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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (109 page)

BOOK: Las mujeres de César
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El tío Mamerco murió, una pena personal para César, y dio origen a una vacante en el Colegio de los Pontífices.

—Lo cual puede resultarnos de cierta utilidad —le dijo César a Craso después del funeral—. He oído que Léntulo Spinther quiere ser pontífice desesperadamente.

—¿Y quizás lo logre si está dispuesto a ser un buen chico?

—Precisamente. Tiene influencia, será cónsul antes o después, y en Hispania Citerior no hay gobernador. He oído decir que le escuece no haber conseguido una provincia después de ser pretor, así que quizás nosotros podríamos ayudarle a ir a Hispania Citerior el día de año nuevo. Sobre todo si entonces ya es pontífice.

—¿Y cómo vas a conseguir eso, César? Hay una larga lista de esperanzados.

—Amañando el sorteo, naturalmente. Me sorprende que me lo preguntes. Ahí es donde ser un triunvirato resulta muy conveniente. Cornelia, Fabia, Velina, Clustumina, Teretina: ya tenemos de nuestra parte a cinco tribus sin movernos siquiera de sitio. Desde luego, Spinther tendrá que esperar hasta que sea aprobado el proyecto de ley de tierras antes de poder ir a su provincia, pero no creo que pongas objeciones a eso. El pobre hombre sigue aún representando papeles secundarios, los
boni
arrugan la nariz con desprecio porque presumen demasiado. No compensa mirar por encima del hombro a hombres que uno quizás pueda llegar a necesitar alguna vez. Pero si los
boni
han mirado a Spinther por encima del hombro, peor para ellos.

—Ayer vi a Celer en el Foro —dijo Craso al tiempo que resoplaha con satisfacción—, y me pareció que tenía muy mal aspecto.

Aquello provocó la risa de César.

—No es nada físico, Marco. La pequeña Nola, a la que tiene como esposa, le ha abierto de par en par todas las puertas que posee a Catulo, el tipo ese de Verona que es poeta. Quien, por cierto, parece que ahora está coqueteando con los
boni
. Sé de muy buena tinta que fue él quien inventó el cuento aquel del viñedo de Publio Servilio para Bíbulo. Eso tiene sentido si tenemos en cuenta que Bíbulo está permanentemente fundido con el empedrado de las calles de la ciudad de Roma. Hace falta ser alguien del campo para saberlo todo acerca del ganado y de las vides.

—Así que por fin Clodia se ha enamorado.

—¡Lo bastante en serio como para preocupar a Celer!

—Lo mejor que podría hacer es cesar a Pontino y marcharse pronto a su provincia. Para ser un Hombre Militar, Pontino no se ha defendido muy bien en la Galia Transalpina.

—Por desgracia Celer ama a su esposa, Marco, así que en modo alguno quiere irse a su provincia.

—Son tal para cual —fue el veredicto de Craso.

Si a alguien le pareció significativo que César eligiera pedirle a Pompeyo que actuase como augur suyo durante la vigilia nocturna en el
auguraculum
del Capitolio antes de que el día de año nuevo amaneciera, no se oyó que nadie lo comentase en público. Desde el crepúsculo hasta que la primera luz perló el cielo oriental, César y Pompeyo, ataviados con túnicas a rayas escarlatas y púrpuras, permanecieron de pie, espalda contra espalda, con los ojos fijos en el cielo. Por suerte para César, el año nuevo iba cuatro meses por delante de la estación del año, lo que significaba que las estrellas fugaces de la constelación de Perseo seguían trazando sus chispas por la bóveda celeste; había muchos presagios y auspicios, incluido el destello de un relámpago procedente de una nube situada a la izquierda. Por derecho, Bíbulo y su augur ayudante deberían haber estado presentes también, pero incluso en eso Bíbulo tuvo buen cuidado en demostrar que no estaba dispuesto a cooperar con César. En lugar de eso, recibió los auspicios en su casa: algo completamente correcto, pero no habitual.

Después de lo cual el cónsul
senior
y su amigo se dirigieron a sus respectivas casas para ponerse los atavíos propios del día. Por parte de Pompeyo las galas triunfales, que ahora le estaban permitidas en todas las ocasiones festivas y no sólo en los juegos; por parte de César, una
toga praetexta
recién tejida y blanquísima, cuya orla no era de púrpura de Tiro, sino de la misma clase de púrpura corriente que se había usado en los primeros tiempos de la República, cuando los Julios habían sido tan preeminentes como lo eran ahora de nuevo, quinientos años más tarde. Pompeyo había de ser quien llevase un anillo senatorial de oro, pero el anillo de César había de ser de hierro, como lo había sido el de los Julios en la antigüedad. Llevaba puesta la corona de hojas de roble y la túnica a rayas escarlata y púrpura de pontífice máximo.

No fue ningún placer subir caminando por el Clivus Capitolinus al lado de Bíbulo, que no dejaba de murmurar por lo bajo que César no lograría hacer nada, que aunque él tuviera que morir en el empeño se encargaría de que el consulado de César fuera un mojón más que se caracterizase por la inactividad y las cosas triviales. Tampoco fue ningún placer sentarse en la silla de marfil con Bíbulo al lado mientras la multitud de senadores y caballeros amigos los saludaban y los alababan. La suerte de César quiso que su inmaculado toro blanco fuera de buen grado al sacrificio, mientras que el toro de Bíbulo cayó torpemente, intentó ponerse de pie y salpicó de sangre la toga del cónsul
junior
. Un mal presagio.

Después, en el templo de Júpiter Óptimo Máximo, fue César, como cónsul
senior
, quien convocó a sesión al Senado, quien fijó las
feriae Latinae
y quien echó a suertes el reparto de las provincias para los pretores. Quizás no fue ninguna sorpresa que a Léntulo Spinther le tocase la Hispania Citerior.

—Hay algunos otros cambios —dijo el cónsul
senior
con aquella voz profunda y normal, pues la
cella
donde se alzaba la estatua de Júpiter Optimo Máximo, de cara al Este, era lo bastante buena acústicamente para que cualquier tipo de voz se oyera con claridad—. Este año volveré a la costumbre que se practicaba al comienzo de la República y ordenaré a mis lictores que me sigan en lugar de precederme durante los meses en que yo no posea las
fasces
.

Se elevó un murmullo de aprobación, que se transformó en una exclamación ahogada de sorprendida desaprobación cuando Bíbulo dijo con desprecio:

—¡Haz lo que quieras, César, a mí qué me importa! ¡Pero no esperes que yo haga lo mismo!

—¡No lo espero, Marco Calpurnio! —dijo César riéndose y poniendo así en evidencia la descortesía de Bíbulo, que había utilizado su cognotnen.

—¿Alguna cosa más? —le preguntó Bíbulo, quien odiaba no ser un poco más alto.

—Nada que te concierna a ti directamente, Marco Calpurnio. Llevo en esta Cámara mucho tiempo, tanto como senador como al servicio de Júpiter Óptimo Máximo, en cuya casa está reunida esta Cámara en este preciso momento. Como
flamen Dialis
entré en ella a los dieciséis años, y luego, después de una interrupción de menos de dos años, regresé a ella porque gané la corona cívica. Ahora, a los cuarenta años de edad, soy cónsul
senior
. Lo cual me concede un total de más de veintitrés años como miembro del Senado de Roma. —El tono de la voz se le hizo ahora enérgico y formal—. A lo largo de estos veintitrés años, padres conscriptos, he visto algunos cambios para mejor en los procedimientos senatoriales, en particular la costumbre que tenemos ahora de registrar literalmente por escrito nuestras sesiones. No todos nosotros hacemos servir esas actas, pero yo ciertamente sí las utilizo, y lo mismo hacen otros muchos políticos serios. No obstante, esas actas desaparecen en los archivos. También he conocido ocasiones en las cuales dichas actas se parecían muy poco a lo que en realidad se dijo.

Se detuvo para mirar las apretadas filas de rostros; nadie se había tomado la molestia de poner gradas de madera especiales en el templo de Júpiter Optimo Máximo el día de año nuevo, porque aquella reunión siempre era breve y los comentarios se limitaban al cónsul
senior
.

—Consideremos también al pueblo. La mayoría de nuestras reuniones se celebran con las puertas abiertas de par en par, lo que permite que un pequeño número de personas interesadas se reúnan en el exterior para escucharnos. Lo que ocurre es inevitable. Aquel que mejor oye retransmite lo que ha oído a los que no pueden oír, y a medida que la onda se expande hacia fuera por todo el estanque que es el Foro, la exactitud disminuye. Lo cual es un fastidio para el pueblo, pero también lo es para nosotros.

»Ahora os pido que hagáis dos enmiendas en cuanto a las actas de las reuniones de esta Cámara. La primera se refiere a las dos clases de sesiones, a puertas abiertas y a puertas cerradas. A saber: que los escribas pasen sus anotaciones a papel, que los dos cónsules y todos los pretores, si se encuentran presentes en la reunión de la que se trate, naturalmente, lean con detenimiento el acta escrita y luego la firmen para dar fe de que es correcta. La segunda enmienda se refiere sólo a las sesiones celebradas a puertas abiertas. A saber: que el acta de las reuniones se exponga públicamente en una zona especial para anuncios del Foro Romano que esté resguardada de las inclemencias del tiempo. Fundo mis razones en algo que me preocupa por todos nosotros, no importa en qué lado de la valla faccional o política estemos situados. Es tan necesario para Marco Calpurnio como lo es para Cayo Julio. Es tan necesario para Marco Porcio como lo es para Cneo Pompeyo.

—En realidad es una idea muy buena, cónsul
senior
—dijo nada menos que Metelo Celer—. Dudo que yo en el futuro respalde tus leyes, pero ésta la respaldaré, y sugiero que la Cámara considere favorablemente la propuesta del cónsul
senior
.

Con el resultado de que todos los presentes, excepto Catón y Bíbulo, pasaron a la derecha cuando se puso a votación la propuesta. Poca cosa, sí, pero era lo primero que César proponía, y había tenido éxito.

—Y también tuvo éxito el banquete que vino a continuación —le explicó César a su madre al final de aquel larguísimo día.

Aurelia estaba rebosante de orgullo por él, naturalmente. Todos aquellos años habían valido la pena. Allí estaba él, cuando le faltaban siete meses para cumplir cuarenta y un años, y era cónsul
senior
del Senado y el pueblo de Roma. La
Res Publica
. El espectro de las deudas se había desvanecido cuando César regresó a casa de Hispania Ulterior con suficiente dinero en la parte del botín que le correspondía como para llegar a un acuerdo con sus acreedores que lo absolvió de la ruina futura. Aquel querido hombrecito, Balbo, había estado trotando de un despacho a otro armado con cubos de papeles y había negociado hasta conseguir sacar a César de su endeudamiento. Qué extraordinario. A Aurelia no se le hubiera pasado por la cabeza ni por un momento que César no habría de devolver hasta el último sestercio del interés compuesto acumulado durante años, pero Balbo sabía cómo hacer un trato. No quedaba nada para estar en guardia por si a César le daba otro ataque de derroche despilfarrador, pero por lo menos no debía dinero de gastos pertenecientes al pasado. Y, desde luego, tenía unos ingresos respetables procedentes del Estado, además de una casa maravillosa.

Aurelia rara vez se acordaba de su marido, que llevaba muerto veinticinco años. Había sido pretor, pero no había llegado a ser cónsul. Esa corona en la generación del marido de Aurelia había caído sobre su hermano mayor y sobre la otra rama de la familia. ¿Ouién podía haber sabido el peligro que existiría en inclinarse para atarse una bota? Ni la impresión que producía un mensajero en la puerta poniéndole a ella en las manos un horrible tarrito: las cenizas de su marido. Y ella ni siquiera lo había visto muerto. Pero quizás si él hubiera vivido le habría puesto frenos a César, aunque Aurelia había sido siempre consciente de que su hijo no tenía freno alguno en su carácter. Cayo Julio, amadísimo esposo, nuestro hijo es hoy cónsul
senior
, y establecerá un hito para los Julios Césares que ningún otro Julio César ha establecido nunca. Y Sila, ¿qué habría pensado Sila? El otro hombre de su vida, aunque nunca se habían acercado a la indiscreción más que por un beso por encima de un cuenco lleno de uvas. ¡Cómo sufrí por él, pobre hombre atormentado! Los echo de menos a los dos. Pero qué buena ha sido la vida conmigo. Dos hijas bien casadas, nietos, y este… este dios que tengo por hijo.

Pero qué solo está. En otro tiempo yo esperaba que Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento de la planta baja de mi ínsula, sería el amigo y confidente que le falta. Pero César llegó demasiado lejos y demasiado de prisa. ¿Siempre hará lo mismo? ¿No hay nadie a quien él pueda acudir como a un igual? Cómo rezo para que algún día encuentre un amigo verdadero. Pero no en una esposa, ay. Nosotras, las mujeres, no tenemos la amplitud de visión ni la experiencia en la vida pública que él necesita en un verdadero amigo. Sin embargo, esa calumnia que han levantado sobre él y el rey Nicomedes ha hecho que no admita en su intimidad a ningún hombre, es demasiado consciente de lo que diría la gente. En todos estos años no ha habido ningún otro rumor. Cualquiera diría que eso es prueba suficiente de que no es cierto lo del rey Nicomedes. Pero en el Foro siempre hay algún Bíbulo. Y mi hijo tiene ahí a Sila como un aviso. ¡No deseo una vejez como la de Sila para César!

Por fin comprendo que nunca se casará con Servilia, él nunca haría una cosa así. Ella sufre, pero tiene a Bruto para pagar con él sus frustraciones. Pobre Bruto. Ojalá Julia lo amase, pero no lo ama. ¿Cómo puede funcionar ese matrimonio?

Aquel pensamiento hizo encajar en su lugar una de las bolas del ábaco que era su mente.

Pero lo único que dijo fue:

—¿Asistió Bíbulo al banquete?

—Oh, sí, allí estaba. Y también Catón, y Cayo Pisón y el resto de los
boni
. Pero el templo de Júpiter Óptimo Máximo es grande, y se colocaron en canapés lo más alejados de mí que pudieron. El querido amigo de Catón, Marco Favonio, era el centro del grupo; por fin ha logrado ser cuestor. —César soltó una risita—. Cicerón me ha informado de que a Favonio ahora se le conoce en el Foro como el Mono de Catón, un delicioso doble juego de palabras. Pues imita como un mono a Catón en todo lo que puede, incluso en lo de ir desnudo bajo la toga, pero además es tan zoquete que camina igual que un mono. Bonito, ¿verdad?

—Muy acertado, desde luego. ¿Y el mote lo ha acuñado el propio Cicerón?

—Eso me imagino, pero hoy sufría un ataque de modestia, probablemente debido al hecho de que Pompeyo le hizo jurar que se mostraría amable y educado conmigo, y eso es algo que odia después de lo de Rabirio.

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