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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Las cruzadas vistas por los árabes (4 page)

Kiliy Arslan acecha su presa. Los informadores que tienen infiltrados entre los rum le han hecho llegar valiosas informaciones. Los frany proclaman a voz en cuello que están decididos a proseguir su camino más allá de Nicea y quieren llegar hasta Palestina. Hasta se conoce su itinerario: bajar hacia el sureste, en dirección a Konya, la única ciudad importante que aún está en manos del sultán. A todo lo largo de esta zona montañosa, que van a tener que cruzar, el flanco de las tropas occidentales será, pues, vulnerable a los ataques. Lo que hay que hacer es elegir el lugar de la emboscada. Los emires, que conocen bien la región, no vacilan. Cerca de la ciudad de Dorilea, a cuatro días de marcha de Nicea, hay un lugar en que el camino discurre por un valle poco profundo. Si los guerreros turcos se concentran detrás de las colinas, no tendrán más que esperar.

En los últimos días de junio de 1097, cuando Kiliy Arslan se entera de que los occidentales, acompañados de una pequeña tropa de rum, han salido de Nicea, el dispositivo de la emboscada ya está dispuesto. El 1 de julio al alba, se avista a los frany en el horizonte. Caballería e infantería avanzan tranquilamente, y no parece que sospechen en absoluto lo que les espera. El sultán temía que los exploradores enemigos descubrieran su estratagema, pero no parece que sea así. Otro motivo de satisfacción para el monarca selyúcida: los frany son menos numerosos de lo que se había anunciado. ¿Se habrá quedado una parte en Nicea? Lo ignora. En cualquier caso, a primera vista, cuenta con superioridad numérica. Si a ello se añade la ventaja de la sorpresa, el día debería serle propicio. Kiliy Arslan está nervioso pero no pierde la confianza; tampoco la pierde el sabio Danishmend, que tiene veinte años más de experiencia que él.

Cuando apenas acaba de despuntar el sol tras las colinas, se da la orden de ataque. La táctica de los guerreros turcos se ha experimentado en numerosas ocasiones. Lleva medio siglo garantizándoles la supremacía militar en Oriente. Su ejército lo constituyen casi por completo jinetes ligeros que manejan admirablemente el arco. Éstos se acercan, lanzan sobre sus enemigos una lluvia de flechas mortíferas, luego se alejan a toda velocidad para dejar el sitio a una nueva fila de asaltantes. Por lo general, unas cuantas oleadas sucesivas hacen agonizar a su presa. Entonces es cuando entablan la definitiva lucha cuerpo a cuerpo.

Pero, el día de esta batalla de Dorilea, el sultán, instalado con su estado mayor en lo alto de un promontorio, comprueba con preocupación que los viejos métodos turcos han perdido su eficacia habitual. Es cierto que los frany no tienen agilidad alguna y no parecen impacientes por responder a los repetidos ataques, pero dominan a la perfección el arte de defenderse. La fuerza principal de su ejército reside en esas pesadas armaduras con las que los caballeros se cubren enteramente el cuerpo, e incluso a veces el de sus cabalgaduras. Avanzan lenta y torpemente, pero los hombres están magníficamente protegidos de las flechas. Aunque aquel día, tras varias horas de combate, los arqueros turcos se han cobrado numerosas víctimas, sobre todo entre los soldados de infantería, el grueso del ejército franco permanece intacto. ¿Hay que entablar la lucha cuerpo a cuerpo? Parece arriesgado: durante las numerosas escaramuzas que se han librado en torno al campo de batalla, los jinetes de las estepas no han dado en absoluto la talla frente a esas auténticas fortalezas humanas. ¿Hay que prolongar indefinidamente la fase de hostigamiento? Ahora que el efecto de la sorpresa ha pasado, la iniciativa podría venir del campo adverso.

Ya están algunos emires aconsejando replegarse cuando aparece a lo lejos una nube de polvo. Es un nuevo ejército franco que se aproxima, tan numeroso como el primero. Aquellos contra quienes están luchando desde por la mañana no son más que la vanguardia, al sultán no le queda elección, tiene que ordenar la retirada. Antes incluso de que haya podido hacerlo, le anuncian que está a la vista un tercer ejército franco detrás de las líneas turcas, sobre una colina que domina la tienda del estado mayor.

Esta vez, Kiliy Arslan se deja dominar por el miedo. Salta sobre su caballo de batalla y galopa hacia las montañas, abandonando hasta su famoso tesoro que siempre transporta consigo para pagar a sus tropas. Danishmend le sigue de cerca, así como la mayoría de los emires. Aprovechando la única baza que les queda, la velocidad, numerosos jinetes consiguen alejarse sin que los vencedores puedan perseguirlos. Pero la mayoría de los soldados permanecen donde están, rodeados por todas partes. Como escribirá Ibn al-Qalanisi:
Los frany hicieron trizas el ejército turco. Mataron, saquearon e hicieron muchos prisioneros, a los que vendieron como esclavos
.

En su huida, Kiliy Arslan se encuentra con un grupo de jinetes que llegan de Siria para combatir a su lado. Es demasiado tarde —les confiesa—, estos frany son demasiados y demasiado fuertes, no se los puede detener. Uniendo el gesto a la palabra, el sultán vencido desaparece en la inmensidad de la meseta de Anatolia. Tendrá que esperar cuatro años para vengarse.

Sólo la naturaleza parece resistir aún al invasor. La aridez de los suelos, la exigüidad de los senderos de montaña y el calor del verano por caminos sin sombra retrasan algo el avance de los frany. Después de Dorilea van a necesitar cien días para cruzar Anatolia, cuando les habría debido bastar un mes. Mientras tanto, las noticias del de sastre turco han dado la vuelta a Oriente.
Cuando se supo este acontecimiento vergonzoso para el Islam, hubo un auténtico pánico
—apunta el cronista de Damasco—.
El terror y la ansiedad adquirieron enormes proporciones
.

Circulan continuamente rumores sobre la inminente llegada de los temibles caballeros. A finales de julio corre la voz de que se están acercando a la aldea de al-Balana, en el extremo norte de Siria. Miles de jinetes se concentran para hacerles frente. Falsa alarma, los frany no aparecen por el horizonte. Los más optimistas se preguntan si los invasores no habrán desandado el camino. Ibn al-Qalanisi se hace eco de ello a través de una de esas parábolas astrológicas a las que tan aficionados son sus contemporáneos:
Aquel verano apareció un cometa por la parte del oeste, su ascensión duró veinte días, luego desapareció sin volverse a mostrar
. Pero las ilusiones se esfuman en seguida. Las informaciones son cada vez más concretas. A partir de mediados de septiembre, es posible seguir el camino de los frany de aldea en aldea.

El 21 de octubre de 1097, resuenan gritos desde lo alto de la alcazaba de Antioquía, la mayor ciudad de Siria. «¡Ya llegan!» Algunos curiosos se abalanzan hasta las murallas, pero no ven más que una vaga nube de polvo muy a lo lejos, al final de la llanura, cerca del lado de Antioquía. Los frany están aún a un día de marcha, tal vez más, y todo hace suponer que querrán pararse para descansar un poco tras la larga travesía. La prudencia exige, sin embargo, cerrar ya las cinco pesadas puertas de la ciudad.

En los zocos, el clamor de la mañana se ha apagado, vendedores y clientes se han quedado quietos. Hay mujeres que murmuran alguna oración. El miedo se ha apoderado de la ciudad.

Capítulo 2

Un maldito fabricante de corazas

Cuando al señor de Antioquía, Yaghi Siyan, lo informaron de que se acercaban los frany, temió un movimiento de sedición por parte de los cristianos de la ciudad, por tanto, decidió expulsarlos.

Será el historiador Ibn al-Atir quien cuente los acontecimientos más de un siglo después del comienzo de la invasión franca, basándose en los testimonios dejados por los contemporáneos:

El primer día, Yaghi Siyan ordenó a los musulmanes que salieran a limpiar los fosos que rodean la ciudad. Al día siguiente, para efectuar el mismo trabajo, envió sólo a los cristianos. Les hizo trabajar hasta la caída de la tarde y, cuando quisieron volver a la ciudad, se lo impidió diciendo: «Antioquía es vuestra, pero tenéis que dejármela hasta que haya solucionado nuestros problemas con los frany.» Le preguntaron: «¿Quién protegerá a nuestros hijos y a nuestras mujeres?» El emir contestó: «Yo me ocuparé de ellos en vuestro lugar.» Protegió efectivamente a las familias de los expulsados y no permitió que se les tocara ni un pelo de la cabeza.

En este mes de octubre de 1097, el viejo Yaghi Siyan, servidor desde hace cuarenta años de los sultanes selyúcidas, vive obsesionado con la traición. Está convencido de que los ejércitos francos que se han concentrado ante Antioquía jamás podrán penetrar en la ciudad a menos que hayan conseguido cómplices en el interior de los muros. Pues su ciudad no puede tomarse al asalto, y mucho menos sitiarse por hambre. Es cierto que los soldados de que dispone este emir turco de barba canosa no son más que seis o siete mil, mientras que los frany alinean más de treinta mil combatientes. Pero Antioquía es una plaza fuerte prácticamente inexpugnable. Su muralla tiene dos farsaj (doce mil metros) de largo y no cuenta menos de trescientas sesenta torres edificadas a tres niveles diferentes. La muralla, sólidamente construida con piedra de talla y ladrillo y asentada sobre cascote, trepa al este por el monte Habib-an-Nayyar, cuya cima corona con una alcazaba inexpugnable. Al oeste está el río Orontes, al que los sirios llaman al-Asi, «el río rebelde», porque a veces da la impresión de fluir en sentido contrario, desde el Mediterráneo hacia el interior. Su lecho corre paralelo a los muros de Antioquía, constituyendo un obstáculo natural difícil de cruzar. Al sur, las fortificaciones dominan un valle, cuya pendiente es tan empinada que parece una prolongación de la muralla. Por esto les resulta imposible a los sitiadores rodear por completo la ciudad y los defensores no tienen ninguna dificultad para comunicarse con el exterior y para avituallarse.

Las reservas de alimentos de la ciudad son tanto más abundantes cuanto que la muralla encierra, además de los edificios y los jardines, vastos campos cultivados. Antes del «Fath», la conquista musulmana, Antioquía era una metrópoli romana de doscientos mil habitantes; en 1097 sólo tiene cuarenta mil, y varios barrios, antaño poblados, se han convertido en campos de labor y en huertos. Aunque haya perdido parte de su pasado esplendor, sigue siendo una ciudad que impresiona. Todos los viajeros —aunque vengan de Bagdad o de Constantinopla— quedan deslumbrados a la primera mirada por el espectáculo de esta ciudad, que se extiende hasta donde abarca la vista, con sus minaretes, sus iglesias, sus zocos de soportales, sus lujosas villas incrustadas en las pendientes arboladas que suben hasta la alcazaba.

Yaghi Siyan no tiene inquietud alguna en lo que respecta a la solidez de sus fortificaciones o la seguridad de su aprovisionamiento. Pero todos sus medios de defensa corren el riesgo de convertirse en inútiles si, en un punto cualquiera de la interminable muralla, los sitiadores consiguen encontrar un cómplice para abrirles una puerta o facilitarles el acceso a una torre, como ya ha ocurrido en el pasado. De ahí su decisión de expulsar a la mayoría de sus súbditos cristianos. En Antioquía, como en otros lugares, los cristianos de Oriente —griegos, armenios, maronitas, jacobitas— están sometidos, desde la llegada de los frany, a una doble opresión: la de sus correligionarios occidentales, que sospechan de su simpatía por los sarracenos y los tratan como a súbditos de rango inferior, y la de sus compatriotas musulmanes, que a menudo ven en ellos a los aliados naturales de los invasores. La frontera entre las adhesiones religiosas y nacionales es, en efecto, prácticamente inexistente. El mismo vocablo, rum, designa a bizantinos y sirios de rito griego, que se dicen siempre, por otra parte, súbditos del
basileus
; la palabra «armenio» se refiere a la vez a una iglesia y a un pueblo, y cuando un musulmán habla de «la nación», al-umma, se refiere a la comunidad de creyentes. En la mente de Yaghi Siyan, la expulsión de los cristianos es menos un acto de discriminación religiosa que una medida que afecta, en tiempo de guerra, a los súbditos de una potencia enemiga, Constantinopla, a la que ha pertenecido durante mucho tiempo Antioquía y que nunca ha renunciado a recuperarla.

De todas las grandes ciudades del Asia árabe, Antioquía ha sido la última en caer bajo el dominio de los turcos selyúcidas; en 1084 todavía dependía de Constantinopla. Trece años después, cuando los caballeros frany vienen a sitiarla, Yaghi Siyan, naturalmente, está convencido de que se trata de una tentativa de restauración de la autoridad de los rum con la complicidad de la población local, de mayoría cristiana. Frente a ese peligro, el emir no siente escrúpulo alguno. Expulsa, pues, a los «nasara», los adeptos del Nazareno —que es como se llama a los cristianos—, luego se encarga del racionamiento del trigo, del aceite y de la miel, e inspecciona a diario las fortificaciones, castigando severamente cualquier negligencia. ¿Bastará eso? No parece nada seguro. Pero las medidas tomadas deberían permitir resistir hasta que lleguen refuerzos. ¿Cuándo llegarán? Quienes viven en Antioquía se hacen esta pregunta con insistencia, y Yaghi Siyan no es más capaz de responder que el hombre de la calle. Ya en el verano, cuando los frany todavía estaban lejos, ha enviado a su hijo a visitar a los dirigentes musulmanes de Siria para avisarlos del peligro que acechaba a su ciudad. En Damasco —nos informa Ibn al-Qalanisi—, el hijo de Yaghi Siyan ha hablado de guerra santa. Pero, en la Siria del siglo XI, el yihad no es más que un lema que enarbolan los príncipes en apuros. Para que un emir acceda a socorrer a otro, tiene que ver en ello algún interés personal. Sólo entonces se le ocurre evocar los grandes principios.

Ahora bien, en aquel otoño de 1097, ningún dirigente, excepto el propio Yaghi Siyan, se siente directamente amenazado por la invasión franca. Si los mercenarios del emperador quieren recuperar Antioquía, no hay nada anormal en ello, puesto que esa ciudad siempre ha sido bizantina. De todas maneras, piensan, los rum no irán más allá. Y que Yaghi Siyan esté en un apuro no es forzosamente una desgracia para sus vecinos. Desde hace diez años viene burlándose de ellos, sembrando la discordia, atizando las envidias. ¿Ha de asombrarse, ahora que les pide que olviden sus disputas para que vengan en su auxilio, de no verlos acudir?

Como hombre realista que es, Yaghi Siyan sabe que se harán de rogar, que lo obligarán a mendigar los socorros, que le harán pagar sus astucias, sus artimañas, sus traiciones. Supone, sin embargo, que no llegarán hasta el extremo de entregarlo atado de pies y manos a los mercenarios del
basileus
. Al fin y al cabo, sólo ha intentado sobrevivir en medio de un avispero despiadado. En el mundo en que se mueve, el de los príncipes selyúcidas, las luchas sangrientas no cesan jamás, y el señor de Antioquía, al igual que todos los emires de la región, se ve obligado a tomar postura. Si se encuentra en el bando perdedor, lo que le espera es la muerte o, como mínimo, la cárcel y caer en desgracia. Si tiene la suerte de elegir el campo del ganador, saborea un tiempo su victoria, recibe como premio unas cuantas hermosas cautivas, antes de verse metido en un nuevo conflicto en el que se juega la vida. Para durar, hay que apostar por el buen caballo y no empeñarse en hacerlo siempre por el mismo. Cualquier error es fatal y los emires que mueren en su cama son pocos.

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