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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (32 page)

BOOK: Las mujeres de César
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—¡Tate! —exclamó Clodio con voz ahogada, pues veía más travesuras. —Como lo oyes —dijo Rex muy estirado.

—Yo no he visto a Nepote en Tarso. —Ya lo verás. A su debido tiempo. Las flotas están dispuestas para él. Al parecer Cilicia es el último destino de la campaña de Pompeyo.

—En ese caso —dijo Clodio—, creo que deberíamos hacer un trabajito en aguas de Cilicia antes de que Nepote llegue allí, ¿no te parece?

—¿Cómo? —preguntó el marido de Claudia, que conocía a Clodio pero aún vivía en la ignorancia de la habilidad que éste tenía para causar estragos. Cualquier defecto que viera en Clodio no le parecía importante, pues lo consideraba una locura de juventud.

—Yo podría sacar una pequeña flota y hacer la guerra contra los piratas en tu nombre —dijo Clodio.

—Pues… —¡Oh, venga! — No veo ningún mal en ello —aceptó Rex, no sin cierta duda.

—¡Déjame, por favor!

—Bueno, está bien. iPero no molestes a nadie más que a los piratas! —No lo haré; te prometo que no lo haré —le aseguró Clodio, que estaba viendo mentalmente suficiente botín pirata como para sustituir el que había perdido a manos de aquellos miserables bandoleros árabes en el Amano.

En el plazo de ocho días, el almirante Clodio se hizó a la mar al frente de, más que una flota, una flotilla de unas diez naves birremes bien tripuladas y debidamente equipadas que ni Rex ni Clodio pensaron que Metelo Nepote echaría en falta cuando se presentase en Tarso.

Lo que Clodio no tuvo en cuenta fue el hecho de que la escoba de Pompeyo había estado barriendo de un modo tan enérgico que las aguas de Chipre y Cilicia Tracheia —que eran el escabroso extremo occidental de aquella provincia donde tantos piratas tenían su base en tierra firme— estaban plagadas de flotas piratas allí refugiadas de un tamaño mucho mayor que diez birremes. No llevaba en la mar ni cinco días cuando apareció a la vista una de aquellas flotas; rodeó la flotilla de Clodio y la capturó, junto con Publio Clodio, cuya carrera de almirante había sido corta.

Y se lo llevaron a toda prisa hasta una base en Chipre, que no estaba muy lejos de Pafos, la capital y la sede del regente, aquel Ptolomeo conocido como el Chipriota. Naturalmente Clodio había oído contar la historia de César y los piratas, y en su momento le había parecido brillante. ¡Bien, si César podía hacer una cosa así, también podía Publio Clodio! Empezó por informar a sus captores con voz autoritaria de que su rescate había de establecerse en diez talentos y no en los dos talentos que la tradición y las escalas de los piratas decían que era el rescate apropiado para un joven noble como Clodio. Y los piratas, que sabían más sobre la historia de César de lo que sabía Clodio, accedieron solemnemente a pedir un rescate de diez talentos.

—¿Y quién pagará mi rescate? —les preguntó Clodio con gran solemnidad.

—En estas aguas, Ptolomeo el Chipriota —fue la respuesta.

Intentó representar el papel de César por toda la base pirata, pero le faltaba la impresionante presencia fisica de éste; sus vocingleras fanfarronadas y amenazas resultaban en cierto modo ridículas, y aunque sabía que los captores de César también se habían reído, Clodio era lo bastante agudo como para adivinar que aquella pandilla se negaba en redondo a creerle a pesar de la venganza que César se había tomado después de su cautiverio. Así que decidió abandonar aquella táctica y en su lugar empezó a hacer lo que nadie hacía mejor que él: se puso a trabajar para ganarse a los humildes creando problemas entre ellos. Y sin duda habría tenido éxito… de no haber sido porque los caciques piratas, los diez que había, se enteraron de lo que estaba sucediendo. La reacción fue encerrarlo en una celda y dejarlo allí sin más público que las ratas que intentaban robarle el pan y el agua.

Lo habían capturado a principios de sextilis, y acabó en aquella celda dieciséis días después, donde vivió con sus compañeras las ratas durante tres meses. Cuando por fin lo soltaron fue porque la escoba de Pompeyo era algo tan inminente que el asentamiento pirata no tuvo otra alternativa que desmantelarse. Y él también se enteró de que Ptolomeo el Chipriota, al oír qué rescate consideraba Clodio que era digno de él, se había echado a reír alegremente y había enviado sólo dos talentos, que era lo único, dijo Ptolomeo el Chipriota, que valía en realidad Publio Clodio. Y lo único que estaba dispuesto a pagar.

En circunstancias normales los piratas habrían matado a Clodio, pero Pompeyo y Metelo Nepote estaban demasiado cerca como para arriesgarse a recibir una sentencia de muerte: se había corrido la voz de que la captura no significaba la crucifixión automática, que Pompeyo prefería ser clemente. Así que a Publio Clodio simplemente se le abandonó cuando la flota y su horda de parásitos partieron. Varios días después pasó por allí barriendo una de las flotas de Metelo Nepote; rescató a Publio Clodio y lo devolvió a Tarso y a Quinto Marcio Rex.

Lo primero que hizo después de haber tomado un baño y una buena comida fue repasar la lista de personas a las que odiaba: Catilina, Cicerón, Fabia, Lúculo, los árabes… y ahora Ptolomeo el Chipriota. Antes o después todos acabarían mordiendo el polvo… no importaba cuándo, ni cuánto tiempo tuvien que esperar. La venganza era una perspectiva tan deliciosa que el momento de llevarla a cabo apenas tenía importancia. Lo único importante para Clodio era que ocurriese. Y ocurriría.

Encontró a Quinto Marcio Rex de muy mal humor, pero no a causa del fracaso que él, Clodio, había cosechado. Para Rex el fracaso era algo que consideraba propio. Pompeyo y Metelo Nepote lo habían eclipsado por completo, le habían requisado las flotas de que disponía y le habían dejado en Tarso sumido por completo en la ociosidad. Ahora, más que pasar la escoba, estaban llevando a cabo una operación de limpieza; la guerra contra los piratas había terminado y las ganancias se habían ido a otra parte.

—Tengo entendido que después de una solemne gira por la provincia de Asia va a venir a Cilicia a «visitar los puestos», según lo ha expresado él —le dijo lleno de rabia Rex a Clodio.

—¿Quién, Pompeyo o Metelo Nepote? —le preguntó Clodio.

—¡Pompeyo, naturalmente! ¡Y como su
imperium
sobrepasa al mío incluso en mi propia provincia, tendré que seguirlo por todas partes con una esponja en una mano y un orinal en la otra!

—Vaya perspectiva —dijo Clodio fríamente.

—¡Una perspectiva que no puedo aceptar! —gruñó Rex—. Por eso Pompeyo no me encontrará en Cilicia. Ahora que Tigranes es incapaz de retener en su poder ninguna plaza al sudoeste del Éufrates, voy a invadir Siria. A Lúculo se le antojó poner una marioneta en el trono de Siria: ¡Se hace llamar Antíoco Asiático! Bien, ya veremos lo que hay. Siria pertenece a los dominios del gobernador de Cilicia, así que la convertiré en mi dominio.

—¿Puedo acompañarte? —le preguntó Clodio con avidez.

—No veo por qué no. —El gobernador sonrió—. Al fin y al cabo, Apio Claudio sembró el furor mientras se perdía el tiempo en Antioquía esperando a que Tigranes le concediera audiencia. Imagino que la llegada de su hermano pequeño será muy bien recibida.

Hasta que Quinto Marcio Rex llegó a Antioquía, Clodio no empezó a ver que tenía a mano una venganza.

«Invasión» era el término que había empleado Rex, pero pelea no hubo ninguna; la marioneta de Lúculo, Antíoco Asiático, huyó y dejó que Rex —que significa rey— nombrase a su propio rey e instalase en el trono a un tal Filipo. Siria estaba hecha un torbellino, y en parte era debido a que Lúculo había soltado a muchos miles de griegos, todos los cuales habían vuelto a casa en bandadas. Pero algunos llegaban a casa y se encontraban con que sus negocios y sus hogares habían sido tomados por los árabes a quienes Tigranes había hecho salir del desierto, y a quienes había legado las vacantes dejadas por los griegos a los que había secuestrado al helenizar su Armenia meda. A Rex le importaba poco quién fuera el dueño de las cosas en Antioquía, en Zeugma, en Samosata, en Damasco. Pero a su cuñado Clodio llegó a importarle enormemente. ¡Arabes, él odiaba a los árabes!

Y Clodio se puso manos a la obra, por una parte susurrándole a Rex al oído cosas acerca de las perfidias de los árabes, que habían usurpado los puestos de trabajo de los griegos y sus casas, y por otra parte visitando hasta el último de los descontentos y desposeídos griegos influyentes que consiguió encontrar. Ni un solo árabe debería permanecer en la civilizada Siria. ¡Que vuelvan al desierto y a las rutas de comercio del desierto, que es el lugar que les corresponde!

Fue una campaña que dio muchos frutos. Pronto empezaron a aparecer árabes asesinados en las cunetas desde Antioquía a Damasco, o flotando en el Éufrates con los ropajes de vivos colores ondeando a su alrededor. Cuando una delegación de árabes acudió a ver al rey en Antioquía, éste los desairó secamente; la campaña de Clodio había sido un éxito.

—Echadle la culpa al rey Tigranes —les dijo el rey—. Siria ha estado habitada por griegos en todas sus zonas fértiles y colonizadas durante seiscientos años. Antes de eso, la población era fenicia. Vosotros sois esquenitas procedentes del este del Éufrates, no pertenecéis a las costas del Mare Nostrum. El rey Tigranes se ha marchado para siempre. En el futuro Siria quedará bajo el dominio de Roma.

—Ya lo sabemos —dijo el líder de la delegación, un joven árabe esquenita que se hacía llamar Abgaro; el fallo fue que no comprendió que aquél era el título hereditario del rey esquenita—. Lo único que solicitamos es que el nuevo amo de Siria nos conceda lo que, con el tiempo, ha llegado a ser nuestro. No pedimos que nos enviasen aquí, ni que nos pusieran a cobrar peaje a lo largo del Éufrates, o nos llevaran a habitar Damasco. A nosotros también nos han desarraigado de nuestra tierra, y el nuestro fue un destino más cruel que el de los griegos.

Quinto Marcio Rex adoptó una expresión altanera.

—No veo por qué.

—Gran gobernador, los griegos fueron de una situación de bonanza a otra. Se les honró y se les pagó bien en Tigranocerta, en Nisibis, en Amida, en Singara, en todas partes. Pero nosotros veníamos de una tierra tan dura y árida, tan invadida por la arena y tan estéril, que la única manera que teníamos de no pasar frío por la noche era entre los cuerpos de nuestras ovejas o ante el humeante fuego de una hoguera de estiércol seco. Y todo eso ocurrió hace veinte años. Ahora hemos visto crecer la hierba, hemos consumido buen pan de trigo cada día, hemos bebido agua clara, nos hemos bañado en el lujo, hemos dormido en camas y hemos aprendido a hablar griego. Devolvernos al desierto es una crueldad innecesaria. En Siria hay suficiente prosperidad para que la disfrutemos todos nosotros! Deja que nos quedemos, es lo único que pedimos. Y haz saber a los griegos que nos persiguen que tú, gran gobernador, no consentirás esa barbaridad indigna de cualquier hombre que se llame a sí mismo griego —le dijo Abgaro con sencilla dignidad.

—En realidad yo no puedo hacer nada para ayudaros —repuso Rex impasible—. No voy a dar órdenes de que os transporten a todos al desierto, pero pienso mantener la paz en Siria. Os sugiero que busquéis a los griegos más revoltosos y que os sentéis a parlamentar con ellos. Abgaro y sus compañeros delegados siguieron aquel consejo en parte, aunque el propio Abgaro nunca olvidó la doblez de Roma, la connivencia de Roma ante el asesinato de su pueblo. En lugar de buscar a los cabecillas griegos, los árabes esquenitas antes de nada se organizaron en grupos bien protegidos y se pusieron a la tarea de descubrir el origen de aquel creciente descontento entre los griegos. Porque se sospechaba que el verdadero culpable no era griego, sino romano.

Después de conocer el nombre, Publio Clodio, averiguaron que aquel joven era cuñado del gobernador, que procedía de una de las más augustas y antiguas familias romanas, y que era primo por matrimonio del vencedor de los piratas, Cneo Pompeyo Magnus. Por ello no podían matarlo. Mantener algo en secreto era posible en las tierras áridas del desierto, pero no en Antioquía; alguien olfatearía el complot y lo comunicaría.

—No lo mataremos —dijo Abgaro—. Pero le daremos una severa lección.

Posteriores investigaciones revelaron que Publio Clodio era un noble romano verdaderamente extraño. Resultó que vivía en una casa corriente en los barrios pobres de Antioquía, y frecuentaba el tipo de lugares que los nobles romanos solían evitar. Pero eso, naturalmente, lo hacía accesible. Abgaro atacó.

Atado, amordazado y con los ojos vendados, a Publio Clodio se le condujo hasta una habitación sin ventanas, sin murales, adornos ni diferencia alguna con el resto del medio millón de habitaciones como aquélla que había en Antioquía. Tampoco se le permitió a Clodio ver más que un atisbo cuando le quitaron la venda de los ojos y la mordaza, porque le metieron la cabeza en un saco que le sujetaron alrededor de la garganta. Paredes desnudas y manos morenas, eso fue lo único que consiguió vislumbrar Clodio antes de quedar sumido en la más completa oscuridad; podía distinguir algunas sombras vagas que se movían a través del tosco tejido del saco, pero nada más.

El corazón le latía con más rapidez que el de un pájaro; sudaba a chorros; la respiración se le hizo entrecortada, superficial y jadeante. Nunca en toda su vida había estado Clodio tan aterrorizado, tan seguro de que iba a morir. Pero, ¿a manos de quién? ¿Qué había hecho él?

Oyó una voz que le habló en griego con un acento que ahora reconocía como árabe; entonces Clodio supo que verdaderamente iba a morir.

—Publio Clodio, de la gran familia de los Claudios Pulcher —dijo la voz—. Nos gustaría muchísimo matarte, pero nos damos cuenta de que ello no es posible. A menos, claro está, que cuando te liberemos busques venganza por lo que te hagamos aquí esta noche. Si, a pesar de todo, buscas venganza, comprenderemos que no tenemos nada que perder por el hecho de matarte, y te juro por todos nuestros dioses que te mataremos. Sé prudente, pues, y márchate de Siria en cuanto te liberemos. Márchate de Siria y no regreses nunca mientras vivas.

—¿Qué… me… qué me vais a hacer? —logró decir Clodio, sabedor de que como poco lo torturarían y lo azotarían.

—Bueno, Publio Clodio —repuso la voz con un inconfundible deje de guasa— pues vamos a convertirte en un árabe.

Unas manos le levantaron el borde de la túnica —Clodio no llevaba toga en Antioquía; ello le proporcionaba un estilo demasiado incómodo— y le quitaron el taparrabos que los romanos solían llevar cuando salían a la calle vestidos solamente con la túnica. Clodio luchó, sin comprender, pero muchas manos lo levantaron y lo pusieron sobre una superficie plana y dura y le sujetaron las piernas, los brazos y los pies.

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