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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (19 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—¡Steapa, detenedlo! —ordenó Alfredo.

Pero Steapa me apreciaba. Vino hacia mí, pero no tan rápido como para impedir que llegase a la puerta, donde los hombres de la guardia del rey no hicieron grandes alardes por detenerme. Bastó un gesto amenazador de Finan para que apartasen las espadas. Y me arrastró a la noche.

—¡Venid, deprisa! —me dijo.

Echamos a correr colina abajo hacia el río oscuro.

Detrás de nosotros, un monje muerto y una trifulca.

SEGUNDA PARTE
V
IKINGO
C
APÍTULO
VI

Furioso, sin arrepentirme de lo que había hecho, iba de un lado al otro de la amplia estancia que daba al río, donde los criados, amedrentados y en silencio, avivaban el fuego. Es curioso cómo corren las noticias en una ciudad. Al cabo de unos minutos, una muchedumbre silenciosa se agolpaba en el exterior de la casa para ver qué deparaba la noche. Finan había atrancado las puertas que daban al exterior y ordenado que encendiesen antorchas en el patio de la mansión. Al contacto con las llamas, las gotas de lluvia chisporroteaban y arrancaban destellos de las losas del pavimento. Como vivían cerca, uno por uno fueron llegando mis hombres; algunos, beodos. Finan o Cerdic los recibían en el portalón, y les ordenaban que se pertrechasen de cotas de malla y armas.

—¿Acaso pensáis que habrá pelea? —le pregunté a Finan.

—Son hombres de armas —fue su respuesta.

Tenía razón. Me puse la cota de malla. Me vestí como el señor de la guerra que era. Me preparé para el combate: brazaletes de oro en los brazos, mis dos espadas a la cintura; nada más abrocharme el tahalí, apareció el emisario de Alfredo.

No era otro que el padre Beocca. Con la sotana salpicada del barro de las calles y calado hasta los huesos, mi viejo amigo venía solo. Temblaba. Acerqué un taburete al hogar y le eché un manto de piel por encima de los hombros. Tomó asiento, y acercó su mano buena a la fogata. Finan, que lo había acompañado desde la entrada, decidió quedarse. Reparé en Skade, acurrucada en un rincón oscuro de la estancia. Cruzamos una mirada y, con gesto escueto, le indiqué que no se moviese de donde estaba.

—¿Habéis mirado debajo del suelo? —me preguntó de improviso el padre Beocca.

—¿Qué he de mirar?

—Los romanos —me dijo— calentaban estas villas con una gloria que difundía el calor por el suelo.

—Lo sé.

—Nosotros, sin embargo, practicamos agujeros en los tejados de sus mansiones y encendemos fogatas —dijo con tristeza.

—Si seguís empeñado en andar por la calle en noches tan frías y húmedas como ésta, acabaréis por caer enfermo —le advertí.

—Claro que muchos de esos suelos se han venido abajo —continuó, como si se tratase de una observación que no podía dejar pasar por alto, al tiempo que daba unos golpes en las baldosas con el bastón en el que se apoyaba para caminar—. Parece que éstas se conservan bien, sin embargo.

—Me gusta un buen fuego.

—Un hogar siempre es agradable —repuso Beocca, dirigiéndome una mirada cargada de bondad y una sonrisa—. En el monasterio de Æscengum se las ingeniaron para colmar de aguas sucias ese espacio bajo el suelo, y no les quedó más remedio que echar la villa abajo y construir una nueva, ¡algo que en realidad fue una bendición!

—¿Una bendición, decís?

—Pues sí, porque entre las inmundicias encontraron unas cuantas monedas de oro. Me imagino que, en medio del hedor, Dios les ayudaría a dar con ellas, ¿no os parece?

—Mis dioses tienen mejores cosas que hacer que andar revolviendo en la mierda.

—¡Eso es porque nunca buscáis oro en los muladares! —exclamó Beocca, riendo de buena gana—. Ya veis, Uhtred —añadió encantado—, por fin he podido demostraros que mi dios es más fuerte que vuestros falsos ídolos —sonrió, pero el gesto risueño se le borró de la cara, dejando al descubierto su rostro viejo y cansado. Adoraba a Beocca. Había sido mi tutor durante la niñez; siempre tan recto, me sacaba de quicio; era un buen hombre—. Tenéis de plazo hasta el amanecer —me dijo.

—¿Plazo para qué?

Me habló con voz desganada, apurado por lo que había venido a decirme.

—Para presentaros ante el rey y mostrar arrepentimiento, sin cota de malla ni armas. Os humillaréis ante él. Le entregaréis a esa bruja. Todas las propiedades que tenéis en Wessex han sido requisadas. Satisfaréis una deuda de sangre a la Iglesia a cambio de la vida del hermano Godwin, y vuestros hijos quedarán retenidos como prenda hasta que efectuéis el pago.

Silencio.

Unas cuantas chispas saltaron por el aire. Dos de mis podencos entraron en la estancia. Uno de los perros se acercó, olfateó las ropas de Beocca y emitió un gemido; luego, los dos animales se acomodaron junto al hogar, dirigiéndome una mirada con sus melancólicos ojos antes de cerrarlos.

—¿A cuánto asciende la deuda de sangre? —preguntó Finan por mí.

—Mil quinientos chelines —respondió Beocca.

—¿Por matar a un monje loco? —me revolví.

—A cambio de la vida de un santo —repuso Beocca.

—Que estaba como una cabra —refunfuñé.

—Loco, pero santo —insistió el cura con dulzura.

Una deuda de sangre es el precio que hay que pagar por matar a alguien. Si mato a alguien, hombre o mujer, sin razón, contraigo una deuda de sangre con sus parientes, cuya cuantía dependerá del rango de la persona desaparecida, lo que me parece justo. Pero el precio que Alfredo había estipulado en mi caso era como para satisfacer un regicidio.

—Para saldar esa deuda, tendría que desprenderme de casi todas mis propiedades, y acabáis de decirme que el rey las ha incautado.

—También debéis prestar juramento de fidelidad al Heredero —añadió Beocca, que, en lugar de enfadarse conmigo y ponerse hecho un basilisco como tenía por costumbre a medida que su exasperación iba en aumento, aquella noche parecía tranquilo.

—De modo que el rey no sólo quiere hundirme en la miseria, sino que pretende atarme a su hijo de por vida —respondí.

—Y obligará a esa bruja a volver al lado de su marido —continuó Beocca dirigiendo la mirada al oscuro bulto que era Skade, cuyos ojos resplandecían en el rincón más lóbrego de la estancia—. Skirnir ha ofrecido una recompensa si le es devuelta.

—¿Skirnir? —pregunté; el nombre no me sonaba de nada.

—Skirnir es su marido —repuso el cura—. Un frisio.

Miré a Skade, que asintió vigorosamente con la cabeza.

—Si lo hacéis, la matará —dije.

—¿Tanto os importa? —se interesó Beocca.

—No me gusta enviar mujeres a la muerte.

—La ley de Moisés establece que acabemos con las hechiceras —continuó Beocca—; además, en este caso, es una adúltera, de modo que su marido está en su derecho de matarla, si tal es su deseo.

—¿Es cristiano ese Skirnir? —ni Skade ni el padre Beocca me respondieron—. ¿Os matará? —le pregunté a la mujer, que asintió—. O sea que mientras no pague mi deuda de sangre, preste juramento de fidelidad a Eduardo y me decida a enviar a esa mujer a una muerte segura, mis hijos serán considerados rehenes.

—El rey ha dispuesto que vuestros hijos reciban los cuidados necesarios en casa de lady Etelfleda —dijo Beocca, mirándome de arriba abajo con su ojo bueno—. ¿Por qué os habéis vestido para guerrear? —Como no contesté, Beocca se limitó a encogerse de hombros—. ¿Acaso pensabais que el rey os enviaría sus guardias para prenderos?

—Todo podría ser.

—¿Y os habríais enfrentado a sus hombres? —me preguntó sorprendido.

—Así habrían caído en la cuenta de con quién tenían que habérselas —repliqué.

—¡Habéis matado a un hombre! —Beocca, por fin, sacaba a relucir sus redaños—. Sé que el hombre os había injuriado, ¡pero por su boca hablaba el Espíritu Santo! ¡Le golpeasteis, Uhtred! El rey ha pasado por alto el primer mamporro, pero no el segundo, ¡y debéis pagar por ello! —se echó hacia atrás, y pareció agotado de nuevo—. Ha fijado una cantidad que entra dentro de vuestros posibles. El obispo Asser le insistía para que fuera mucho mayor, pero el rey optó por mostrarse benévolo.

En el hogar, de repente, uno de los troncos se vino abajo; los perros se sobresaltaron, se agitaron y emitieron un gemido. El fuego cobró nueva vida, iluminando la estancia y proyectando temblorosas sombras. Miré a Beocca a través de las llamas.

—¡El obispo Asser! —exclamé, lanzando un salivazo con rabia.

—¿Qué pasa con él?

—Que Godwin era un títere en sus manos.

—El obispo advirtió que la santidad habitaba en él, sí.

—Vio la forma de hacer realidad sus ambiciones y, de paso, librar a Wessex de mi presencia.

Desde el momento en que, con mis manos, había acabado con la vida de aquel monje, no había dejado de pensar en lo ocurrido durante el banquete; cada vez estaba más convencido de que Asser estaba detrás de las barbaridades que había proferido el fraile loco. El obispo pensaba que ya ningún peligro se cernía sobre Wessex. Desbaratado el ejército de Harald y bautizada la familia de Haesten, el reino no tenía necesidad de un señor de la guerra, pagano por más señas, y Asser se había servido de aquel monigote para predisponer a Alfredo en mi contra.

—Esa mierda retorcida de galés le inspiró a Godwin lo que tenía que decir. No era el Espíritu Santo quien hablaba por su boca, padre, sino el obispo Asser.

Beocca me miró desde el otro lado de las llamas que brillaban con intensidad.

—¿Sabíais que las llamas del infierno no dan luz? —me preguntó.

—No, no lo sabía —respondí.

—Es uno de esos misterios que Dios no nos ha revelado —rezongó mientras se ponía en pie; se desprendió de la capa de piel y se apoyó con fuerza en el bastón—. ¿Qué debo decirle al rey?

—¿Es vuestro Dios la causa de que haya infierno? —le pregunté.

Frunció el entrecejo y se quedó pensativo.

—Buena pregunta —dijo al cabo, aunque sin darme ninguna respuesta—. Casi como la mía. ¿Qué debo decirle al rey?

—Que mañana al alba tendrá mi respuesta.

—¿Y cuál será esa respuesta, lord Uhtred? —volvió a la carga Beocca, esbozando algo parecido a una sonrisa.

—Mañana al alba la tendrá.

Beocca hizo un gesto de asentimiento.

—Os llegaréis hasta palacio solo, sin armas, sin cota de malla y pobremente vestido. Unos hombres se harán cargo de la hechicera. Vuestros hijos os serán devueltos en cuanto abonéis cien chelines; disponéis de un plazo de seis meses para satisfacer el precio de vuestra deuda de sangre —renqueante, echó a andar hacia la puerta que daba al patio; se volvió y me miró a los ojos—: Dejadme morir en paz, lord Uhtred, os lo suplico.

—¿Cómo, gracias a mi humillación?

—No; con la tranquilidad de saber que vuestra espada se pondrá al servicio del rey Eduardo, que Wessex quedará en buenas manos y que la obra de Alfredo no se echará a perder tras su muerte.

Aquélla fue la primera vez que escuché el nombre de Eduardo precedido del tratamiento de rey.

—Tendréis mi respuesta al amanecer —insistí.

—Que Dios os guarde hasta entonces —repuso Beocca, y cojeando se adentró en la noche.

Escuché el estruendo del portalón de la calle al cerrarse y los ruidos que indicaban que la tranca había vuelto a su sitio, y me acordé de Ravn, el escaldo ciego, el padre de Ragnar el Viejo, cuando me decía que nuestras vidas son como una travesía por un mar desconocido; que, en ocasiones, cansados de aguas encalmadas y suaves brisas, no nos queda otra que empuñar con fuerza la barra del timón y poner proa hacia las nubes grises, las olas encrespadas, los traicioneros torbellinos. «Tal es nuestra forma de rendir homenaje a los dioses», me había dicho, aunque nunca llegué a entender muy bien a qué se refería. Pero en el estruendo de la puerta que se cerraba, me pareció escuchar el eco de la barra del limón que, con firmeza, marca el rumbo.

—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó Finan.

—Os diré lo que no voy a hacer —repuse de mal talante—. No prestaré juramento de fidelidad a ese maldito mocoso.

—Eduardo no es un niño —replicó Finan con calma.

—Es un nenaza, un pequeño bastardo —repuse encolerizado—, embelesado con su dios, como su padre, y amamantado con la leche avinagrada de las tetas de la puta de su mujer. No le prestaré juramento de fidelidad.

—Pronto será el rey de Wessex —apuntó Finan.

—¿Y por qué? Porque vos y yo hemos defendido su reino, ¡vos y yo! Si Wessex es lo que es, amigo mío, es gracias a un redrojo irlandés y a un pagano de Northumbria que miran por el reino, cosa que ellos suelen olvidar con facilidad.

—¿Canijo yo? —se sobresaltó Finan, con una sonrisa.

—Mirad la estatura que tenéis —le dije. Me encantaba gastarle bromas acerca de su corta talla, característica engañosa, porque su rapidez con la espada era prodigiosa—. Espero que su dios maldiga su puto reino —añadí, lanzando un escupitajo. Me fui hasta un arcón colocado en un rincón, lo abrí, rebusqué en su interior hasta encontrar un hatillo y se lo acerqué a Skade; sentí una punzada de dolor al tocar el cuero que lo envolvía: aquellas cosas habían pertenecido a Gisela—. Echad un vistazo a esto —le dije, al tiempo que le arrojaba el atadijo.

Desenvolvió las varas de aliso, dos docenas en total, ninguna más larga que el antebrazo de un hombre, abrillantadas y relucientes con cera de abeja. Al ver aquellos objetos de magia pagana, Finan se santiguó. Yo había aprendido a confiar en lo que nos dicen las runas. Skade las sostuvo en una mano, las alzó, cerró los ojos, las dejó caer al suelo y se inclinó sobre ellas para descifrar su significado.

—Ni siquiera será capaz de predecir su propia muerte por ese medio —me advirtió Finan en voz baja, dándome a entender que no debía fiarme de lo que me dijera.

—Todos hemos de morir —dijo Skade—, pero las varas nada dicen de mí.

—¿Qué dicen? —pregunté.

Se quedó mirando la disposición en que habían caído.

—Veo una plaza fuerte —comentó por fin—. Y agua, agua de color gris.

—¿Gris? —me extrañé.

—Así es, mi señor —repuso, y aquélla fue la primera vez que me distinguió con ese tratamiento—, gris como los gigantes de hielo —añadió, y supe que se refería al norte, a ese mundo helado desde donde los gigantes de hielo escudriñan el mundo.

—¿Y qué hay de la fortaleza? —le pregunté.

—Arde, mi señor. Arde y arde, no para de arder. Las cenizas ennegrecen la arena de sus orillas.

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