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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (53 page)

BOOK: Las correcciones
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Hibbard chifló otros varios compases sin melodía, actuando como los personajes de dibujos animados cuando deciden ocuparse de sus propios asuntos, sin por ello dejar de observar a Enid, a ver si todo aquello le estaba resultando entretenido.

—Mi marido se comporta de un modo muy raro, a veces, por las noches —dijo ella, apartando los ojos—. Se agita mucho y se pone muy difícil, y no me deja dormir. Luego me paso el día arrastrándome de un lado para otro, cansadísima y de mal humor. Lo cual me impide hacer todas las muchas cosas que quiero hacer.

—El Aslan la ayudará —le aseguró Hibbard, con más sobriedad en el tono—. Muchos pasajeros lo consideran más importante, como inversión, que el propio seguro de cancelación. Con todo el dinero que ha pagado usted por el privilegio de estar aquí, Enith, qué duda cabe, nadie puede discutirle el derecho a sentirse en plena forma todo el tiempo. Pelearse con el marido, estar muy preocupada por la mascota que se ha quedado sola en casa, o ver desaires donde no los hay, son cosas que no puede usted permitirse. Mírelo así. Si el Aslan evita que se pierda usted, por culpa de la distimia subclínica, una sola de las actividades de las Pleasurelines que tiene pagadas de antemano, ya saldrá usted ganando. Con lo cual estoy diciéndole que esta consulta de precio fijo, a cuya conclusión recibirá usted ocho paquetes de muestra gratuita de treinta miligramos de Aslan «Crucero», le habrá valido la pena.

—¿Qué es el Ashland?

Alguien llamó a la puerta, y Hibbard sacudió los hombros como para despejarse la cabeza.

—Edie, Edén, Edna, Enid, perdóneme un momento. Estoy empezando a comprender que está usted confundida-confundida en lo tocante a la psicofarmacopea de vanguardia mundial que las Pleasurelines tienen el orgullo de ofrecer a sus distinguidos pasajeros. Veo que necesita usted más aclaraciones suplementarias que la mayor parte de nuestros clientes. De modo que si me perdona un instante…

Hibbard sacó ocho paquetes de muestra de Aslan de su consola, se tomó la molestia de cerrar ésta y echarse la llave al bolsillo, y salió al vestíbulo. Enid oyó el murmullo del doctor y la ronca voz de un hombre mayor, contestando «Veinticinco», «Lunes» y «Newport». No habían pasado dos minutos y ya estaba de regreso el buen doctor, con unos cuantos cheques de viaje en la mano.

—¿Es correcto lo que hace usted? —le preguntó Enid—. Quiero decir desde el punto de vista legal.

—Buena pregunta, Enid, pero óigame lo que le digo: es maravillosamente legal.

Examinó uno de los cheques, como pensando en otra cosa, y luego se los guardó todos en el bolsillo de la camisa.

—Pero sí, es una excelente pregunta. Una pregunta de primera. La deontología médica me impide vender los fármacos que receto, así que lo único que puedo hacer es dispensar muestras gratuitas, lo cual se da la afortunada circunstancia de que encaja plenamente en la política de las Pleasurelines de
tutto è incluso.
Lamentablemente, dado que el Aslan aún no ha recibido todos los permisos que la ley norteamericana prescribe, y dado que casi todos nuestros pasajeros son norteamericanos, y dado que, en consecuencia, el creador y fabricante de Aslan, Farmacopea S.A., carece de incentivos para proveerme de muestras gratuitas suficientes para atender la extraordinaria demanda, lo que hago, por pura necesidad, es comprar muestras gratuitas a granel. De ahí los honorarios de mi consulta, que de otro modo podrían parecer algo exagerados.

—¿Cuál es el valor real en efectivo de las ocho muestras? —le preguntó Enid.

—Dado su carácter gratuito, y que está prohibida su comercialización, su valor monetario es nulo, Eartha. Si lo que me preguntas es cuánto me cuesta ofrecerte este servicio sin cobrarte nada, la respuesta es unos ochenta dólares de los Estados Unidos.

—¡A cuatro dólares la pastilla!

—Exacto. La dosis plena para pacientes de sensibilidad normal es de treinta miligramos al día. Dicho de otro modo: una pastilla con capa protectora. Cuatro dólares diarios por sentirse estupendamente: habrá pocos pasajeros a quienes no les parezca una ganga.

—Bueno, pero dígame: ¿qué es el Ashram?

—Aslan. Se llama así, según cuentan, por una criatura mítica de alguna mitología antigua. Mitraísmo, adoración del sol, etcétera. Para decirle más, tendría que inventármelo. Pero creo que Aslan era una especie de león bueno.

El corazón de Enid brincó en su jaula. Tomó un paquete de muestra de encima de la mesa y examinó las pastillas a través de sus burbujas de plástico duro. Cada pastilla dorada, color león, presentaba una hendidura central por donde partirla en dos y llevaba como blasón un sol de muchos rayos —¿o era la cabeza, en silueta, de algún león de rica melena? La etiqueta era Aslan® Crucero™.

—¿Qué efecto tiene?

—Ninguno —replicó Hibbard—, para las personas en perfecto estado de salud mental. Pero, seamos francos, ¿hay alguien que responda a esa definición?

—Y ¿qué pasa si no está uno en perfecto estado de salud mental?

—Aslan suministra una regulación de factores verdaderamente de vanguardia. Los mejores fármacos ahora autorizados en Norteamérica son como un par de Marlboros y un cuba libre, comparados con Aslan.

—¿Es un antidepresivo?

—Sería una forma muy tosca de expresarlo. Llamémosle, mejor, «optimizador de personalidad».

—Y ¿por qué «Crucero»?

—Aslan optimiza en dieciséis dimensiones químicas —dijo Hibbard, haciendo gala de gran paciencia—. Pero adivine qué. Lo óptimo para una persona que está disfrutando de un crucero marítimo no es óptimo para quien está funcionando en su puesto de trabajo. Las diferencias químicas son muy sutiles, pero también puede ejercerse un control muy calibrado, de modo que ¿por qué no hacerlo? Además del Aslan «Básico», Farmacopea comercializa otras siete presentaciones. Aslan «Esquí», Aslan «Hacker», Aslan «Ultra Rendimiento», Aslan «Adolescentes», Aslan «Club Méditerranée», Aslan «Años Dorados»… Y me olvido uno. Ah, sí: Aslan «California». Con mucho éxito en Europa. En el transcurso de los dos próximos años está previsto elevar a veinte el número de presentaciones. Aslan «Súper Estudiante», Aslan «Cortejo», Aslan «Noches en Blanco», Aslan «Desafío al Lector», Aslan «Selecto», blablá blablá. La aprobación en Estados Unidos por parte de los organismos competentes aceleraría el proceso, pero habrá que esperar sentados. Si me pregunta usted, ¿qué distingue «Crucero» de los demás Aslan?, la respuesta es: que pone el interruptor de la ansiedad en No. Baja ese pequeño indicador hasta situarlo en cero. Algo que no hace Aslan «Básico», porque en el funcionamiento cotidiano es deseable un moderado nivel de ansiedad. Yo, por ejemplo, estoy ahora con el «Básico», porque me toca trabajar.

—¿Y c…?

—Menos de una hora. Ahí está lo más esplendoroso del asunto. La acción es prácticamente instantánea, sobre todo si la comparamos con las cuatro semanas que necesitan algunas de las pastillas antediluvianas que se siguen tomando en Estados Unidos. Empieza usted hoy a tomar Zoloft, y con un poco de suerte a lo mejor empieza a sentirse mejor el viernes que viene.

—No, digo que cómo hago para seguir tomándolo en casa.

Hibbard miró el reloj.

—¿De qué parte del país eres, Andie?

—De St. Jude, en el Medio Oeste.

—Vale. Entonces, lo mejor es que se consiga Aslan mexicano. O, si tienes amigos que viajen a Argentina o Uruguay, puedes llegar a algún acuerdo con ellos. Ni que decir tiene que si le tomas afición al fármaco y deseas una disponibilidad total, las Pleasurelines estarán encantadas de recibirte de nuevo a bordo.

Enid frunció el ceño. Este doctor Hibbard era muy guapo y muy carismático, y a ella le encantaba la idea de una píldora que la ayudara a disfrutar del crucero y, al mismo tiempo, a cuidar mejor de Alfred. Pero el buen doctor se pasaba de labia. Y, además, Enid se llamaba Enid. E-N-I-D.

—¿Está usted total y absolutamente seguro de que me sentará bien? —dijo—. ¿Está súper convencido de que es lo mejor que puedo tomar?

—Te lo garantizo —dijo Hibbard, guiñándole un ojo.

—Pero ¿qué significa optimizar?

—Notarás una gran capacidad de resistencia emotiva —dijo Hibbard—. Te sentirás más flexible, más confiada, más contenta contigo misma. Te desaparecerán la angustia y el exceso de sensibilidad, así como la mórbida preocupación por la opinión de los demás. Cualquier cosa de que ahora te avergüences…

—Sí —dijo Enid—. Sí.

—«Si surge, ya hablaremos de ellos. Si no, ¿para qué mencionarlo?» Esa será tu actitud. La bipolaridad de la timidez, un círculo vicioso de la confesión al engaño y del engaño a la confesión… ¿Es algo de eso lo que te hace sentir a disgusto?

—Veo que usted me comprende.

—Es todo por la química cerebral, Elaine. Un fuerte impulso de contar las cosas, un impulso, igual de fuerte, de ocultarlas. ¿Qué es un impulso fuerte? ¿Qué va a ser, sino química? ¿Qué es la memoria? ¡Un cambio de tipo químico! O quizá un cambio estructural, pero, ¿sabes qué? Las estructuras están hechas de proteínas. Y ¿de qué están hechas las proteínas? De aminas.

A Enid le pasó por la cabeza, haciéndole sentirse vagamente inquieta, la idea de que eso no era lo que enseñaba su Iglesia —sino que Cristo sin dejar de ser un trozo de carne colgando de una cruz, era también Hijo de Dios—, pero las cuestiones de carácter doctrinal siempre se le habían antojado disuasoriamente complejas, y el reverendo Anderson, el de su iglesia, tenía cara de bondad y gastaba bromas en los sermones y hablaba de los chistes del New Yorker o de escritores seglares como John Updike, y nunca incurría en nada molesto, como decirles a sus feligreses que estaban condenados, lo cual habría sido absurdo, porque todos ellos eran gente cariñosa y simpática, y luego, además, Alfred siempre se había mofado de su fe, y a ella le resultó más fácil dejar de creer (si es que alguna vez había creído) que tratar de vencer a Alfred en un debate filosófico. Ahora, Enid pensaba que uno se muere y se acabó, muerto queda, y el modo que tenía el doctor Hibbard de presentar las cosas le parecía bastante lógico.

Pero nunca había comprado nada sin ofrecer resistencia, de modo que dijo:

—Mire, yo soy una vieja tonta del Medio Oeste, o sea que eso de cambiar de personalidad no me suena muy bien.

Puso una cara muy larga y muy preocupada, no fuera a ser que no se le notara la desaprobación.

—¿Qué tiene de malo cambiar? —dijo Hibbard—. ¿Tan contenta estás de cómo te sientes ahora?

—Pues no, pero si me convierto en otra persona después de tomar la píldora esta, si me vuelvo
diferente,
no puede ser nada bueno, y…

—Créeme que te comprendo muy bien, Edwina. Todos nos apegamos de un modo irracional a unas determinadas coordenadas químicas de nuestro carácter y temperamento. Es una variante del miedo a la muerte, ¿cierto? Ignoro cómo sería dejar de ser el que ahora soy. Pero, ¿sabes qué? Si «yo» ya no está ahí para notar la diferencia, a «yo» qué más le da. Estar muerto es problema si uno sabe que está muerto, lo cual es imposible, precisamente por estar muerto.

—Pero es que suena como si esa medicina hiciera iguales a todos los que la toman.

—Eh eh. ¡Bip bip! ¡Error! Porque, ¿sabes qué? Dos personas pueden tener la misma personalidad y seguir siendo singulares. Dos personas con el mismo coeficiente intelectual pueden diferir en cuanto a sus conocimientos y al contenido de sus memorias. ¿Cierto? Dos personas muy cariñosas pueden tener objetos de afecto completamente distintos. Dos individuos idénticos en su aversión al riesgo pueden diferir por completo en cuanto a los riesgos que cada uno evita. Puede que Aslan nos haga a todos un poco más parecidos, pero ¿sabes qué, Enid? No por ello dejamos de ser singulares.

El doctor dio suelta a una sonrisa especialmente encantadora, y Enid, teniendo en cuenta que, según su cálculo, la consulta iba a costarle 62 dólares, decidió que el hombre ya le había dedicado la suficiente atención y el suficiente tiempo, e hizo lo que supo que iba a hacer desde la primera vez que puso los ojos en las leoninas y soleadas pastillas. Abrió el bolso y extrajo 150 dólares en efectivo del sobre de las Pleasurelines donde llevaba sus ganancias de las tragaperras.

—Puro gozo del León —dijo Hibbard, guiñándole el ojo, mientras le acercaba, haciéndolo deslizarse sobre la mesa, el montoncito de paquetes de muestra—. ¿Quieres una bolsa?

Con el corazón batiéndole en las sienes, Enid regresó a la zona de proa de la Cubierta B. Tras la pesadilla de los días y noches precedentes, de nuevo tenía algo concreto que esperar; y qué tierno, el optimismo de quien lleva encima una droga recién conseguida y de ella espera que le cambie la cabeza; y qué universal, el ansia de eludir los condicionamientos del yo. Ningún ejercicio más agotador que el de llevarse la mano a la boca, ningún acto más violento que el de tragar, ningún sentimiento religioso, ninguna fe en nada más místico que la relación causa y efecto, eran necesarios para experimentar los beneficios de una transformación por medio de una píldora.
Estaba deseando tomársela.
Fue flotando por los aires hasta llegar al B11, donde, afortunadamente, no había rastro de Alfred. Como queriendo reconocer la naturaleza ilícita de su misión, echó el cerrojo de la puerta que daba al pasillo. Y, además, se encerró en el cuarto de baño. Levantó los ojos hacia sus gemelos especulares y, en un impulso ceremonial, les devolvió la mirada como no lo había hecho en meses, o quizá en años. Presionando hasta hacerla romper el envoltorio de papel de estaño, liberó una dorada pastilla de Aslan. Se la puso en la lengua y se la tragó con agua.

Dedicó los minutos siguientes a cepillarse los dientes y a pasarles seda dental: un poco de limpieza oral para pasar el rato. Luego, con un estremecimiento de cansancio máximo, se metió en la cama a esperar tendida.

Dorada luz de sol cayó sobre la colcha, en ese camarote sin ventanas.

Le olfateó la palma de la mano con su cálido hocico de terciopelo. Le lamió los párpados con su lengua rasposa y, a la vez, resbaladiza. Tenía un aliento dulce y vivificante.

Cuando despertó, la luz halógena del camarote había dejado de ser artificial. Era la fresca luz del sol, tras una nube pasajera.

He tomado la medicina, se dijo. He tomado la medicina. He tomado la medicina.

Su recién adquirida flexibilidad emocional recibió un duro golpe a la mañana siguiente, cuando se levantó a las siete y descubrió a Alfred acurrucado y profundamente dormido en la ducha.

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