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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (50 page)

La verdad era que odiaba ver a Ouanda. Para él, la revelación de que ella era su hermana fue dolorosa, terrible, pero sabía que si la decisión fuera sólo suya, no tendría en cuenta el tabú del incesto y se casaría con ella y viviría en el bosque con los cerdis si hiciera falta. Ouanda, sin embargo, era creyente. No podría violar la única ley humana universal. Sintió pena cuando descubrió que Miro era su hermano, pero inmediatamente después empezó a separarse de él, a olvidar los contactos, los besos, los susurros, las promesas, las peleas, las risas…

Sería preferible que él también olvidara. Pero no podía. Cada vez que la veía, le dolía comprobar lo reservada que era, lo amable y cortés que se había vuelto. Él era su hermano, estaba impedido, luego sería buena con él. Pero el amor había desaparecido.

Sin caridad ninguna, comparaba a Ouanda con su propia madre, que había querido a su amante a pesar de todas las barreras que había entre ellos. Pero el amante de Madre era un hombre completo, capaz, no aquella carcasa inútil a que él estaba reducido.

Así que Miro se quedó en casa y estudió los informes de trabajo de todos los demás. Era una tortura saber lo que hacían sin que él pudiera tomar parte, pero era mejor que no hacer nada o que limitarse a mirar los tediosos vids en el terminal o a escuchar música. Podía teclear, lentamente, haciendo que el más rígido de sus dedos, el índice, tocara una por una las teclas. No era lo bastante rápido para introducir ningún dato importante, o para escribir notas, pero podía llamar a los ficheros públicos de otras personas y leer lo que hacían. Podía mantener alguna conexión con la labor vital que de repente, al abrir la verja, había surgido en Lusitania.

Ouanda estaba trabajando con los cerdis en un léxico de los lenguajes de los machos y las hembras, completado con un sistema de deletreo fonológico para que pudieran escribirlo. Quim la ayudaba, pero Miro sabía que éste tenía su propio objetivo:

intentaba ser misionero ante los cerdis de las otras tribus para llevarles el Evangelio antes de que conocieran a la Reina Colmena y el Hegemón; pretendía traducir al menos parte de las escrituras y hablarles a los cerdis en su propio idioma. Todo este trabajo con el lenguaje y la cultura cerdi era muy bueno, muy importante, se trataba de conservar el pasado, de prepararse para comunicar con las otras tribus —, pero Miro sabía que eso podía hacerse fácilmente con los eruditos de Dom Cristão, que ahora se presentaban con sus hábitos de monje y tranquilamente preguntaban a los cerdis y respondían a sus preguntas de forma capaz y rotunda. Miro pensaba que Ouanda estaba de más.

El trabajo real con los cerdis, según veía Miro, lo hacían Ender y unos pocos técnicos clave del departamento de servicios de Bosquinha. Estaban construyendo un sistema de tuberías desde el río hasta el claro del árbol madre para llevarles agua. Estaban instalando electricidad y enseñando a los hermanos cómo usar un terminal de ordenador. Mientras tanto, les enseñaban medios muy primitivos de agricultura y trataban de domesticar cabras para que tiraran de los arados. Los diferentes niveles de tecnología que se ofrecían simultáneamente a los cerdis eran confusos, pero Ender lo había discutido con Miro, y le había explicado que los cerdis tenían que ver resultados rápidos, dramáticos e inmediatos de su tratado. Agua corriente, la conexión con un terminal holográfico que les permitiera leer todo lo que había en la biblioteca, luz eléctrica por la noche. Pero todo esto era aún magia, algo que dependía por completo de la sociedad humana. Al mismo tiempo, Ender intentaba hacer que fueran autosuficientes, creativos, llenos de recursos. El destello de la luz eléctrica crearía mitos que correrían de tribu en tribu, pero no sería más que un rumor durante muchos, muchos años. Era el arado, la guadaña, la trilla, la semilla de amaranto lo que haría los cambios reales, lo que permitiría que la población cerdi se incrementara allá donde llegaran. Y todo esto podía ser transmitido de un lugar a otro con sólo un puñado de semillas en una bolsa hecha de piel de cabra y el conocimiento de cómo se había hecho el trabajo.

Éste era el trabajo del que Miro ansiaba formar parte. Pero, ¿para qué servirían sus manos engarfiadas y sus pasos vacilantes en los campos de amaranto? ¿De qué podía servir en un telar, hilando lana de cabra? Ni siquiera podía hablar con la claridad suficiente como para poder enseñar.

Ela trabajaba intentando desarrollar nuevas modalidades de plantas nacidas en la Tierra e incluso animales pequeños e insectos, nuevas especies que pudieran resistir a la Descolada, incluso neutralizarla. Madre le ayudaba con sus consejos, pero poco más, pues se dedicaba al proyecto más vital y secreto de todos. Una vez más, fue Ender quien visitó a Miro y le dijo lo que sólo su familia y Ouanda sabían: que la reina colmena vivía e iba a ser devuelta a la vida en cuanto Novinha encontrara un medio de volverla resistente a la Descolada, a ella y a todos los insectores que nacerían de ella. En cuanto esto se hubiera conseguido, la reina colmena seria revivida.

Y Miro tampoco podría ser parte de eso. Por primera vez, los humanos y dos razas de alienígenas vivirían juntos como ramen en el mismo mundo, y Miro tampoco formaría parte de aquello. Era menos humano que los cerdis. No podía hablar o usar las manos tan bien como ellos. Había dejado de ser un animal capaz de hablar y usar herramientas. Ahora era un varelse. Sólo una mascota.

Quería marcharse. Más aún, quería desaparecer, alejarse incluso de si mismo.

Pero no inmediatamente. Había un nuevo enigma que sólo él conocía, y que solamente él podía resolver. Su terminal se estaba comportando de un modo muy extraño.

Lo advirtió la semana después de recuperarse de la parálisis. Estaba leyendo algunos ficheros de Ouanda y se dio cuenta de que, sin hacer nada especial, tenía acceso a archivos confidenciales. Estaban protegidos, no tenía idea de cuáles eran las palabras de acceso y, sin embargo, una simple petición de rutina sirvió para que apareciera la información. Eran las especulaciones de Ouanda sobre la evolución cerdi y sus modos de vida antes de la Descolada. El tipo de cosa que dos semanas antes ella le habría contado, aunque ahora las conservaba para sí y nunca discutía nada con él.

Miro no le dijo que había visto los ficheros, pero sí se las arregló para sacar el tema en sus conversaciones. Una vez Miro mostró su interés, ella le refirió sus ideas de bastante buena gana. A veces era casi como en los viejos tiempos. Excepto que él oía el sonido de su propia voz farfullante y se guardaba las opiniones para si, la escuchaba sin discutir. Sin embargo, ver sus ficheros confidenciales le permitió penetrar en aquello que realmente le interesaba a ella.

Pero, ¿cómo lo había visto?

Sucedía una y otra vez. Ficheros de Ela, de Madre, de Dom Cristão. Cuando los cerdis empezaron a jugar con su nuevo terminal, Miro pudo verlos gracias al sistema eco que su terminal no había tenido nunca antes. Aquello le permitió ver todas sus operaciones y luego hacer algunas sugerencias y cambiar un poco algunas cosas. Sentía un particular placer en suponer qué era lo que los cerdis intentaban hacer realmente y les ayudaba, subrepticiamente, a hacerlo. Pero ¿cómo había conseguido aquel acceso tan poderoso y tan poco ortodoxo a la máquina?

El terminal también estaba aprendiendo a acomodarse a él. En vez de largas secuencias en código, sólo tenía que iniciar una secuencia y la máquina obedecía sus instrucciones. Finalmente, ni siquiera tuvo que conectar. Tocaba el teclado y el terminal presentaba una lista de todas las actividades que él normalmente llevaba a cabo. Sólo tenía que tocar una tecla e ir directamente a la actividad que quería realizar, saltándose docenas de rutinas preliminares, ahorrándose muchos dolorosos minutos de teclear un carácter cada vez.

Al principio pensó que Olhado había creado el nuevo programa para él, o tal vez alguien en la oficina de la alcaldesa. Pero Olhado sólo miró ensimismado a lo que el terminal hacía y dijo:

—Bacana —Grandioso.

La alcaldesa nunca recibió el mensaje que le envió. En cambio, el Portavoz de los Muertos vino a visitarle.

—Así que el terminal te está ayudando —dijo Ender.

Miro no respondió. Estaba demasiado ocupado intentando pensar por qué la alcaldesa había enviado al Portavoz a responder a su nota.

—La alcaldesa no recibió tu mensaje. Lo hice yo. Y es mejor que no le menciones a nadie lo que está haciendo tu terminal.

—¿Por qué? —preguntó Miro. Era una palabra que podía decir sin farfullar demasiado.

—Porque no es un programa nuevo lo que te ayuda. Es una persona.

Miro se rió. Ningún ser humano podía ser tan rápido como el programa que le ayudaba. En realidad era más rápido que la mayoría de los programas con los que había trabajado antes. Estaba lleno de recursos y era intuitivo. Más rápido que un humano y más listo que un programa.

—Creo que es una vieja amiga mía. Al menos, fue ella quien me habló de tu mensaje y me sugirió que te hiciera saber que la discreción es una buena idea. Verás, es un poco tímida. No tiene muchos amigos.

—¿Cuántos?

—En este momento, exactamente dos. Durante unos pocos miles de años, sólo uno.

—No es humana —dijo Miro.

—Ramen. Más humana que la mayoría de los humanos. Nos hemos amado durante mucho tiempo, ayudado mutuamente, dependido uno de otro. Pero en las últimas semanas, desde que llegué aquí, nos hemos ido separando. Estoy más… relacionado con las vidas de la gente que me rodea. Con tu familia.

—Mi madre.

—Sí. Tu madre, tus hermanos y hermanas, el trabajo con los cerdis, el trabajo con la reina colmena. Mi amiga y yo solíamos hablar constantemente. Ahora no tengo apenas tiempo. A veces hemos herido mutuamente nuestros sentimientos. Ella está sola, y por eso pienso que ha elegido otra compañía.

—Não quero.

—Sí quieres. Ya te ha ayudado. Ahora que sabes que existe, descubrirás que es… una buena amiga. No la hay mejor, más leal, más servicial.

—¿Perrito faldero?

—No seas tonto. Te estoy presentando la cuarta especie alienígena. Se supone que eres xenólogo, ¿no? Te conoce, Miro. Tus problemas físicos no son nada para ella. No tiene cuerpo. Existe entre las perturbaciones filóticas en las comunicaciones por ansible entre los Cien Mundos. Es la criatura viva más inteligente, y tú eres el segundo ser humano que ha elegido para revelarse.

—¿Cómo? ¿Cómo cobró vida? ¿Cómo llegó a conocerme? ¿Por qué me eligió?

—Pregúntale tú mismo —Ender tocó la joya en su oído —. Sólo te advierto una cosa. En cuanto confíe en ti, mantenla siempre contigo. No le ocultes secretos. Una vez tuvo un amante que la desconectó. Fue solamente una hora, pero las cosas ya nunca volvieron a ser igual entre ellos. Se convirtieron simplemente en amigos. Buenos amigos, amigos leales, hasta que él muera. Pero él lamentará durante toda su vida aquel acto insensato de deslealtad.

Los ojos de Ender brillaron y Miro comprendió que, fuera lo que fuese aquella criatura que vivía en el ordenador, no era un fantasma, era parte de la vida de este hombre. Y le estaba transmitiendo a Miro, como el padre a su hijo, el derecho a conocer a su amiga.

Ender se marchó sin decir nada más, y Miro se volvió hacia el terminal. En él aparecía el holograma de una mujer. Era pequeña, y estaba sentada sobre un taburete y se apoyaba contra la pared holográfica. No era hermosa, aunque tampoco era fea. Su cara tenía carisma. Sus ojos eran obsesionantes, inocentes, tristes. Su boca era delicada, a punto de sonreír, o de llorar. Sus vestidos parecían de gasa, insustanciales, pero en vez de resultar provocativos, revelaban una especie de inocencia, de niñez. Podía haber estado sentada en el columpio de un parque infantil, o en el borde de la cama de su amante.

—Bom dia —dijo Miro suavemente.

—Hola —dijo ella —. Le pedí que nos presentase.

Era tranquila, reservada, pero fue Miro quien se sintió cohibido. Durante mucho tiempo Ouanda había sido la única mujer de su vida, aparte de las de su familia, y tenía poca confianza en los dones sociales. Al mismo tiempo, era consciente de que le estaba hablando a un holograma. Era completamente convincente, pero no dejaba de ser una proyección láser.

Ella alargó una mano y se la colocó suavemente en el pecho.

—No siento nada —le dijo ella —. No tengo nervios.

Los ojos de Miro se llenaron de lágrimas. Autocompasión, por supuesto. Posiblemente nunca tendría una mujer más sustancial que ésta. Si intentaba tocar a una, sus caricias serían como zarpazos. A veces, cuando no tenía cuidado, su masculinidad reaccionaba y él apenas si podía sentirlo. ¡Vaya un amante!

—Pero tengo ojos —añadió —. Y oídos. Veo todo lo que pasa en los Cien Mundos. Contemplo el cielo a través de mil telescopios. Escucho un billón de conversaciones cada día —se rió —. Soy la mayor chismosa del universo.

Entonces, de repente, se puso en pie, se hizo más grande, y él sólo pudo verla de cintura para arriba, como si se hubiera acercado a una cámara invisible. Sus ojos ardían de intensidad.

—Y tú eres un escolar paranoico que no ha visto nada más que una ciudad y un bosque en toda su vida.

—No he tenido muchas oportunidades para viajar.

—Ya arreglaremos eso. Veamos. ¿Qué quieres hacer hoy?

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó él.

—No te hace falta mi nombre.

—¿Cómo te llamo?

—Estaré aquí cada vez que quieras.

—Pero quiero saberlo.

Ella se tocó la oreja.

—Cuando te guste lo bastante para que me lleves contigo allá donde vayas, entonces te diré mi nombre.

Impulsivamente, le dijo lo que no le había dicho a nadie más.

—Quiero marcharme de este lugar. ¿Puedes sacarme de Lusitania?

De inmediato, ella se volvió coqueta y burlona.

—¡Y sólo acabamos de conocernos! Realmente, señor Ribeira, no soy de esa clase de chicas.

—Tal vez cuando nos conozcamos mejor —respondió Miro, riéndose.

Ella hizo una sutil transición y la mujer de la pantalla se convirtió en un largo felino, que se recostaba sensualmente en un tocón. Ronroneó, estiró una pata, rugió.

—Puedo partirle el cuello con un simple golpe —susurró, el tono de su voz era seductor, sus garras prometían muerte —. Cuando estés solo, puedo destrozarte la garganta de un mordisco.

Él se rió. Entonces advirtió que en toda su conversación había olvidado lo confusa que era su voz. Ella comprendía todas sus palabras y nunca decía: «¿Qué? No entendí eso último», ni ninguna de aquellas frases, amables pero molestas, que la gente decía. Ella le entendía sin hacer ningún esfuerzo especial.

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