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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (23 page)

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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Cuando Adam entró, se quedó mirando el caos del pasillo, donde seguían el espejo roto y el montón de cristales que el día anterior había recogido a toda prisa.

—¡Oh! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Te ha dado un ataque de furia?

—No. Ayer se cayó el espejo, ¡encima!

—Siete años de desgracias —dijo Adam, y sonrió.

Cogí el abrigo del perchero y abrí la puerta.

—Espero que no —dije—. Venga, vamos a desayunar algo a algún sitio, no tengo nada en casa.

Fuimos hasta el Au Vieux Colombier. Pasamos por delante de la barra hasta las grandes mesas con bancos de madera que había al fondo. ¡Cuántas veces había estado allí con Adam hablando de nuestros proyectos y de los cambios en nuestras vidas!

—Adam, tú eres mi amigo —dije cuando el camarero nos había traído ya el desayuno.

—Está bien —dijo Adam—. Suelta ya lo que tienes que decir. ¿Se trata de la carta para mademoiselle Bredin que quieres que yo envíe? Sin problema. Después de haber visto a la pequeña puedo entender que pierdas la cabeza de ese modo.

—No —dije yo—. Lo de la carta no es una buena idea, no después de lo que pasó ayer por la tarde. Además, esto ya está durando demasiado. Ahora quiero hacer las cosas como Dios manda.

—¡Ya! —dijo Adam, y dio un mordisco a su
baguette
de jamón—. ¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó sin dejar de masticar.

—Tienes que llamarla —solté—. Como si fueras Robert Miller.

Adam estuvo a punto de atragantarse.


You are crazy, man!
—exclamó.

—No, no estoy loco. —Sacudí la cabeza—. Sam y tú tenéis la voz casi igual, y puedes fingir que te trabucas, no es difícil. Por favor, Adam, tienes que hacerme este favor.

Y luego le expliqué mi nuevo plan. Adam tenía que llamar por la tarde a Le Temps des Cerises desde Inglaterra. Debía disculparse ante Aurélie Bredin y decirle que le había sorprendido mucho verla, y que después había tanta gente a su alrededor que no había querido decir nada inapropiado.

—Cuéntale algo así, adórnalo con tu encanto de
gentleman
y ocúpate de que el honor de Robert Miller quede restablecido. Podrás hacerlo. —Me bebí el café—. Es importante que fijes una fecha para la cita. Dile que te gustaría cenar con ella a solas. Proponle el 16 de diciembre porque por entonces tienes cosas que hacer en París y tendrás toda la tarde para ella.

El 16 de diciembre era perfecto por dos cosas. Por un lado, ese día era el cumpleaños de Aurélie Bredin; por otro lado, me había enterado de que el restaurante, además de los lunes, cerraba ese día.
Normalmente
cerraba ese día.

Eso aumentaba la probabilidad de que yo pudiera cenar a solas con Aurélie Bredin en Le Temps des Cerises.

—¡Ah, y algo más, Adam! Dale a entender que es mejor que no diga nada a nadie de esa cita. Dile que si ese editor de la editorial se entera de que su autor está en la ciudad es posible que se apunte a la cena. Eso hará al final todo el asunto más creíble.

En el caso de que se produjera ese encuentro el 16 de diciembre (con lo que yo, muy optimista, ya contaba), esa tarde Adam volvería a llamar.

Pero esta vez como Adam Goldberg, que anulaba la cita en nombre de Robert Miller.

El motivo de esa renuncia era genial —me felicité a mí mismo por mi idea, que se me había ocurrido esa noche a las dos y media— pues heriría el orgullo de Aurélie Bredin, que renunciaría a volver a contactar con Robert Miller. Lo que no estaba mal, pues el salvador que debía consolarla en el dolor y la soledad estaría ya en la línea de salida, es decir, delante del restaurante.

—¡
Mon ami
, lo que has tramado! ¡Parece una de esas películas americanas tan malas! Pero ya sabes que esas cuentas no suelen salir bien, ¿no? —Adam se rio.

Me eché hacia delante y le miré fijamente.

—Adam, esto es muy importante para mí, en serio. Si hay algo que quiero en esta vida es a esa mujer. Todo lo que necesito es una cena con ella sin que nadie nos moleste. Necesito una
verdadera
oportunidad, ¿entiendes? Y si para eso tengo que distorsionar un poco la realidad, pues lo hago. Qué me importan a mí los americanos aburridos, nosotros los franceses lo llamamos
corriger la fortune
. —Me recliné en el respaldo y observé la mañana parisina más allá de los cristales con marcos verdes del café—. A veces hay que darle un empujoncito a la suerte en la dirección adecuada.

13

—¡Mademoiselle Bredin! ¡Mademoiselle Bredin! —gritó alguien a mi espalda cuando salía de casa y cruzaba el pasadizo que llevaba al Boulevard Saint-Germain. Me volví y vi surgir de la oscuridad a un hombre alto con un abrigo oscuro y una bufanda roja.

Era por la tarde y yo me dirigía a mi restaurante. Y el hombre era André Chabanais.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunté sorprendida.

—Menuda casualidad… Vengo justo de una cita. —Señaló al Procope y sonrió—. Mi despacho está tan lleno de manuscritos y libros que ya no puedo recibir allí a nadie. —Movió su cartera de cuero en el aire—. Bueno, qué agradable sorpresa. —Luego miró a su alrededor—. Vive usted en un barrio realmente bonito.

Asentí y seguí andando sin inmutarme. No me alegraba demasiado ver al editor.

Él echó a andar a mi lado.

—¿Puedo acompañarla un rato?

—Ya lo está haciendo —contesté irritada, y aceleré el paso.

—Ah, sí, sigue enfadada por lo de ayer, ¿no?

—Todavía no he oído ninguna disculpa —dije, y torcí hacia el bulevar—. Primero me invita a La Coupole. Luego no me avisa de que Miller va a ofrecer una lectura. ¿A qué está jugando, monsieur Chabanais?

Continuamos andando en silencio.

—Escuche, mademoiselle Bredin, lo siento mucho. Lo de la lectura fue muy repentino, y claro que quería avisarla… Pero entonces surgió algo y al final, sencillamente, se me olvidó.

—¿Quiere decir que no tuvo ni siquiera los treinta segundos que se necesitan para decir: «Mademoiselle Bredin, la lectura de Miller es el lunes a las ocho»? ¿Y que al final lo
olvidó
? ¿Qué clase de disculpa es ésa? Las cosas que a uno le importan no se olvidan. —Seguí caminando muy enfadada—. Y luego mandó decir que no estaba cuando le llamé a la editorial.

Me agarró del brazo.

—¡No, eso no es verdad! Me dijeron que había llamado, pero yo no estaba.

Me liberé de su mano.

—No le creo una sola palabra, monsieur Chabanais. Usted mismo me contó en La Coupole cómo su secretaria se deshace de los pesados que le llaman mientras usted está ahí con sus dibujitos… Y eso es lo que yo soy para usted, ¿verdad?, una pesada que le llama. —Ni siquiera yo sabía por qué me alteraba tanto. A lo mejor se debía a que la lectura de la tarde anterior había terminado con una decepción y yo le echaba la culpa de ello al editor aunque, en realidad, él no podía hacer nada.

—Mi madre tuvo ayer un accidente y estuve toda la tarde en el hospital —dijo André Chabanais—. Ésa es la verdad, y para mí usted es cualquier cosa menos una pesada que me llama, mademoiselle Bredin.

Me quedé parada.

—¡Ay, Dios mío! —dije, avergonzada—. Cuánto… lo siento.

—¿Me cree ahora? —me preguntó, mirándome directamente a los ojos.

—Sí. —Asentí y aparté la mirada algo apurada—. Espero que esté bien… su madre.

—Ya está mejor. Se cayó por una escalera mecánica y se ha roto una pierna. —Sacudió la cabeza—. Ayer no fue precisamente mi día de suerte, ¿sabe?

—Pues entonces ya somos dos.

Sonrió.

—De todas formas, es imperdonable que no la avisara de la lectura. —Seguimos andando, pasamos por delante de los escaparates iluminados del Boulevard Saint-Germain y esquivamos a un grupo de japoneses que iba detrás de una guía con un paraguas rojo—. ¿Cómo se enteró del acto en la librería?

—Una amiga mía vive en la Île Saint-Louis. Vio el cartel en el escaparate. Y, por suerte, yo tengo los lunes libres.

—Sí, gracias a Dios —dijo él.

Me paré en un semáforo.

—Bien —dije—. Aquí se separan nuestros caminos. —Señalé en dirección a la Rue Bonaparte—. Me voy por allí.

—¿Va ahora al restaurante? —André Chabanais se detuvo también.

—Lo ha adivinado.

—Algún día tengo que ir a Le Temps des Cerises —dijo—. Es un sitio muy romántico.

—Hágalo —afirmé—. A lo mejor puede ir con su madre cuando salga del hospital.

Hizo un gesto.

—Usted no quiere que yo me divierta, ¿verdad?

Sonreí y el semáforo se puso en verde.

—Tengo que irme, monsieur Chabanais —dije, y me dispuse a cruzar la calle.

—Espere, dígame cómo puedo enmendar mi error —gritó cuando pisé el paso de cebra.

—Ya se le ocurrirá algo —grité. Luego eché a correr y le saludé otra vez con la mano antes de dirigirme hacia la Rue Princesse.

* * *

—¿Qué vas a hacer en Navidades? —me preguntó Jacquie cuando le estaba ayudando en la cocina a preparar el
boeuf bourguignon
, que ese día estaba en el menú. Paul, el segundo jefe de cocina, ya estaba repuesto, pero llegaba más tarde.

Habíamos dorado la carne en dos sartenes, la puse en una olla grande y eché una pizca de harina por encima.

—Ni idea —contesté. En ese instante me di cuenta de que ésas serían las primeras Navidades en las que iba a estar realmente sola. Una idea extraña. Siempre cerraba el restaurante a partir del 23 de diciembre y no volvía a abrir hasta la segunda semana de enero. Removí la carne con una cuchara de madera y esperé a que la harina se mezclara con el aceite. Luego lo rocié todo con un buen borgoña. El vino salpicó un poco, y el agradable olor del contundente tinto lo invadió todo, luego los trozos de carne se hundieron en la salsa oscura.

Jacquie se acercó con una tabla de madera en la que había zanahorias picadas y setas y las echó en el guiso.

—Podrías venirte conmigo a Normandía —dijo—. Voy a casa de mi hermana, tiene una familia muy grande, y en Navidades siempre hay mucho follón, van buenos amigos, vecinos…

—Es muy amable por tu parte, Jacquie, pero no sé… Todavía no he pensado nada. Este año es todo tan distinto… —Noté que de pronto tenía un nudo en la garganta y carraspeé. «No te pongas ahora sentimental, no conduce a nada», me ordené a mí misma—. Haré cualquier cosa. Al fin y al cabo, ya no soy una niña pequeña —dije, y ya me vi sola delante de mi
buche de Noel
, ese sabroso tronco de chocolate que se toma de postre en Navidad y que papá llevaba siempre a la mesa con mucho bombo cuando ya todos decían que iban a explotar de tanto comer.

—Para mí tú siempre serás una niña pequeña —dijo Jacquie, y pasó su pesado brazo por encima de mis hombros—. Me gustaría mucho que vinieras conmigo al mar, Aurélie. ¿Qué vas a hacer sola en París? Aquí, que no para de llover. Además, a nadie le gusta estar solo en Navidad. —Sacudió la cabeza y su gorro blanco de cocinero se balanceó de forma peligrosa—. Te sentarán bien unos días de aire puro y paseos por la playa. Además, este año he prometido que cocinaría yo, y podría necesitar tu ayuda. —Me miró—. Prométeme que lo pensarás, Aurélie… ¿sí?

Asentí, emocionada.

—Prometido —contesté con la voz entrecortada. ¡El bueno y viejo Jacquie!

—¿Y sabes qué es lo mejor de allí abajo? —preguntó, y yo repetí con él las siguientes palabras sin dejar de sonreír—: ¡Se puede ver lejos!

Probé la salsa con una cuchara grande de madera.

—Admite más vino tinto —dije, y eché algo más de borgoña—. Bien, ¡al horno! —Miré el reloj—. ¡Oh, tengo que preparar las mesas!

Me quité el delantal y el pañuelo de la cabeza y me sacudí el pelo. Luego me dirigí al pequeño espejo que había junto a la puerta de la cocina y me pinté los labios.

—No puedes estar más guapa —dijo Jacquie, y entré en la sala del restaurante. Pocos minutos después llegó Suzette y juntas preparamos las mesas, pusimos el vino y las copas de agua y doblamos las servilletas de tela blanca. Eché un vistazo al libro de reservas. Las próximas semanas íbamos a tener un montón de trabajo y tenía que buscar con urgencia un refuerzo para el servicio.

En diciembre se trabajaba sin descanso, todas las mesas del restaurante estaban reservadas casi todos los días.

—Hoy tenemos una cena de Navidad, dieciséis personas —dije a Suzette— pero no hay ningún problema, todos toman el menú.

Suzette asintió y empujó las mesas hacia la pared.

—En el postre tenemos que tener cuidado de servir las
crêpes Suzette
a todos a la vez. Jacquie saldrá de la cocina y las flambeará en el carrito.

Cuando el jefe de cocina aparecía en persona en la sala para flambear las
crêpes Suzette
en una sartén de cobre a la vista de los clientes y pelaba con grandes gestos las naranjas y las cortaba en finas rodajas que espolvoreaba con almendras y rociaba con Grand Marnier, era siempre una atracción especial y medio restaurante observaba cómo las llamitas azuladas se elevaban en el aire durante unos segundos.

Estaba revisando los cubiertos cuando sonó el teléfono.

—Contesta tú, Suzette —dije—. Ya no aceptamos reservas para esta noche.

Suzette se dirigió hacia el teléfono, que estaba en la parte posterior del restaurante, junto a la caja.


Le Temps des Cerises, bonsoir
—cantó al teléfono, convirtiendo su
bonsoir
en una pregunta—.
Oui
, monsieur, un momento, por favor —dijo luego, y me hizo una seña con la mano—. Es para ti, Aurélie. —Me dio el auricular.

—¿Sí? Dígame —dije, desprevenida.

—Eh…
Bongsoir… ¿haplo
con mademoiselle Aurélie Bredin? —preguntó una voz con un marcado acento inglés.

—Sí. —Noté cómo la sangre se me subía a la cabeza—. Sí, soy Aurélie Bredin. —Me volví hacia el mostrador de madera en el que estaba abierto el libro de reservas.

—Oh, mademoiselle Bredin, me alegro tanto de encontrarla, soy Robert Miller, he encontrado el número del restaurante. ¿Soy
mucho
molestia?

—No —dije, y sentí el latido de mi corazón hasta en el cuello—. No, no, no me molesta en absoluto, el restaurante no abre hasta dentro de media hora. ¿Está usted… está usted todavía en París?

—Oh, no, por desgracia no —contestó—. He tenido que salir por la mañana temprano hacia Inglaterra. Escuche, mademoiselle Bredin…

—¿Sí? —Sujeté el auricular con fuerza contra mi oreja.

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