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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (50 page)

—Siento que lord Ælfwold haya muerto —dijo.

—Y yo comparto ese sentimiento, señor.

—Mi padre me ha enviado para acabar con ese nido de piratas paganos —afirmó con la misma altivez con que se sentaba. Se daba cuenta de lo joven que era, de la frágil autoridad que ostentaba, pero tenía la misma mirada inteligente de su padre. Sobrepasado por las circunstancias, se le notaba el horror que sentía al verme con la cara manchada de sangre, sobrecogido entre tantos guerreros mayores que él, que ya mataban daneses cuando todavía él se aferraba a los rebosantes pezones de su ama—. La pregunta es cómo lo haremos.

—Steapa tiene la respuesta —dije.

Eduardo pareció tranquilizarse en la misma medida que Steapa se revolvía incómodo.

—Hablad, pues —le conminó el hijo de Alfredo.

Aterrorizado, Steapa me echó una mirada para que acudiese en su ayuda, así que respondí en su nombre:

—Tenemos que cruzar el foso y trepar por la muralla; sólo podemos hacerlo durante la marea baja, y los daneses lo saben, igual que saben que tendremos que intentarlo cuanto antes.

A lo que siguió un silencio. No había sino dicho en voz alta lo que todo el mundo pensaba, y Eduardo se había disgustado. ¿Qué esperaba? ¿Que dispusiera acaso de un hechizo urdido con artes paganas? ¿Pensaba quizá que unos ángeles bajarían del cielo de los cristianos para atacar a los daneses que se encontraban en el interior del fuerte? Sólo había dos formas de tomar Beamfleot. Una pasaba por dejar morir de hambre a sus moradores, pero no disponíamos de tanto tiempo. La otra tomar al asalto las murallas. En situaciones de guerra, la solución más sencilla, y casi siempre la más sangrienta, suele ser la primera que se nos viene a la cabeza, algo que de sobra sabían los allí presentes. Imaginándose el horror de tener que escalar una alta empalizada defendida por daneses sedientos de sangre, algunos no dudaron en dedicarme miradas cargadas de reproche.

—De modo que manos a la obra —añadí, muy seguro de lo que decía—. Weohstan, vuestros hombres se encargarán de vigilar las marismas y de impedir que salgan correos de la fortaleza. Beornoth, haceos cargo de los hombres de lord Ælfwold, y atacad los barcos que, a modo de fortines, defienden el final de la ensenada. Vos, mi señor —dije, mirando a Eduardo—, os encargaréis de que vuestros hombres preparen escalas. Y vosotros —añadí, señalando a los seis curas—, ¿para qué habéis venido?

Eduardo me miró horrorizado; los curas parecieron ofendidos.

—Siempre pueden rezar, lord Uhtred —apuntó Etelfleda con dulzura.

—Pues que recen sin parar —les dije.

Silencio de nuevo. Los hombres esperaban un consejo de guerra, y a Eduardo, formalmente al frente de las tropas, le hubiera complacido una excusa para dejar bien sentado que era él quien tomaba las decisiones, pero no había tiempo para discusiones.

—Escalas, pues —convino Eduardo, desconcertado.

—Tenemos que trepar por esas murallas. Necesitaremos no menos de cuarenta —dije sin rodeos.

Eduardo parpadeó, como si dudase si darme una bofetada, pero debió de pensar que más le valía tomar Beamfleot que ganarse un enemigo, y se las arregló para componer una sonrisa y decirme:

—Las tendréis.

—En ese caso —repuse—, ya sólo nos queda salvar el foso y afianzar las escalas para trepar por esos muros.

A Eduardo se le borró la sonrisa de la cara.

Porque hasta el hijo de Alfredo sabía que muchos hombres perderían la vida, demasiados.

No había otra solución.

* * *

La primera dificultad consistía en salvar el foso. Con ese propósito, al día siguiente, me dirigí a caballo al norte. Si bien nunca llegaron a presentarse, preocupado por si a Haesten se le ocurría ordenar el regreso de sus hombres y plantar cara a nuestras tropas, enviamos numerosas partidas de exploradores hacia el oeste y hacia el norte para que nos avisasen con tiempo. Haesten, por lo visto, tenía una fe ciega en la solidez de la fortaleza y en el arrojo de la guarnición que la defendía porque, en vez de tratar de acabar con nosotros, dio orden de que sus hordas se adentrasen más en Mercia, donde arrasaron ciudades y pueblos indefensos, cuyos habitantes se creían a salvo por su proximidad a la frontera de Wessex. Una capa de humo cubría los cielos de Mercia.

Me acerqué a Thunresleam y fui a ver al cura Heahberht. Le conté lo que tenía pensado, y Osferth, que iba al frente de los dieciocho hombres que venían conmigo, le dijo que montase en uno de los caballos de más que llevábamos.

—Seguro que me caeré al suelo —dijo Heahberht nervioso, sin apartar su ojo sano del alto corcel de guerra.

—No os pasará nada. Si os sujetáis bien, el caballo velará por vos —le tranquilicé.

Me había llevado a Osferth y a los suyos porque para ir hacia el norte teníamos que pasar por Anglia Oriental, territorio danés. Había dado por sentado que todos los daneses dispuestos a enfrentarse con los sajones ya se habrían unido a Haesten, y que quienes no se hubieran movido de sus haciendas no tenían intención de tomar parte en la contienda. Aun así, me pareció más prudente llevar un grupo numeroso. Cuando estábamos a punto de emprender la marcha hacia el norte desde Thunresleam, Osferth me advirtió que unos jinetes se acercaban. Me volví y vi cómo salían de los bosques que ocultaban Beamfleot.

Lo primero que pensé fue que habían avistado a las hordas de Haesten por el oeste y que venían a avisarnos. Hasta que reparé en que uno de ellos portaba un estandarte con un dragón, y caí en la cuenta de que era la enseña de Eduardo el Heredero. Acompañado por un montón de guerreros y un cura, el propio Eduardo se contaba entre ellos.

—Pocas veces he tenido la oportunidad de andar por tierras de Anglia Oriental —me comentó, tratando de explicarme tan inesperada aparición—, y me ha parecido que ésta sería una buena ocasión.

—Sed bienvenido, señor —repuse, en un tono que daba a entender claramente que no lo era.

—Os presento al padre Coenwulf —dijo Eduardo señalando al cura que, muy a su pesar, me saludó con una inclinación de cabeza; era un hombre de tez pálida, tendría unos diez años más que Eduardo—. El padre Coenwulf ha sido mi tutor —añadió Eduardo con afecto—; ahora es mi confesor y también amigo mío.

—¿En qué le instruisteis? —pregunté al cura que, en vez de responder, clavó en mí unos ojos tan indignados como azules.

—Filosofía y los escritos de los padres de la Iglesia —repuso Eduardo.

—De niño, sólo aprendí una cosa que me haya sido de utilidad: ojo con las estocadas que te lleguen por debajo del escudo. El padre Heahberht —dije indicando con un gesto al cura tuerto—, Eduardo el Heredero —le informé al cura del pueblo que, al saberse en presencia de tan eximio príncipe, del susto casi se cayó del caballo.

El padre Heahberht era nuestro guía. Le había preguntado dónde podría haber barcos, y me había dicho que no hacía ni una semana había visto cómo arrastraban dos cargueros por el río hacia el norte.

—No están muy lejos, mi señor —me aclaró, al tiempo que me contó que pertenecían a un comerciante danés y que estaban varados en unas gradas para repararlos—. A lo peor, no están en condiciones de hacerse a la mar, mi señor —añadió nervioso.

—No importa; llevadnos hasta allí.

Era un día cálido y soleado. Cabalgábamos por unos magníficos campos que, como el padre Heahberht me informó, eran propiedad de un tal Thorstein, que se había ido con Haesten a Mercia. Desde luego, el danés cuidaba con esmero de su hacienda, tierras bien regadas, buenos montes, huertos en buenas condiciones.

—¿Dónde vive? —le pregunté a Heahberth.

—Allá vamos, mi señor.

—¿Es cristiano? —se interesó Eduardo.

—Eso dice —balbució el cura tuerto, sonrojándose.

Estaba claro que hubiera deseado contarnos más cosas pero, amedrentado por si no encontraba las palabras adecuadas, se limitó a mirar boquiabierto al Heredero. Eduardo le indicó con un gesto que cabalgase delante de nosotros, pero el pobre cura no sabía cómo hacer para que su caballo fuera más deprisa, de modo que Osferth se inclinó y se hizo con las bridas. Ambos se fueron al trote por delante de nosotros, con Heahberht asido al borrén de la silla de montar como si le fuera la vida en ello.

—Estos curas de pueblo… —comentó Eduardo con disgusto.

—Hacen más mal que bien —añadió Coenwulf—. Una de nuestras primeras tareas, mi señor, será educar a los curas de pueblo.

—¡Encima lleva sotana corta! —observó Eduardo no sin sarcasmo. El papa había dispuesto que los curas llevasen sotanas largas, decisión que Alfredo había aplaudido con entusiasmo.

—El padre Heahberht es un hombre bueno y no tiene un pelo de tonto —dije—. Lo que pasa es que os tiene miedo.

—¿Miedo a mí? ¿Por qué? —preguntó Eduardo.

—Porque es un campesino —contesté—, un hombre de campo que aprendió a leer. Con tantos señores jodiéndole la vida, ¿os imagináis cuánto debió de costarle hacerse cura? Por eso os tiene miedo. Si es corta la sotana que lleva es porque carece de posibles para permitirse una larga, y porque se pasa el día pisando lodo y mierda, y las vestimentas cortas se ensucian menos que las largas. ¿Cómo os sentiríais vos si fuerais un labriego que, de buenas a primeras, se encuentra en presencia del hombre que tal vez un día sea el rey de Wessex?

Eduardo no dijo nada, pero el cura Coenwulf saltó de inmediato:

—¿Tal vez? —se revolvió indignado.

—Eso he dicho —repuse en tono agrio y amenazante, una forma de recordarles que Eduardo tenía un primo, Etelwoldo, que tenía más derecho al trono que el Heredero, aunque el sobrino de Alfredo fuera una piltrafa de hombre.

Mi respuesta bastó para que Eduardo se quedase callado durante un rato, pero el padre Coenwulf no era hombre que se mordiese la lengua.

—¡Qué sorpresa nos llevamos, mi señor —dijo rompiendo el silencio—, al ver a lady Etelfleda por aquí!

—¿Sorpresa? ¿Por qué, si puede saberse? Es una mujer de arrestos.

—Permitidme que os diga, y el Heredero estará de acuerdo conmigo, que su sitio está junto a su marido, ¿no es así, mi señor?

Me quedé mirando a Eduardo, y observé que se ponía colorado.

—No, no debería estar aquí —dijo, al no ver otra salida.

Al caer en la cuenta de qué era lo que le había llevado a unirse a nosotros, casi me eché a reír a carcajadas. Lo de menos era darse una vuelta por Anglia Oriental; sólo había venido para transmitirme las instrucciones de su padre, que no eran otras que recordarle a Etelfleda cuál era su deber.

—¿Por qué me lo decís a mí? —les pregunté a los dos.

—Porque la dama en cuestión os hace caso —repuso el padre Coenwulf, obstinado.

Acabábamos de cruzar el curso de agua que marcaba la frontera y bajábamos por una larga y suave pendiente, un sendero que discurría junto a una salceda; a lo lejos, atisbábamos unos reflejos, unos brillantes destellos plateados bajo el cielo claro.

—¿O sea, que vuestro padre os ha enviado para reconvenir a vuestra hermana? —pregunté a Eduardo, como si el cura no estuviera presente.

—Como cristiano, mi obligación es recordarle sus responsabilidades —replicó el Heredero, avergonzado.

—Tengo entendido que el rey se encuentra mucho mejor —dije.

—¡Gracias a Dios! —puntualizó Coenwulf.

—Amén —contestó Eduardo.

Pero a Alfredo no le quedaba mucho tiempo de vida. Era un anciano de más de cuarenta años, y sólo pensaba en el futuro. Hacía lo que siempre había hecho, arreglar las cosas, dejarlo todo bien atado, imponer el orden en un territorio cercado de enemigos. Creía que si su reino no seguía sus normas, su siniestro dios castigaría a Wessex, y me imaginé que trataba de obligar a Etelfleda a que volviese al lado de su marido o, de no ser así, que ingresase en un convento de monjas. Alfredo no podía consentir que alguien de su familia estuviera en pecado a los ojos de todos, y esa idea me inspiró lo que hice a continuación. Miré a Eduardo de nuevo, y le pregunté como quien no quiere la cosa:

—¿Conocéis a Osferth?

Se sonrojó al oír la pregunta; el cura Coenwulf me fulminó con la mirada para que no siguiera por ese camino.

—¿No habéis tenido la oportunidad? —insistí con fingida inocencia, antes de darle una voz a Osferth para que nos esperase.

El padre Coenwulf trató de llevar el caballo de Eduardo hacia otro lado, pero yo me hice con las riendas del animal y llevé al Heredero al lado de su hermano.

—¿Os importaría explicarme —le dije al muchacho— qué haríais para que los hombres de Mercia se alzasen en armas?

Osferth frunció el entrecejo tratando de descubrir qué oscuras intenciones me llevaban a hacerle tal pregunta. Se quedó mirando a su hermanastro, pero no lo reconoció, a pesar del extraordinario parecido que había entre ambos: la misma cara alargada de Eduardo, las mejillas hundidas por igual, los labios finos. El rostro de Osferth era más anguloso, igual que más dura había sido la vida que había llevado. Avergonzado del hijo bastardo, su padre había tratado de que fuera cura, pero Osferth había preferido seguir la senda de las armas, un arte para el que gozaba de la misma lucidez que su padre.

—Son hombres tan capaces de luchar como cualesquiera otros —repuso armándose de paciencia.

Sabía que algo me traía entre manos y trataba de descubrir qué era, de forma que sin que nos vieran Eduardo ni el padre Coenwulf, que cabalgaban a mi izquierda, dibujé en el aire el contorno de unos pechos y Osferth, a pesar de que había heredado casi la misma falta de sentido del humor que su padre, se contuvo como pudo para no echarse a reír.

—Sólo les falta un caudillo —aseguró con entereza.

—Gracias a Dios que contamos con lord Etelredo —comentó el padre Coenwulf, negándose a mirar a Osferth.

—Lord Etelredo no sería capaz ni de llevarse a una puta calada hasta los huesos a un lecho en condiciones —dije sin ocultar mi desprecio.

—Pero lady Etelfleda es muy querida en Mercia —añadió Osferth, interpretando su papel a la perfección—. Ocasión tuvimos de verlo en Fearnhamme. Fue lady Etelfleda quien infundió valor a los hombres de Mercia.

—Y vos tendréis que recurrir a esos hombres —le dije a Eduardo—. Si llegáis a sentaros en el trono —continué, insistiendo en el condicional para no darle un respiro—, serán los hombres de Mercia los que se encarguen de defender la frontera norte de vuestro reino. Y de sobra sabéis del poco aprecio que sienten por Wessex. Podrán ponerse de vuestro lado a la hora de pelear, pero lo harán sin sentir afecto alguno por vos. Años atrás, fueron una nación poderosa, y no les gusta que Wessex les diga lo que tienen que hacer. Pero sienten aprecio por una de los vuestros, la misma a la que pretendéis encerrar en un convento.

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