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Authors: John Katzenbach

La sombra (15 page)

BOOK: La sombra
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—Dígame, Espy, ¿sabe dónde vivo?

La pregunta la pilló por sorpresa.

—No, señor. No creo que yo...

—Tenemos una casa realmente bonita que da al campo de golf de La Gorce Country Club, justo en el centro de Miami Beach. Es antigua, construida en los años veinte. Ya sabe el tipo de casa que quiero decir: techos altos, suelos de baldosas cubanas, ventanas art déco. Mi esposa se pasa la mayor parte del tiempo reparándola porque cada semana se rompe algo. Las cañerías, las goteras, el aire acondicionado. El aparato se estropeó ayer por la mañana. ¿Sabe el jodido calor que hizo ayer noche?

—Sí. Pero...

—Y yo estoy sentado aquí, Espy, preocupado principalmente por cómo voy a trincar a estos cuatro polis y pensando en lo afortunado que soy de que este puñetero Enrique Abella no sea negro, así no tendremos disturbios raciales, pero también pensando que, por el hecho de ser cubano, esos bastardos van a buscarnos las cosquillas políticas del caso; y que en casa estamos a mil grados y que me va a costar tres de los grandes arreglar el condenado aire acondicionado; y que hay gotas de sudor, que caen de mi frente, en la sección de deportes que estoy intentando leer, y entonces adivine quién me llama por teléfono.

Espy Martínez no contestó. Pensó que no sería apropiado interrumpir el soliloquio de su jefe con una mera conjetura.

Él se inclinó hacia delante, sonriendo sin gracia alguna.

—Me ha llamado mi maldito rabino.

—¿Perdón?

—Mi rabino. El rabino Lev Samuelson, del templo Beth-El. Sólo hablo con él una vez al año, cuando recauda dinero vendiendo bonos del Estado de Israel. Pero ayer noche no llamó para colocarme bonos. ¿Sabe qué quería saber?

—¿Cuándo vamos a arrestar al asesino de Sophie Millstein?

—Exactamente. Al parecer, un amigo del rabino, de un templo de South Beach, le llamó porque de alguna manera averiguó que el rabino Samuelson me conoce, y ¡adivine qué! —Abe Lasser dio un fuerte palmetazo sobre la mesa—. ¡No pude decírselo! Así que explíquese: ¿cuándo vamos a proceder a un arresto? ¿Quién está a cargo de este caso?

—Walter Robinson.

Lasser sonrió.

—Bien. Al menos ese tipo tiene alguna idea de lo que se hace y no es un gilipollas integral. ¿Y qué dice al respecto?

—Está trabajando en ello.

Lasser sacudió la cabeza.

—Tendrá que hacerlo un poco mejor.

—Los informes forenses y de la autopsia sugieren que...

—Me da igual lo que sugieran. Usted lo único que tiene que hacer es encontrarme al asesino. Después yo podré ir a mi rabino y decirle que la fiscalía del condado de Dade sigue el mismo principio establecido en el Éxodo 21:12. ¿Conoce ese pasaje, Espy?

—No, señor.

—Pues búsquelo. —Se puso de pie e hizo un gesto hacia la puerta—. Es su primer caso real, ¿no?

—Bueno, en realidad me ocupé de la acusación de Williams, señor, los robos con allanamiento de morada. Salió en los periódicos...

—Lo sé. Por esa razón fue asignada a mi departamento.

Salió de detrás de su mesa y se dirigió hacia la pared donde colgaban las siete fotografías de archivo de los reclusos.

—Antes usted observaba estas fotografías. ¿Sabe quiénes son?

—No, señor.

—A estos siete hombres les llevé personalmente al corredor de la muerte. Ahora tendría que quitar la de éste porque fue ejecutado el año pasado. Este caballero llamado Blair Sullivan mató a tanta gente que he perdido la cuenta. Dos mil doscientos voltios cortesía del estado de Florida y adiós muy buenas. Fue a reunirse con su Creador maldiciendo y sin arrepentirse, una manera nada recomendable de acercarse a Él. De todos modos, le mantendré aquí con sus colegas por razones sentimentales.

Espy Martínez no pudo imaginar cuáles podrían ser aquellas razones, pero de lo que sí estuvo segura fue de que no eran precisamente sentimentales.

—Usted encuentre al asesino de Sophie Millstein y luego podrá colgar una foto de archivo policial en la pared de su oficina y yo llamaré a mi rabino y todo el mundo tan contento, excepto el asesino, por supuesto. Y Sophie Millstein.

Miró fijamente a Espy Martínez.

—Éxodo, 21:12. A finales de semana quiero otro informe. Y asegúrese de que haya progresos, ¿de acuerdo? Péguese a Walter Robinson y hágalo hoy mismo. Y por Dios bendito, que no le escuche quejarse sobre los otros jodidos casos que tiene. Dígale que a partir de ahora será su único caso. El caso de mi rabino.

Y con un movimiento cortante del brazo, el jefe de la fiscalía la despidió y regresó al papeleo que tenía sobre la mesa.

Espy Martínez salió rápidamente del despacho y cerró la puerta tras ella. Se dirigió hacia la secretaria de Abe Lasser.

—¿No tendrá por casualidad una Biblia? —preguntó.

La mujer asintió, alargó la mano hacia un cajón y sacó una con tapas de piel y se la entregó a Espy Martínez.

—Página setenta —dijo la secretaria, regresando a su trabajo.

Espy ojeó las delgadas y arrugadas páginas rápidamente. No le costó encontrar el pasaje: estaba marcado con un rotulador fluorescente amarillo:

«El que hiera mortalmente a otro hombre, morirá sin remisión.»

Walter Robinson pasó por alto la densa humedad opresiva del atardecer mientras permanecía en el callejón situado detrás de The Sunshine Arms junto al cubo de la basura donde se había encontrado el joyero de Sophie Millstein.

Empezó a hablar para sí en voz baja y monótona mientras diseccionaba el crimen, deteniéndose de vez en cuando para hacer una breve anotación en una libreta. Regresó andando hacia el lugar desde donde Kadosh, el vecino, había visto al asesino. «Kadosh debió de verle cuando se dio la vuelta y tiró el joyero. Debieron de cruzar la mirada sólo un segundo. El rostro iluminado por aquella luz de la calle. Después echó a correr. ¿Sabía que alguien le había visto? Sí. Entonces le entró pánico. No pensó. Sólo se le ocurrió salir pitando de aquí presa del pánico», caviló el detective, y se trasladó del final del callejón a una acera de la calle.

«Está bien, amigo, seguro que la presión sanguínea se te disparó por las nubes, con la adrenalina martilleándote los oídos. Respirabas entrecortadamente bocanadas rápidas y superficiales. No tuviste siquiera tiempo de pensar en la bolsa de crack que podrías comprarte. Sólo querías salir de aquí como alma que lleva el diablo, ¿verdad? Estabas cagado de miedo y sólo querías desaparecer. Ponerte a salvo. Así pues, ¿qué hiciste?»

Sus ojos recorrieron toda la manzana hacia Jefferson Avenue.

«¿Tenías coche? Probablemente. Algún trasto viejo que tal vez vendiste hace unas semanas porque necesitabas pasta, ¿verdad? Así que seguramente alguien te prestó uno esa noche. ¿Quién prestaría un coche a un yonqui? ¿Tal vez te trajo un amigo hasta aquí? ¿Algún otro drogata buscando una presa fácil? Tal vez. Pero lo dudo, los adictos al crack no suelen tener relaciones duraderas.»

En la distancia se oyó el traqueteo de un autobús que bajaba por la avenida. Robinson escuchó con atención, aún pensando.

«¿Tal vez utilizaste nuestro fantástico y seguro sistema de transporte público y luego te fuiste a casa? ¿Subiste al J-50? Te habría llevado a la calle 42 y luego pudiste cambiarte al G-75, que te conduciría por la carretera elevada de Julia Tuttle, directamente de regreso al corazón de Liberty City. De nuevo en casa y sintiéndote seguro, ¿eh?»

Robinson advirtió que la noche estaba ganando terreno a lo poco que quedaba de día.

«¿Es eso lo que hiciste, amigo? ¿Usaste un maldito autobús para escapar? Si el asesinato de Sophie Millstein se te ocurrió después de robar, entonces sí, sin duda.»

Regresó andando despacio hasta su coche. Pensó que un mundo donde los asesinos viajan en transporte público era terriblemente grotesco. Pero quizá no era tan descabellado, después de todo. El asesinato era una rutina como cualquier otra, se dijo, tan corriente como una parada de autobús. Subió al coche sin distintivos y, después de consultar el reloj, se dirigió hacia la terminal de autobuses.

Los gases de los tubos de escape parecían mezclarse con los restos del calor del día, creando una espesa atmósfera pegajosa y nociva. A Robinson le pareció estar avanzando por un sótano o un ático, luchando para adentrarse en una maraña de telarañas. Se preguntó cómo alguien podía respirar en aquella terminal, aun cuando tenía cubierta y grandes espacios abiertos donde debería haber paredes, evidentemente para que el aire corriera, aunque Robinson pensó que ninguna ráfaga de aire que se preciase mínimamente entraría en aquel espacio ponzoñoso.

Dentro de una pequeña oficina, la expendedora nocturna ojeó las páginas de un registro. Era una mujer brusca, de mediana edad, de pelo rojo zanahoria, que hablaba dirigiéndose alternativamente a sí misma y al detective. Mientras ella buscaba la página en el registro, Robinson observaba un calendario colgado en la pared. Agosto estaba ilustrado con una rubia teñida no particularmente bonita, ligeramente regordeta, con unos pechos oscilantes que se ofrecían a la cámara y una ligera expresión bobalicona. Se preguntó por qué la expendedora permitía que agosto siguiera en la pared, casi burlándose de ella.

—Aquí está. Caray, ¿por qué estos estúpidos conductores no saben rellenar esto siempre correctamente? Ya tengo lo que necesita, oficial.

Él se inclinó hacia el diario de registros y la regordeta pelirroja explicó:

—Éstas son las rutas más cercanas a su homicidio. Cielos, adonde irá a parar el mundo, ya ve, esa pobre viejecita, Dios mío, lo leí en los periódicos. Aquella noche hicimos un solo cambio, pero había un aprendiz que condujo el número seis. Ah, pero nadie informó de ningún incidente, excepto un tipo, ese de ahí, que dice que hizo bajar a un par de adolescentes cerca de Jefferson porque tenían demasiado alto el aparato de música que llevaban. Yo odio ese tipo de música, y de todos modos no sé qué ven en ella. A mí que me den country y western, no esa mierda de rap. Es sorprendente...

—¿Qué es sorprendente? —preguntó Robinson.

La expendedora le miró como si él fuese tonto.

—Dos adolescentes y un aparato de música de ésos. A saber qué clase de armas pueden llevar chicos así. ¿Usted cree que yo voy a detener mi autobús y echarles para que tal vez un gamberro de ésos me meta una bala en el pecho? No, gracias, oficial. Yo simplemente dejaría que se quedasen ahí y escuchasen esa mierda ruidosa cuanto quisieran...

—¿Aquella noche sólo hubo eso?

—Creo que sí. Pero ¿sabe?, se tarda una dichosa eternidad en rellenar estos condenados formularios de incidentes, no terminas nunca con ellos, y por triplicado. O sea que tal vez alguien recuerde algo que pueda ayudarle. Los conductores de autobuses ven muchas cosas, ya sabe. Vemos mucho.

El asintió con la cabeza y la mujer señaló la lúgubre sala de los conductores, que contenía una máquina de refrescos, una de cigarrillos y otra de golosinas, todas con un letrero manuscrito pegado: AVERIADA. Dos conductores estaban sentados en un raído sofá de imitación de piel, esperando que empezase su turno. Miraron a Robinson cuando entró y se identificó.

El mayor, calvo y con una breve coronilla de pelo gris, asintió cuando le explicó lo que estaba buscando.

—El chico y yo conducíamos por aquella ruta —repuso el conductor.

—E-e-es cierto —tartamudeó el más joven, que vestía un uniforme más nuevo y más limpio.

—¿Recuerdan aquella noche? —preguntó Robinson.

—Casi todas las noches son iguales. Ida y vuelta una y otra vez. A última hora de la noche, los viajeros en su mayoría son gente cansada. Borrachos. No sé si recuerdo algo especial.

—Un joven negro. Nervioso. Con prisas...

—No...

—S-s-s-seguro que s-sí, ¿recuerdas? Tuviste que gritarle q-que se se-se-se-sentase... —terció el joven.

El conductor mayor puso los ojos en blanco.

—No me gusta meterme en líos —se justificó—. No es mi problema. Yo sólo conduzco.

—Cuénteme —pidió Robinson.

—No hay mucho. Un tipo subió y tiró de cualquier manera unas monedas en la caja. El bus estaba casi vacío pero se quedó allí plantado, mirando hacia fuera, parecía nervioso, sí, y me mete prisas para que me ponga en marcha. Le dije que se sentase y respondió que me jodieran, y yo le dije que iba a arrancarle su jodida cabeza, y entonces se empecinó durante un par de minutos, ya sabe... que así te jodan, que así jódete tú, y al cabo de un par de paradas le dije que o se sentaba o bajaba. Y se sentó. No fue nada del otro mundo, detective. Pasa todos los días.

—¿Y dónde bajó?

—En Godfrey Road, donde hay un enlace con otro bus. No sé adónde iba pero lo sospecho.

Robinson asintió.

—¿Lo reconocería si lo viese de nuevo?

—Tal vez. Sí, probablemente.

—S-s-seguro que s-sí.

—Si lo ve, llámeme. Estaremos en contacto, tal vez le llamaré para que examine algunas fotos de archivo.

—Muy bien.

Robinson condujo a través de algunas manzanas por Collins Avenue, aparcó y atravesó el paseo marítimo entarimado que el cuerpo de ingenieros del ejército había construido para que los ancianos pudiesen pasear por la playa. Se quedó allí de pie, apoyado en la barandilla, contemplando las aguas. Había un leve oleaje, tan sólo una simple insinuación del poder del océano, rompiendo contra la arena y la piedra de áspero coral de la playa. Dejó que el cálido aire límpido y salado oxigenase sus pulmones, y luego se dijo un tanto sorprendido: «Tenías razón, joder. Subió al maldito autobús. Ahora tal vez tengas una oportunidad.» Inhaló hondo y se dijo: «A la mierda las estadísticas.»

Walter Robinson habló al cielo nocturno, a la extensión de oscuras aguas y al hombre que había matado a Sophie Millstein: «Pensaste que podrías venir hasta aquí, robar y matar a una pobre ancianita impunemente. Pues bien, chaval, estabas condenadamente equivocado. Voy a encontrarte.»

8

La mujer que mintió

La joven bajó los estores de la ventana y dejó la habitación en penumbra. Se produjo un momento de espera mientras manipulaba un aparato de vídeo. Una serie de interferencias electrónicas hizo saltar las imágenes del televisor y, un segundo después, Simon Winter vio a Sophie Millstein en la pantalla.

Se inclinó hacia delante en su silla, escuchando atentamente. La joven se sentó a su lado.

La anciana tenía una expresión mezcla de ansiedad e incomodidad. Winter se fijó en que vestía uno de sus vestidos más elegantes, el de ir a los servicios religiosos, y en que se había recogido el pelo pulcramente. Llevaba guantes blancos y sujetaba un bolso haciendo juego. Por un momento se preguntó cómo no se había fijado en su aspecto el día que salió de The Sunshine Arms vestida de aquella manera, como si fuese a una boda.

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