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Authors: Bill Bridges

Tags: #Fantástico

La última batalla (2 page)

Pero todos esos asuntos eran insignificantes en comparación con la urgente necesidad de curar a Grammaw. Zhyzhak se había dado cuenta de ello hacía semanas. Fingía aplazar la decisión, retrasar su necesario viaje, de manera que pudiera fabricar armas en secreto, porque en el sitio adonde iba necesitaría algo más que su inteligencia y su espíritu. Le había llevado semanas y costado el sacrificio de su soldado más leal (los demás pensaban que había sido asesinado por guerreros Wendigo), pero ahora ella tenía su fetiche, lo único que le permitiría triunfar donde todos los demás habían fracasado.

Bajó por el intestino del Trueno del Wyrm y esquivó por los pelos la sangre líquida de las venas mientras cruzaba entre las vísceras a una velocidad increíble. Dio unos ligeros golpes con la lengua dentro de su boca lobuna, para asegurarse de que el pequeño fetiche seguía allí, atado a sus dientes anteriores. Allí estaba. Le rozaba la garganta y casi lo ahogaba de vez en cuando, pero era el pequeño precio que tenía que pagar por la discreción que necesitaba. Si alguno de los secuaces del Wyrm sospechaba lo que llevaba, intentaría arrebatárselo. Ladró con fuerza al imaginarse las caras de los señores Maeljin cuando se dieran cuenta de que tendrían que doblegarse ante ella, la reina y novia del mismísimo Wyrm.

Cuando sintió una dolorosa presión en el estómago, cambió a la forma de batalla Crinos. Su mayor tamaño la haría ir más despacio, pero necesitaba el poder extra para resistir las piedras afiladas que intentarían triturarla y convertirla en polvo por haber entrado en los intestinos. Si hubiese estado viajando por Grammaw en el mundo material, en lugar de en su reflejo espiritual ya la habrían matado diez veces. Como al pobre Ghavaaldt.

Dirigió sus pensamientos cautelosamente hacia otros asuntos, pensando intencionadamente en cómo despellejaría vivo a Ojo-Blanco-ikthya. Había ciertos espíritus y secuaces que podían leer la mente y no quería arriesgarse a que captaran sus pensamientos acerca de su fetiche secreto. Pensó en los aullidos de dolor que soltaría el viejo mientras masticaba lentamente su tendón aún unido a la carne, como si fuera un regaliz.

Mientras entraba en los intestinos, se estiró resueltamente y cogió un puñado de carne gorda y manchada de excrementos y luego bajó por un túnel lateral. Oyó a Pizarrarañada deslizarse a su espalda, apresurándose para llegar al centro del túmulo antes que ella. Se lo permitió. Una vez que Pizarrarañada pasó, dejó que la peristalsis de Grammaw la llevase a donde quisiera. Tras una eternidad de olores nauseabundos y la caricia de unas pesadillas humeantes, se dejó caer pesadamente en la enorme caverna de carne neural que componía el centro del túmulo.

Los soldados que la esperaban, los guardias de élite del túmulo, corrieron inmediatamente a ayudarla a ponerse en pie y la rodearon, al tiempo que gruñían a los otros Garou congregados allí. Zhyzhak les apartó a patadas y se levantó por sí misma mientras se limpiaba los excrementos. Caminó resueltamente hasta el centro y gritó a sus compañeros.

—¡Escuchad, escoria! ¡Me voy a Malfeas! ¡Bailaré la Espiral y ninguna puñetera pesadilla o excusa de mierda me detendrá! ¿Lo habéis oído? ¿Alguien tiene algo que decir?

Miró a su alrededor. Pizarrarañada, que había llegado mientras ella todavía daba volteretas por los laberínticos intestinos de Grammaw, estaba de pie en la periferia, intentando mostrarse lo más inofensivo posible. Podía ver a otros Garou, también en el borde de la congregación, intercambiando miradas cómplices. Los conspiradores de Pizarrarañada. Le dio un golpe en la espalda a Aliento-Sarnoso, el jefe de sus guardias; fue un golpe tan fuerte que casi le hizo perder el equilibrio.

—¡Aliento-Sarnoso se queda al mando mientras yo esté fuera! ¿Me habéis entendido? Si hay alguien que tenga algún problema al respecto, que me lo diga ahora.

Pizarrarañada se quedó callado, igual que sus compañeros. Esperaría a que ella se marchase para dar el paso. Bien. Aliento-Sarnoso era un guerrero fuerte, pero estúpido. Pizarrarañada, si era listo, que lo era, utilizaría a sus compañeros para reducirlo y luego declarar su liderazgo. Sus dones de Wyrm garantizarían que nadie más lo venciera, pero tendría unas cicatrices que se lo recordarían. De todas maneras, su reinado sería breve; cuando ella volviera, los mataría a todos.

Zhyzhak se dio la vuelta y dio unas patadas a un bulto blancuzco que rodaba por el suelo. Al patearlo, se abrieron dos ojos, que la miraron con miedo. Una boca se abrió y cerró y se escaparon unos gimoteos. La cosa se levantó lentamente sobre lo que pasaban por ser unas piernas: globos blancos y pastosos que apenas eran capaces de soportar su obesidad.

—¡Pez-Pálido! ¡Abre la puerta! ¡Ahora!

El metis albino gruñó una respuesta y comenzó a abrir un puente de luna. Él ya sabía a donde iba, así que no necesitó preguntar. Unos minutos después, apareció el portal, con su luz plateada demasiado brillante para la mayoría de los ojos de los Garou. Normalmente, solo el débil fuego diabólico de las venas de Grammaw y las ocasionales chispas eléctricas de las neuronas del Trueno del Wyrm iluminaban la caverna.

Zhyzhak no miró atrás cuando cruzó el portal como un huracán, preparada para luchar contra los desafíos que la esperaban en su destino; nadie entraba en el reino del Dragón Verde sin vencer un desafío. Antes incluso de que el portal se cerrara tras ella, pudo oír los gritos de guerra y el sonido húmedo y desgarrador de las garras cortando la carne. Como debía ser…

El siseo infernal de un billón de serpientes hacía difícil concentrarse. Zhyzhak se abrió paso por el foso, estrecho y cubierto de suciedad incrustada, utilizando los sentidos del tacto y el olfato. El calor era casi insoportable incluso para ella, pero su recocido cerebro le quitó importancia y empujó su cuerpo hacia delante. Podía sentir los colmillos clavándose en su carne a cada paso, el veneno entrando a chorro en su torrente sanguíneo, pero su constitución Garou anulaba el veneno. De cuando en cuando se detenía para vomitar las toxinas inactivas y luego seguía adelante dando traspiés y sufriendo todavía más mordeduras de serpiente.

Al final, sintió una brisa y olió el aroma caliente y tibio de una ciénaga salobre. Aceleró el paso y escapó del estrecho túnel saliendo al acogedor abrazo de un charco estancado. Al instante, los insectos empezaron a pulular sobre ella y casi cubrieron cada centímetro de su piel. En comparación con las serpientes, aquello era un masaje. Se movió lentamente por el agua, apartando a un lado parras marchitas y troncos podridos y quebrados.

Los gases de la ciénaga la tragaron y mataron a los insectos. En el segundo que tardaron en hacerlo, prestó atención al aviso y contuvo la respiración hasta que los nocivos humos desaparecieron.

Zhyzhak sintió algo que se frotaba contra sus piernas, algo viscoso y con escamas y sonrió. Abrió los ojos, sintiendo todavía el escozor de las picaduras de los insectos y miró hacia abajo. A través de la oscuridad, pudo ver la mayor parte de una enorme cola de dinosaurio que desaparecía a su izquierda. La siguió, chapoteando por el barro sin importarle a qué criaturas molestaba.

La cola la condujo a un claro, un montículo cubierto de hierba y de bruma, sobre el que estaba sentado un bulto enorme y enrollado, de escamas verdes. Cerca de la parte superior de la pequeña montaña de su cuerpo, vio un solo ojo abierto, de reptil, que la vigilaba.

Zhyzhak se arrodilló en el agua y el barro se tragó sus piernas. Cerró los ojos y mostró su garganta a la criatura. La cabeza del animal se levantó lentamente y dejó al descubierto un hocico enorme, con cien colmillos, adornado con plumas negras. Su cabeza flotó por el agua hacia Zhyzhak, se detuvo junto a su cara y la olfateó. Abrió la boca y dos monstruosos colmillos salieron de sus fundas y empezaron a rezumar un veneno ácido. La negra ponzoña le salpicó la piel y se la chamuscó; fue el peor dolor que había experimentado en la vida.

Las quemaduras formaron unas figuras, unos pictogramas que representaban algún secreto blasfemo que no podía leer, pero en ese momento supo que había sido marcada. Había pasado la prueba. El Dragón Verde la apoyaba.

El animal volvió a deslizarse y a enroscarse y enterró la cabeza una vez más, dando la impresión de que dormía. Tras él, el tenue parpadeo de luz señalaba el portal que había abierto para ella. Zhyzhak cambió a su forma de lobo terrible y prehistórico, saltó por encima del dragón y cruzó el portal antes de que pudiese cambiar de idea.

Aterrizó dando un patinazo sobre unas losas polvorientas. Las piedras crujieron bajo su repentino peso y enviaron sonoros ecos por el cielo abierto y gris. Se detuvo y escuchó. A lo lejos y procedentes de todas direcciones, oyó sonidos variados: gemidos de terror y dolor, gritos de horror y placer, además del chasquido de látigos y el sonido metálico de unos engranajes. Pero no respondían a su llegada.

Paseó la mirada por el patio en ruinas. Parecía una fortaleza medieval antigua y abandonada. Los muros tenían casi seis metros de altura y Zhyzhak no podía ver por encima de las almenas. Sabía que detrás de cada uno de los muros del patio octogonal, cada uno de los cuales tenía una puerta grande de hierro, se podía encontrar un único ducado malfeano. Ninguno de ellos era su destino.

Cambió a su forma de batalla (cabeza de lobo y cuerpo antropoide, enorme, pesado y peludo), clavó las zarpas en las grietas de la mampostería y escaló uno de los muros. Cuando pudo asomarse por encima, miró en todas direcciones, buscando un lugar en concreto. La bruma llena de humo procedente de las numerosas hogueras que había, junto con las nubes negras que tapaban el sol (o lo que pasaba por ser el sol en este reino infernal), ocultaba gran parte de la vista. Pero podía distinguir su destino: una torre enorme y esbelta de mármol verde con vetas negras, que sobresalía hacia el cielo como si fuera una flecha armada de espinas, clavada en la Tierra. El Templo Oscura, hogar del Laberinto de la Espiral Negra.

Zhyzhak se movió lentamente a lo largo del muro, asomándose por encima de las almenas para examinar el laberinto pedregoso desde todos los ángulos. Avistó el pasadizo que quería y el camino que necesitaba para llegar hasta él y luego se dejó caer desde el muro y se dirigió hacia la puerta oeste.

Había cambiado desde la última vez que estuviera allí. Cada vez era distinto. Una vez, el sitio le había parecido nuevo, como si todavía estuviera bien cuidado. Otra, le había parecido de alguna manera asiático, como si estuviera en una tierra distinta. Ahora, sospechaba que veía un poco de su cara verdadera.

Estiró la mano hacia el picaporte de la puerta y tiró de la anilla de metal, arrastrándola con todas sus fuerzas. La puerta crujió y se resistió, pero se deslizó con un chasquido, un rechinar que retumbó por todas partes. Ahora sabrían que estaba allí; los curiosos se acercarían a investigar. Se puso a cuatro patas, todavía en su forma de batalla y, recordando el camino gracias a su reconocimiento, corrió por el laberinto.

Cuando llegó al corredor que conducía al templo, se encontró un cuervo parasitario que la esperaba. Graznó cuando ella se aproximaba y cambió a una forma humana. Esto la sorprendió; no se había esperado encontrar a uno de la raza cambiante Corax allí en Malfeas. Eran sirvientes de Helios, el Sol, y no pertenecían a estas tierras grises. Este debía de ser un renegado, corrupto y comprometido con uno de los temidos Duques de Malfeas.

—¿Qué quieres, chico cuervo? —gritó Zhyzhak, sin detenerse al pasar a toda prisa a su lado.

El ave corrió tras ella.

—Eh, señora, no hace falta ser hostil. Solo tengo curiosidad por esa cosa brillante que veo que lleva en la boca.

Zhyzhak giró sobre sus talones sin perder el paso y clavó sus colmillos en la garganta del Corax. Era rápido, pero no lo suficiente. Zhyzhak le arrancó la yugular y le golpeó las rodillas con sus pezuñas traseras. El Corax gorgoteó un graznido de sorpresa, pero se le fue la luz de los ojos y se derrumbó.

Zhyzhak se dio media vuelta y siguió andando. No sabía cómo había visto aquel pequeño bastardo el fetiche que llevaba en la boca; aquellos cuervos tenían buenos ojos y maña para ver objetos brillantes, pero no quería arriesgarse a que algo amenazador de verdad le esperase en su camino, así que ahora lo fundamental era la velocidad. Corrió como un tiro por el pasillo, al final del cual el templo era una lejana mancha.

Unas pinzas gigantescas cayeron sobre las losas justo delante de ella y la obligaron a pegar la espalda a la pared para esquivar el ataque repentino. Levantó la mirada y vio a una gigantesca criatura parecida a una mantis, vestida con un hábito negro y dorado y que llevaba una mitra en su cabeza de insecto. Pertenecía a algún tipo de realeza, tal vez fuera un conde o un marqués de alguno de los ducados cercanos. La cháchara de su tórax no tenía ningún sentido para ella, porque nunca había aprendido este idioma espiritual, pero dio por sentado que él también quería su fetiche. La pesadilla que había vinculado a la fuerza al objeto debía de estar dando voces, revelando su presencia. Aceleró otra vez e intentó estar preparada para el siguiente ataque.

Cuando cayó la otra pinza, Zhyzhak la esquivó con facilidad y a continuación cruzó la longitud de su brazo de una sola zancada mientras corría y llegó a su codo antes de que pudiera reaccionar. Mientras la criatura bajaba la boca para comérsela (sus pinzas estruendosas eran lo suficientemente grandes para cortarle el torso de un solo mordisco), Zhyzhak volvió a saltar, aterrizó en su cabeza y le quitó de un golpe la mitra, el símbolo de su rango. Cuando el animal empezó a agitarse para quitársela de encima, golpeó una mano con forma de garra contra el ojo multifacético y le rompió el globo, que era como de cristal. La criatura chilló a un volumen y tono tan altos que hasta Zhyzhak, bien acostumbrada a los sonidos agudos, tuvo que taparse los oídos.

Las convulsiones eran demasiado frenéticas; Zhyzhak perdió el equilibrio, cayó y por muy poco consiguió agarrarse a tiempo a la parte superior de las almenas para evitar acabar en otro ducado y perder el camino. Mientras se ponía derecha, la pinza del señor mantis volvió a dirigirse hacia ella. Apenas pudo esquivarla y gruñó cuando le arañó el muslo; luego Zhyzhak rodeó con sus brazos al animal, con un abrazo de oso y lo retorció con todo su peso y fuerza. El señor no pudo ajustar su paso a tiempo y la pinza chasqueó, el caparazón crujió y soltó una sustancia viscosa y nauseabunda.

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