Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
El viejo Tom se echó a reír:
—Te engañamos, ¿eh, Madre? Es lo que queríamos y lo hemos conseguido. Te quedaste como un borrego acogotado. Ojalá hubiera estado aquí el abuelo para verlo. Igual que si te hubieran pegado un mazazo entre los ojos. El abuelo se hubiera reído tanto que la cadera se le habría desencajado, como cuando vio a Al disparar a aquella enorme aeronave del ejército. Tommy, llegó un día, tenía media milla de longitud, y Al cogió el rifle de calibre 30 y le pegó unos cuantos tiros. El abuelo le gritó: «No dispares a los pajaritos, Al, espera a que pase uno que ya esté crecido», y después se puso a reír como loco y se desencajó la cadera.
Madre rió entre dientes y cogió una pila de platos de hojalata de una leja. Tom preguntó:
—Dónde está el abuelo? No le he visto, viejo diablo.
Madre apiló los platos en la mesa de la cocina y las tazas al lado. Dijo en tono confidencial:
—Él y la abuela duermen en el granero. Se tienen que levantar muchas veces por la noche. Se tropezaban con los pequeños.
Padre interrumpió:
—Sí, todas las noches el abuelo se enfadaba. Tropezaba con Winfield, Winfield gritaba y el abuelo se ponía furioso y se meaba en los calzoncillos. Eso le ponía aún más furioso, y al poco, todos chillaban como locos en la casa —las palabras salían dando tumbos entre carcajadas—. Hemos tenido algunas noches de lo más animadas. Una vez, cuanto todo el mundo estaba pegando gritos y soltando juramentos, tu hermano Al, que está hecho un sabelotodo, dijo: «Maldita sea, abuelo, ¿por qué no te largas y te haces pirata?» Bueno, el abuelo se puso tan furibundo que fue a por el rifle. Al tuvo que dormir en el campo aquella noche. Pero ahora el abuelo y la abuela duermen en el granero.
—Pueden levantarse y salir cuando les apetece —dijo Madre—. Padre, ve corriendo y diles que Tommy está en casa. El abuelo es su favorito.
—Por supuesto —replicó Padre—. Debía haberlo hecho antes —salió y cruzó el patio, balanceando las manos muy alto.
Tom le contempló mientras se iba, y luego la voz de su madre reclamó su atención. Estaba sirviendo el café. No le miraba.
—Tommy —dijo vacilante, con timidez.
—¿Sí? —la timidez de su madre acentuaba la suya, una vergüenza extraña.
Los dos sabían que el otro era tímido, y ser conscientes de ello les hacía mostrarse más tímidos.
—Tommy. Te lo tengo que preguntar… ¿no estás enfadado?
—¿Enfadado, Madre?
—¿No estás envenenado? ¿No odias a nadie? ¿No hicieron nada en esa cárcel que te pudriera de rabia?
La miró con la cabeza ladeada, estudiándola y sus ojos parecieron preguntar cómo ella podía saber semejantes cosas.
—No —respondió—. Lo estuve durante un tiempo. Pero no soy orgulloso como algunos. Dejo que las cosas me resbalen. ¿Qué te pasa, Madre?
Ahora ella le miraba, con la boca abierta como para oír mejor, los ojos penetrando para llegar a saber más. Su rostro buscaba la respuesta que siempre se esconde entre las palabras. Dijo, confusa:
—Yo conocía a Floyd Niño Bonito. Conocía a su madre. Eran buena gente. Él armaba bronca, desde luego, como cualquier chico normal —hizo una pausa y luego sus palabras salieron a borbotones.
—Yo no lo sé todo, pero esto sí lo sé. Hizo una pequeña trastada y le castigaron, le cogieron y le castigaron hasta que se enfureció; y cuando hizo otra cosa mala estaba furioso y le volvieron a hacer daño. Muy pronto se volvió rabioso. Le dispararon como a un bicho y él disparó también; entonces le acosaron como si fuera un coyote y él mordió y gruñó, rabioso como un lobo. Estaba furioso. Ya no era un chico ni un hombre, no era más que un pedazo de rabia andante. Pero la gente que le conocía no le hizo daño. Él no estaba enfadado con ellos. Al final le acorralaron y le mataron. Digan lo que digan en el periódico, sobre lo mala persona que era, la cosa fue así —hizo otra pausa y se humedeció los labios secos, y todo su rostro fue un dolorido interrogante—. Tengo que saberlo, Tommy. ¿Te hicieron a ti tanto daño? ¿Han logrado hacerte rabioso?
Los gruesos labios de Tom se estiraban tensos cubriendo los dientes. Bajó la mirada a sus manos grandes y fuertes.
—No —dijo—. Yo no soy así —calló y estudió las uñas rotas, estriadas como conchas de almeja—. Mientras estuve encerrado, todo el tiempo, aparté esas ideas. No estoy tan furioso.
Ella suspiró.
—Gracias a Dios —dijo en voz baja.
Él levantó la vista con rapidez.
—Madre, cuando vi lo que han hecho con nuestra casa…
Ella se le acercó entonces, permaneció de pie junto a él y dijo apasionadamente:
—Tommy, no vayas solo a luchar contra ellos. Te acosarán como a un coyote. Tommy, a veces me da por pensar, soñar y preguntarme: dicen que somos cien mil a los que nos han echado. Si todos sintiéramos la misma rabia, Tommy, no podrían acorralar a ninguno… —se detuvo. Tommy la miró cerrando poco a poco los párpados hasta que entre sus pestañas asomó solamente un punto brillante.
—¿Hay mucha gente que siente lo mismo? —preguntó.
—No lo sé: Están como aturdidos. Van por ahí igual que si estuvieran dormidos.
Desde fuera y a través del patio llegaba un antiguo lamento a voz en grito.
—¡Demos gracias a Dios por la victoria! ¡Demos gracias a Dios por la victoria!
Tom volvió la cabeza y sonrió.
—La abuela ha oído al fin que estoy en casa. Madre —dijo—, antes tú no eras así.
El rostro de la mujer se endureció y los ojos se volvieron fríos.
—Nunca habían destrozado mi casa —respondió—. Mi familia nunca se quedó en la calle. Nunca había tenido que venderlo todo… Aquí vienen —volvió a acercarse a la cocina y volcó la bandeja de galletas bulbosas en dos platos de hojalata. Espolvoreó harina sobre la grasa para hacer salsa y sus manos se quedaron blancas. Tom la miró un segundo y después se dirigió hacia la puerta.
Por el patio venían cuatro personas. En cabeza llegaba el abuelo, un hombre viejo, delgado, andrajoso y rápido que avanzaba a saltos con paso rápido dando prioridad a la pierna derecha.
Iba abrochándose la bragueta mientras se acercaba, y sus viejas manos buscaban los botones, cosa que le resultaba difícil porque había metido el primer botón en el segundo ojal y eso le desbarataba toda la fila. Llevaba un pantalón harapiento, oscuro, y una camisa azul descosida, abierta hasta abajo, que dejaba ver la ropa interior gris, también desabrochada. Su pecho enjuto, cubierto de vello blanco, se podía ver a través de la ropa interior abierta. Dejó la bragueta por imposible, abierta, y manoseó a tientas los botones de la ropa interior y luego desistió también y enganchó los tirantes. Tenía el rostro delgado y excitable, con unos ojillos brillantes, malévolos como los de un chiquillo frenético. Una cara arisca, protestona, traviesa y risueña. Él peleaba y discutía, contaba historias verdes. Seguía tan lascivo como siempre. Perverso, cruel e impaciente, como un crío furioso y todo ello cubierto de regocijo. Bebía demasiado cuando tenía qué beber, comía en exceso cuando había comida y hablaba demasiado en todo momento.
Tras él renqueaba la abuela, que había sobrevivido simplemente porque era tan mal bicho como su marido. Había resistido con una religiosidad feroz y estridente, tan lasciva y salvaje como cualquier cosa que el abuelo pudiera ofrecer. En una ocasión, tras la celebración de un servicio y estando aún en trance, descargó los dos cañones de una escopeta sobre su marido y le faltó poco para arrancarle una nalga. Después de eso él la admiró y no intentó torturarla más como los niños torturan a los bichos. Conforme caminaba se remangó la bata hasta las rodillas y entonó su agudo y terrible grito de guerra:
—Demos gracias a Dios por la victoria.
El abuelo y la abuela hacían una carrera luchando por atravesar primero el ancho patio. Peleaban por todo y les encantaba, y necesitaban las peleas.
Tras ellos, con paso lento y regular pero sostenido, venían Padre y Noah. Éste era el primogénito, alto y extraño, que caminaba siempre con una expresión de sorpresa en el rostro, de calma y perplejidad. No se había enfadado en toda su vida. Miraba con extrañeza e inquietud a la gente enfurecida, de la misma manera que la gente normal mira a los locos. Noah se movía despacio, hablaba pocas veces y, cuando hablaba, lo hacía tan lentamente que la gente que no le conocía pensaba con frecuencia que era estúpido. No lo era, pero sí extraño. Tenía poco orgullo y ningún deseo sexual. Trabajaba y dormía con un ritmo curioso que, sin embargo, le bastaba. Apreciaba a su familia, pero nunca lo demostraba de ninguna forma. Aunque un observador no habría podido decir por qué, Noah producía la impresión de ser deforme, la cabeza o el cuerpo, las piernas o la mente; pero no se podía recordar ningún miembro deforme. Padre creía saber la razón de que Noah fuera raro, pero estaba avergonzado y nunca lo dijo. Pues la noche que Noah nació, Padre, atemorizado frente a los muslos abiertos, solo en la casa y horrorizado por el despojo estridente en que se había convertido su mujer, se volvió loco de preocupación. Usando las manos, los fuertes dedos como fórceps, había tirado del niño retorciéndolo. La comadrona, que llegaba tarde, encontró al niño con la cabeza deformada, el cuello estirado y el cuerpo torcido; ella había vuelto a colocar la cabeza en su lugar y había moldeado el cuerpo con sus manos. Pero Padre siempre se acordó y avergonzó de ello. Y se mostró más amable con Noah que con los demás. En la cara ancha de Noah, con los ojos demasiado separados, y en su mandíbula larga y frágil, Padre creía ver el cráneo torcido y deforme del bebé. Noah podía hacer todo lo que se le pedía, podía leer y escribir, trabajar y pensar, pero parecía que nada le importaba; no sentía más que indiferencia con respecto a cosas que la gente deseaba y necesitaba. Vivía en una extraña casa silenciosa desde la que miraba hacia afuera con ojos tranquilos. Era un extraño para el mundo, pero no se sentía solo.
Los cuatro cruzaron el patio y el abuelo exigió:
—¿Dónde está? Maldita sea, ¿dónde está? —sus dedos buscaron el botón del pantalón y luego lo olvidaron y se perdieron en el bolsillo. Entonces vio a Tom de pie en la puerta. El abuelo se detuvo e hizo parar a los demás. Los ojillos le brillaban con malicia.
—Mírale —dijo—. Un presidiario. Hacía mucho tiempo que no mandaban a la cárcel a ningún Joad.
Cambió de tema:
—No tenían ningún derecho a encerrarle. Hizo solo lo que yo habría hecho. Esos hijos de puta no tenían derecho.
Volvió a cambiar de tema.
—Y el viejo Turnbull, mofeta apestosa, fanfarroneando sobre cómo te iba a disparar cuando salieras. Decía que tenía sangre Hatfield. Pues bien, yo le mandé recado. Le dije: «No te metas con ningún Joad. Es posible que mi sangre sea más auténtica que la tuya. Acércate siquiera a Tommy y yo te quito la escopeta y te la meto por el culo», le dije. Y logré asustarle.
La abuela, que no seguía la conversación, soltó su balido:
—Demos gracias a Dios por la victoria.
El abuelo llegó junto a Tom y le palmeó el pecho, y sus ojos sonrieron con afecto y orgullo.
—¿Cómo estás, Tommy?
—Bien —respondió Tom—. ¿Cómo estás, abuelo?
—Tan joven como siempre —dijo el abuelo. Persiguió otra idea—. Justo lo que yo dije, no van a tener a un Joad mucho tiempo encerrado. Yo dije: «Tommy saldrá disparado de la cárcel como un toro a través de la cerca de un corral.» Y eso es lo que has hecho. Quita de enmedio, tengo hambre —se abrió paso, se sentó y llenó el plato con tocino y dos galletas grandes y vertió la espesa salsa por encima de todo. Antes de que los demás pudieran entrar el abuelo ya tenía la boca llena. Tom le sonrió con cariño—. Menudo bandido —comentó.
El abuelo tenía la boca tan llena que no pudo ni farfullar, pero rio con sus ojillos maliciosos y asintió con movimientos violentos de la cabeza.
La abuela dijo con orgullo:
—No ha vivido hombre más perverso ni que soltara más juramentos. Va a ir derecho al infierno, alabado sea Dios. Quiere conducir el camión —añadió con rencor—. Pero no lo hará.
El abuelo se atragantó, lo que tenía en la boca cayó como un surtidor sobre su regazo. Tosió débilmente.
La abuela dedicó una sonrisa a Tom.
—Vaya un marrano, ¿eh? —observó alegremente.
Noah permaneció en el escalón, frente a Tom y sus ojos separados parecieron mirar a su alrededor. Su rostro tenía poca expresión.
Tom dijo:
—¿Cómo estás, Noah?
—Bien —respondió—. ¿Cómo estás? —eso fue todo, pero fue algo agradable.
Madre espantó las moscas del cuenco de salsa.
—No hay sitio para sentarse —dijo—. Cada uno que coja su plato y se siente.
De pronto Tom recordó:
—¡Eh! ¿Dónde está el predicador? Estaba aquí mismo. ¿Dónde ha ido?
Padre contestó:
—Le he visto, pero se ha marchado.
La abuela elevó su voz aguda:
—¿Predicador? ¿Tenéis un predicador? Ve a buscarlo. Que nos dé una bendición —señaló al abuelo—. Para él es demasiado tarde, ya ha comido. Ve a buscar al predicador.
Tom salió al porche.
—Eh, Jim. ¡Jim Casy! —llamó a gritos. Salió hasta el patio—. Ah, Casy —el predicador apareció por debajo del depósito, se sentó y luego se puso en pie y se dirigió hacia la casa. Tom preguntó:
—¿Qué hacía, escondiéndose?
—No, no. Pero no se debe meter uno en medio cuando se trata de un asunto de familia. Estaba allí sentado, pensando.
—Entre y coma —invitó Tom—. La abuela quiere una bendición.
—Pero si yo ya no soy predicador —protestó Casy.
—Venga, hombre. Dele una bendición. A usted no le hará daño y a ella le gustan —entraron juntos a la cocina.
—Es usted bienvenido —dijo Madre en voz baja.
—Es usted bienvenido. Tome algo de desayunar —añadió Padre.
—Primero la bendición —reclamó la abuela—. Antes hay que dar gracias.
El abuelo enfocó los ojos con empeño hasta que reconoció a Casy.
—¡Ah!, este predicador —dijo—. Es un buen tipo. Siempre me ha caído bien desde que le vi… —guiñó con expresión tan lujuriosa que la abuela creyó que había hablado y le reconvino con aspereza:
—Cállate tú, pecador.
Casy, nervioso, se pasó los dedos por el pelo.
—He de decirles que ya no soy predicador. Si con estar contento de haber venido y agradecido a una gente amable y generosa es suficiente, puedo dar gracias de esa clase. Pero ya no soy predicador.