre la baranda de madera. Gustavo ni elongaba ni se cambiaba la remera, se quedaba así, como había caído sobre la silla, disfrutando de ese cansancio victorioso. El Tano tomaba agua mineral y Gustavo gaseosa. Y hablaban de negocios, de la venta de YPF a Repsol, de autos por vender o por comprarse, de los gastos superfluos de sus mujeres que criticaban pero a la vez les servían para mostrar su propio nivel de consumo, de algún torneo de tenis que se estuviera jugando en ese momento en alguna parte del mundo, o del ranking de la ATP. Pero el Tano siempre se veía más atento a la conversación que su compañero. Gustavo acompañaba, pero era evidente que muchas veces pensaba en otra cosa. Cada tanto se quedaba con la vista perdida y cuando alguien se lo hacía notar, se excusaba en el cansancio. Pero no era cansancio. Parecía que a Gustavo lo perturbaba algo, que por su mente se cruzaban pensamientos que lo llevaban a un lugar que no le gustaba. En ese entonces nosotros no sabíamos a dónde. Ni siquiera sospechábamos. En La Cascada no es raro no saber del otro, de lo que fue antes de venir a vivir acá, incluso de lo que es en el presente, en la intimidad, una vez que se cierra la puerta de su casa. Ni siquiera el Tano sabía de Gustavo. Ni Gustavo del Tano.

Casi siempre a la hora de la charla se les sumaba Martín Urovich. Martín había sido el compañero del Tano hasta que llegó Gustavo a Altos de la Cascada y había aceptado el desplazamiento como algo natural; él no jugaba al nivel de ellos. No se trataba de un tema de estilo de juego, sino de necesidad de ganar. El Tano y Gustavo necesitaban ganar y ganaban, estaban programados para eso. Martín Urovich estaba «programado para el fracaso», como una vez le gritó la mujer delante de algunos de nosotros. Pero eso fue bastante después, cuando pasó el tiempo y Martín seguía sin conseguir trabajo, cuando Lala se convenció de que no lo conseguiría, muy cerca de aquel jueves de septiembre del que no hablamos, a menos que nos pregunten.

19

Los Urovich vienen de una familia fundadora de Altos de la Cascada. Martín Urovich es hijo de Julio Urovich, y en quella época, cuando esto no era más que un casco de estancia loteado entre amigos, nadie preguntaba de qué religión era el otro. Era Julio Urovich y punto. Pero con el tiempo, y aunque no se dijera en voz alta, la religión se convirtió en un aspecto más a tener en cuenta a la hora de aceptar un nuevo socio de La Cascada. Esa debe ser una de las pocas cosas que nunca me atreví a escribir en mi libreta roja: que los judíos no son bienvenidos por algunos de mis vecinos. No lo escribí, pero lo sabía y eso me hace cómplice. No es que hablen de ellos mal abiertamente, pero si alguien hace un chiste, por duro que sea, se ríen y festejan la gracia. Tal vez yo tampoco lo tomé en serio durante mucho tiempo. No soy judía. Ni coreana. Recién cuando Juani empezó a tener problemas empecé a darme cuenta de qué se siente al ser distinto para la mirada de los demás.

Los Urovich, después de tantos años, pasaron a cumplir un rol fundamental dentro del barrio: ser ese amigo judío que garantiza que no discriminamos. Además Martín se había casado con Lala Montes Ávila, una chica de toda la vida del country, de familia católica, muy católica, tanto que varios socios amigos, cuando se enteraron de que se casaba con el hijo de Urovich, más que felicitar a los padres les daban el pésame. «No le hagas la contra porque va a ser peor.» «Si la dejas correr, quizás en dos meses se pelean y esto no es más que una anécdota.» «Mándala a estudiar a los Estados Unidos.» «Cágala a trompadas.» Pero Lala y Martín se casaron y ya nadie dijo más nada, en público.

La misma tarde que cerré la operación con los Ferrere supe que la cosa iba a terminar mal. Los dejé en el
club house
, se veían contentos, querían tomar algo y disfrutar un poco más de Altos de la Cascada, el lugar que habían elegido para vivir. Yo me fui a mi casa, también contenta, haciendo cálculos mentales del importe exacto de la comisión que me correspondería. Les acababa de vender un terreno de dos mil metros, en esquina, el lote que los Espadiñeiro pusieron a la venta cuando decidieron divorciarse. Al lado de los Laforgue. Estaba entrando y sonó el teléfono. Era Lila Laforgue, una mujer de unos sesenta años que vivía en forma permanente en Altos de la Cascada, «socia de toda la vida», como a ella misma le gustaba presentarse, algo pretenciosa teniendo en cuenta que todos sabíamos que su casa y la acción del club estaban a nombre de ella porque su marido estaba inhabilitado y sospechado de quiebra fraudulenta. «Decime, ¿son paisanos?» El término me desubicó. En una libre y errada asociación de ideas, fui de «paisanos» a «gauchos», y de gauchos a «gente de campo», y de gente de campo a «campesinos», «estancieros», «ganaderos», «vacas», «toros», «La Rural», «tractor», «caballos»… «Rusos, Virginia…, ¿son rusos?» El «rusos» me ubicó como un chaparrón en el medio de una calle desierta. «¿De la colectividad?», le pregunté. «Porque, no es que yo tenga nada en particular, si nosotros somos íntimos de los Urovich, pero es la densidad lo que nos preocupa, unos años más y esto va a terminar pareciendo Macabi. Y justo al lado de casa.» «No creo, se llaman Ferrere.» «Sefaradíes. Yo conocí un Paz que era, un Várela que era. Te engañan con esos apellidos, y te terminan haciendo meter la pata.» «Parecen gente macanuda, un matrimonio joven, con un nene chiquito», me atreví a interrumpirla. «Sí, los vi, ella tiene una pinta de rusa que se viene abajo. Decime, ¿eso del porcentaje no corre más?»

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