Lo cierto es que los de la Ligera estuvimos a punto de conseguirlo. Llegamos a la costa con el resto del regimiento y los daneses y los mondieus pegados a los talones, bang-bang y todo el mundo corriendo, maricón el último, para averiguar que los barcos daneses en los que íbamos a atravesar el brazo de mar hasta la isla se habían rajado, dejándonos sin transporte. Nuestros antiguos aliados estaban a punto de echarnos el guante como a los compañeros del Algarve, abandonados por sus jefes y conducidos hasta el embarcadero por un oscuro capitán con muchas agallas, el capitán Costa, donde tuvieron que rendirse —después de que Costa se pegara un tiro— cercados por los franchutes y sus mamporreros daneses. A nosotros estaba a punto de ocurrirnos lo mismo, pero nuestro coronel Armendáriz, que a pesar de ser barón los tenía bien puestos y no estaba dispuesto a pudrirse en un pontón gabacho, ordenó echar los caballos al agua y cruzar el canal nadando, agarrados a las crines y a las sillas. Y allá fue el regimiento. Algunos se ahogaron, otros fueron alejados por la corriente, o les fallaron las fuerzas. Nosotros, los de la sección ligera, recibimos la orden de sacrificarnos para proteger a los que se iban.
—Te ha tocado, Jiménez. Cubrís la retirada.
—No jodas.
—Como te lo cuento.
Y allí nos quedamos a regañadientes, en la playa, cubriendo la retaguardia, aguantando como pudimos más por el qué dirán que por otra cosa, peleando a la desesperada hasta que la mayor parte del Villaviciosa estuvo a salvo en la isla. Entonces los pocos de nosotros que sabían nadar echaron a correr para tirarse al agua con los últimos caballos, a probar suerte, aunque de éstos ya no llegó ninguno. El resto hicimos de tripas corazón, levantamos los brazos y nos rendimos.
Fuimos a Hamburgo, a inaugurar un campo de prisioneros nuevecito y asqueroso, para comernos cuatro años a pulso, con otros infelices deportados de la guerra de España. Tiene gracia: después, cuando Napoleón se cayó con todo el equipo, los alemanes juraban y perjuraban que ellos siempre estuvieron contra el Petit Cabrón. Pero había cantidad de ellos en el ejército gabacho. En Hamburgo, sin ir más lejos, nos vigilaban centinelas alemanes y franceses, y cuando alguno de nosotros lograba evadirse, eran los vecinos de los pueblos cercanos los que muchas veces nos denunciaban, o nos devolvían al campo a patadas en el culo. Ahora tengo entendido que allí nadie recuerda que haya habido nunca un campo de prisioneros españoles en Hamburgo, y es que los Fritz son estupendos para el paso de la oca, pero andan siempre fatal de memoria. En fin. El caso es que estábamos bien jodidos en nuestro campo de prisioneros cuando, en 1812, al Enano va y se le ocurre invadir Rusia. Cuando se preparan invasiones a gran escala, la carne de cañón se cotiza bien. Así que los veteranos de la División del Norte que habíamos sobrevivido al frío, el tifus y la tuberculosis, tuvimos nuestra oportunidad: seguir pudriéndonos allí o combatir con uniforme gabacho.
—A ver. Voluntarios para Rusia.
—¿Para dónde?
—Para Rusia.
Dos mil y pico preguntamos dónde había que firmar. Después de todo, de perdidos al río.
En cuanto a ríos, con la
Grande Armée
habíamos terminado vadeando unos cuantos. La santa Rusia estaba llena de rusos que nos disparaban y de malditos ríos donde nos mojábamos las botas. Antes del Moskova y Moscú, el último era aquel Vorosik que circundaba en parte Sbodonovo, por cuyo vado seguían colándose los escuadrones de cosacos que tenían el flanco derecho francés hecho una piltrafa, mientras en su colina del puesto de mando el Petit nos miraba admirado por el catalejo, preguntándole a Alaix quiénes coño éramos esos tipos estupendos que, a pesar de la que nos estaba cayendo encima, avanzábamos imperturbables, en perfecto orden, hacia las líneas enemigas.
Y sin embargo, la respuesta era sencilla. En medio del desastre del flanco derecho del ejército napoleónico, cruzando los maizales batidos por la artillería rusa, en formación y a paso de ataque, los cuatrocientos cincuenta españoles del segundo batallón del 326 de Infantería de Línea, no efectuábamos, en rigor, un acto de heroísmo. Para qué vamos a ponernos flores a estas alturas del asunto. La cosa era mucho más simple: ningún herido que pudiera andar se quedaba atrás, y avanzábamos en línea recta hacia las posiciones rusas, porque estábamos intentando desertar en masa. Aprovechando el barullo de la batalla, el segundo del 326, en buen orden y con tambores y banderas al viento, se estaba pasando al enemigo. Con dos cojones.
Total. Que estábamos allá abajo, a dos palmos de las líneas rusas y aguantando candela mientras intentábamos pasarnos al enemigo como el que no quiere la cosa, y desde su colina, sin percatarse de nuestras intenciones, el Estado Mayor imperial nos tomaba por héroes. Los generales se miraban unos a otros sin dar crédito a lo que estaban viendo. Regardez, Dupont. Oh-la-la les espagnols, quien lo iba a decir. Siempre protestando, que si esta no es su guerra, que si vaya mierda de rancho, y ahora mírelos, atacando en plena derrota, con un par. Nomdedieu. Quién lo hubiera dicho cuando los alistamos para Rusia casi a la fuerza, o esto o pudrirse en Hamburgo. Y se daban unos a otros palmaditas en la espalda porque así, desde su punto de vista, no era para menos, con aquel flanco derecho que estaba literalmente hecho trizas, maizales humeantes llenos de muertos como si alguien se hubiera estado paseando por allí con una máquina de picar carne, los cañones de los Iván dale que te pego y el segundo del 326 siempre adelante, recto hacia el enemigo con la que estaba cayendo. Oh, les espagnols. Que son braves, los tíos. Quién nos lo iba a decir, Dubois. Vivir para ver. Togueadogues, eso es lo que son. Unos togueadogues.
Por su parte, el Enano no nos quitaba ojo. Cada vez que el humo de las granadas rusas cubría el valle frente a Sbodonovo, arrugaba la frente imperial pegándose el catalejo a la cara, inquieto por la suerte del pequeño batallón solitario que aguantaba el tipo frente a las líneas enemigas donde todos sus anfansdelapatrí habían salido por piernas. Ese gesto lo repetía a cada instante, pues aquella mañana los artilleros ruskis quemaban pólvora con entusiasmo, y con tanta granada y tanto raaszaca-bum y tanto pobieda tovarich en el flanco derecho, había ratos en que el Petit y su Estado Mayor tenían la misma visión del flanco en cuestión que podía tener una fuente de salmonetes fritos. La verdad es que, desde aquella colina, el panorama del campo de batalla era impresionante: maizales chamuscados que humeaban, filas azules en retirada por la derecha o sosteniendo la línea en el centro y a la izquierda, los campos salpicados de manchitas azules más pequeñas, individuales e inmóviles. Heridos y muertos a granel, casi tres mil a aquellas alturas del asunto, y todavía quedaba tajo para un buen rato. De pronto los cañones del zar soltaban una andanada en condiciones, las filas azules del 326 desaparecían bajo la humareda, y todo el mundo en la colina, bordados y entorchados en pleno del mariscalato imperial, contenía el aliento imitando al fulano de capote gris y enorme sombrero que oteaba el paisaje con el ceño fruncido. Después, un poco de brisa abría claros entre el humo para mostrarles al 326 que proseguía su avance en buen orden, el Petit sonreía un poco, así, a su manera, torciendo la boca como si acabara de confirmar una corazonada, y todos los pechos galoneados en oro, todos los comparsas que lo rodeaban a la espera de un ducado en Holstein, una pensión vitalicia o un enchufe para su yerno en Fontainebleau, suspiraban a coro compartiendo solícitos su alivio, mais oui, Sire, voila les braves y todo eso.
—Los va-van a de-descuartizar —tartamudeó el general Labraguette, resumiendo el pensamiento de los que estaban en la colina.
Labraguette era el optimista del Estado Mayor imperial, así que la cosa estaba clara. El 326 tenía por delante menos futuro que María Antonieta la mañana que le cortaron el pelo en la Conciergerie. Sin embargo, al oír a Labraguette decir aquello, el Enano se puso el catalejo bajo el brazo y apoyó el mentón en un puño, frunciendo el ceño. Era el gesto que siempre ponía para salir en los grabados y ganar batallas, y solía costarle a Francia entre cinco y seis mil muertos y heridos cada vez.
—Hay que hacer algo por esos héroes —dijo por fin—. ¡Alaix!
—A la orden, Sire.
—Envíeles un mensaje para que retrocedan honorablemente. No merece la pena que se hagan matar de ese modo… Y usted, Labraguette, busque a alguien de la División Borderie para que proteja su retirada.
—Labraguette dudaba en abrirla boca.
—Me te-temo que es imposible, Sire —se aventuró por fin.
—¿Imposible? —el Enano lo miraba con la simpatía de doce mosquetones en un pelotón de fusilamiento—. Esa palabra no existe en el diccionario.
Labraguette, que a pesar de ser general era un tipo leído, miraba al Ilustre, perplejo.
—Yo ju-juraría que sí, Sire. Imposible: algo que no es po-posible.
—Le digo que no existe —el Enano fulminaba a Labraguette con la mirada—. Y si esa palabra existe, cosa que dudo, va usted a la Academia y me la borra… ¿Se entera, Labraguette?
Labraguette ya no estaba perplejo. Ahora se retorcía una patilla con visible angustia.
—Na-naturalmente, Sire.
—Los listillos me repatean el hígado, Labraguette.
—Di-disculpad, Sire —el general había pasado ya del estado de angustia al estado viscoso—. Fue un ma-malentendido. Ejem. Un la-lapsus lingüe.
—Por un lapsus parecido a ese trasladé al coronel Coquelon a Sierra Morena, en España. Por allí anda, echando carreras por el monte con los guerrilleros.
—Glu-glups, Sire.
—Bien. ¿Qué pasa con la división Borderie?
—Que el 202 de Línea se lo he-hemos enviado a Ney a reconquistar la gr-gr-granja del Vorosik, Sire.
El Ilustre echó un vistazo en esa dirección y soltó entre dientes una de sus maldiciones corsas, algo del tipo mascalzone dil fetuccine de la puttana. Entre las llamas de la granja y la humareda de los maizales, junto al vado del Vorosik se veía algo azul mezclado con el centelleo de los sables de la caballería cosaca. En ese momento, el 202 de Línea no estaba para reforzar a nadie.
—¿Y qué hay del 34 Ligero?
—Hecho po-polvo, Sire. Ba-bajas del sesenta por ci-ciento.
—¿Qué me dice del 42 Regimiento de Granaderos a Caballo?
—Eso era ayer por la ma-mañana, Sire. Ahora son gr-granaderos a pie y apenas su-suman una co-compañía.
—¿Y el tercero de Dragones de Florencia?
—Pues corriendo van todos, Sire —Labraguette tragó saliva, señalando la dirección opuesta al campo de batalla—. Camino de Florencia.
El Ilustre miró al cielo y maldijo en arameo durante diez minutos sin que nadie osara interrumpirlo. Algo así como cazzo dil saltimboca de la madre que los parió y qué he hecho yo para merecer esto. Domingueros. Eso es lo que son todos. Unos domingueros de mierda que me van a hacer perder la batalla.
—Hay que hacer algo —dijo por fin, cuando recobró el aliento—. No puedo dejar solos a esos bravos allá abajo. Españoles o no, si luchan bajo mis águilas son hijos míos. Y mis hijos —hizo una pausa, y pareció que su mirada aquilina perforaba la humareda de pólvora del flanco derecho— son hijos de Francia.
El mariscalato en pleno mostró su aprobación con los murmullos apropiados. Hijos de Francia, naturalmente. Ese era el término justo. Brillante juego de palabras, Sire. Esa agudeza corsa, etcétera. El Enano cortó en seco el rumor de la claque levantando enérgico una mano.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó, dirigiendo una mirada circular a los miembros de su Estado Mayor. Todos carraspearon adoptando gestos graves, igual que si tuviesen las sugerencias a montones en la punta de la lengua, pero nadie dijo esta boca es mía. La última vez que el Ilustre había hecho esa pregunta, en Smolensko, el general Cailloux había aconsejado «una táctica de flanqueo astuta como una zorra». Ejecutada sobre el terreno y encomendada a Cailloux su ejecución, la táctica había terminado convirtiéndose en un movimiento de retirada rápido como una liebre. Ahora, si es que aún continuaba vivo, degradado a capitán, Cailloux seguía un cursillo acelerado de tácticas de flanqueo sobre el terreno y en primera línea. Concretamente, en algún lugar del jodido flanco derecho.
—¡Murat!
El mariscal Murat, emperifollado como para un desfile, se cuadró con un taconazo. Iba de punta en blanco, con uniforme de húsar y entorchados hasta en la bragueta. Se rizaba el pelo con tenacillas y lucía un aro de oro en una oreja. Parecía un gitano guaperas vestido por madame Lulú para hacer de príncipe encantado en una opereta italiana.
—¿Sire?
El Enano hizo un gesto con la mano que sostenía el catalejo, en dirección al humo que en ese momento ocultaba de nuevo las filas azules del 326.
—Piense algo, Murat. Inmediatamente.
—¿Sire?
—Es una orden.