Read La yegua blanca Online

Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (5 page)

Eremon resopló, quitándose una miga de pan de los dientes. La tormenta no era ya más que un borroso recuerdo protagonizado por la lluvia, el viento y el pavor. Sabía que habían estado a punto de cruzar el umbral del Otro Mundo, y aunque los druidas afirmaban que esa experiencia no debía suscitar ningún temor, Eremon sabía que su cuerpo deseaba permanecer donde estaba. Sin duda, Conaire lo olvidaría todo con rapidez.

Eremon volvió a fijarse en sus hombres, que también masticaban pan. Estaban exhaustos y empapados, con nuevas contusiones y, a causa de los remos, ampollas en las manos. Pero habían conseguido sobrevivir a la furiosa tormenta y debía dar gracias por ello.

—De modo, hermano —dijo, dirigiéndose a Conaire—, que admites que estaba en lo cierto. Sí, puede ser, quizás al romperse, el mástil te haya golpeado en la cabeza y la haya puesto en su sitio.

Conaire respondió con una sonrisa y estiró sus largas piernas sobre las toscas tablas de la embarcación.

Aquellos dos hombres formaban una extraña pareja. Conaire siempre había sido un gigante, también cuando era niño. Sus cabellos brillaban como la cebada en sazón y tenía los ojos grandes y azules tan habituales entre las gentes de Erín. Eremon, por el contrario, siempre se sintió demasiado moreno y delgado. Sus ojos eran de un verdemar cambiante, herencia de su madre galesa junto con su cabello, marrón oscuro como la piel del visón. Ambos rasgos le diferenciaban de los demás cuando él no quería diferenciarse de nadie en nada.

De niño, Conaire era un torbellino, no dejaba de correr, gritar y reír, y poseía una exuberancia de la que Eremon carecía, mucho más cuando se percató de lo que significaba ser príncipe y de que debía aprender a ser rey. El padre de Conaire no era más que un ganadero, así que no le resultaría difícil satisfacer las esperanzas puestas en él y muy pronto estuvo tan dispuesto a bromear cómo a combatir y a hartarse de jabalí y de cerveza. Ah, y se llevó a la cama a una mujer en cuanto físicamente fue capaz, lo cual, en su caso, sucedió antes de rebasar su undécimo cumpleaños.

Y sin embargo, Conaire tenía una sensibilidad que su sencillo padre jamás habría apreciado y siempre sabía cuándo estaba Eremon de ánimo taciturno. Por ello, en ese momento, se limpió de migas los muslos y dio a su hermano adoptivo una palmada en la espalda.

—¿Y qué dices a que pongamos un poco de tierra bajo nuestros pies, hermano? Mis bolas se están poniendo más azules con cada día que pasa, ¡te lo juro!

Eremon se atragantó con el trozo de pan que tenía en la boca y tuvo que dejar pasar unos momentos de toses y risas antes de responder. Para entonces, el dolor de la traición y de la nostalgia había desaparecido. Donn y la venganza podían esperar. Entretanto, había asuntos más urgentes que resolver.

—Puesto que me has despertado —dijo Eremon, después de aclararse la garganta—, has de saber que ahora lo primero es averiguar dónde nos encontramos.

—Eso mismo —dijo Conaire, y saltó a los bancos de los remos. En tres zancadas llegó junto al pescador, que roía sin ganas un pedazo de pan.

Eremon se fijó en la facilidad con que, pese a su tamaño, se movía su hermano. A veces, sólo a veces, deseaba ser como él: seguir las órdenes y lanzarse a la batalla bajo el estandarte de otro, no pensar en la estrategia, limitarse a combatir. Ah, combatir y abandonarse a la sangre y al fragor, y a la gloriosa victoria…

Respiró profundamente. No, eso no era para él, y mucho menos en aquellos momentos. Su deber era actuar como un jefe, sobre todo desde el instante en que pusieran los pies en Alba. Un príncipe y no, no lo permitiera Hawen, un exiliado.

Siguió a Conaire, deteniéndose a comprobar cómo se encontraban Aedan y Rori. Rori era delgado y pálido, y sus pecas destacaban sobre sus blancas mejillas como gotas de sangre. Aedan estaba demacrado y lleno de golpes, y sus ojos grises parecían sumidos en la sombra. Y sin embargo, ambos jóvenes se irguieron con valor cuando su príncipe apoyó la mano en sus hombros.

Eremon se fijó en el cráneo moteado del pescador. Era la quemadura típica de una piel acostumbrada a vivir bajo el sol. Conaire se había colocado junto a él, con los brazos en jarras. Evidentemente, todavía no había comenzado el interrogatorio.

—¿Dónde estamos? —preguntó Eremon.

El pescador le miró con amargura.

—¡Responde al príncipe, hombre! —gruñó Conaire.

El otro agachó la mirada.

—Huele al aire de Alba, sí, pero no al aire de la isla de la Bruma. Nos hallamos más al Norte. ¿Dónde? Eso sólo Manannán lo sabe.

Eremon y Conaire se miraron. Debían desembarcar y pronto, porque se estaban quedando sin agua. En cualquier caso, lo más probable era que acabasen en una isla habitada por humildes pescadores, lo cual les convenía, porque en ella podrían descansar y recuperar fuerzas antes de buscar al caudillo de aquel lugar.

—Seguiremos remando hasta encontrar un lugar adecuado para desembarcar, algún sitio poco poblado. Podemos aguantar un día más —dijo Eremon, y se dirigió al pescador—. Y, como te he prometido, encontraremos un barco en el que puedas regresar a Erín.

—¡Bien! —dijo el hombre, y, enseñando sus dientes podridos, echó un escupitajo—. Los albanos son unos salvajes. Lo más probable es que os devoren en cuanto caiga la noch… —añadió, pero calló en cuanto Conaire le puso su manaza en el hombro. El pescador tragó saliva y guardó un respetuoso silencio.

Eremon sabía que importaba muy poco a quién encontrasen primero. Lo importante era hacer una demostración de fuerza. Entre las islas, las noticias se transmitían a gran velocidad. Cuanto más miedo y asombro fueran capaces de inspirar, mucho mejor. Con cada nuevo narrador, el relato se iría exagerando un poco más y, cuando llegara a sus oídos, el rey local se lo pensaría dos veces antes de atacar.

Al menos, eso esperaba él.

En cualquier caso, no debían aparecer ante nadie como el lastimoso grupo de refugiados que en aquellos momentos parecían. Así pues, mientras remaban hacia la lejana costa y por turnos, los hombres fueron adecentando rostros y armas. Cepillaron y trenzaron sus cabellos, sacaron brillo a sus escudos y los colocaron en línea a ambos costados del barco y, a continuación, bruñeron las puntas de sus lanzas, cascos y cotas de malla.

Eremon comprobó por enésima vez los tres cofres reforzados con hierro que llevaban bien atados al casco. Estaban llenos de las joyas que habían reunido en secreto un puñado de partidarios cuando las aspiraciones de su tío al trono pasaron a ser una seria amenaza, aunque antes de que Donn atacase al príncipe abiertamente. Antes de desembarcar, distribuiría aquellos tesoros entre sus hombres.

En su bolsilla de cuero llevaba la diadema de oro de su padre, que tenía incrustada una piedra preciosa de color verde. La piedra pertenecía a una tierra situada tan hacia el Este que, cuando quiso hacerse con ella, Ferdiad se vio obligado a intercambiarla por un saco de oro y por su concubina favorita. Envuelto en pieles enaceitadas llevaba Eremon su casco de hierro y bronce, con cimera en forma de cabeza de jabalí, el tótem de su clan, con las cerdas erizadas para inspirar más temor.

Cuando estuvieron listos, Eremon saltó a uno de los bancos de los remos y miró a sus hombres con aprobación.

—Os juro que estáis guapos como doncellas —dijo, pero, acto seguido, se puso mucho más serio—. Por desgracia, tenéis que impresionar como hombres, no como doncellas. De lo contrario es posible que perdamos la vida antes de volver a pisar Erín.

—¡No sin luchar! —dijo Finan, con un ruidoso golpe de su espada.

—No sin luchar. Aunque un grupo de hombres tan poco numeroso no puede, por magnífico que sea, hacer frente a un pueblo entero —dijo Eremon, y miró a sus valientes uno por uno—. Conocéis el plan y debéis ceñiros a él, ¡todos! De momento, soy un príncipe en busca de alianzas comerciales. La mentira deshonra, lo sé, pero Hawen el Jabalí nos perdonará porque nos quiere con vida. —Con un súbito ataque de inspiración, Eremon desenvainó la espada de su padre y la esgrimió en el aire—. Mi padre le puso nombre a esta espada. Ahora, yo, junto a las costas de Alba, quiero, en honor de Manannán, señor del mar, darle otro. La llamaré Fragarach, como la espada del propio dios
[3]
, porque responderá a la traición con sangre. ¡Con la sangre de los traidores!

Los hombres bramaron, enseñando los dientes, y sus rostros, ajados por el cansancio, se iluminaron. Algunos se inclinaron por la borda para golpear sus escudos, otros profirieron maldiciones contra Donn, el de la Barba Castaña. Luego, fieros, aunque sin aliento, regresaron a sus bancos para continuar remando.

Pronto, el tremolar de un arpa se acompasó con el golpeteo de los remos. En la proa, Aedan cantó una nueva canción. Para el gusto de Eremon, en sus canciones había demasiada gloria imperecedera, especialmente cuando, en realidad, en la batalla imperaban el miedo y el hedor y la estocada final en las tripas. En cuanto a las doncellas que proliferaban, pavoneándose, en los cuentos que recitaba el bardo, lo mismo les sucedía: demasiado esplendor. Por lo que a Eremon respectaba, las mujeres más parecían cotorras enamoradas del lujo y las joyas, joyas que, con el mayor esfuerzo, les conseguían en realidad los hombres como él.

Pero mientras los hombres se dejaban llevar por el ritmo de la boga, Eremon advirtió que latía en ellos una nueva determinación que ninguna borrasca o traición podrían quebrar. Sonrió. La campaña contra su tío los había convertido en una partida de guerreros digna de tener en cuenta. Por encima de todo, eran absolutamente leales, lo cual quedaba demostrado por su generosa actitud a la hora de acompañarle al exilio.

El exilio.

Volvió a darle vueltas en la boca a aquella palabra amarga e inevitable. De haber contado con más hombres como aquéllos, se dijo, la traición de su tío habría concluido de forma muy distinta. Tocó el filo de su espada con un dedo.
Muy distinta.
Suspiró, envainó la espada y la dejó en el suelo, sumándose a Conaire en la boga.

En su aún corta vida había aprendido que los corazones de los hombres rara vez son sinceros. En los de las mujeres ni siquiera se había detenido a pensar.

Capítulo 5

Brica despertó a Rhiann y a Linnet mucho antes del amanecer el mismo día del funeral. Entró en la casa con una lámpara de juncos untados en sebo que no dejaba de chisporrotear. Junto al hogar, la doncella despojó a Rhiann de su camisa de dormir y la ungió con una pasta hecha a base de grasa y ceniza de serbal, tapando los tatuajes azules que se enroscaban sobre su vientre y sus pechos.

Todas las mujeres de los epídeos eran tatuadas en la pubertad, pero en cuanto que Madre de la Tierra, los tatuajes de la Ban Cré representaban las líneas curvas del poder que esta diosa irradiaba a través del suelo, las rocas y los ríos. Aquellos dibujos vinculaban a la divina Diosa de la tierra con los hombres por medio del cuerpo terrenal de Rhiann. Los suyos, por ello, eran los tatuajes más hermosos y más sagrados, y debían ser protegidos con serbal el día indicado para que el rey viajase al Otro Mundo.

Sobre una saya de lino, Brica puso a Rhiann una túnica de lana verde que le llegaba hasta los tobillos. Esta prenda estaba adornada con bordados de flores escarlata y se sujetaba en ambos hombros mediante unos broches con forma de cabeza de cisne. Sobre la túnica, Rhiann llevaba el manto azul de sacerdotisa, abrochado con la fíbula real de los epídeos: dos caballos cuyos ojos consistían en incrustaciones de un ámbar del mismo color de su cabello. En sus dedos brillaban anillos de bronce, y unas pulseras adornaban sus blancas muñecas, cuya piel hendían las figuras repujadas de unos brazaletes. Llevaba también una gruesa torques de oro trenzado, cuyo enorme peso sentía sobre el cuello.

Linnet vestía con un lujo similar. Luego, cuando ambas estuvieron listas, Linnet supervisó el atuendo de su sobrina y le dirigió una mirada de aprobación. Rhiann le devolvió una frágil sonrisa. Comprendía la importancia de sus vestidos y adornos, una manifestación de poder destinada a causar respeto y admiración, y no le importaba utilizarla en su propio beneficio en caso de que fuera necesario.

Pero, en el fondo, habría deseado mucho más montar descalza a lomos de Liath, bajo el ardiente Sol, e ir adornada únicamente por una corona de diente de león.

—Es la hora —dijo Linnet—. Tenemos que irnos.

Mientras salpicaba las figurillas de la diosa con su ofrenda diaria de harina y leche, Rhiann pensó:
Gran Madre, aunque hayas dejado de hablarme, en este día concédeme al menos algunas fuerzas. Dame valor para hacer frente a mi deber.

A la luz de la luna y de las antorchas flameantes, a pie, a caballo y en carros, una sumisa procesión de nobles tomó río abajo el camino de carga para dirigirse a Crìanan, donde embarcarían hacia la isla del Ciervo, situada a poca distancia de la costa. La bruma adoptaba formas espectrales a su paso por el Add y colgaba como una sábana pálida sobre los pantanos, amortiguando el rumor del agua. De los sauces y alisos que jalonaban la orilla del río, pendía el rocío.

Gelert encabezaba la marcha guiando el carro del rey y el ataúd que transportaba el cadáver, por lo que Rhiann dejó que Liath se rezagase un poco. Al rato, entumecida por el frío y sumida en sus propios pensamientos, advirtió que el gran druida aparecía justo a su lado. Se había acercado a pie, sigilosamente.

—Deberías cabalgar junto al cadáver de tu tío. Es tu deber.

Rhiann se irguió sobre su caballo.

—Yo hago mi voluntad, no la tuya.

—¡Siempre tan irrespetuosa! —espetó el anciano, cogiéndola por el tobillo y apretándolo con violencia, tanta, que Liath estuvo a punto de espantarse. Pese a todo, entre la muchedumbre que les seguía, nadie advirtió el gesto—. No por mucho tiempo, niña. Tengo planes para ti.

—¡No tienes ningún poder sobre mí! —repuso Rhiann, entre dientes.

—Ambos sabemos que eso no es cierto —dijo Gelert, con un murmullo sibilante—. No careces de inteligencia, por mucho que te empeñes en hacerme creer lo contrario. Llevo demasiado tiempo viendo cómo evitas tu deber. Hace años que deberías habernos dado otro heredero, pero preferiste marcharte a ese campo de brujas y echar raíces y aprender tu insignificante magia —añadió el gran druida, y señaló hacia el ataúd del rey con su cabeza de lechuza—. Ahora ya no está y es hora de que el cepo se cierre sobre ti.

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