Read Las alas de la esfinge Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Las alas de la esfinge (11 page)

—¿Cuáles son las necesidades especiales de sus clientes?

El
cavaliere
se pasó tres veces el dedo bajo la nariz.

—Perdóneme,
dottore
, pero clientes es una palabra equivocada.

—¿Y cuál es la correcta?

—No sabría decirle. Pero querría que le quedara claro que las personas que recurren a nosotros para encontrar una chica no nos pagan una sola lira, mejor dicho, un solo euro. El nuestro es un servicio social, sin ánimo de lucro, que busca el rescate y, ¿por qué no?, la redención…

—Sí, pero el dinero quién se lo da.

El
cavaliere
hizo una mueca de desagrado ante la brutalidad de la pregunta.

—La Providencia.

—¿Quién se oculta detrás de ese seudónimo?

Esta vez el
cavaliere
se puso nervioso.

—Nosotros no tenemos nada que esconder, ¿sabe? Muchos nos ayudan, incluso con donativos, y después contamos con la región, la provincia, el ayuntamiento, el obispado, las limosnas…

—¿El Estado no?

—Sí, en menor medida.

—¿En cuánta?

—Ochenta euros al día por cada huésped.

Lo cual era una buena aportación, aunque fuera minoritaria, tal como decía el
cavaliere
.

—¿Cuántas chicas tienen en este momento?

—Doce. Pero estamos al máximo.

Lo cual significaba 960 euros diarios. Calculando un promedio de diez chicas al día, eran 292.000 euros anuales. ¿Y esto era lo menos? No estaba nada mal para una asociación sin ánimo de lucro.

Montalbano empezó a percibir olor a quemado.

Nueve

Además, algo en la actitud del
cavaliere
no le cuadraba. ¿Se molestaba por la manera en que él le hacía las preguntas o temía que consiguiera hacerle la pregunta apropiada? ¿Aquella que le habría resultado muy difícil de contestar? Pero en ese caso, ¿cuál era la pregunta apropiada?

—¿Tienen algún sitio donde alojar a las chicas que están a la espera de un trabajo? —preguntó a bocajarro.

—Por supuesto que sí. Es un chalecito un poco en las afueras de Montelusa…

—¿Es propiedad de ustedes?

—Ojalá. Pagamos un alquiler bastante alto.

—¿A quién?

—A una sociedad de Montelusa. Se llama Mirabilis.

—¿Tienen personal encargado de atenderlo?

—Sí, personal fijo. Pero necesitamos también personal externo, eventual.

—¿De qué clase?

—Bueno, médicos, por ponerle un ejemplo.

—¿Por si las chicas caen enfermas?

—No sólo en caso de enfermedad. Pero es que, verá, cada chica nueva que llega es sometida a un examen médico.

—¿Para ver si sufre alguna enfermedad de carácter sexual?

El
cavaliere
Piro no dio señal de molestarse por la pregunta. Arrugó la frente, elevó los ojos al cielo y se pasó el dedo bajo la nariz, todo simultáneamente y con un bonito efecto cómico.

—Para eso también, naturalmente. Pero sobre todo para saber si tienen una constitución sana y vigorosa. Verá, con la vida tan desgraciada que han tenido que llevar…

—¿Los médicos los pagan ustedes?

—No; es un convenio entre el obispado y…

¡Casi que se arriesgaban a desembolsar una lira!

—¿Los medicamentos también los reciben gratis?

—Naturalmente.

Naturalmente. ¿Qué te habías creído?

—Vamos a dar un paso atrás. Le había preguntado cuáles son las necesidades especiales que usted me ha mencionado.

—Bueno, hay quien necesita una cuidadora, hay quien necesita una asistenta o una cocinera. ¿Comprende?

—Perfectamente. ¿Y nada más?

El
cavaliere
se frotó la nariz.

—La edad y la religión también son importantes.

—¿Y nada más?

Frotamiento de la nariz a velocidad supersónica.

—¿Y qué otra cosa podrían querer?

—Pues no sé… color del cabello… de los ojos… longitud de las piernas… circunferencia pectoral… medidas de la cintura…

—¿Y por qué tendrían que hacer esas peticiones?

—Pues mire,
cavaliere
, podría ocurrir que algún viejecito soñara con una cuidadora que se pareciera a la pequeña hada de los cabellos turquí, la de
Pinocho
.

Bajo la nariz, el
cavaliere
se pasó primero el dedo derecho e inmediatamente después también el izquierdo. Montalbano cambió de tema.

—¿Cuál es el promedio de edad?

—Bueno, a ojo de buen cubero yo diría que veintisiete, veintiocho años.

—Pero estas chicas, que cuando llegan a ustedes han hecho otras cosas muy distintas, ¿cómo aprenden a ser cocineras, asistentas?

Guglielmo Piro pareció lanzar un leve suspiro de alivio.

—Tardan muy poco, ¿sabe? Son muy listas. Y nosotros, siempre que descubrimos en una de ellas alguna inclinación especial, la ayudamos, ¿cómo diría?, a perfeccionarse.

—A ver si lo entiendo. ¿Contratan ustedes a maestras que les enseñan a guisar, a…?

—¿Qué necesidad tenemos de contratar a maestras? Aprenden observando a nuestro personal.

Y de esta manera también se ahorraban mano de obra.

—Monseñor Pisicchio me ha dicho que algunas chicas se las indican los párrocos, otras proceden de asociaciones similares a la de ustedes, y a otras se las recluta directamente…

El
cavaliere
se pasó frenéticamente el dedo bajo la nariz.

—¡Dios mío, qué palabra tan fea! ¡Reclutar!

—¿He vuelto a equivocarme con las palabras? Disculpe,
cavaliere
, mi vocabulario es más bien limitado. ¿Usted cómo lo llamaría?

—Pues, no sé… convencer, salvar, eso es.

—¿Y cómo se las convence de que se salven?

—Bueno, de vez en cuando Masino, pobrecito, carga con la tarea de darse una vuelta por los locales nocturnos.

—Debe de ser un trabajo muy duro.

El
cavaliere
no captó la ironía.

—Sí.

—¿Se limita a los locales nocturnos sicilianos?

—Sí.

—Las, digamos, consumiciones, ¿las paga de su propio bolsillo?

—¡Faltaría más! Presenta una nota de gastos.

—¿Y cómo actúa?

—Pues mire, una vez detectada una chica, ¿cómo diría?, un poco distinta de las demás…

—¿Distinta cómo?

—Más reservada… menos dispuesta a las proposiciones sexuales que le hacen los clientes… Entonces Masino la aborda y se pone a hablar con ella. Masino es, ¿cómo diría?, muy facundo.

—¡Facundo! Gracias por enriquecer mi vocabulario. Y esos recorridos, ¿los hace todas las noches?

—¡No, por Dios! Sólo el sábado por la noche. De lo contrario, si tuviera que permanecer despierto hasta altas horas de la madrugada, su trabajo se iría, ¿cómo diría…?

—¿… a la puta mierda?

El
cavaliere
lo fulminó con una mirada de indignación.

—… a pique.

—¿Cómo se llama Masino?

—Tommaso Lapis, y es el tercer nombre de la lista que le ha entregado monseñor. Pero Anna también hace lo mismo algunas veces. Anna Degregorio es el cuarto nombre.

—¿Anna Degregorio frecuenta sola los locales nocturnos?

—No, de ninguna manera. Es una chica muy guapa y podría haber equívocos. Va con su novio, que sin embargo no pertenece a nuestra asociación.

—Pero sabe combinar lo útil con lo placentero.

—Se me escapa el sentido de la…

—¿La señorita también presenta la nota de gastos?

—Por supuesto.

—¿Y ella también va el sábado por la noche?

—No. El domingo. El lunes no trabaja.

—¿A qué se dedica?

—Es peluquera.

—Mire, voy a decirle el motivo por el cual quería verlo. Le daré dos nombres: Irina y Katia, rusas, veintipocos años, ambas nacidas en Chelkovo.

—Ya me lo imaginaba, ¿sabe? ¿Irina ha vuelto a hacer trastadas? El contable Curcuraci se nos quejó por el robo de las joyas de la señora Sjostrom. Pero nosotros no podemos garantizar la honradez de las chicas. ¿Qué ha hecho ahora?

—No me consta que haya hecho ninguna trastada. Sé que Irina se apellida Ilic. Pero quisiera saber el apellido de Katia.

—Espere un momento.

Piro se acercó al ordenador y se entretuvo buscando un poco.

—Katia Lissenko, nacida en Chelkovo el tres de abril de mil novecientos ochenta y cuatro. ¿Ella también ha causado algún daño?

—No creo.

—Aquí consta que la habíamos colocado como cuidadora de un señor de Vigàta, Beniamimo Graceffa. ¿Sigue trabajando allí?

—No; se fue. ¿Se puso de nuevo en contacto con ustedes?

—No hemos vuelto a tener noticias suyas.

—¿Y de Irina?

—De Irina tampoco, pero si hubiera vuelto a presentarse, habríamos tenido que mandarla detener. No habríamos podido evitarlo. Nosotros respetamos totalmente la…

—¿Han tenido muchos casos de chicas que los hayan defraudado, traicionado su confianza?

—Sólo dos veces, por suerte. Como ve, un porcentaje francamente irrisorio. Irina y una nigeriana.

—¿Qué hizo la nigeriana?

—Amenazó con un cuchillo a la señora en cuyo domicilio trabajaba; los hechos ocurrieron hace aproximadamente cuatro años. No hemos tenido otras quejas, gracias a Dios.

Al comisario no se le ocurría ninguna otra pregunta. El pestazo a quemado lo notaba más fuerte que nunca, pero no conseguía establecer su origen. Se levantó.

—Gracias por todo,
cavaliere
. Si necesitara algo más…

—Estoy a su entera disposición. Lo acompaño.

Fue justo en la puerta cuando se le ocurrió preguntar:

—¿Recuerda si Katia e Irina llegaron juntas a su asociación?

El
cavaliere
Piro no tuvo la menor duda.

—Juntas, lo recuerdo perfectamente.

—¿Y eso?

—Estaban muy asustadas. Aterrorizadas. Michelina, el tercer nombre de la lista, la que se encarga de la acogida inicial, ya no sabía qué hacer, hasta el punto de que se vio obligada a llamarme para que la ayudara a tranquilizarlas un poco.

—¿Le dijeron el motivo?

—No. Pero se puede comprender.

—¿O sea?

—Probablemente se habían escapado a espaldas de su, ¿cómo diría?, explotador.

—¿Por qué piensa en un explotador? Al parecer no eran putas, sino bailarinas.

—Ciertamente. Pero a lo mejor no habían terminado de pagar a quien las ayudó a venir a Italia. Usted ya sabe cómo se realizan esas expatriaciones, ¿verdad? Su amiga, en cambio, llegó una semana después.

Seguramente un golpe en la cabeza le habría hecho menos efecto a Montalbano.

—¿Su… su… su amiga?

El
cavaliere
se sorprendió de la violenta sorpresa del comisario.

—Sí… Sonia Mejerev, también de Chelkovo, que…

—¿Dónde la colocaron?

—No tuvimos tiempo de hacerlo porque una noche, después de una semana de permanencia con nosotros, ya no regresó al chalecito. Desapareció.

—Pero ¿no preguntaron a sus amigas si sabían algo?

—Sí, desde luego. Pero Irina nos tranquilizó, nos dijo que Sonia había encontrado a un amigo de su padre y que era…

—¿Fue Masino quien las convenció a las tres de que vinieran aquí, a su asociación?

—No; se presentaron espontáneamente.

—¿Tiene fotografías de las chicas?

—Tengo fotocopias de los pasaportes.

—Vamos dentro. Las quiero.

Mientras el
cavaliere
imprimía desde el ordenador, Montalbano le preguntó:

—¿Puede darme la dirección del chalet donde se alojan las chicas?

—Está en la carretera de Montaperto. Inmediatamente después del surtidor de gasolina. Es un chalet bastante grande…

—¿Cómo de grande?

—Tres pisos; lo reconocerá enseguida.

El chalecito había aumentado repentinamente de tamaño.

—¿Las chicas comen allí?

—Sí. Tenemos cocinera y asistenta. Hay también una, ¿cómo diría?, una encargada que duerme en la casa. Algunas veces nuestras huéspedes están intranquilas. Se pelean por cualquier tontería, llegan a las manos, se hacen desaires.

—¿Puedo ir?

—¿Adónde?

—Al chalecito.

El
cavaliere
no dio la impresión de estar muy de acuerdo.

—Bueno, es que a esta hora… Ya está de guardia el vigilante nocturno. Tiene orden taxativa de no dejar entrar a nadie. Comprenderá que, con todas esas mujeres, unos malvados serían capaces de… Si quiere, puedo llamar y… pero no veo ningún motivo para que usted…

—¿La asistenta y la cocinera también duermen allí?

—La cocinera sí. La asistenta no; entra a trabajar a las nueve de la mañana y sale a la una.

—Anóteme el nombre, el apellido, la dirección y el número de teléfono de la asistenta.

* * *

Fue lo primero que hizo nada más llegar a Marinella. Dejó las fotografías encima de la mesita de noche y la llamó.

—¿La señora Ernestina Vullo? Soy el comisario Montalbano.

—¿Comisario de qué?

—De policía.

—Oiga, mire, yo a mi hijo 'Ntoniu lo eché de casa a patadas. ¿Es mayor de edad?

—¿Quién? —preguntó Montalbano, un tanto perplejo y no muy seguro de que la pregunta estuviera dirigida a él.

—Mi hijo. ¿Es mayor de edad?

—No sabría decirle.

—¡Pues claro que es mayor de edad! ¡Tiene treinta años! Y por eso usted tiene que ir a buscarlo donde coño se esté exhibiendo y no a mi casa. Buenas noch…

—¡Espere, señora; no cuelgue! No la llamo por su hijo sino por su trabajo en el chalet de La Buena Voluntad, donde se alojan…

—¡… esas puercas! ¡Esas grandísimas putas! ¡Guarras! ¡Zorras! ¡Chicas de mala vida! ¡Uff, comisario! ¡Imagínese que por la mañana van desnudas por toda la casa!

Justo lo que él quería saber.

—Oiga, señora, piense un poco antes de contestar. Procure recordar bien. Hace tiempo hubo en el chalet tres chicas rusas, Irina, Sonia y Katia. ¿Las recuerda?

—Pues claro. Katia era una buena chica. Sonia se escapó.

—¿Tuvo ocasión de ver si las tres lucían el mismo tatuaje cerca de la paletilla izquierda?

—Sí, señor, una mariposa.

—¿Las tres?

—Las tres. Una mariposa exactamente igual.

—¿Ha visto que en la televisión han mostrado…?

—Yo no veo la televisión.

¿Sería útil convocarla en comisaría y mostrarle las fotografías? Llegó a la conclusión de que no.

—Una vez, pero de eso hace más de dos años —prosiguió la mujer—, vi un tatuaje en el omóplato izquierdo de una chica rusa, en el mismo sitio exacto donde las otras tenían la mariposa.

Other books

Talent For Trouble by Bianca D'Arc
Acadian Waltz by Weis, Alexandrea
The Weight of the Dead by Brian Hodge
Secure Location by Long, Beverly
For Love Alone by Shirlee Busbee
Falling For a Hybrid by Marisa Chenery


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024