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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (67 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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Ruthie dio media vuelta y salió corriendo. A mitad de camino hacia la puerta cogió a Winfield y se lo llevó apresuradamente fuera, al anochecer.

El tío John cogió un par de guantes de lona con cuero amarillo en las palmas, se los probó y se los quitó y los dejó. Se fue acercando poco a poco a las estanterías de licores y se quedó de pie estudiando las etiquetas de las botellas. Madre le vio.

—Padre —dijo, y señaló con la cabeza hacia el tío John.

Padre se acercó a él.

—¿Te está entrando la sed, John?

—No.

—Espera a que acabemos con el algodón —dijo Padre—. Entonces te puedes emborrachar como nunca.

—No me preocupa —replicó el tío John—. Estoy trabajando mucho y duermo bien. Ni sueños ni nada.

—Sólo me pareció que se te caía la baba ante las botellas.

—Apenas las he visto. Es curioso. Quiero comprar cosas. Cosas que no necesito. Me gustaría comprarme una cuchilla de esas. También aquellos guantes. Son baratísimos.

—No se puede recoger algodón con guantes —dijo Padre.

—Ya lo sé. Y tampoco necesito una cuchilla. Todas estas cosas… te dan ganas de comprarlas, tanto si las necesitas como si no.

Madre llamó:

—Venga, ya tenemos todo —ella cogió una bolsa. El tío John y Padre cogieron cada uno un paquete. Fuera estaban esperando Ruthie y Winfield con los ojos tensos y las mejillas hinchadas y llenas de palomitas.

—Apuesto a que no querrán cenar —dijo Madre.

La gente iba camino del campamento de furgones. Las tiendas estaban iluminadas. El humo salía de los tubos de las cocinas. Los Joad treparon por la pasarela y entraron en su mitad del furgón. Rose of Sharon estaba sentada en una caja junto a la cocina. Había encendido un fuego y la cocina de latón estaba de color vino por el calor.

—¿Has comprado leche? —quiso saber.

—Sí. Aquí la tienes.

—Dámela. No he tomado desde el mediodía.

—Se cree que es como medicina.

—Aquella enfermera lo dijo así.

—¿Tienes las patatas preparadas?

—Aquí están… peladas.

—Las freiremos —dijo Madre—. Hay chuletas de cerdo. Corta patatas en la sartén nueva. Y echa una cebolla. Vosotros salid a lavaros y traed un cubo de agua. ¿Dónde están Ruthie y Winfield? Tienen que lavarse. Les compré a los dos palomitas de maíz —le dijo Madre a Rose of Sharon—. Una caja cada uno.

Los hombres salieron a lavarse en el arroyo. Rose of Sharon cortó las patatas en rodajas, las metió en la sartén y las removió con la punta del cuchillo.

Súbitamente la lona fue apartada. Un rostro fuerte y sudoroso se asomó desde el otro extremo del furgón.

—¿Cómo le va, señora Joad?

Madre se volvió.

—Buenas tardes, señora Wainwright. Nos ha ido bien. Tres y medio. Tres con cincuenta y siete, para ser exactos.

—Nosotros hemos ganado cuatro dólares.

—Bueno —dijo Madre—. Ustedes son más.

—Sí. Jonas está creciendo. Veo que tienen chuletas de cerdo.

Winfield se coló por la puerta.

—¡Madre!

—Calla un momento. A los hombres de mi casa les encantan las chuletas de cerdo.

—Yo estoy haciendo tocino —dijo la señora Wainwright—. ¿Puede olerlo?

—No, no puedo oler nada con estas cebollas con patatas.

—Se está quemando —gritó la señora Wainwright, y su cabeza desapareció.

—Madre —dijo Winfield.

—¿Qué? ¿Estás enfermo de tantas palomitas?

—Madre… Ruthie lo ha dicho.

—¿El qué?

—Lo de Tom.

Madre se quedó mirándole.

—¿Dicho? —entonces se arrodilló delante de él—. Winfield, ¿a quién se lo ha dicho?

La vergüenza embargó a Winfield. Dio un paso atrás.

—Bueno, solo dijo un poquito.

—¡Winfield! Dime lo que ha dicho.

—Ella… ella no se comió todas las palomitas. Guardó algunas y se las comía una a una, despacio, como siempre hace y dijo: apuesto que querrías que te quedaran algunas.

—¡Winfield! —exclamó Madre—. Dilo ya —miró nerviosamente a la cortina—. Rosasharn, ve a hablar con la señora Wainwright para que no nos oiga.

—¿Y qué pasa con las patatas?

—Yo las vigilaré. Vete ya. No la quiero escuchando detrás de la cortina.

—La joven se alejó arrastrando los pies y rodeó la lona colgada.

Madre dijo:

—Venga, Winfield, dímelo.

—Como te dije, se las comía una a una y algunas las partía en dos para que duraran más.

—Venga, rápido.

—Bueno, vinieron unos niños y por supuesto intentaron que les diera palomitas, pero Ruthie seguía comiendo y no les quiso dar. Así que se enfadaron. Y un niño le arrebató la caja de palomitas.

—Winfield, di lo otro deprisa.

—Ya lo hago —dijo él—. De modo que Ruthie se enfadó y los persiguió y pegó a uno y a otro y entonces una niña mayor le sacudió. Le dio una buena. Entonces Ruthie se puso a llorar y dijo que iba a llamar a su hermano mayor y que él mataría a esa niña. Y esta dijo ¿Ah, sí? Dijo que también tenía un hermano mayor —Winfield se quedaba sin resuello contándolo—. Entonces se siguieron pegando y esa chica le dio un buen golpe a Ruthie y ella dijo que su hermano mataría al hermano de la otra. Y la chica dijo que qué pasaría si su hermano matara al nuestro. Y entonces… y entonces Ruthie dijo que nuestro hermano ya habia matado a dos hombres. Y… y la chica dijo: seguro. No eres más que una mentirosa. Y Ruthie dijo: Ah ¿sí? Bueno, pues nuestro hermano está escondido ahora mismo por haber matado a uno y puede matar a tu hermano también.

Entonces se insultaron y Ruthie tiró una piedra y esa niña mayor la persiguió y yo me vine a casa.

—¡Dios mío! —dijo Madre cansadamente—. ¡Mi dulce Jesús dormido en el pesebre! ¿Qué vamos a hacer ahora? —apoyó la frente en la mano y se frotó los ojos—. ¿Qué vamos a hacer ahora? —el olor a patatas quemadas vino de la cocina ardiente. Madre se movió automáticamente y les dio la vuelta.

—¡Rosasharn! —gritó Madre. La muchacha apareció alrededor de la cortina—. Ven a vigilar la cena. Winfield, sal, encuentra a Ruthie y tráela.

—¿Le vas a pegar, Madre? —preguntó esperanzado.

—No. Esto ya no tiene arreglo. Me pregunto por qué tuvo que hacerlo. No. No servirá de nada pegarle. Corre a buscarla y tráela.

Winfield salió corriendo hacia la puerta del furgón y se encontró con los tres hombres que subían por la pasarela y se quedó a un lado mientras entraban.

Madre dijo quedamente:

—Padre, tengo que hablar contigo. Ruthie les dijo a unos niños que Tom está escondido.

—¿Qué?

—Que lo dijo. Se peleó con ellos y lo dijo.

—¡Pero qué niña más perra!

—No, no sabía lo que hacía. Mira, Padre, quiero que te quedes aquí. Yo voy a salir a ver si encuentro a Tom y se lo digo. Tengo que decirle que lleve cuidado. Quédate aquí, Padre, y supervisa las cosas. Me llevo algo de cena para Tom.

—De acuerdo —aceptó Padre.

—Ni le menciones a Ruthie lo que ha hecho. Yo se lo diré.

En ese momento entró Ruthie, seguida de Winfield. La niña estaba sucia. Tenía la boca pringosa y de la nariz aún le goteaba un poco de sangre de la pelea. Parecía avergonzada y asustada. Winfield la seguía con aire de triunfo. Ruthie miró fieramente a su alrededor, pero se fue a un extremo del furgón y apoyó la espalda en el rincón. Su vergüenza y su fiereza estaban mezcladas.

—Le dije lo que has hecho —dijo Winfield.

Madre estaba poniendo dos chuletas y patatas fritas en un plato de hojalata.

—Calla, Winfield —dijo—. No hay necesidad de herir sus sentimientos más todavía. Ruthie corrió por el furgón. Agarró a Madre por la cintura y escondió el rostro en su estómago y sus sollozos estrangulados sacudían todo su cuerpo. Madre intentó soltarla, pero los sucios dedos estaban bien cogidos. Madre le atusó el pelo de detrás de la cabeza con suavidad y le dio palmaditas en los hombros.

—Calla —dijo—. No lo sabías.

Ruthie levantó su rostro sucio de lágrimas y sangre.

—¡Me robaron mis palomitas! —gritó—. Esa gran hija de puta me dio con el cinturón —volvió a sollozar con fuerza.

—Calla —dijo Madre—. No hables así. Venga, suelta. Ahora tengo que irme.

—¿Por qué no le pegas, Madre? Si no hubiera presumido tanto con las palomitas no habría pasado nada. Venga, dale una paliza.

—Tú métete en tus asuntos —dijo Madre fieramente—. Si no, te la vas a cargar tú. Ahora suéltame, Ruthie.

Winfield se retiró a uno de los colchones enrollados y contempló a la familia con expresión cínica y apagada. Y se puso en una buena posición de defensa, porque Ruthie le atacaría a la primera aportunidad que tuviera y él lo sabía. Ruthie, silenciosa y acongojada, se fue al otro lado del furgón.

Madre puso una hoja de papel de periódico sobre el plato.

—Ahora me voy —dijo.

—¿No vas a comer nada? —preguntó el tío John.

—Más tarde. Cuando vuelva. Ahora no podría comer nada —Madre se dirigió a la puerta abierta: se afirmó en la pasarela empinada, de listones.

En la orilla del río de los furgones las tiendas estaban montadas cerca unas de otras, sus cuerdas cruzándose y las estacas de una pegadas a la zona de la siguiente. Las luces brillaban a través de las lonas y de todas las cocinas salía humo. Los hombres y las mujeres se paraban en las puertas para hablar. Los niños correteaban enfebrecidos alrededor. Madre caminó majestuosamente por delante de las tiendas. Aquí y allá la reconocían al pasar.

—Buenas tardes, señora Joad.

—Buenas tardes.

—¿Lleva algo, señora Joad?

—A unos amigos. Les devuelvo un poco de pan.

Por fin llegó al final de la fila de tiendas. Se detuvo y miró atrás. Había sobre el campamento un resplandor de luces y las voces amortiguadas de muchas conversaciones. De vez en cuando una voz más dura se dejaba oír. El olor del humo llenaba el aire. Alguien tocaba la armónica suavemente, buscando un efecto, la misma frase una y otra vez.

Madre anduvo entre los sauces junto al arroyo. Salió del sendero y esperó en silencio, escuchando para oír alguien que la siguiera. Un hombre bajó por el sendero, en dirección al campamento, subiéndose los tirantes y abotonando los vaqueros según subía. Madre se sentó muy quieta y él pasó sin verla. Ella esperó cinco minutos y luego se puso en pie y siguió el sendero junto al arroyo. Se movía silenciosamente, tanto que podía oír el murmullo del agua sobre sus pasos suaves en las hojas de sauce. Sendero y arroyo siguieron a la izquierda y de nuevo a la derecha hasta acercarse a la carretera. En la luz gris de las estrellas pudo ver el terraplén y el agujero negro de la alcantarilla donde siempre dejaba la comida de Tom. Avanzó cautelosamente, puso su paquete en el agujero y cogió el plato vacío que había allí. Volvió entre los sauces, se escondió entre la maleza y se sentó a esperar. A través de la maraña podía ver el agujero negro de la alcantarilla. Se abrazó las rodillas y se sentó en silencio. Al cabo de unos minutos los arbustos volvieron a la vida. Los ratones de campo se movieron con cautela sobre las hojas. Una mofeta caminó como si tuviera almohadillas, pesadamente y sin miedo, llevando con ella un leve efluvio.

Y entonces el viento movió los sauces delicadamente, como si los probara, y una lluvia de hojas doradas cayó a la tierra. De pronto hirvió una ráfaga y meneó los árboles y cayó una ducha crujiente de hojas. Madre podía sentirlas en su pelo y sus hombros. Una nube grande y negra se movió en el cielo, borrando las estrellas. Las gotas gordas de lluvia cayeron aquí y allá, salpicando ruidosamente las hojas caídas y la nube continuó y desveló de nuevo las estrellas. Madre se estremeció. El viento pasó y dejó los arbustos en calma, pero los árboles que bordeaban el arroyo siguieron susurrando. Del campamento llegó el tono agudo y penetrante de un violín buscando una melodía.

Madre oyó pasos furtivos entre las hojas, a lo lejos a su izquierda, y se puso tensa. Soltó las rodillas y enderezó la cabeza para oír mejor. El movimiento se interrumpió y después de un momento volvió a empezar. Una parra raspó ásperamente en las hojas secas. Madre vio aparecer una figura oscura, que se acercó a la alcantarilla. El redondo agujero negro se oscureció durante un instante y luego la figura se movió hacia detrás. Ella llamó quedamente:

—Tom —la figura se quedó quieta, tan quieta y tan pegada al suelo que habría podido pasar por un tocón. Ella llamó de nuevo—: Tom, Tom —entonces la figura se movió.

—¿Eres tú, Madre?

—Estoy aquí —ella se levantó y fue a su encuentro.

—No debías haber venido —dijo él.

—Tengo que verte, Tom. Tengo que hablar contigo.

—Está cerca el sendero —dijo Tom—. Podría pasar alguien.

—¿No tienes un sitio, Tom?

—Sí… pero si… bueno, supón que alguien te ha visto conmigo… meteríamos en un lío a toda la familia.

—Tengo que hablarte, Tom.

—Entonces vamos. Ven en silencio —cruzó el pequeño arroyo, vadeando sin cuidado por el agua, y Madre le siguió. Él se movió por entre los arbustos hasta llegar a un campo al otro lado de los matorrales y siguiendo los surcos del arado. Los tallos ennegrecidos del algodón eran ásperos contra la tierra y algunas pelusas de algodón estaban adheridas a los tallos. Siguieron por la orilla del campo un cuarto de milla y luego él volvió a entrar en la maleza. Se acercó a un gran matorral de zarzas, se inclinó y apartó a un lado una maraña de vides—. Hay que entrar reptando —dijo él.

Madre se puso a cuatro patas. Sintió arena bajo ella y entonces dejó de rozarla la maraña y sintió la manta de Tom en el suelo. Él volvió a colocar las vides en su sitio. No había luz en la cueva.

—¿Dónde estás, Madre?

—Aquí. Estoy aquí. Habla bajo, Tom.

—No te preocupes. Llevo algún tiempo viviendo como un conejo.

Le oyó destapar el plato de hojalata.

—Chuletas de cerdo —dijo ella—. Y patatas fritas.

—Dios Todopoderoso, y aún está caliente.

Madre no podía verle en absoluto en aquella oscuridad, pero le oía masticando, desgarrando la carne y tragando.

—Es un escondite muy bueno —dijo él.

Madre dijo incómoda:

—Tom… Ruthie ha contado lo tuyo —le oyó tragar saliva.

—¿Ruthie? ¿Para qué?

—No fue culpa suya. Se peleó con una niña y dijo que su hermano le iba a sacudir al hermano de la otra. Ya sabes cómo es. Y ella dijo que su hermano había matado a un hombre y estaba escondido.

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