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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (8 page)

BOOK: Las correcciones
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Y es andar a vueltas constantemente con la muerte de tal cosa o tal otra. Y quienes se creen libres no son «verdaderamente» libres. Y quienes se creen felices no son «verdaderamente» felices.

Y ya no es posible ejercer una crítica radical de la sociedad, aunque nadie alcance a explicar con precisión qué es lo que tiene de malo la sociedad para que le resulte indispensable esa crítica radical.
Es
tan típico y tan perfecto que odie usted los anuncios
—añadió, mientras el timbre, por fin, resonaba en todo Wroth Hall—. Aquí, las cosas están mejorando día a día para las mujeres, para las personas de color, para los gays y las lesbianas. Todo se integra cada vez mejor, todo se abre cada vez más. Y a usted todo lo que se le ocurre es salir con un estúpido e inconsistente problema de significantes y significados. O sea, que el único modo que tiene usted de denigrar un anuncio muy positivo para las mujeres, porque tiene que denigrarlo, porque tiene que haber algo malo en todo, consiste en afirmar que es malo ser rico y que es malísimo trabajar para una sociedad anónima, y sí, ya sé que ha sonado el timbre.

Cerró su cuaderno de apuntes.

—Muy bien —dijo Chip—. Eso es todo. Habéis cumplido los requerimientos mínimos de Estudios Culturales. Os deseo a todos un buen verano.

No fue capaz de eliminar la amargura de su voz. Se inclinó sobre el aparato de vídeo y se concentró en rebobinar y localizar el arranque de «Atrévete, chica», apretando botones por apretar botones. Notó a su espalda la presencia de unos cuantos alumnos, que quizá se hubieran quedado a agradecerle sus denodados esfuerzos por enseñarles algo, o a decirle que les había gustado mucho el curso; pero él no apartó la mirada del aparato de vídeo hasta que el aula quedó vacía. Luego se fue a casa, a Tilton Ledge, y se puso a beber.

Las acusaciones de Melissa le habían llegado al alma. Nunca había comprendido en todo su alcance hasta qué punto se había tomado en serio el mandato paterno de hacer algo «útil» por la sociedad. Ejercer la crítica de una cultura enferma, aunque nada se consiguiera mediante la crítica en sí, siempre le había parecido un trabajo útil. Pero si la supuesta enfermedad no era tal enfermedad, si el gran Orden Materialista de la tecnología y del apetito consumista y de la ciencia médica estaba en realidad contribuyendo a que viviesen mejor los oprimidos de antaño, si sólo los varones blancos heterosexuales, como Chip, se sentían a disgusto dentro de ese Orden, entonces no quedaba ni la más abstracta utilidad que atribuir a su esfuerzo crítico. Por decirlo en las palabras de Melissa, todo era una chorrada detrás de la otra.

Como se había quedado sin ánimos para trabajar en su nuevo libro, que era lo que tenía previsto para aquel verano, se compró un billete de avión a Londres, pasado de precio, y se plantó a dedo en Edimburgo y se pasó en la visita a una artista escocesa de
performances
que había dado una conferencia y actuado en D—— el invierno anterior. Al final, el chico de la artista acabó diciéndole: «Tocan retirada, amigo», y Chip se largó con una mochila repleta de libros de Heidegger y Wittgenstein que era incapaz de leer, porque se sentía demasiado solo. Detestaba la idea de ser uno de esos hombres que no pueden vivir sin una mujer, pero el caso es que no había echado un polvo desde que Ruthie lo abandonó. Era el único profesor varón de la historia de D—— que había enseñado Teoría del Feminismo, y comprendía muy bien lo importante que era para las mujeres no equiparar «éxito» con «tener un hombre» y «fracaso» con «no tener un hombre», pero él no era más que un hombre normal que estaba solo, y los hombres normales que están solos no tienen una Teoría del Masculinismo que los exculpe y que los saque de este atolladero, clave de todas las misoginias:


Considerarse incapaz de vivir sin una mujer hace que el hombre se sienta débil.


Y, no obstante, sin una mujer en su vida, el hombre pierde el sentido de la acción y de la diferencia que, para bien o para mal, constituye el fundamento de su masculinidad.

Hubo muchas mañanas, en los verdes parajes escoceses salpicados de lluvia, en que Chip se creyó a punto de superar aquella espúrea limitación sin salida y recobrar su sentido de la identidad y del propósito de la vida, para al final encontrarse, a las cuatro de la tarde, bebiendo cerveza en la cantina de alguna estación, comiendo patatas fritas con mayonesa y tratando de ligarse alguna estudiante yanqui. Como seductor, le sobraba ambivalencia y le faltaba ese acento de Glasgow por el que se derretían literalmente las norteamericanas. Ligó exactamente una vez, con una joven hippie de Oregón que llevaba manchas de ketchup en la camisa y a quien le olía el pelo de tal modo, que Chip se pasó gran parte de la noche respirando por la boca.

Sus fracasos se volvieron más divertidos que sórdidos, sin embargo, cuando, ya de vuelta en Connecticut, dio en deleitar con ellos a sus inadaptados amigos. Le habría gustado averiguar si su depresión escocesa fue producto de una dieta demasiado rica en grasas. El estómago se le revolvía al recordar aquellas grandes y resplandecientes porciones de cualquiera sabe qué pescado, las glaucas tiras de patas lipidosas, el olor a cuero cabelludo y a fritura, o incluso las palabras «Firth of Forth».

En el mercado agrícola semanal que se celebraba en las cercanías de D—— hizo buena provisión de tomates como los de toda la vida, berenjenas blancas y ciruelas de finísima piel. Comió una
ruca
(«rocket», cohete, le llamaban los agricultores de más edad) tan fuerte, que se le saltaron las lágrimas, como le pasaba cuando leía un pasaje de Thoreau. Cuando recordó lo Bueno y lo Saludable comenzó a recuperar su autodisciplina. Se destetó del alcohol, durmió mejor, bebió menos café y empezó a acudir al gimnasio del
college
dos veces por semana. Se leyó al puñetero Heidegger y no dejó pasar una mañana sin hacer sus estiramientos. Otras piezas del rompecabezas de la autoayuda fueron encajando poco a poco y, durante una temporada, mientras iban regresando al valle de Carparts Creek las bajas temperaturas de la época laboral, llegó a experimentar un bienestar casi thoreauviano. Entre set y set de sus partidos de tenis, Jim Levitón le comunicó que la revisión de su contrato sería una mera formalidad, que no tenía por qué inquietarle la competencia de la otra joven teórica que había en el departamento, es decir, Vendía O'Fallon. En otoño, Chip debía dar clase de Poesía Renacentista y Shakespeare, y ninguna de estas dos materias lo obligaba a reconsiderar sus planteamientos críticos. Mientras se preparaba para el último tramo de su ascenso al Monte de la Renovación, lo reconfortó la idea de viajar ligero de equipaje y, a fin de cuentas, se sintió casi feliz de que no hubiera una mujer en su vida.

Se encontraba en su casa, un viernes de septiembre, preparándose rizos de brócoli con calabaza bellota y abadejo fresco para la cena, y deleitándose de antemano en la noche que iba a disfrutar corrigiendo ejercicios, cuando un par de piernas pasó bailoteando por el ventanuco de su cocina. Conocía ese modo de bailotear. Conocía el modo de caminar de Melissa. No era capaz de pasar junto a una valla de madera sin ir dando golpecitos en las estacas con las yemas de los dedos. Antes de cruzar una puerta tenía que marcarse unos pasos de baile o una rayuela. Hacia atrás, hacia los lados, un brinco, un pasito.

No había arrepentimiento alguno en su modo de llamar a la puerta. A través de la mosquitera, Chip pudo ver que traía consigo una fuente de pasteles recubiertos de glaseado rosa.

—Sí, ¿qué hay? —dijo Chip.

Melissa inclinó hacia abajo las palmas de las manos para mostrarle el contenido de la fuente.

—Pasteles —dijo—. Se me ha ocurrido que a lo mejor le venía bien poner unos pasteles en su vida, en este preciso momento.

No siendo él nada teatral, Chip siempre se sentía en desventaja ante quienes sí lo eran.

—¿Por qué me traes pasteles? —dijo.

Melissa, poniéndose de rodillas, colocó la bandeja encima del felpudo, sobre pulverizados restos de hiedra y tulipanes.

—Yo los dejo aquí —explicó—, y usted hace con ellos lo que le parezca. Adiós.

Desplegó los brazos y se apartó del porche haciendo una pirueta y subió por el sendero de losetas corriendo sobre las puntas.

Chip volvió a su pelea con el filete de abadejo, por cuyo centro corría una falla cartilaginosa de color marrón sangre que estaba dispuesto a eliminar fuese como fuese. Pero el pescado era bastante resistente, y resultaba difícil sujetarlo bien.

—Que te den por saco, niñita —dijo, arrojando el cuchillo al fregadero.

Los pasteles llevaban muchísima mantequilla, y el glaseado también era de mantequilla. Una vez se lavó las manos y abrió una botella de Chardonnay, se comió cuatro de ellos y, sin haber terminado de prepararlo, metió el pescado en el frigorífico. Los pellejos de la calabaza bellota, demasiado hecha, eran como la parte interior de un neumático.
Cent ans de cinema érotique,
un edificante vídeo que llevaba meses en la estantería, sin conseguir que nadie le echara un somero vistazo, reclamó de pronto su inmediata y plena atención. Bajó las persianas y cató el vino, y se la meneó una y otra vez, y se comió otros dos pasteles, detectando la presencia de menta en ellos, una leve menta de consistencia mantecosa, antes de quedarse dormido.

A la mañana siguiente estaba levantado a las siete, e hizo cuatrocientos abdominales. Sumergió
Cent ans de cinema érotique
en el agua de fregar los platos, haciéndolo, por así decirlo, no combustible. (Así se había desecho de más de un paquete de cigarrillos, cuando estaba dejando de fumar). No tenía ni idea de qué había querido decir cuando tiró el cuchillo al fregadero. Ni siquiera su voz le había sonado como propia.

Fue a su despacho del Wroth Hall y se puso a corregir trabajos de los alumnos. En un margen escribió:
El personaje de Cressida puede informar la elección de nombre de producto por parte de Toyota; que el Cressida de Toyota informe el texto shakespeariano es algo que requiere más argumentación de la que hay en este trabajo.
Añadió una exclamación para suavizar la crítica. A veces, cuando destrozaba algún trabajo especialmente débil, añadía unos cuantos
smileys.

¡Comprueba la grafía!,
exhortó a un alumno que había escrito «Trolio» en vez de «Troilo» en todas y cada una de las ocho páginas que ocupaba su ejercicio.

Y un punto de interrogación, que siempre suaviza. Junto a la frase «Aquí Shakespeare demuestra que Foucault tenía razón en lo relativo a la historicidad de la moral», Chip escribió:
¿Redactar de otra manera? Quizá: «Aquí, el texto shakespeariano casi parece anticiparse a Foucault (¿mejor Nietzsche?)…»

Corrigiendo ejercicios seguía, cinco semanas más tarde, diez o quince mil errores estudiantiles más tarde, en una noche de mucho viento, justo después de Halloween, cuando oyó que alguien hurgaba en la puerta de su despacho. Al abrirla, se encontró con una bolsa barata, llena de caramelos, colgando del pomo de la puerta por la parte de fuera. La donante de tal ofrenda, Melissa Paquette, daba marcha atrás por el pasillo.

—¿Qué haces? —dijo él.

—Sólo pretendo que seamos amigos —dijo ella.

—Muy bien, gracias —dijo él—; pero no lo entiendo.

Melissa regresó por el pasillo adelante. Llevaba un mono blanco de pintor, con peto, y una camiseta térmica de manga larga y calcetines de color rosa muy fuerte.

—Fui a pedir de puerta en puerta. Eso es la quinta parte de mi botín.

Dio un paso de aproximación a Chip y él retrocedió. Lo siguió al interior del despacho y se puso a recorrer el sitio sobre las puntas de los pies, leyendo los títulos de los libros que había en la biblioteca. Chip se apoyó en la mesa y cruzó resueltamente los brazos.

—Voy a dar Teoría del Feminismo con Vendía —dijo Melissa.

—Ése es el siguiente paso lógico, sí. Ahora que has rechazado la tradición nostálgica patriarcal de la teoría crítica.

—Eso es exactamente lo que yo pienso —dijo Melissa—. La lástima es que sea
tan mala
dando clase. Los que la dieron contigo el año pasado dicen que es un curso estupendo. Pero la idea de Vendía es que hay que sentarse a su alrededor y hablar de nuestros sentimientos. Porque la Vieja Teoría era cosa de la cabeza, comprendes, y, por tanto, la Nueva Teoría Verdadera tiene que ser cosa del corazón. Ni siquiera estoy convencida de que se haya leído todo lo que nos pone para leer.

Por la puerta de su despacho, que había quedado abierta, Chip veía la del despacho de Vendía O'Fallon. La tenía empapelada de saludables imágenes y adagios (Betty Friedan en 1965, resplandecientes campesinas guatemaltecas, una triunfadora del fútbol femenino, un póster Bass Ale de Virginia Woolf, trastorna el paradigma dominante), y ello lo hizo pensar, deprimiéndose, en su antigua amiga Tori Timmelman. En lo que a él respectaba, lo que había que preguntarse en cuanto a la ornamentación de puertas era: «¿Es que aún no hemos salido del instituto? ¿Es esto el dormitorio de un adolescente?»

—De modo que, básicamente —dijo—, mi curso te pareció una sarta de chorradas, pero ahora se convierte en una sarta de chorradas de primera clase, porque estás probando las de Vendía.

Melissa se ruborizó.

—Básicamente, sí. Sólo que tú eres mucho mejor profesor. La verdad es que me has enseñado un montón. Era eso lo que quería decirte.

—Pues dicho queda.

—Mis padres se separaron en abril, ¿sabes?

Melissa se tendió en el sofá de cuero modelo
college
del despacho de Chip y se colocó en postura terapéutica total.

—Durante una temporada me pareció estupendamente que fueras tan contrario a las sociedades anónimas, pero luego, de pronto, empezó a cabrearme. Mis padres tienen un montón de pasta, y no son malos, aunque mi padre acabe de largarse con una tal Vicky, que es algo así como cuatro años más joven que yo. Pero él sigue queriendo a mi madre. Lo sé. Tan pronto como yo salí de casa empezaron a deteriorarse las cosas, pero sé que la sigue queriendo.

—El
college
dispone de varios servicios —dijo Chip, sin descruzar los brazos— para alumnos que están pasando por situaciones como ésa.

—Sí, gracias. En conjunto, lo estoy haciendo maravillosamente, menos en lo de haberme comportado groseramente contigo en clase, aquel día.

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