Una vez regadas las plantas, se instaló en el sillón de Dusinberre a escuchar a New Order. Le habría gustado tener ganas de quedar con alguien, pero los chicos a quienes respetaba, como Peter Hicks, no le inspiraban nada romántico, y los demás estaban todos sacados del mismo molde que Kenny Kraikmeyer, que pensaba matricularse en la Academia Naval y estudiar ciencia nuclear, pero se consideraba a la última y coleccionaba «vinilos» (así los llamaba él) de Cream y Jimi Hendrix con una pasión que, seguramente, Dios le había dado para impulsarlo a proyectar submarinos. A Denise le preocupaba un poco su grado de rechazo. No lograba comprender por qué era tan
mala.
No la hacía nada feliz el hecho de ser tan mala. Tenía que haber algún fallo en su modo de verse a sí misma y de ver a los demás.
Pero cada vez que su madre le decía eso mismo, no le quedaba más remedio que fulminarla.
Al día siguiente estaba almorzando en el parque, al sol, con una de esas blusitas sin mangas que llevaba a la oficina ocultas bajo un jersey, para que su madre no se diera cuenta, cuando de pronto apareció Don Armour de la nada y se dejó caer en el banco junto a ella.
—Hoy no juegas a las cartas —dijo ella.
—Me estoy volviendo loco —dijo él.
Ella volvió a poner los ojos en el libro. Notaba la mirada de él, llena de intención, recorriéndole el cuerpo. El viento era cálido, pero no tanto como para justificar el calor que sentía en la cara por el lado de él.
Don se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—Es aquí donde vienes todos los días.
—Sí.
No era guapo. Tenía la cabeza demasiado grande, estaba perdiendo pelo y su cara era del color rojo nitrito característico de las salchichas vienesas o los embutidos boloñeses, salvo en las zonas que la barba le volvía azul. Pero Denise captaba en su expresión una vivacidad, una brillantez, una tristeza animal; y sus labios curvos, como un sillín de bicicleta, resultaban muy tentadores.
Don leyó el lomo del libro.
—Conde León Tolstoi —dijo.
Movió la cabeza y se rió sin decir nada.
—¿Qué pasa?
—Nada —dijo él—. Estoy tratando de imaginar cómo será ser tú.
—¿Qué significa eso?
—Ser guapa. Lista. Disciplinada. Rica. Ir al
college.
¿Cómo es todo eso?
Denise sintió el ridículo impulso de contestarle tocándolo, para que viese cómo era. En realidad, no había ninguna otra respuesta posible.
Se encogió de hombros y dijo que no lo sabía.
—Tu novio debe de sentirse afortunado —dijo Don Armour.
—No tengo novio.
Él se estremeció, como si aquella noticia hubiera sido muy difícil de asimilar.
—Pues sí que es raro, por no decir sorprendente.
Denise volvió a encogerse de hombros.
—Cuando tenía diecisiete años —dijo Don—, trabajé un verano en una tienda de antigüedades, con una pareja de menonitas que me pagaban muy poco. Utilizábamos una cosa llamada Mezcla Mágica —disolvente, alcohol de madera, acetona, aceite de tungsteno. Limpia los muebles sin estropear el barniz. Me pasaba el día aspirándolo, y estaba en las nubes cuando volvía a casa. Luego, más o menos a las doce de la noche, me venía un dolor de cabeza malísimo.
—¿Dónde te criaste?
—En Carbondale. Illinois. Se me metió en la cabeza que los menonitas me pagaban menos de lo debido, a pesar de los colocones gratis. De modo que empecé a cogerles la camioneta por las noches. Salía con una chica y había que llevarla. Me di un golpe con la camioneta, y así se enteraron los menonitas de que la había estado utilizando, y mi padrastro de entonces me dijo que si me enrolaba en los marines él se ocuparía de los menonitas y de su compañía de seguros, pero que si no tendría yo que vérmelas solo con la policía. De modo que me enrolé en los marines a mediados de los sesenta. No vi ninguna escapatoria posible. Tengo un maravilloso sentido de la oportunidad.
—Estuviste en Vietnam.
Don Armour asintió.
—Si la fusión se lleva adelante, volveré a donde estaba cuando me licenciaron. Con tres hijos y con una serie de cualificaciones que no le interesan a nadie.
—¿Qué edad tienen tus hijos?
—Diez, ocho y cuatro.
—¿Trabaja tu mujer?
—En una guardería infantil. Está con sus padres, en Indiana. Tienen cinco acres y un estanque. Estupendo para las chicas.
—¿Vas a tomarte vacaciones?
—Dos semanas, el mes que viene.
Denise acababa de quedarse sin preguntas. Don Armour estaba inclinado hacia delante, con las dos manos apretadas entre las rodillas. Así permaneció largo tiempo. De lado, Denise veía cómo su sonrisa marca registrada iba imponiéndose a la impasibilidad; parecía una de esas personas que siempre te lo hacen pagar, si te los tomas en serio o les muestras interés. Al final, Denise se puso en pie y dijo que volvía a la oficina, y él asintió con la cabeza, como si acabara de recibir el golpe que estaba esperando.
No se le pasó por la cabeza, a Denise, que la sonrisa de Don era por la vergüenza que le daba haber intentado ganarse su comprensión de un modo tan evidente, por el método tan rancio que había utilizado para acercarse a ella. Tampoco se le pasó por la cabeza que el número del pinacle del día antes lo hubiese montado él en su honor. Tampoco se le pasó por la cabeza que Don hubiese adivinado que ella estaba en el cuarto de baño y que se hubiera expresado del modo en que lo hizo para que ella lo escuchase. Tampoco se le pasó por la cabeza que la táctica fundamental de Don Armour era la autocompasión y que bien podía, con su autocompasión, haberse ligado a unas cuantas chicas antes que a ella. Tampoco se le pasó por la cabeza que él estuviera ya planeando —que llevara planeando desde el día en que se estrecharon la mano por primera vez— cómo llevársela al huerto. Tampoco se le pasó por la cabeza que él apartara los ojos no sólo porque su belleza le causara dolor, sino porque la Regla n.° 1 de cualquier manual de los que se anuncian en la contracubierta de las revistas para hombres («Cómo conseguir que se vuelvan LOCAS por ti, cada vez que lo intentes») era
Ignórala.
Tampoco se le pasó por la cabeza que las diferencias de clase y situación que tanto la incomodaban a ella podían constituir, para Don Armour, una verdadera provocación; que ella podía ser un objeto deseable por su condición lujosa, o que un hombre con proclividad a la autocompasión y con el puesto de trabajo en peligro bien podía obtener todo un surtido de satisfacciones por el hecho de acostarse con la hija del jefe del jefe de su jefe. Nada de todo esto se le pasó por la cabeza a Denise, ni entonces ni luego. Diez años más tarde, aún seguía considerándose responsable.
Sí fue consciente aquella tarde, en cambio, de los problemas. No era problema que Don Armour quisiera echarle un tiento y no pudiera. El gran problema era la falta de paridad, el hecho de que, por circunstancias de nacimiento, ella lo tuviera
todo
y el hombre que la deseaba tuviera muchas menos cosas. Siendo ella quien lo tenía todo, a ella tocaba, también, resolver el problema. Pero cualquier palabra tranquilizadora que le dijese, cualquier gesto de solidaridad que se le ocurriera hacer, podía tomarse por una especie de concesión desde lo alto.
El problema tenía un intenso reflejo en su cuerpo. Su sobreabundancia de talento y perspectivas, en comparación con Don Armour, se manifestaba como una especie de fastidio, una contrasatisfacción que podía aliviarse mediante el adecuado tocamiento de sus partes más sensibles, pero no erradicarse.
Después de comer fue al almacén de depósitos donde se conservaban los originales de todos los calcos de Señalización, en seis depósitos de pesada tapa que parecían elegantes contenedores. Con el paso de los años, las grandes carpetas de cartón del interior de los depósitos habían ido sobrecargándose, amontonando calcos perdidos en sus cada vez más abultadas profundidades, y a Denise le había sido encomendada la satisfactoria misión de restablecer el orden. Los delineantes que visitaban el almacén de depósitos trabajaban a su alrededor mientras ella renovaba el etiquetado de las carpetas y rescataba y rescataba papeles de vitela que llevaban mucho tiempo desaparecidos. El depósito de mayores dimensiones era tan grande, que para alcanzar su fondo Denise se veía obligada a tenderse boca abajo sobre la tapa del depósito contiguo, con las piernas desnudas sobre el frío metal, y zambullirse con ambas manos por delante. Dejaba los calcos rescatados en el suelo y volvía a meterse. Cuando subió a la superficie para respirar, vio a Don Armour de rodillas junto al depósito.
Tenía músculos de remero en los hombros, que tensaban al máximo la chaqueta. Denise no sabía cuánto tiempo llevaba allí, ni qué había estado mirando. Ahora examinaba un papel de vitela acordeonado, el plano de cables de la torre de señalización del poste kilométrico 163,11 de la línea McCook. Era obra de Ed Alberding, un dibujo a mano alzada fechado en 1956.
—Ed era un crío cuando dibujó esto. Una belleza.
Denise bajó del depósito, se alisó la falda y se sacudió un poco el polvo.
—No debería tratar tan mal a Ed —dijo Don—. Tiene cualidades que yo nunca tendré.
No daba la impresión de haber pensado en Denise tanto como ella había pensado en él. Mientras desarrugaba otro calco, ella, desde arriba, contemplaba un rizo adolescente de su pelo gris lápiz. Se acercó a él un paso más y se inclinó hacia delante, eclipsándose la visión del hombre con su propio pecho.
—Me estás quitando la luz —dijo él.
—¿Quieres salir a cenar conmigo?
Don suspiró pesadamente. Se le cayeron los hombros.
—Este fin de semana tengo que hacer un viaje a Indiana.
—Vale.
—Pero deja que me lo piense.
—Muy bien. Piénsatelo.
No se le notó nada en la voz, pero le temblaban las rodillas, camino del cuarto de baño. Se encerró en uno de los excusados y se sentó y se puso a darle vueltas a la cabeza, mientras, fuera, campanilleaba débilmente el ascensor e iba y venía el carrito del almuerzo. Las vueltas a la cabeza carecían de contenido. Los ojos, sencillamente, se le posaban en algo, el pestillo cromado de la puerta o un trocito de papel higiénico en el suelo, y antes de darse cuenta se había tirado cinco minutos mirando ese algo, sin pensar en nada. Nada. Nada.
Estaba limpiando el cuarto de los depósitos, faltando cinco minutos para salir, cuando surgió junto a su hombro la cara ancha de Don Armour, con los párpados caídos, soñolientos, tras los cristales de las gafas.
—Denise —dijo—: te invito a cenar.
Ella asintió rápidamente.
—Vale.
En un barrio conflictivo, predominantemente pobre y negro, cerca del centro de la ciudad, yendo hacia el norte, había un restaurante a la antigua, con bebidas refrescantes de grifo, frecuentado por Henry Dusinberre y sus jóvenes discípulos de Tespis. Denise sólo tenía ganas de té frío y patatas fritas a la francesa, pero Don Armour pidió una fuente de hamburguesas y un batido de leche. Observó ella que el hombre había adoptado una postura de rana. Con la cabeza hundida entre los hombros, inclinando el cuerpo hacia el plato. Masticaba despacio, como con ironía. Proyectaba anodinas sonrisas en derredor, como con ironía. Bebía empujando el vaso hasta apoyar el borde superior en la nariz, con unos dedos, observó ella, de uñas mordidas hasta la carne.
—Nunca se me habría ocurrido venir a este barrio —dijo Don.
—Esta zona, en concreto, es bastante tranquila.
—Sí, para ti será verdad —dijo él—. Los sitios se dan cuenta de si estás o no estás para problemas. Si no estás para problemas, te dejan en paz. Lo malo es que yo sí estoy. Si se me hubiera ocurrido venir a una calle como ésta, a tu edad, algo malo me habría ocurrido.
—No veo por qué.
—Era así, sin más. De pronto levantaba la cabeza y tenía delante tres desconocidos que me odiaban a muerte. Y yo a ellos. Es un mundo que ni siquiera percibís las personas eficaces y felices. Tú pasas por aquí sin enterarte de nada. Pero a mí, en estos sitios, siempre hay alguien esperándome, para darme una paliza de muerte. Me ven venir a una legua de distancia.
Don Armour tenía un sedán grande, de fabricación norteamericana, muy similar al de la madre de Denise, sólo que más viejo. Lo pilotó pacientemente hasta desembocar en una calle principal y luego tomó hacia el oeste a baja velocidad, colgándose del volante con los hombros gachos, por diversión («Soy lento; tengo un coche malísimo»), mientras otros conductores lo adelantaban por la izquierda y por la derecha.
Denise le fue indicando cómo llegar a la casa de Henry Dusinberre. Aún brillaba el sol, ya a baja altura, al oeste, por encima de la estación con los ojos vallados, mientras subían la escalinata del porche de Dusinberre. Don Armour miró los árboles circundantes como si incluso ellos fuesen mejores, más caros, en esta zona. Denise ya tenía la mano en la mosquitera cuando se dio cuenta de que la puerta de dentro estaba abierta.
—¿Lambert? ¿Eres tú? —Henry Dusinberre surgió de la oscuridad de su salón.
Tenía la piel más cérea que nunca, y los ojos más protuberantes, y parecía que los dientes iban a salírsele de la boca, de puro grandes.
—El médico de mi madre me ha hecho volver a casa — dijo—. Lo que quería era lavarse las manos en lo que a mí respecta. No aguanta una muerte más.
Don Armour se retiraba hacia su coche, con la cabeza baja.
—¿Quién es ese increíble Hulk? —preguntó Dusinberre.
—Un amigo del trabajo —dijo Denise.
—Pues no lo metas en la casa. Lo siento. Aquí no quiero ninguna masa. Tendréis que buscaros otro sitio.
—¿Tiene usted comida? ¿No necesita nada?
—Sí, lárgate. Ya me siento mejor, sólo con haber vuelto. El médico y yo nos sentíamos a disgusto, el uno con el otro, por culpa de mi estado de salud. Al parecer, niña mía, me he quedado sin células en la sangre. El tipo temblaba de miedo. Estaba convencido de que me iba a caer muerto ahí mismo, en su consulta. ¡Me dio mucha pena, Lambert! —un lóbrego agujero de regocijo se abrió en el rostro del enfermo—. Traté de hacerle comprender que mis necesidades de glóbulos blancos son verdaderamente insignificantes. Pero parecía empeñado en verme como una especie de curiosidad médica. Comí con mamá y me volví al aeropuerto en taxi.
—¿Seguro que no necesita usted nada?
—Nada. Vete con mis bendiciones. Haz todas las tonterías que quieras, pero no en mi casa. Vete.