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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La taberna (7 page)

—¡Si seré tonta! Esta máquina me da frío… La bebida también me da frío…

Luego, volviendo a la acariciada idea de una dicha perfecta:

—¡Bah!, ¿no es cierto que es mejor lo que yo pienso? Es mil veces preferible trabajar, comer su pan, tener un rinconcito propio para dormir, educar a sus hijos, morir en su cama…

—Y no ser zurrada —agregó Coupeau, bromeando—. Pero le aseguro que si me aceptara, señora Gervasia, yo no le pegaría… No hay nada que temer, nunca bebo y, sobre todo, la quiero enormemente… Vamos, que sea esta noche y nos calentaremos los piececitos…

Había bajado la voz y le hablaba al oído, mientras ella, con la cesta delante, se abría camino entre los hombres. Repetidas veces continuó diciendo que no con la cabeza; no obstante, se volvía sonriendo a su acompañante y parecía feliz al saber que éste no tomaba licores. Con seguridad que le habría dado el sí, de no haberse jurado no volver a unirse con ningún hombre. Al fin llegaron a la puerta y salieron. A sus espaldas quedaba la taberna llena de gente, expeliendo a la calle el ruido de las voces enronquecidas y el olor a licor de las ruedas de vitriolo. Se oía a Mes-Bottes llamar ratero al tío Colombe, acusándole de haber llenado su vaso sólo hasta la mitad. En cuanto a él, era de los buenos, un verdadero trabajador… Pero, ¡chist!, ya podía enfurecerse el ogro de su patrón, él no volvería a la jaula; aquel día tenía ganas de divertirse. Después proponía a sus compañeros ir al
Petit bonhomme qui tousse
, otra taberna de la barrera de Saint-Denis, en donde se bebía
chien
(aguardiente de ínfima calidad) del más puro.

—¡Vaya!, aquí se respira —dijo Gervasia en la acera—. Conque adiós, y gracias, señor Coupeau… Estoy de prisa.

Iba a seguir por el bulevar; pero él le había tomado de la mano y no la soltaba, repitiendo:

—Dé usted la vuelta conmigo, pasemos por la calle de la Goutte-d'Or que no está muy lejos de su destino… Yo tengo que ir a casa de mí hermana antes de volver al taller… Nos acompañaremos uno al otro.

Gervasia terminó por aceptar y subieron lentamente por la calle de los Poissonniers, uno al lado del otro y sin darse el brazo. Coupeau le hablaba de su familia: la madre, mamá Coupeau, antigua chalequera, trabajaba como sirvienta en las horas que tenía libres, a causa de su mala vista, que ya no le ayudaba en la costura. El 3 del mes pasado había cumplido 62 años. Él era el menor; una de sus hermanas, la señora Lerat, viuda de treinta y seis años, era florista y vivía en la calle de los Frailes, en las Batignolles. La otra, de treinta años, se había casado con un fabricante de cadenas, el taimado Lorilleux. Se dirigían a casa de este último, en la calle de la Goutte-d'Or. Vivía en la casa grande de la izquierda. Por las noches él comía su cocido en casa de los Lorilleux, lo cual constituía una economía para los tres. Ahora pasaba por su casa para advertirles que no lo esperasen, porque estaba invitado por un amigo.

Gervasia, atenta, le cortó de repente la palabra para preguntarle, sonriendo:

—¿Pero usted no se llama Cadet-Cassis, señor Coupeau?

—Sí —respondió él—, es un apodo que me dan los compañeros, porque generalmente no tomo más que grosella (cassis) cuando, casi a la fuerza, me llevan a la taberna… es mejor llamarse Cadet-Cassis que Mes-Bottes, ¿no es cierto?

—Seguramente, Cadet-Cassis no es feo —aseguró la joven.

Y comenzó a hacerle preguntas sobre su ocupación. Siempre trabajaba allí, en el nuevo hospital, detrás de la muralla del resguardo. ¡Oh!, el trabajo no falta y no lo dejaría ciertamente en todo el año. Había metros y metros de aleros con goteras.

—Ha de saber usted —dijo él—, que cuando estoy allí arriba, veo el hotel Boncœur… Ayer estaba usted en la ventana y le hice señas de adiós con las manos; pero no se dio cuenta.

Mientras conversaban así, habían avanzado como un centenar de pasos en la calle de la Goutte-d'Or, cuando Coupeau se detuvo y, levantando los ojos, dijo:

—Esta es la casa… Yo nací más lejos, en el número 22… Pero, mirándolo bien, esta casa forma un buen conjunto de mampostería. Por dentro es tan grande como un cuartel.

Gervasia levantó la cara y examinó la fachada. El edificio se componía de cinco pisos que daban a la calle, cada uno de los cuales presentaba una hilera de quince ventanas, cuyas persianas negras, de listones rotos, daban un aspecto ruinoso a ese frente del edificio. La planta baja se hallaba ocupada por cuatro tiendas: a la derecha de la puerta, un amplio bodegón grasiento; a la izquierda, una carbonería, una mercería y una tienda de paraguas. La casa parecía tanto más colosal cuanto que se elevaba entre dos pequeñas y pobres construcciones bajas, pegadas a ella, y semejaba una mole cuadrada de argamasa toscamente amasada, que se pudría y desmenuzaba con la lluvia, perfilándose sobre el cielo claro, por encima de los techos vecinos, su enorme cubo tosco, sus costados sin blanquear, su interminable desnudez de muros de prisión, cuyas hileras de sillares salientes parecían mandíbulas decrépitas, bostezando en el vacío. Pero Gervasia miraba sobre todo la puerta, un inmenso portón redondo que llegaba hasta el segundo piso y que daba paso a un largo zaguán, al extremo del cual veíase la claridad grisácea de un gran patio. Por el centro de este zaguán, empedrado como la calle, corría una acequia arrastrando agua de color rosa pálido.

—Entre usted —dijo Coupeau—. Nadie la comerá.

Gervasia quiso esperarlo en la calle. Sin embargo no pudo menos que internarse en el zaguán hasta el cuchitril del portero, que estaba a la derecha. Y una vez en el umbral, levantó de nuevo los ojos. En el interior las fachadas tenían seis pisos y constituían cuatro frentes regulares que encerraban el vasto cuadrado del patio. Las paredes grises, carcomidas por una lepra amarilla, rezumaban un líquido baboso, debido al gotear de los tejados, que se levantaban, desde el suelo hasta los aleros, completamente lisos., y sin una moldura; sólo los caños del desagüe se acodaban a los pisos, ostentando por sus abiertas bocas las manchas de su herrumbre. Las ventanas sin persianas mostraban sus vidrios desnudos, de un color verduzco, como de agua turbia. Las que estaban abiertas dejaban ver colchones a cuadros azules que, colgados, se ventilaban. Delante de otras, lucíanse piezas de ropa blanca, que se secaban sobre cuerdas tensas; era, seguramente, todo el lavado de una familia: camisas del marido, chambras de la mujer, calzoncillos de los chicos. En el tercer piso había una que ostentaba un pañal de criatura, en el que se veía un trozo de inmundicia adherido. De arriba abajo, los minúsculos cuartos irrumpían hacia afuera dejando ver por todos los resquicios, señales de la miseria que allí había. En la planta baja, y para el servicio de cada fachada, había una puerta alta y estrecha, sin ensambladura, abierta en la lisa pared por la que se veía un vestíbulo agrietado, en cuyo fondo se enroscaban los peldaños angostos de una escalera con pasamanos de hierro, pudiéndose contar hasta cuatro escaleras como la anteriormente descrita y señaladas por las cuatro primeras letras del alfabeto, pintadas en la pared. En los bajos había inmensos talleres cerrados por enormes vidrieras ennegrecidas por el polvo. Allí echaba chispas la fragua de un cerrajero; más lejos se oía el cepillar de un carpintero, mientras que, cerca de la portería, un taller de tintorería dejaba escapar a grandes borbotones aquel arroyuelo rosa pálido que corría por el zaguán. Sucio por los charcos de agua teñida, por las virutas, por los residuos de carbón, por la hierba que crecía en sus bordes y entre las piedras del piso, inundaba el patio una cruda claridad, como cortándolo en dos por la línea en que el sol se detenía. Del lado de la sombra, en torno a la fuente, cuya canilla mantenía una humedad constante, tres gallinas picoteaban el suelo, buscando gusanos con sus patas enlodadas. Y Gervasia paseaba lentamente su mirada desde el sexto piso hasta el pavimento, volviéndola a levantar, sorprendida de aquella enormidad y sintiéndose en medio de un organismo viviente, en el propio corazón de una ciudad, como si ante ella se irguiese una persona gigantesca.

—¿La señora pregunta por alguien? —inquirió intrigado el portero, apareciendo en la puerta de su garita.

La joven respondió que esperaba a una persona. Luego se dirigió a la calle, mas como Coupeau tardaba, volvió a entrar, mirando todavía con curiosidad. No le parecía fea la casa. Por entre los harapos colgados en las ventanas, reían jirones de alegría; en un tiesto florecía un alhelí, más allá, una jaula de canarios, de la que descendía, constante, un gorjeo; después, espejos en los que se miraban para afeitarse, los cuales proyectaban al fondo de la sombra reflejos de estrellas redondas. En la planta baja cantaba un carpintero, acompañado por los silbidos isócronos de su garlopa; mientras que en el taller de cerrajería, una algazara de martillos, golpeando cadenciosamente, producían un agudo repiqueteo argentino. En casi todas las ventanas abiertas, sobre el fondo de la miseria entrevista, aparecían las cabezas de muchachos, sucios y alegres, y veíanse mujeres que cosían inclinadas sobre sus labores, con los rostros tranquilos. Aquello era la reanudación de la tarea después del almuerzo; las habitaciones de los hombres que trabajaban afuera estaban vacías; la casa volvía a esa gran paz, interrumpida solamente por el ruido de los diferentes oficios y el compás de un estribillo, siempre el mismo, repetido durante horas.

Sólo el patio le parecía un poco húmedo a Gervasia. De vivir allí, hubiera querido un cuartito al fondo, del lado del sol. Habiendo caminado unos cinco o seis pasos, respiraba aquel olor desabrido de las casas pobres, un olor de polvo antiguo, de suciedad rancia; pero como sobre todo percibíase el acre olor de la tintorería, llegó a la conclusión de que aquello era mucho más soportable que el ambiente respirado en el Hotel Boncœur. Y hasta llegó a escoger su ventana, una que se hallaba situada en el rinconcito de la izquierda, donde se veía un cajoncito sembrado con judías verdes, cuyos débiles tallos comenzaban a enroscarse alrededor de una red de bramantes.

—Le hice esperar demasiado, ¿no es cierto? —dijo Coupeau, a quien de súbito sintió ella a su lado—. Es una verdadera historia cuando no como con ellos, tanto más cuanto que hoy mi hermana ha comprado ternera.

Y como Gervasia había hecho un leve movimiento de sorpresa, él, a su vez, siguió la dirección de sus miradas.

—Observaba usted la casa, ¿verdad? Siempre está alquilada de arriba a abajo. Me parece que hay trescientos inquilinos. Por lo que a mí toca, si hubiera contado con muebles, habría echado el ojo a algún cuartito… Aquí se estaría a gusto, ¿no le parece?

—Sí; se estaría bien —murmuró Gervasia—. Nuestra calle, en Plassans, no era tan poblada como esto… Mire, ¡qué linda es aquella ventana, en el quinto piso, con esas judías!

Entonces él, con su testarudez, volvió a preguntarle si aceptaba aquello. Cuando tuvieran una sola cama alquilarían una pieza allí. Pero Gervasia se evadía, introduciéndose en el zaguán y rogándole que no volviera a sus tonterías. Podía hundirse la casa antes de que se acostara con él bajo las mismas colchas. Sin embargo, Coupeau, al dejarla delante del taller de la señora Fauconnier, estrechó un instante en la suya la mano que ella le abandonaba muy amistosamente.

Durante un mes continuaron las buenas relaciones entre la joven y el obrero. Él comprobaba la laboriosidad de Gervasia, al verla matarse en el trabajo, cuidar a los niños y todavía darse maña para coser en la noche toda clase de trapos. Había mujeres nada limpias, callejeras y glotonas, pero ¡por Cristo! no se les parecía en absoluto; ella tomaba la vida demasiado en serio. Entonces Gervasia reía y defendíase con modestia. Para ella era una gran desgracia no haber sido siempre tan juiciosa. Y hacía alusión a sus primeras relaciones amorosas, cuando tenía catorce años; recordaba los litros de anisete, bebidos en compañía de su madre en tiempos pasados. Con la experiencia se había corregido un poco; eso era todo. Quién la creyera de una gran voluntad estaba equivocado; al contrario, era muy débil, se dejaba llevar a cualquier parte por temor de causar un pesar. Su sueño era vivir con personas honestas, porque la gente mala, según ella, era como un golpe de maza, que así como aplasta un cráneo en un santiamén, del mismo modo aplasta una mujer. A veces sentía que le temblaba el cuerpo, pensando en el porvenir, y se comparaba a una moneda echada al aire que cae cara o cruz, según las desigualdades del empedrado. Todo lo que ya había visto, y los malos ejemplos que desde niña tuviera ante sus ojos, fueron una dura lección.

Pero Coupeau le hacía bromas sobre sus negras ideas, le infundía valor y trataba de pellizcarle las caderas; entonces Gervasia lo rechazaba, dándole golpes en las manos, mientras que él chillaba, riéndose de que, a pesar de tratarse de una mujer débil, no era tan sencillo un ataque. Por lo que a sí mismo concernía, el porvenir no le preocupaba gran cosa. Los días sucedían a los días, ¡pardiez!

No le faltaría nunca un rincón donde dormir ni un pedazo de pan para comer. El barrio le parecía decente, salvo una regular cantidad de borrachines, de los que irían desembarazándose. Él no era mala persona; en ocasiones sabía hablar con sensatez; tenía, asimismo, un poquitín de coquetería, peinábase con una primorosa raya hacia un lado y le gustaban las lindas corbatas y los zapatos charolados para los domingos. A esto uníase una destreza y descaro sin iguales, una tunantería burlona y osada de obrero parisiense, que hacía aun más encantadores sus labios juveniles.

Habían terminado ambos por prestarse multitud de servicios en el Hotel Boncœur. Coupeau iba en busca de su leche, encargábase de sus comisiones, le llevaba los líos de ropa; luego, por las tardes, como llegara primero del trabajo, paseaba a los niños por el bulevar próximo. Gervasia devolvíale sus atenciones subiendo al cuartucho que Coupeau ocupaba en la buhardilla, para repasar sus vestidos, pegar botones y remendar. Se estableció una gran familiaridad entre ellos. Gervasia no se aburría cuando él la acompañaba, y divertíase con las coplas que le cantaba, aprendidas en su continuo caminar por los arrabales de París; y para ella tan nuevas todavía. Con este roce constante, él se iba enamorando cada vez más. ¡Estaba atrapado, y de veras!

Aquello terminó por convertírsele en una verdadera tortura. Reía siempre, pero sentía tal angustia y el corazón tan oprimido, que no experimentaba ya su alegría de antes. Las bromas continuaban y no podía encontrarla sin preguntarle, ¿y para cuándo? Gervasia comprendía lo que con eso quería decirle, y le contestaba que para la «semana de los cuatro jueves». Entonces se impacientaba y se dirigía hacia su habitación, con las pantuflas en la mano, como para mudarse de casa; ella bromeaba y pasaba muy bien el tiempo, sin ruborizarse por las continuas alusiones picarescas y licenciosas, a las que la había acostumbrado. Con tal de que él no fuera brutal, lo toleraba todo. Solamente se enojó un día en que quiso darle un beso a la fuerza, y le arrancó unos cabellos.

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