—No era tan anciana entonces —comentó Poirot, afectado.
—La señora Llewellyn-Smythe hizo varios testamentos —manifestó Elspeth—. Como ya Bert le ha dicho: todos venían a ser lo mismo. Dejaba dinero a una o dos fundaciones benéficas y luego cambiaba los nombres de las entidades favorecidas, o alteraba las sumas asignadas como recuerdos a los servidores más viejos. Pero el dinero en su casi totalidad, iba a parar siempre a su sobrino y a la esposa del mismo. Creo que hubo por en medio algún viejo primo, fallecido hacia la época en que ella desapareció del mundo de los vivos. La mujer dejó el «bungalow» al especialista en jardinería cuyos servicios contratara, para que lo habitase todo el tiempo que quisiera. Cedió también una renta para que los jardines fuesen cuidados adecuadamente, permitiéndose la entrada en ellos del público curioso, esto es lo que hubo poco más o menos, en términos generales.
—Supongo que la familia alegaría que sus intenciones habían sido alteradas por algún agente externo, que habían existido ciertas influencias inadmisibles.
—Es muy probable que se hablara de eso —contestó Spence—. Pero la verdad es que los abogados se ocuparon de la falsificación con extraordinaria viveza. Por lo visto, no se trataba de un «trabajo» muy convincente. La localizaron casi inmediatamente.
—Se supieron cosas que demostraron que la chica
au pair
pudo haber hecho la falsificación con toda facilidad —declaró Elspeth—. Fíjese en esto: solía escribir la muchacha numerosas cartas en nombre de la señora Llewellyn-Smythe… Al parecer, a esta le disgustaban las misivas mecanografiadas. Las consideraba una falta de atención personal cuando había que dirigirse a unas buenas amigas. Cuando no se trataba de una carta de negocios, solía ordenar a su doncella que la escribiese imitando su letra y firmándola con su nombre y apellidos. La señora Minden, la mujer de la limpieza, oyó un día a la dueña de la casa expresarse en tales términos. Supongo que la doncella se habituaría a imitar la letra de su señora día tras día y que luego, de repente, se le ocurriría que podía sacar muy buen partido de su habilidad. Y así fue lo que vino después… Sin embargo, como ya he dicho, los abogados actuaron con gran diligencia, descubriendo la falsificación…
—¿Los abogados de la señora Llewellyn-Smythe?
—Sí. Eran Fullerton, Harrison y Leadbetter… Componen una firma muy respetable de Medchester. Estos nombres siempre se ocuparon de los asuntos de la señora Llewellyn-Smythe. Requirieron los servicios de los peritos, se formularon preguntas… La chica fue sometida a un interrogatorio y después se esfumó. Perdióse un día, dejando tras ella la mitad de sus efectos personales. Se iban a emprender determinadas acciones legales contra la muchacha, pero ella no esperó a que eso fuese una realidad. Se evaporó. En fin de cuentas no es tan difícil, realmente, salir de este país. Basta con obrar con oportunidad… Actualmente, cualquiera puede hacer un viaje de veinticuatro horas de duración al continente europeo, y no exigen siquiera el pasaporte. Un viajero, en estas condiciones, puesto al habla con algún amigo situado al otro lado, puede alargar su desplazamiento a la medida de sus deseos antes de que las autoridades lo adviertan. Lo más seguro es que la muchacha regresara a su patria, o que cambiara de nombre, o que se refugiara en el domicilio de algunos amigos…
—Y pese a tales hechos, todo el mundo siguió pensando que la señora Llewellyn-Smythe había fallecido de muerte natural, ¿no? —inquirió Poirot.
—Sí. Creo que no existieron dudas sobre ese particular. Vamos a ver… Supongamos que la niña, la pequeña Joyce, en su día, hubiese presenciado cómo la doncella administraba unos medicamentos a su señora y que ésta comentase: «Esta medicina tiene un sabor diferente ahora», aclarando que se había tornado más amarga, o que tenía un gusto muy peculiar.
—Cualquiera diría que estuvieses escuchando las palabras de la buena señora, Elspeth —dijo el superintendente Spence—. Refrena tu impetuosa imaginación, querida…
—¿En qué momento del día falleció la señora Llewellyn-Smythe? —preguntó Poirot—. ¿Por la mañana? ¿Por la noche? ¿Bajo techado? ¿Al aire libre? ¿En su casa? ¿Lejos de su casa?
—En su casa, desde luego. Un día abandonó el jardín jadeando. Respiraba con cierta dificultad. Dijo que se encontraba muy fatigada y que quería acostarse. Para decirlo rápidamente: nunca más había de despertar de su sueño. Lo cual desde el punto de vista médico es natural…
Poirot sacó una pequeña agenda. Una de sus páginas estaba encabezada por una palabra: «Víctimas». Bajo ella escribió: «Número 1. Se sugiere la señora Llewellyn-Smythe». En las siguientes páginas de la agenda anotó los otros nombres que Spence habíale facilitado. Preguntó, expresivo:
—¿Charlotte Benfield?
Spence replicó sin vacilar:
—Aprendiza de dependienta. Dieciséis años de edad. Varias heridas en la cabeza. Fue hallada en un solitario sendero, en las proximidades de una arboleda. Hubo unos sospechosos: dos jóvenes. Ambos habían salido con ella de cuando en cuando. No fueron halladas pruebas.
—¿Ayudaron a la policía en sus indagaciones? —preguntó Poirot.
—Sirvieron de bien poco a los agentes. Estaban asustados. Dijeron unas cuantas mentiras; se contradijeron, incluso. No pudieron ser detenidos como probables agresores. Pero cualquiera de los dos pudo haber sido el asesino.
—¿Su descripción?
—Peter Gordon. Veintiún años. Un desocupado. Había estado colocado en un par de ocasiones, pero los empleos le duraban poco. Un individuo perezoso. De muy buena presencia física. Ha estado arrestado por sustracciones menores y cosas por el estilo. Nunca estuvo metido anteriormente en actos violentos. Anduvo en compañía de varios jóvenes delincuentes, pero habitualmente supo no ensuciarse del todo las manos.
—¿Y el otro?
—Thomas Hudd. Veinte años. Tartamudo. Un sujeto tímido, un neurótico. Quería ser profesor, pero no logró superar las pruebas exigidas. Un chico criado por una madre viuda. El caso típico. Mamá había procurado tenerle siempre pegado a sus faldas. El hombre se colocó en una papelería. Nada de índole criminal se conoce acerca de él. Hay una posibilidad psicológica. La muchacha coqueteó con él bastante. Podemos citar como móvil posible el de los celos, pero no existen pruebas reales sobre las que ahondar. Los dos presentaron sus coartadas. La de Hudd partía de su madre, esta se hallaba dispuesta a jurar ante quien fuese que el chico se había encerrado en casa con ella la noche del suceso, y no surgió nadie alegando que lo hubiese visto por algún sitio y menos por las inmediaciones del lugar del crimen. Al joven Gordon le fue reforzada su coartada por algunos de sus camaradas menos recomendables. La coartada en cuestión valía poco, pero no pudo ser rechazada. No existía una base sólida para proceder así.
—Y todo eso sucedió…, ¿cuándo?
—Hace unos dieciocho meses.
—¿Dónde?
—En el camino de un sector campestre situado a no mucha distancia de Woodleigh Common.
—A cerca de un kilómetro y medio de la población, aproximadamente —contestó Elspeth.
—Es decir, cerca de la casa de Joyce, ¿no? Hablo de la vivienda de los Reynolds…
—No. Eso fue en el lado opuesto del poblado.
—No es probable que se trate del crimen que Joyce presenció, si hemos de dar crédito a sus manifestaciones —dijo Poirot pensativo—. Cualquiera, al ver que una chica es golpeada en la cabeza despiadadamente por un joven piensa en que se halla frente a un intento de asesinato. Nunca esperará a que transcurra un año para afirmar que vio cómo era cometido un crimen.
Poirot leyó otro nombre.
—Lesley Ferrier.
Volvió a hablar Spence.
—Pasante de abogado. Veintiocho años. Trabajaba para los señores Fullerton, Harrison y Leadbetter, en Medchester.
—Creo que usted dijo antes que ésos eran los abogados de la señora Llewellyn-Smythe…
—En efecto.
—¿Y que le pasó a Lesley Ferrier?
—Fue apuñalado por la espalda. Esto sucedió no lejos de la taberna del «Cisne Verde». Se dijo que tuvo relaciones amorosas con la esposa de Harry Griffin, el propietario. La mujer era un buen ejemplar. Todavía lo es, realmente. Se ha torcido un poco, quizás, en los últimos tiempos. A Lesley Ferrier le llevaría cinco o seis años… Pero, en fin, le gustaban jóvenes.
—¿Y el arma?
—El arma no fue hallada. Los rumores proclamaron que Lesley había roto con la mujer, entrando en relaciones con una joven cuya identidad nunca fue precisada a satisfacción…
—¡Ah! ¿Y de quién se sospechó en este caso? ¿Del marido o de la mujer?
—La verdad es que las sospechas se centraron en los dos —declaró Spence—. Se notó más preferencia por la esposa. Era una mujer medio gitana, de ardiente temperamento. Pero hubo otras posibilidades. Nuestro Lesley no llevaba una vida inmaculada, impecable… Apenas cumplidos los veinte años, se vio en un lío, por haber falsificado unas cuentas. Funcionaron algunas circunstancias atenuantes, entre ellas la de proceder el muchacho de un hogar deshecho. Las recomendaciones de sus mismos patronos le valieron. Salió del asunto con una sentencia breve y al salir de la prisión ingresó en el despacho de Fullerton, Harrison y Leadbetter.
—¿Y llevó después una vida recta?
—Pues… Nada se pudo demostrar del todo en ese sentido. Parece ser que fue fiel a sus jefes, pero no es menos cierto que se encontró mezclado en algunas transacciones con sus amigos de discutible moralidad.
—¿Entonces?
—Se pensó que había sido apuñalado por uno de sus camaradas menos recomendables. Cuando se anda con malas compañías, todo es de esperar. Y una vez frecuentados ciertos medios no es tan fácil desentenderse de determinados amigos.
—¿Algo más?
—Pues sí… El hombre tenía una buena suma en su cuenta corriente. No había habido más que entregas en metálico. No hubo medio de saber la procedencia del dinero. Aquí había un indicio sospechoso.
—Tal vez se tratara de una serie de hurtos de los cuales fueran víctimas los señores Fullerton, Harrison y Leadbetter… —sugirió Poirot.
—Ellos dijeron que no. Pusieron sus papeles en manos de un contable que estudió a fondo el asunto.
—¿Tampoco la policía tenía la menor idea sobre la procedencia del dinero?
—No.
—Creo que aquí tampoco nos enfrentamos con el crimen a que aludió Joyce.
Poirot procedió a leer el último nombre.
—Janet White.
—Fue hallada estrangulada en un camino que constituye un atajo entre el colegio y su casa. Compartía un piso con otra profesora. Nora Ambrose. De acuerdo con las manifestaciones de Nora Ambrose, Janet White, en ocasiones, se había expresado con temor al mencionar un hombre con quien estuviera en relaciones hasta un año atrás. El individuo en cuestión le había dirigido cartas amenazándola. Acerca del hombre no se consiguió averiguar nada. Nora Ambrose no sabía cómo se llamaba. Tampoco estaba al tanto de sus señas.
—¡Aja! —exclamó Poirot—. Este asunto ya me convence más.
Señaló con una gruesa raya el nombre de Janet White.
—¿Por qué razón? —inquinó Spence.
—Este crimen se presta más a lo sugerido por Joyce. Pudo haber sido presenciado por una chica de su edad… Es posible que ella reconociera a la víctima, una profesora con cuyo rostro quizás estuviese familiarizada, quien, tal vez, le hubiese dado clases. Probablemente, no conocía al atacante. Ella pudo haber presenciado una riña, un forcejeo, una pelea entre la muchacha que conocía y un hombre desconocido. Lo más seguro es que no considerase la extraña escena una cosa realmente grave, dejando de pensar en ella… ¿Cuándo fue asesinada Janet White?
—Hace dos años y medio.
—He aquí un período de tiempo —señaló Poirot—, que encaja perfectamente en la historia… La chica, Joyce Reynolds, pensaría al principio que el individuo que había estado sujetando a Janet White por el cuello sólo deseaba aprovecharse… No se le pasaría por la cabeza la idea de que intentase matarla. La explicación justa, la más adecuada, surgiría en su mente más tarde, al crecer…
Poirot hizo una pausa, mirando a Elspeth.
—¿Está usted completamente de acuerdo con mi razonamiento?
—Sé perfectamente a dónde desea usted ir a parar —replicó Elspeth—. Sin embargo, se me antoja que está dando unos rodeos enormes. Usted busca ahora una víctima perteneciente al pasado en lugar de lanzarse a la búsqueda de un individuo que asesinó a una niña aquí, en Woodleigh Common, hace tres días.
—No se preocupe —contestó Poirot—. De ese pasado en que estoy ahondando iremos al futuro. Pronto salvaremos la distancia existente entre esos dos años y medio y hoy. Por consiguiente, tenemos que considerar algo que ustedes, sin duda, habrían considerado ya. ¿Había entre la gente de Woodleigh Common participante en la famosa reunión de la víspera de Todos los Santos alguien que hubiese tenido que ver con algún crimen cometido tiempo atrás?
—Podemos estrechar algo más la cosa ahora —manifestó Spence—. Es decir, si procedemos correctamente al aceptar su suposición de que Joyce fue asesinada por el hecho de haber proclamada públicamente que había presenciado un crimen… Pronunció tales palabras mientras se efectuaban los preparativos con vistas a la reunión. Es posible que nos equivoquemos al estimar tal paso como el móvil del crimen, pero… Para mí que obramos correctamente al pensar que alguien que escuchó sus afirmaciones decidió actuar con la mayor rapidez posible.
—¿Quiénes se hallaban presentes en la casa al hablar la chica? —inquirió Poirot.
—Redacté una lista.
—¿Con todo cuidado?
—Con el máximo de los cuidados. La comprobé varias veces. Aquí están los dieciocho nombres.
RELACIÓN DE LAS PERSONAS PRESENTES DURANTE LOS PREPARATIVOS PARA LA REUNIÓN DE LA VÍSPERA DE TODOS LOS SANTOS
Señora Drake (dueña de la casa)
Señora Butler
Señora Oliver
Señorita Whittaker (profesora)
Simón Lampton (sacerdote)
Rev. Charles Cotterel (vicario)
Señorita Lee (ayudante del doctor Ferguson)
Ann Reynolds
Joyce Reynolds
Leopold Reynolds
Nicholas Ransom
Desmond Holland
Beatrice Ardley
Cathie Grant
Diana Brent
Señora Carlton (asistenta doméstica)
Señora Minden (mujer de la limpieza)
Señora Goodbody (colaboradora)