Tarzán desdobló lentamente la nota que el marinero le había puesto en la mano. La leyó. Al principio, sus sentidos ofuscados por el dolor no percibieron bien lo que significaba aquel texto, pero, al final, el objetivo de aquella espantosa conjura vindicativa se desplegó en toda su envergadura y alcance frente a la imaginación del hombre-mono. Decía la nota:
Esto le explicará la exacta naturaleza de mis intenciones respecto a usted y a su retoño.
Nació usted simio. Vivió desnudo en la selva… Le devolvemos, pues, a su ambiente natural; pero su hijo se elevará un peldaño sobre el nivel del padre. Es la inmutable ley de la evolución.
El padre era una bestia, pero el hijo será un hombre…, ascenderá al peldaño inmediatamente superior de la escala del progreso. El hijo no será una fiera que viva completamente desnuda en la selva, sino que llevará taparrabos, ajorcas de cobre en los tobillos y tal vez un aro en la nariz, porque lo educarán hombres: una tribu de caníbales salvajes.
Podría haberle matado, pero eso hubiera acortado en buena medida el castigo que se ha ganado a pulso y que deseo aplicarle personalmente.
Muerto no podría experimentar el sufrimiento que le representará conocer la difícil situación en que se encuentra su hijo; pero vivo y en un lugar del que no podrá evadirse para ir a buscar o a auxiliar a su hijo, la tortura de su sufrimiento será mil veces peor que la muerte. Se pasará el resto de la vida pensando en los horrores que caracterizarán la existencia de su hijo. Esto, pues, será parte de su castigo por haber osado enfrentarse a:
N. R.
P. D. El resto del correctivo que voy a aplicarle se refiere a lo que le ocurrirá a su esposa… Algo que dejo a su imaginación.
Al concluir la lectura, un leve sonido que se produjo a su espalda hizo dar un respingo al hombre-mono, al tiempo que regresaba al mundo de la realidad.
Todos sus sentidos se despertaron automáticamente y volvió a ser Tarzán de los Monos.
Cuando giró en redondo y vio ante sí al gigantesco mono macho que se precipitaba sobre él, Tarzán era ya una fiera acorralada, vibrante en su espíritu el instinto de conservación.
Los dos años transcurridos desde que Tarzán abandonó la selva virgen en compañía del hombre al que había rescatado, no menoscabaron prácticamente nada las impresionantes facultades que le permitieron erigirse en invencible señor de la jungla. Sus extensas propiedades de Uziri le exigieron gran parte de su tiempo y atención, y allí encontró amplio campo para utilizar y mantener sus poderes casi sobrehumanos; pero luchar a brazo partido, desnudo y desarmado, con aquella bestia peluda, de cuello de toro, feroz y musculosa, era una prueba que al hombre-mono no le hubiera hecho ninguna gracia afrontar en ninguna época de su existencia selvática.
Sin embargo, no le quedaba más alternativa que la de enfrentarse a aquella furibunda criatura exclusivamente con las armas que le había proporcionado la naturaleza.
Por encima del hombro de aquel macho Tarzán vio los bustos de acaso una docena más de aquellos formidables antecesores del hombre primitivo.
Sabía, no obstante, que las probabilidades de que le atacasen eran mínimas, dado que en las facultades de raciocinio de los antropoides no entra la idea de considerar o apreciar el valor de una acción conjunta contra un enemigo. De otro modo, hace mucho tiempo que serían los auténticos dueños y señores de su territorio, dado el terrible poder de destrucción de sus poderosas zarpas y sus atroces colmillos.
Al tiempo que profería un sordo rugido, la bestia se abalanzó sobre Tarzán, pero el hombre-mono había descubierto, entre otras muchas cosas asimiladas en el mundo civilizado, determinados sistemas científicos de lucha desconocidos entre los pobladores de la jungla.
Y si bien años atrás hubiera plantado cara a la fiera recurriendo exclusivamente a la fuerza bruta, ahora dio un ágil salto hacia la izquierda y esquivó así la embestida de su enemigo. El impresionante simio pasó junto a Tarzán, quien le asestó un tremendo puñetazo en la boca del estómago.
El simio lanzó un alarido en el que se mezclaban la rabia y la angustia, al tiempo que se doblaba sobre sí mismo e iba a estrellarse contra el suelo, aunque casi instantáneamente empezó a bregar para incorporarse.
Sin embargo, antes de que consiguiera ponerse en pie, su adversario de piel blanca había dado ya media vuelta y se aprestaba a atacarle. Automáticamente, al lord inglés se le disolvió la superficial capa de civilización que le cubría.
Volvió a ser la salvaje fiera de la jungla que gozaba en el sangriento combate con los de su clase. Otra vez era Tarzán, hijo de Kala la simia.
Sus fuertes y blancos dientes se clavaron en la peluda garganta de su adversario, mientras tanteaba para localizar la palpitante yugular.
Dedos poderosos mantenían a distancia de su propia carne los colmillos enemigos o golpeaban y batían con la violencia de un martillo pilón la rugiente y espumeante cara del enemigo.
De pie, en círculo alrededor de los luchadores, los restantes miembros de la tribu de monos contemplaban y disfrutaban del combate. Emitían guturales gruñidos de aprobación cada vez que volaban por el aire trozos de piel blanca o puñados de ensangrentado pelo desprendidos de uno u otro de los contendientes. Pero en general guardaban silencio, expectantes y mudos de asombro cuando vieron que el poderoso mono blanco se colocaba a la espalda del rey de la tribu, sus músculos de acero se tensaban por debajo de las axilas del mono macho y las palmas de sus manos se enlazaban sobre la nuca de éste y ejercían presión sobre el cuello. El rey de la tribu de simios no pudo hacer más que lanzar gritos atribulados, dar vueltas impotentes sobre sí mismo y pisotear la espesa alfombra de hierba.
Del mismo modo que venció Tarzán al colosal Terkoz aquella vez, muchos años antes, cuando el hombre-mono se disponía a ir en busca de seres de su propia especie y color, así derrotaba ahora a aquel mono gigantesco, con la misma llave efectiva que descubrió por casualidad durante aquel otro combate.
La reducida concurrencia de feroces antropoides oyó el chasquido que produjo al romperse el cuello de su rey, mezclado con los gritos de dolor y los espantosos rugidos del cuadrumano.
Sonó luego un restallido súbito, como cuando la violencia del vendaval desgaja la rama de un árbol. La cabeza en forma de bala cayó hacia adelante, para quedar apoyada fláccidamente sobre el peludo pecho. Cesaron los aullidos y rugidos.
Los porcinos ojillos de los espectadores se trasladaron de la inerte forma de su jefe a la figura de aquel mono blanco que se ponía en pie junto al vencido. Las miradas volvieron después al destronado rey como si, estupefactos, fuesen incapaces de comprender por qué no se levantaba y daba cuenta de aquel presuntuoso extraño.
Vieron que el recién llegado plantaba un pie sobre el cuello de la inmóvil figura tendida ante él, echaba hacia atrás la cabeza y lanzaba al viento el singular grito de desafío del mono macho que ha consumado una muerte. Comprendieron entonces que su rey acababa de morir.
Las espeluznantes notas de aquel grito de victoria reverberaron a lo largo y ancho de la selva. Los micos situados en las copas de los árboles suspendieron su parloteo. También guardaron súbito silencio las chillonas aves de brillante plumaje. De la distancia llegó la respuesta al grito de desafío que emitió un leopardo, a la que siguió el rugido profundo de un león.
El Tarzán de otros tiempos selváticos dirigió la mirada interrogadora de sus ojos hacia el reducido grupo de simios que tenía frente a sí. Fue el antiguo Tarzán quien sacudió la cabeza como si tratara de apartar de la cara y echarse hacia atrás la espesa melena: vieja costumbre de aquella época pasada en la que las largas guedejas negras le caían sobre los hombros y a menudo se colocaban delante de los ojos, en los instantes cruciales en que tener despejada la visión podía significar la vida o la muerte.
El hombre-mono sabía que era posible que le atacase de inmediato el mono macho que se considerara más fuerte y preparado para competir por el cargo de rey de la tribu. Entre los antropoides de la comunidad de Tarzán no era inhabitual que un absoluto desconocido entrase a formar parte de ella y, tras despachar al rey, asumiera la jefatura de la tribu y tomara posesión de las hembras del monarca caído.
Por otra parte, si no hacía el menor intento de seguirlos, lo más probable era que se alejaran de él poco a poco y que, posteriormente, los candidatos al trono lucharan entre sí para conseguir los regios atributos. Tenía la plena certeza de que, si se lo proponía, estaba a su alcance erigirse en rey de aquella tribu, pero, en cambio, de lo que no podía estar seguro era de que tal situación de mando le interesara, puesto que comportaba a veces obligaciones fastidiosas y no alcanzaba a ver qué posibles ventajas particulares podría reportarle.
Uno de los simios más jóvenes, una gigantesca bestia de músculos imponentes y aire amenazador, se fue aproximando al hombre-mono. Enseñó los colmillos y dejó oír a través de ellos un torvo gruñido.
Tarzán no le quitaba ojo; observó atentamente cada uno de sus movimientos, erguido y rígido como una estatua. De haber retrocedido un paso, habría provocado una acometida inmediata; si se hubiera precipitado al encuentro del simio, la consecuencia habría sido la misma, o tal vez el belicoso mono hubiera emprendido la retirada… todo dependía de la cantidad de valor que tuviese el joven antropoide.
Permanecer completamente inmóvil, a la espera de la iniciativa que el contrario pudiese tomar, era el adecuado término medio. En ese caso, el macho provocador, de acuerdo con la costumbre, se aproximaría hasta situarse muy cerca del objeto de su atención. Soltaría espantosos gruñidos amedrentadores y enseñaría los babeantes colmillos.
Procedería a girar lentamente en círculo alrededor del otro, como si algo le ligase a él… Y eso fue lo que hizo aquel cuadrumano, tal como Tarzán había anticipado.
Acaso se tratara de un farol majestuoso, aunque, por otra parte, el cerebro de un simio es tan inestable que cualquier arrebato súbito podía impulsar aquella masa peluda sobre el hombre, sin previo aviso, con ánimo de desgarrar y despedazar con saña.
Mientras la fiera giraba a su alrededor, Tarzán fue volviéndose despacio también, con los ojos clavados en su antagonista. La opinión que se había formado de aquel mono joven era la de que se trataba de un individuo que hasta entonces nunca se había considerado capaz de vencer al rey en ejercicio, pero que estaba convencido de que algún día iba a conseguirlo. Tarzán observó que era un ejemplar de proporciones magníficas, que se alzaba hasta una altura de dos metros diez sobre sus cortas y arqueadas extremidades inferiores.
Incluso levantado en toda su estatura, los largos brazos casi le llegaban al suelo y sus tremendos incisivos, muy cerca del rostro de Tarzán en aquel momento, eran excepcionalmente largos y afilados. Al igual que los demás integrantes de la tribu, se diferenciaba en muy pocos detalles, todos secundarios, de los monos entre los que Tarzán vivió su infancia y juventud.
Al principio, nada más ver los velludos cuerpos de los antropoides, un estremecimiento de esperanza agitó a Tarzán…, la esperanza de que, por una extraña veleidad del destino, hubiera regresado al seno de su propia tribu. Pero un examen más atento le había convencido de que aquellos simios pertenecían a otra familia.
Mientras el amenazador macho seguía dando vueltas, muy tieso y moviéndose espasmódicamente, a la manera en que lo hacen los perros cuando entre ellos aparece un individuo desconocido, a Tarzán se le ocurrió comprobar si el lenguaje de su propia tribu era idéntico al de aquella otra comunidad, así que se dirigió a su presunto adversario, hablándole en la lengua de la tribu de Kerchak.
—¿Quién eres tú —le preguntó— que te atreves a amenazar a Tarzán de los Monos?
La sorpresa apareció en el semblante de la peluda bestia.
—Soy Akut —replicó en el mismo lenguaje simple, primitivo, tan bajo en la escala de las lenguas orales que, como Tarzán había supuesto, era idéntico al de la tribu en la que había vivido los veinte primeros años de su existencia.
—Yo soy Akut —repitió el mono—. Molak ha muerto. Soy el rey. ¡Márchate si no quieres que te mate!
—Ya viste con qué facilidad he matado a Molak —replicó Tarzán—. Si quisiera ser rey, te mataría a ti del mismo modo. Pero Tarzán de los Monos no tiene ningún interés en ser rey de la tribu de Akut. Lo único que desea es vivir en paz en esta tierra. Seamos amigos. Tarzán de los Monos puede ayudaros y vosotros podéis ayudar a Tarzán de los Monos.
—Tú no puedes matar a Akut —contestó el simio—. Nadie es tan grande como Akut. Si tú no hubieses matado a Molak, Akut lo habría hecho, porque Akut estaba ya listo para ser rey.
A guisa de respuesta, Tarzán se abalanzó hacia la enorme fiera, que en el curso de la conversación había bajado la guardia ligeramente.
En un abrir y cerrar de ojos aferró la muñeca del gigantesco mono, le obligó a dar media vuelta antes de que tuviese tiempo de abrazarlo a él y se encaramó de un salto en las amplias espaldas del antropoide.
Ambos cayeron juntos, pero la maniobra le salió a Tarzán a las mil maravillas, tan perfectamente que antes de que llegaran al suelo ya había inmovilizado a Akut con la misma presa que poco antes empleara para romper el cuello a Molak.
Poco a poco fue aumentando la presión y luego, de la misma manera que en otra época pasada brindó a Kerchak la oportunidad de rendirse y conservar la vida, ofreció a Akut —en quien veía un posible aliado de enorme vigor y recursos considerables— la opción de vivir en paz y amistosa armonía con él o morir como momentos antes había visto caer a su hasta entonces salvaje e invencible rey.
—¿Ka-goda? —susurró Tarzán al mono sobre el que se encontraba.
Era la misma pregunta que había formulado a Kerchak y que en el lenguaje de los monos significa, en versión más o menos libre: «¿Te rindes?».
Akut recordó el chasquido que oyó poco antes de que el grueso cuello de Molak se tronchase. Se estremeció.
La idea de renunciar a la jefatura le fastidiaba enormemente, así que bregó con todas sus fuerzas para liberarse. Sin embargo, una repentina y torturante presión sobre las vértebras arrancó a sus labios un angustioso «¡Ka-goda!».