Read La sonrisa de las mujeres Online

Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (7 page)

«
In urgent cases you can reach Adam Goldberg on his mobile…
». Un nuevo crujido, luego un susurro. «
What's your mobile number, daddy?
». Y luego la voz infantil repetía a gritos otro número de teléfono que yo hasta entonces desconocía. Si se marcaba ese número, una nueva voz automática le comunicaba a uno con mucha amabilidad que el abonado «no estaba disponible en ese momento». Esta vez ni siquiera se podía dejar un mensaje, sino que le pedían a uno que volviera a intentarlo más tarde. «
This number is temporarily not available, please try again later
», decía de forma lapidaria. Apreté los dientes.

Por la mañana, de nuevo en la editorial, escribí un correo a la agencia con la esperanza de que Adam contestara sus emails estuviera donde estuviese.

Querido Adam, estoy intentando localizarte por todos los medios. ¿Dónde te escondes? ¡¡¡Esto está que arde!!! Por favor, llámame URGENTEMENTE, mejor al móvil. Se trata de Robert Miller, el escritor que tiene que venir a París. Saludos,

André.

Un minuto después llegaba la respuesta y respiré aliviado… hasta que leí el mensaje:

Lo siento, no estoy en la oficina. Si es urgente puede localizarme en mi teléfono móvil
.

¿Qué podía hacer? A continuación venía el número que, cuando se marcaba, estaba
temporarily not available
. Y así se cerraba el círculo.

Intenté trabajar. Repasé manuscritos, contesté emails, escribí el texto de un par de solapas, me tomé mi café bien cargado número ciento cincuenta y no perdí de vista el teléfono. Había sonado varias veces a lo largo de la mañana, pero nunca era mi amigo y colega Adam Goldberg el que estaba al otro lado de la línea.

Primero llamó Hélène Bonvin, una autora francesa muy agradable y también muy habladora. O bien se encontraba en plena euforia creativa, y entonces me contaba hasta el más mínimo detalle que había plasmado en el papel y, si por ella fuera, me habría leído el manuscrito completo por teléfono; o bien estaba en plena crisis creativa, y entonces yo tenía que reunir todas mis fuerzas para convencerla de que era una escritora maravillosa.

Esta vez estaba en crisis.

—Estoy totalmente vacía, no se me ocurre nada —se lamentaba por el auricular.

—¡Ay, Hélène, eso ya lo ha dicho en otras ocasiones y al final sale siempre una novela estupenda!

—Esta vez no —dijo con voz seria—. La historia no encaja por ninguna parte. ¿Sabe una cosa, André? Ayer estuve todo el día sentada delante de esa estúpida máquina y por la noche borré todo lo que había escrito porque era sencillamente
horroroso
. Vulgar y sin ideas y lleno de clichés. ¡Nadie quiere leer algo así!

—¡Pero, Hélène, eso no es cierto! Usted escribe muy bien. Lea los entusiastas comentarios de sus lectores en Amazon. Además, es normal tener un bajón de vez en cuando. A lo mejor le viene bien tomarse un día libre, sin escribir nada. Seguro que luego fluyen las ideas, ya verá.

—No. Tengo una sensación muy extraña. No puede ser. Será mejor que olvidemos esa novela… y yo…

—¿Qué tonterías está diciendo? —la interrumpí—. ¿Quiere tirar la toalla en los últimos metros? ¡El libro está casi terminado!

—Puede ser, pero no es
bueno
—contestó ella con obstinación—. Tendría que reescribirlo entero. En realidad, puedo borrarlo todo.

Solté un suspiro. Hélène Bonvin siempre con lo mismo. Mientras que la mayoría de los autores con los que yo trabajaba evitaban las primeras páginas muertos de miedo y necesitaban un tiempo hasta que se atrevían a empezar, a esta mujer le daba el ataque de pánico cuando ya había escrito tres cuartas partes del libro. Entonces, de pronto, ya no se le ocurría nada, todo era un asco, lo peor que había escrito nunca.

—Hélène, escúcheme bien. ¡No va a borrar nada! Envíeme lo que ha escrito y lo miraré ahora mismo. Y luego hablamos de ello, ¿de acuerdo? Apuesto a que va a ser fantástico, como siempre.

Estuve otros diez minutos tratando de convencer a Hélène Bonvin antes de colgar totalmente agotado. Luego me puse de pie y fui a la secretaría, donde madame Petit estaba charlando tranquilamente con mademoiselle Mirabeau.

—¿Ha llamado Adam Goldberg? —pregunté, y madame Petit, que esa mañana había embutido sus formas barrocas en un vistoso vestido de flores, me sonrió por encima de su taza de café.

—No, monsieur Chabanais —contestó con amabilidad—. Se lo habría dicho inmediatamente. Sólo ha llamado un traductor, monsieur Favre, que tenía un par de preguntas, pero llamará más tarde. Y… ¡ah, sí! Ha llamado su madre, que le devuelva la llamada enseguida.

—¡Santo cielo! —Levanté las manos con un gesto de desagrado. Cuando mi madre me pedía que le devolviera la llamada enseguida, como mínimo me tenía una hora al teléfono. Y nunca era nada urgente.

A diferencia de mí, ella tenía mucho tiempo, y le gustaba llamarme a la editorial porque allí siempre contestaba alguien al teléfono. Si yo no estaba, charlaba un rato con madame Petit, que le parecía «encantadora». En algún momento yo le había dado a
maman
mi número de la editorial… para casos urgentes. Por desgracia, su idea de lo que era urgente era muy distinta a la mía, y siempre me llamaba, con su intuición infalible, justo cuando estaba a punto de salir para ir a una cita o estaba leyendo a toda prisa un manuscrito que había que maquetar esa misma tarde.

—Imagínate, el viejo Orban se ha caído de la escalera mientras cogía cerezas y ahora está en el hospital… ¡Fractura del cuello del fémur! ¿Qué te parece? Quiero decir… ¿por qué tiene que subirse a los árboles a su edad?


¡Maman
, por favor! ¡Ahora no tengo tiempo!


¡Mon Dieu
, André, siempre andas con prisas! —decía ella entonces, y era imposible no notar cierto tono de reproche en su voz—. Pensé que te interesaría; al fin y al cabo, cuando eras pequeño pasabas tanto tiempo con los Orban…

Por lo general, esas conversaciones acababan de forma poco amable. O bien yo me sentaba en mi mesa y dejaba que ella siguiera hablando mientras intentaba seguir trabajando y decía tantas veces «¡ajá!» o «¡vaya!» en el momento menos adecuado que mi madre acababa gritando: «¡André!, ¡¿me estás escuchando?!»; o bien antes de que se embalara la cortaba con un irritado «¡ahora no puedo!», y entonces tenía que oír que estaba demasiado nervioso y que probablemente se debía a que no comía bien.

Y para evitar que
maman
estuviera enfadada conmigo durante cien años tenía que prometerle que por la noche la llamaría «tranquilamente» desde casa.

Por eso era mejor para todos que no me localizara en la oficina.

—Si llama mi madre, dígale que estoy en una reunión y que la llamaré por la noche —le repetía una y otra vez a madame Petit, pero la secretaria hizo causa común con
maman
.

—¡Pero André… si es su
madre
! —me decía cada vez que había ignorado mi petición. Y cuando quería enojarme, añadía además—: A mí también me parece que a veces está usted muy nervioso.

—Escúcheme, madame Petit —le dije en esta ocasión—. Estoy muy agobiado y no debe pasarme en ningún caso… en
ningún
caso con mi madre. Ni con nadie que me haga perder el tiempo… excepto si es Adam Goldberg o alguien de su agencia. ¡Espero haberme expresado con claridad!

La atractiva mademoiselle Mirabeau me miró con los ojos muy abiertos.

Cuando me hice cargo de ella en sus primeras semanas en la editorial y le expliqué con paciencia cómo funcionaba todo, me miró con admiración y me dijo que era igual que ese guapo editor inglés de la película basada en el
thriller
de John le Carré
La casa Rusia
—ése de ojos marrones y barba—, aunque en joven, naturalmente.

Yo me había sentido en cierto modo halagado. Bueno, quiero decir que a qué hombre no le gustaría ser Sean Connery en el papel de un editor y
gentleman
británico (en joven) que no sólo es un hombre muy leído, sino que además es lo suficientemente inteligente como para engañar a todos los servicios secretos. Pero ahora vi su mirada desconcertada y me pasé la mano con brusquedad por mi barba marrón bien recortada. Probablemente, en este instante ella me veía como un monstruo.

—Como usted quiera, monsieur Chabanais —me contestó madame Petit con tono cáustico. Y, cuando salí, oí cómo le decía a mademoiselle Mirabeau—: ¡Pues sí que está hoy de mal humor! Y su madre es una mujer mayor tan encantadora. —Cerré de golpe la puerta de mi despacho y me dejé caer en la silla. Malhumorado, fijé la mirada en la pantalla del ordenador y analicé mi rostro, que se reflejaba en la superficie azul oscuro. No, hoy no tenía absolutamente nada que ver con el atractivo y maduro Sean. Excepto que estaba esperando la llamada de un agente que, aunque no tenía ningún documento secreto, sí compartía un secreto conmigo.

* * *

Adam Goldberg era el agente de Robert Miller. El elocuente y hábil inglés dirigía con éxito desde hacía años su propia agencia literaria en Londres y me había resultado simpático desde nuestra primera conversación. Desde entonces habíamos compartido tantas ferias de libros y tantas veladas divertidas en clubs de Londres y bares de Francfort que ya éramos buenos amigos. Él había sido también quien me había ofrecido y vendido por una suma más bien discreta el manuscrito de Robert Miller. Ésa era, al menos, la versión oficial.

—¡Bien hecho, André! —había exclamado monsieur Monsignac cuando le conté que tenía el contrato cerrado, y casi me sentí desfallecer.

—No temas —había dicho Adam sonriendo—. Queríais un Stephen Clarke, pues ya tenéis uno. Recuperaréis con creces el dinero invertido. Y, además, tú les ahorras la traducción. ¡No puede ir mejor!

Y todo había ido muy bien, demasiado bien. ¿Quién habría podido imaginar que la pequeña novela parisina de Robert Miller se iba a vender tan bien?

Me recliné en la silla y pensé en cuando, durante la Feria de Francfort, estaba con Adam en el Jimmy's Bar y le expliqué el tipo de novela que buscábamos para nuestra editorial.

Animado por los vapores etílicos, le había contado a grandes rasgos un posible argumento y le había pedido que me buscara una novela de ese tipo.

—Lo siento, pero en este momento no puedo ofrecerte nada así —había contestado Adam. Y luego añadió sin darle mayor importancia—: Pero me gusta la trama. ¡Enhorabuena! ¿Por qué no escribes tú mismo el libro? Yo se lo venderé luego a Éditions Opale como si nada.

Y allí había empezado todo.

Al principio rechacé la idea riéndome.

—¡Vaya idea! ¡Jamás! No podría hacerlo. Yo leo novelas, no las
escribo
.

—¡Tonterías! —exclamó Adam—. Has trabajado con tantos autores que ya sabes cómo funciona la cosa. Tienes ideas originales, un buen sentido para el suspense, nadie escribe emails tan ingeniosos como tú, ¡y le das cien vueltas a ese Stephen Clarke!

Tres horas y algunos mojitos después yo ya casi tenía la sensación de ser Hemingway.

—Pero no puedo firmar ese libro con mi nombre —objeté—. Yo
trabajo
en la editorial.

—¡Y no tienes que hacerlo, hombre! Firmar hoy con el nombre de uno es algo totalmente anticuado. Yo mismo represento a algunos autores que tienen dos o tres nombres y escriben para distintas editoriales. John le Carré se llama en realidad David Cornwell. Te encontraremos un bonito seudónimo —dijo Adam—. ¿Qué tal Andrew Ballantine?

—¿Andrew Ballantine? —Hice una mueca—. Ballantine es el nombre de una editorial y, además, yo me llamo Andrew y vendo el libro, eso puede quedar…

—¡Está bien, está bien! Espera, ya lo tengo: ¡Robert Miller! Bien, ¿qué te parece? Es tan normal que suena muy auténtico.

—¿Y si la cosa sale mal?

—No va a salir mal. Tú escribes tu pequeño libro. Yo se lo ofrezco a vuestra editorial, a través de ti, yo me ocupo de los contratos. Vais a ganar una buena suma, algo así siempre funciona bien. Tú recibirás tu parte. El viejo Monsignac tendrá por fin su novela a lo Stephen Clarke. ¡Y al final, todos contentos! Se acabó.

Adam chocó su mojito contra mi copa.

—¡Por Robert Miller! ¡Y su novela! ¿O es que no te atreves?
No risk, no fun
. ¡Venga, va a ser muy divertido! —Y se rio como un niño pequeño.

Observé a Adam, que estaba sentado delante de mí y de muy buen humor. ¡De pronto parecía todo tan sencillo! Y cuando pensé en mi sueldo nada espectacular y en mi cuenta bancaria siempre en números rojos, me pareció muy tentadora la idea de conseguir unos ingresos adicionales. Aunque esta profesión era muy bonita, como editor —incluso como editor ejecutivo— no se ganaba precisamente mucho… ni de lejos. Conocía a muchos editores que en su tiempo libre trabajaban además como traductores o publicaban antologías navideñas para mejorar su salario más bien modesto. El sector editorial no era precisamente como el del automóvil. Pero las personas tenían, en cambio, historias mucho más interesantes.

Eso me llamaba siempre la atención cuando, en cualquier feria del libro, desde las escaleras mecánicas veía frente a mí a toda una falange de bibliófilos hablando, pensando o riendo. Sobre toda la feria se cernía un animado susurro y millones de ideas e historias hacían vibrar el recinto. Era una familia bulliciosa, inteligente, alegre, orgullosa, ingeniosa, exaltada, despierta, habladora y de espíritu muy vivaz. Y era un privilegio formar parte de ella.

Naturalmente, junto a los grandes editores de carácter fuerte que eran odiados o admirados estaban también esos mánagers que afirmaban que en principio da igual tratar con latas de refresco que con libros, que lo importante es el marketing y, sí, claro, también un poco el contenido, al que llamaban
content
. Pero tampoco esos tipos se mostraban a la larga indiferentes al producto con el que trabajaban día tras día, y al final no era lo mismo tener en las manos un libro terminado que una lata de refresco.

En ningún otro sitio me encontraba a la vez con tanta gente estimulante, inteligente, ingeniosa, llena de curiosidad y rápida. Todos lo sabían todo, y con la frase «¿habéis oído el último rumor?» se desvelaban confidencialmente todos los secretos que guardaba el mundillo editorial.

¿Habéis oído el último rumor? Al parecer, Marianne Dauphin tiene un lío con el director de marketing de Garamond y está embarazada. ¿Habéis oído el último rumor? La editorial Borani está en quiebra y la van a vender este año a una empresa de perfumería. ¿Habéis oído el último rumor? Los editores de Éditions Opale escriben ahora sus propios libros, y ese tal Robert Miller es en realidad francés, ¡ja, ja, ja!

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