Plegó el
Times
y lo arrojó al cubo de la basura, cada vez más rebosante.
—Nunca tuve relaciones sexuales con esa mujer —dijo.
—Sabes que en muchos asuntos puedo ser muy crítica —dijo Denise—; pero no en cosas como ésta.
—Ya te he dicho que nunca me acosté con ella.
—Insisto, sin embargo —dijo Denise—: ésa es un área donde absolutamente todo lo que me digas será escuchado con comprensión.
Y se aclaró la garganta muy significativamente.
Si Chip hubiera querido confesarse con alguien de su familia, la obvia elección habría sido su hermana pequeña, Denise. Fracasada en el
college
y malmaridada, Denise, al menos, tenía cierto trato con el lado oscuro de la vida y con los desengaños. No obstante, salvo Enid, nadie cometía el error de tomarla por una fracasada. El
college
de que ella se salió era mucho mejor que el
college
en que se graduó Chip, y, por otra parte, su temprano matrimonio y posterior divorcio le otorgaron una madurez emocional de que Chip, bien lo sabía él, carecía por completo; por no decir que Denise, trabajando ochenta horas a la semana, aún encontraba tiempo, seguramente, para leer más libros que él. Durante el último mes, desde que empezó a embarcarse en proyectos como el de escanear el rostro de Melissa del libro de nuevos alumnos de su promoción, para combinarlo luego con imágenes guarras que se bajaba de Internet, invirtiendo horas en pulir el montaje, píxel a píxel (y cómo se pasan las horas cuando la emprende uno con los píxeles), no había leído un solo libro.
—Fue un malentendido —le dijo a Denise, como pensó que correspondía—. Y en seguida todo se desencadenó como si hubieran estado deseando despedirme. Y ahora me niegan la posibilidad de defenderme.
—La verdad —dijo Denise—, me cuesta trabajo ver ese despido como algo malo. Los
college?,
son un asco.
—Éste era el lugar del mundo en que yo me encontraba en mi sitio.
—Pues es un punto a tu favor que no fuera de verdad tu sitio. ¿Cómo te las apañas para sobrevivir financieramente?
—¿He dicho yo que esté sobreviviendo?
—¿Necesitas un préstamo?
—Tú no tienes dinero, Denise.
—Sí que tengo. También creo que deberías hablar con mi amiga Julia, la que está en cosas de desarrollo de películas. Le conté esa idea tuya de una versión de
Troilo y Cressida
en el East Village. Y me dijo que la llamaras si te apetecía escribir algo.
Chip dijo que no con la cabeza como si Denise hubiera estado en la cocina y hubiera podido verlo. Unos meses antes, hablando por teléfono, había salido en la conversación la posibilidad de modernizar alguna de las obras menos conocidas de Shakespeare, pero le molestaba muchísimo que Denise se lo hubiera tomado en serio; eso era que todavía creía en él.
—Pero ¿qué pasa con papá? —dijo ella—. ¿Te has olvidado de que es su cumpleaños hoy?
—Aquí pierde uno la noción del tiempo.
—No me gustaría presionarte —dijo Denise—, pero es que fui yo quien abrió la caja con tu regalo de Navidad.
—La Navidad era un mal trago. De eso no hay duda.
—No había manera de saber qué paquete era para quién.
Fuera se había levantado un cálido viento del sur, acelerando el repiqueteo de la nieve fundida en el patio trasero. A Chip le había desaparecido, sin dejar huella, la sensación que tuvo al contestar al teléfono: que su desdicha era optativa.
—¿Vas a llamarlo?
Colgó el teléfono sin contestarle, desconectó el timbre y apoyó la cara con fuerza contra el marco de la puerta. Había resuelto el problema de los regalos familiares de Navidad en el último día en que se podía enviar algo por correo, pasando revista, a todo correr, a las antiguas gangas y los restos que tenía en su biblioteca, y envolviendo cada cosa en papel de aluminio y poniéndole al paquete una cinta roja, sin pararse a pensar ni por un momento en cuál podía ser la reacción de su sobrino Caleb, de nueve años, ante una edición, oxoniense y anotada, de
Ivanhoe,
cuyo principal mérito para recibir el calificativo de regalo consistía en estar aún envuelta en el retractilado original. Las esquinas de los libros desgarraron inmediatamente el envoltorio de papel de aluminio, y la nueva capa de papel que añadió para tapar los agujeros no se adhería bien a la capa de debajo, y el efecto resultante fue como de algo blando y a punto de rasgarse, como la piel de cebolla o el hojaldre; lo cual intentó mitigar cubriendo los paquetes con pegatinas de la Liga Nacional pro el Derecho a Abortar que le habían enviado con el sobre de documentación que todos los años recibían los socios. Tan mal le salió aquella obra de artesanía, tan torpe y tan infantil, por no decir verdaderamente insensata, que metió todos los paquetes en una caja vacía de pomelos, más que nada para quitárselos de la vista. Y a continuación envió la caja por correo a Filadelfia, a casa de su hermano Gary. Fue como llevar una enorme bolsa de mierda, algo muy pringoso y muy desagradable —sí—, pero que al menos ya estaba tirado, y que tardaría en presentársele otra vez. Pero tres días después, en Nochebuena, regresó tarde a casa, de una vigilia de doce horas en el Dunkin' Donuts de Norwalk, Connecticut, y se encontró con el problema de abrir los regalos que su familia le había enviado: dos paquetes de St. lude, un sobre almohadillado de Denise y un paquete de Gary. Tomó la resolución de abrir los regalos en el dormitorio y de hacerlos llegar hasta dicha habitación subiéndolos a patadas por la escalera. Todo un desafío, a fin de cuentas, porque los objetos oblongos tienden a no rodar escaleras arriba, sino a tropezar con la vertical de los peldaños y rebotar en sentido descendente. Por otra parte, si el contenido de un sobre almohadillado es demasiado ligero, resulta muy difícil que coja altura, por fuerte patadón que se le aplique. Pero Chip estaba pasando unas Navidades tan frustrantes y desmoralizadoras —había dejado un mensaje para Melissa en su buzón de voz del
college,
pidiéndole que lo llamara al teléfono público del Dunkin' Donuts, o, mejor aún, que viniera ella en persona, ya que estaba a cuatro pasos, en casa de sus padres, en Westport, y tuvieron que dar las doce de la noche para que el agotamiento lo obligara a convencerse de que lo más probable era que Melissa no lo llamase, y de que tampoco iba a venir a verlo, ni muchísimo menos—, que no era psíquicamente capaz ni de quebrantar las reglas de ese juego que él mismo había inventado, ni de abandonar el juego sin haber alcanzado su objetivo. Y estaba claro que las reglas sólo permitían auténticos golpes secos (quedaba terminantemente prohibido, sobre todo, meter la punta del pie por debajo del sobre almohadillado y hacerlo superar los peldaños por medio de un impulso hacia arriba), de manera que se vio obligado a ensañarse a patadas cada vez más brutales con el regalo de Denise, hasta que se rasgó el sobre y se salió el relleno de papel de periódico troceado y Chip consiguió enganchar la punta de la bota en el desgarrón y, así, enviar su regalo, de un solo puntapié, a un peldaño de distancia del piso de arriba. Donde, sin embargo, el regalo de Navidad de Denise se negó a seguir adelante en su escalada, por más que Chip lo pateaba y lo hacía jirones con el tacón de la bota. Dentro había un revoltijo de papel rojo y seda verde. Infringiendo al fin sus propias reglas, Chip lo hizo superar el último escalón levantándolo con la punta del pie y, una vez en llano, lo mandó hasta las proximidades de su cama de una sola patada. En seguida bajó a buscar los otros paquetes. También éstos resultaron destruidos, casi por completo, sin que Chip diera con el modo de elevarlos en el aire y, antes de que volvieran a caer frente al primer peldaño, mandarlos hasta arriba de un buen puntapié. El paquete de Gary se reventó al primer impacto, convirtiéndose en una nube de platillos volantes de poliestireno, mientras caía rodando escaleras abajo una botella forrada de plástico con burbujas de aire. Del mejor oporto californiano. Chip se la subió a la cama y a continuación estableció un sistema según el cual se bebería un buen trago de oporto por cada regalo que lograse desenvolver. De su madre, aún convencida de que Chip seguía colgando su calcetín de la repisa de la chimenea, recibió una caja con la inscripción
Rellenos para el calcetín,
con varios objetos envueltos por separado: una caja de pastillas para la tos, una miniatura de su foto de clase de segundo grado, con marco de latón oscurecido, frascos de champú y acondicionador de pelo y loción de manos de un hotel de Hong Kong donde Enid y Alfred se habían alojado quince años antes, en una escala de su camino hacia China, y dos elfos de madera tallada con una exagerada sonrisa de buenos sentimientos en la boca y con un arnés de cable de plata incrustado en los pequeños cráneos, para poder colgarlos del árbol. Para colocación en ese presunto árbol, Enid enviaba también un segundo paquete lleno de regalos de mayor tamaño, envueltos en papel rojo con dibujos de Santa Claus sonrisueño: una olla para cocer espárragos, tres pares de slips blancos, un bastón de caramelo tamaño extra, y dos cojines de calicó. De Gary y su mujer, además de la botella de oporto, recibía una bomba de vacío, muy ingeniosa, pensada para evitar que se oxidase el vino en las botellas sin terminar, como si Chip hubiera tenido alguna vez problemas para terminarse una botella. De Denise —a quien él había regalado
Cartas selectas de André Gide,
tras borrar de la solapa del libro la evidencia de que aquella traducción hecha por un sordo tonal le había costado un dólar— recibió una bonita camisa de seda color verde lima, y de su padre un talón de cien dólares acompañado de una notita escrita a mano encareciéndolo a que comprase él mismo lo que más le apeteciera.
Menos la camisa, que usó, el talón, que cobró, y la botella de vino, que se cepilló en la cama, aquella Nochebuena, todos los demás regalos de su familia seguían en el suelo de su dormitorio. El relleno del sobre de Denise había ido a parar a la cocina, en cuyo suelo entró en contacto con un charco de agua de fregar los platos, formando una especie de barrizal que él había distribuido por toda la casa con sus pisadas. Tropeles de poliestireno, blancos como ovejitas, se arredilaban en zonas abrigadas.
Eran casi las diez y media en el Medio Oeste.
Hola, papá. Felices setenta y cinco. Aquí todo va bien. ¿Cómo va la vida en St. Jude?
Se dio cuenta de que para hacer la llamada tenía que ponerse en situación de lo toma o lo deja. Algún vigorizador. Pero la televisión le producía tal angustia política y crítica, que ya ni siquiera podía ver los dibujos animados sin fumarse uno o más cigarrillos, y ahora tenía en el pecho una zona de dolor tamaño pulmón, y no había ningún intoxicante de ninguna clase en la casa, ni siquiera jerez de cocinar, ni jarabe para la tos, y tras el esfuerzo de hallar placer con la tumbona se le habían quedado desparramadas las endorfinas por todos los rincones del cerebro, como soldados hartos de guerrear, tan consumidas por las exigencias que Chip les había impuesto en las cinco últimas semanas, que nada, con excepción, quizá, de la propia carne de Melissa, habría podido reincorporarlas a la acción. Necesitaba algo que le levantase un poco la moral, algo que le transmitiese un poco de energía, pero lo más adecuado que tenía a su alcance era el
New York Times
de hacía un mes, y ya había marcado suficientes
emes
mayúsculas por hoy, y no se sentía con fuerzas para marcar una sola más.
Se acercó a la mesa del comedor y pudo comprobar que, en efecto, no quedaba ni un mal poso de vino en las botellas. Había utilizado los últimos 220 dólares que pudo sacar de la Visa, a crédito, en la compra de ocho botellas de un Fronsac bastante rico, y el sábado por la noche había ofrecido una última cena a los partidarios que tenía en el profesorado. Unos años antes, cuando el departamento de Teatro de D—— despidió a una joven profesora muy querida de sus alumnos, Cali López, por haberse atribuido en el currículo un título que no poseía, los estudiantes y los profesores más jóvenes, sintiéndose ofendidos, organizaron boicoteos y sentadas nocturnas con velas, logrando al final que el
college
no sólo readmitiera a López, sino que la ascendiera a profesora titular. Chip, sobra decirlo, no era ni filipino ni lesbiana, como López, pero había enseñado Teoría del Feminismo, y había sacado un cien por cien de votos en el Bloque Homosexual, y tenía por costumbre incluir en la lista de lecturas obligatorias una gran cantidad de escritores no occidentales, y, a fin de cuentas, lo único que había hecho en la habitación 23 de El Cobijo de Comfort Valley había sido llevar a la práctica ciertas teorías —el mito de la autoría; el consumismo recalcitrante de la(s) transacción(es) sexual(es) transgresiva(s)— temas que, según contrato, eran precisamente los que él tenía que enseñar en el
college.
Las teorías, por desgracia, sonaban bastante poco convincentes cuando no eran muy jóvenes y muy impresionables adolescentes quienes integraban el auditorio. De los ocho colegas que habían aceptado su invitación a cenar aquel sábado, al final sólo se presentaron cuatro. Y, por mucho que se empeñó en conducir la conversación en torno a su predicamento, la única acción colectiva que sus amigos tomaron en beneficio suyo, mientras se cepillaban la octava botella de vino, fue una interpretación a capella de
Non, je ne regrette rien.
No había tenido fuerzas para recoger la mesa en los días siguientes. Se quedaba mirando la lechuga roja ennegrecida, la capa de grasa fría de una chuleta de cordero sobrante, el revoltijo de corchos y cenizas. Reinaban en aquella casa el mismo oprobio y el mismo desorden que en su cabeza. Cali López era ahora la decana en funciones del
college,
la sustituía de Jim Levitón.
Háblame de tu relación con Melissa Paquette. ¿Mi ex alumna? Tu ex alumna.
Somos amigos. Hemos cenado juntos. Pasé algo de tiempo con ella durante los primeros días de las vacaciones de Acción de Gracias. Es una alumna muy brillante.
¿Ayudaste de algún modo a Melissa en la redacción de un ejercicio para Vendía O'Fallon que presentó la semana pasada?
Hablamos de ese ejercicio en términos generales. Tenía ciertas zonas de confusión que yo la ayudé a clarificar.
¿Es de carácter sexual la relación que mantienes con ella?
No.
Mira, Chip, creo que lo que voy a hacer es suspenderte de empleo y sueldo hasta que hayamos oído a ambas partes. Eso es lo que vamos a hacer. Nos reuniremos a principios de la semana próxima, y así tienes tiempo de hablar con tu abogado y de contactar con tu representante sindical. También debo poner mucho énfasis en que no le dirijas la palabra a Melissa Paquette.