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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (20 page)

BOOK: Las partículas elementales
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—Fui a tu boda…

—Es verdad —recordó Bruno con una estupefacción cercana al pasmo—. Recuerdo que me sorprendió que aparecieras. Creía que ya no querías saber nada de mí.

—Ya no quería saber nada de ti.

Michel volvió a pensar en aquel momento y se preguntó qué le habría empujado a asistir a aquella siniestra ceremonia. Volvió a ver el templo de Neuilly; la sala casi desnuda, de una austeridad deprimente, que una congregación rica pero sin ostentación llenaba hasta más de la mitad; el padre de la novia era un hombre de finanzas. «Eran de izquierdas», dijo Bruno, «
además, todo el mundo era de izquierdas en aquella época
. Les parecía lo más normal del mundo que viviera con su hija antes de la boda; nos casamos porque ella estaba embarazada; en fin, lo de siempre.» Michel se acordó de las palabras del pastor, que resonaban con frialdad en la fría sala: hablaba de Cristo, Dios y hombre verdadero, de la nueva alianza del Eterno y su pueblo; en fin, le costaba entender de qué hablaba en realidad. Al cabo de tres cuartos de hora, se sentía muy cerca de la somnolencia; despertó bruscamente al oír esta fórmula: «Que el Dios de Israel, que se compadeció de dos niños solos, os bendiga.» Al principio le costó comprenderlo: ¿es que eran judíos? Le hizo falta todo un minuto para darse cuenta de que en realidad se trataba del
mismo Dios
. El pastor seguía su verborrea, cada vez con mayor convicción: «Amar a tu esposa es amarte a ti mismo. Ningún hombre ha odiado jamás su propia carne; al contrario, la alimenta y la cuida, como hace Cristo por la Iglesia; porque somos miembros de un mismo cuerpo, estamos hechos de su carne y de su sangre. Por eso el hombre abandonará a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa, y
los dos serán una sola carne
. Y digo que éste es un gran misterio, comparable al de Cristo y la Iglesia.» Desde luego, la fórmula daba en el blanco: «ambos serán una sola carne». Michel pensó en ello bastante rato y le echó una ojeada a Anne; tranquila y concentrada, parecía contener la respiración; estaba casi guapa. Probablemente estimulado por la cita de San Pablo, el pastor continuaba con creciente energía: «Señor, mira con bondad a tu sierva: en el momento de unirse a su esposo en matrimonio, pide tu protección. Haz que sea en Cristo una esposa fiel y casta, y que siempre siga el ejemplo de las mujeres santas: que sea amable con su esposo como Raquel, sabia como Rebeca, fiel como Sara. Que conserve la fe y respete los mandamientos; que, unida a su esposo, evite las malas relaciones; que su reserva despierte aprecio, que su pudor inspire respeto, que sea instruida en los caminos de Dios. Que tenga una maternidad fecunda, que los dos vean a los hijos de sus hijos hasta la tercera o la cuarta generación. Que tengan una vejez feliz, y que conozcan el descanso de los elegidos en el Reino de los Cielos. En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, amén.» Michel se abrió camino entre la gente para acercarse al altar, provocando miradas irritadas. Se detuvo a tres filas de distancia y observó el intercambio de anillos. El pastor cogió las manos de los esposos en sus manos, con la cabeza baja, en un estado de concentración impresionante; había un completo silencio en el templo. Luego alzó la cabeza y en voz alta, enérgica y desesperada a la vez, con una pasmosa intensidad expresiva, exclamó con violencia: «¡Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre!»

Más tarde, Michel se acercó al pastor mientras éste recogía sus utensilios. «Me ha interesado mucho lo que ha dicho hace un momento…» El hombre de Dios sonrió cortésmente. Michel empezó a hablar entonces de los experimentos de Aspect y de la paradoja EPR: si se reúnen dos partículas, forman en adelante un todo inseparable. «Creo que eso se relaciona estrechamente con lo de una sola carne.» La sonrisa del pastor se crispó un poco. «Quiero decir», continuó Michel, animándose, «en el plano ontológico; se les puede asociar un vector de estado único en un espacio de Hilbert. ¿Comprende lo que quiero decir?» «Claro, claro…», murmuró el servidor de Cristo mirando a su alrededor. «Discúlpeme», dijo con brusquedad antes de dirigirse hacia el padre de la novia. Se dieron un largo apretón de manos, se abrazaron. «Una ceremonia muy hermosa, magnífica…», dijo el financiero con emoción.

—No te quedaste a la fiesta… —recordó Bruno—. Fue un poco incómodo, era mi propia boda y no conocía a nadie. Mi padre llegó muy tarde, pero por lo menos llegó; iba mal afeitado, llevaba la corbata torcida y tenía toda la pinta de un libertino viejo y destrozado. Estoy seguro de que los padres de Anne habrían preferido otro partido, pero bueno, eran burgueses protestantes de izquierdas, y a pesar de todo sentían cierto respeto por la enseñanza. Y además yo era agregado, y ella no. Lo terrible es que su hermana pequeña era muy guapa. Se le parecía bastante, y también tenía mucho pecho; pero en lugar de una cara corriente, la tenía maravillosa. Eran cambios mínimos, un detalle, la disposición de los rasgos. Es duro…

Volvió a suspirar y se llenó otra vez el vaso.

—Me dieron el primer destino en septiembre del 84, en el liceo Carnot, en Dijon. Anne estaba embarazada de seis meses. Eramos profesores, una pareja de profesores; sólo nos quedaba llevar una vida normal.

«Alquilamos un apartamento en la rue Vannerie, a dos pasos del liceo. “No son los precios de París”, decía la chica de la agencia. “Tampoco es la vida de París, pero ya verán lo alegre que es en verano, hay turistas y muchos jóvenes que vienen al festival del música barroca.» ¿Música barroca?…

«Enseguida comprendí que estaba condenado. Que no fuera “la vida de París” me importaba un bledo, en París siempre había sido desgraciado. Pero deseaba a todas las mujeres, salvo a la mía. En Dijon, como en todas las ciudades de provincias, hay montones de tías, es mucho peor que en París. En aquellos años la moda se estaba poniendo cada vez más sexy. Era insoportable ver a todas esas chicas con sus caritas, sus falditas y sus risitas. Las veía en clase, las veía a mediodía en el Penalty, el bar que había al lado del liceo: ellas charlaban con los chicos y yo volvía a comer con mi mujer. Las volvía a ver los sábados por la tarde en las calles comerciales, comprando trapos y discos. Yo iba con Anne, que miraba la ropa de bebé; el embarazo iba bien y era tremendamente feliz. Dormía mucho, comía todo lo que quería; ya no hacíamos el amor, pero creo que ni siquiera se daba cuenta. Se había hecho amiga de algunas otras mujeres en las clases de preparación al parto; era sociable, sociable y simpática, era fácil vivir con ella. Cuando me enteré de que esperaba un niño, sufrí una terrible impresión. Era lo peor; iba a tener que pasar por lo peor. Tendría que haberme sentido feliz; sólo tenía veintiocho años y ya me sentía muerto.

«Victor nació en diciembre; me acuerdo del bautismo en la iglesia Saint-Michel, que me trastornó. “Los bautizados se convierten en piedras vivas para levantar un edificio espiritual, para un santo sacerdocio”, dijo el cura. Victor estaba todo rojo y arrugado, embutido en un vestidito de encaje blanco. Era un bautismo colectivo, como en la Iglesia primitiva, y había una decena de familias. “El bautismo incorpora a la Iglesia”, dijo el cura, “nos hace miembros del cuerpo de Cristo.” Anne lo tenía en brazos, pesaba cuatro kilos. Era muy serio, no lloró ni una sola vez. “¿No somos, por eso mismo, miembros los unos de los otros?”, dijo el cura. Los padres nos miramos, hubo una especie de duda. Luego el cura vertió tres veces el agua bautismal sobre la cabeza de mi hijo; y luego le ungió con el santo crisma. Ese aceite perfumado, consagrado por el obispo, simbolizaba el don del Espíritu Santo, dijo el cura. Entonces se dirigió directamente a mi hijo. “Victor, ahora eres cristiano. Por esta unción del Espíritu Santo te has incorporado a Cristo. Ahora formas parte de su misión profética, sacerdotal y real.” Eso me impresionó tanto que me inscribí en un grupo de Fe y Vida que se reunía todos los miércoles. Había una joven coreana muy bonita, y enseguida me la quise tirar. Era delicado, ella sabía que estaba casado. Anne invitó al grupo a nuestra casa un sábado, la coreana se sentó en el sofá, llevaba una falda corta; me pasé toda la tarde mirándole las piernas, pero nadie se dio cuenta de nada.

»En las vacaciones de febrero, Anne se fue con Victor a casa de sus padres; yo me quedé solo en Dijon. Hice un nuevo intento de convertirme en católico; tumbado en el colchón, leía
El misterio de los Santos Inocentes
y bebía licor de anís. Péguy es fantástico, realmente maravilloso; pero acabó por deprimirme del todo. Todas esas historias sobre el pecado y el perdón de los pecados, y Dios que se alegra más del regreso de un pecador que de la salvación de mil justos… Me habría gustado ser un pecador, pero no lo conseguía. Tenía la sensación de que me habían robado la juventud. Lo único que quería es que las chicas de labios carnosos me chuparan la polla. Había muchas chicas de labios carnosos en las discotecas, y durante la ausencia de Anne fui varias veces al Slow Rock y a L’Enfer, pero ellas salían con otros y chupaban pollas que no eran la mía; y yo, sencillamente, ya no podía soportarlo. Fue el momento de la explosión del Minitel rosa, la cosa despertaba un auténtico frenesí, yo estuve conectado noches enteras. Victor dormía en nuestra habitación, no daba problemas, las noches eran tranquilas. Tuve mucho miedo cuando llegó la primera factura de teléfono, la saqué del buzón y la abrí camino del liceo: catorce mil francos. Por suerte tenía una libreta de ahorros de mis años de estudiante y lo transferí todo a nuestra cuenta; Anne no se enteró de nada.

»La posibilidad de vivir empieza en la mirada del otro. Poco a poco me di cuenta de que mis colegas, los profesores del liceo Carnot, me miraban sin odio ni acrimonia. No intentaban competir conmigo; estábamos comprometidos en la misma tarea, yo era
uno de los suyos
. Ellos me enseñaron el sentido corriente de las cosas. Me saqué el carnet de conducir y empecé a interesarme por los catálogos de la CAMIF
[3]
. Al llegar la primavera, pasamos muchas tardes en el césped de los Guilmard. Vivían en una casa bastante fea en Fontaine-les-Dijon, pero tenían un jardín grande con árboles, muy agradable. Guilmard era profesor de matemáticas, teníamos casi las mismas clases. Era alto, delgado, encorvado, con el pelo rubio rojizo y un bigote caído; se parecía un poco a un contable alemán. Preparaba la barbacoa con su mujer. Caía la tarde, hablábamos de vacaciones, estábamos un poco achispados; solíamos ser cuatro o cinco parejas de profesores. La mujer de Guilmard era enfermera, tenía fama de ser superguarra; de hecho, cuando se sentaba en el césped se veía que no llevaba nada debajo de la falda. Pasaban las vacaciones en Cap d’Agde, en la zona naturista. Creo que también iban a una sauna para parejas en la place Bossuet; por lo menos, eso oí decir. Nunca me atreví a decírselo a Anne, pero me caían simpáticos, tenían un lado socialdemócrata, nada que ver con los hippies que andaban con nuestra madre en los años setenta. Guilmard era buen profesor, nunca dudaba en quedarse después de clase para ayudar a un alumno con problemas. Creo que también hacía donaciones para los minusválidos.

Bruno se calló bruscamente. Al cabo de unos minutos Michel se levantó, abrió la puerta del balcón y salió a respirar el aire nocturno.

La mayoría de la gente que conocía había llevado una vida semejante a la de Bruno. Dejando aparte ciertos sectores de muy alto nivel, como la publicidad o la moda, es relativamente fácil que a uno lo acepten físicamente en el sector profesional, los
dress codes
son limitados e implícitos. Después de unos años de trabajo el deseo sexual desaparece, la gente se concentra en la gastronomía y el vino; algunos de sus colegas, mucho más jóvenes que él, ya habían empezado a formar una bodega. No era el caso de Bruno, que no había dicho nada sobre el vino, un Vieuz Papes a 11,95 francos. Medio olvidando la presencia de su hermano, Michel se apoyó en la barandilla y echó una ojeada a los edificios. Ya había caído la noche; casi todas las luces estaban apagadas. Era la última noche del fin de semana del 15 de agosto. Volvió junto a Bruno, se sentó a su lado; sus rodillas se rozaban. ¿Se podía considerar a Bruno como un individuo? La putrefacción de sus órganos era cosa suya, iba a conocer la decadencia física y la muerte a título personal. Por otra parte, su visión hedonista de la vida, los campos de fuerzas que estructuraban su conciencia y sus deseos pertenecían al conjunto de su generación. Al igual que la instalación de una preparación experimental y la elección de uno o más factores observables permiten asignar a un sistema atómico un comportamiento determinado —ya sea corpuscular, ya sea ondulatorio—, Bruno podía aparecer como individuo, pero desde otro punto de vista sólo era el elemento pasivo del desarrollo de un movimiento histórico. Sus motivaciones, sus valores, sus deseos: nada de eso lo distinguía, por poco que fuese, de sus contemporáneos. Por lo general, la primera reacción de un animal frustrado es intentar alcanzar su objetivo con más fuerza que antes. Por ejemplo, una gallina hambrienta (
Gallus domesticus
) a la que un cercado de alambre le impide llegar a la comida, hará unos esfuerzos cada vez más frenéticos para atravesar el cercado. Sin embargo otro comportamiento, sin objetivo aparente, sustituirá poco a poco al primero. Las palomas (
Columba livia
) picotean el suelo sin parar cuando no pueden conseguir el codiciado alimento, aunque en el suelo no haya nada comestible. Y no sólo picotean de ese modo indiscriminado, sino que a menudo se alisan las plumas; esa conducta tan fuera de lugar, frecuente en las situaciones que implican frustración o conflicto, se llama
conducta sustitutiva
. A principios de 1986, poco después de cumplir treinta años, Bruno empezó a escribir.

13

«Ninguna mutación metafísica», anotó Djerzinski muchos años más tarde, «llega a producirse sin haber sido anunciada, preparada y facilitada por un conjunto de cambios menores, que en el momento de su coyuntura histórica a menudo pasan desapercibidos. Personalmente, me considero uno de esos cambios menores.»

Mientras erró en vida entre los seres humanos europeos, Djerzinski fue un incomprendido. Una idea que se desarrolla en ausencia de un interlocutor efectivo, subraya Hubczejak en su introducción a las
Clifden Notes
, puede a veces evitar las trampas de la idiosincrasia y el delirio; pero no hay precedentes en la elección del discurso refutable para expresarla. Podría añadirse que Djerzinski se consideró, ante todo y hasta el final, un científico; creía que su contribución esencial a la evolución humana la constituían sus publicaciones de biofísica, sometidas del modo más clásico a los criterios habituales de autoconsistencia y de refutabilidad. Los elementos más filosóficos contenidos en sus últimos escritos sólo le parecían proposiciones aventuradas, incluso un poco locas, más justificables por motivaciones puramente personales que por cualquier iniciativa lógica.

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