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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (6 page)

BOOK: La sangre de Dios
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—Ya está pagado, firme aquí —le indicó el correo tendiéndole el recibo de entrega.

Draco firmó y cerró la puerta. El sobre contenía algo pesado. Fue a la cocina y buscó unas tijeras para abrirlo. ¿Una bomba? No, era absurdo. Ellos tenían a Joyce y, por otra parte, creían que él conocía el paradero de las piedras. No les interesaba matarlo, sólo pretendían asustarlo para que hablara.

Cortó los precintos del envoltorio y vació el contenido sobre la mesa de la cocina. Dos manos sanguinolentas cayeron sobre el tablero de pino. El anular de la mano derecha tenía un anillo con una turmalina azul que le resultaba familiar. Horrorizado, reconoció las manos de Joyce.

Se las habían amputado.

13

La morgue de Londres, en el número 24 de Robertson Street, tiene el aspecto del hospital que fue: una anodina fachada de ladrillo negro con ventanas blancas y una portada gótica victoriana de piedra artificial, con un escudo en relieve sobre el que flota una cartela con el lema
«Salas lnfirmorum»,
absolutamente inadecuado para sus nuevos inquilinos.

El asmático ascensor tardó una eternidad en descender al sótano. David Fletcher, inspector de la policía criminal, abrió la doble puerta de rejilla, le cedió el paso educadamente a su acompañante y volvió a cerrarla. Encendió un cigarrillo negro, haciendo caso omiso de los letreros que prohibían fumar, y precedió al visitante a lo largo de un sórdido corredor con las paredes descascarilladas y rezumantes de humedad.

—Es por aquí.

Torcieron por otro largo pasillo, que servía de almacén de camillas y sillas de ruedas plegadas, y llegaron finalmente a la sala de los refrigeradores. El funcionario de guardia escondió en un cajón la revista pornográfica que estaba contemplando y saludó rutinariamente a los visitantes que venían a turbar la paz de los muertos. El inspector Fletcher firmó en el libro de entradas y rellenó el impreso con los datos de Draco.

—Es el número cincuenta y dos, al fondo, segunda fila —les indicó el guardián de los muertos, que volvió a sentarse desentendiéndose de ellos.

Cien puertas de acero cubrían la pared lateral. Fletcher tiró de la manija de la cincuenta y dos y sacó el cajón que discurría sobre dos guías de acero. Una nube de vapor frío, azulenco, los envolvió. Draco reprimió un escalofrío. El cadáver estaba tapado con una lámina de plástico metalizado, pero le asomaban los pies pálidos como la cera, con una etiqueta de plástico atada a uno de los tobillos.

—Te advierto que no es nada agradable —le dijo Fletcher antes de apartar el plástico.

Draco asintió.

—Adelante.

Al cadáver le faltaban las manos y la cabeza. Una mujer de mediana edad, alta, con los pechos firmes y separados, los pezones morados. Por encima del vello púbico que tiraba a rubio, abundante, descubrió la pequeña cicatriz que había besado tantas veces. Un accidente infantil, con una bicicleta, en uno de aquellos veranos felices en Bristol. El vientre terso y duro del gimnasio, el ombligo redondo y hundido que él solía explorar con la lengua antes de abismarse en zonas más íntimas.

Era Joyce. No había duda.

Simón Draco apartó la mirada para ocultar las lágrimas. Fletcher volvió a taparla con la sábana de plástico y cerró el cajón.

—La encontramos hace cuatro horas en el Támesis. El forense opina que lleva unas doce horas muerta.

Salieron de la morgue. El coche de la policía los esperaba junto a la acera. Hicieron el viaje de vuelta a Scotland Yard en silencio. Fletcher tenía su despacho en el cuarto piso. Ofreció asiento a Simón Draco, cerró la puerta de cristal esmerilado, ocupó su sillón giratorio detrás de la mesa atestada de carpetas y pulsó un botón del teléfono.

—Clara, no me pase llamadas hasta nueva orden.


Okay,
inspector —respondió la voz metálica de Clara.

Fletcher abrió un cajón de un mueble en apariencia oficial y sacó una botella de whisky y dos tazas de té. Sirvió dos generosas raciones y volvió a guardar la botella. Bebieron en silencio. Eran antiguos amigos. En la mirada de Fletcher se mezclaban la compasión y la camaradería. Carraspeó ligeramente y dijo, procurando escoger las palabras:

—Simón, escucha el consejo de un amigo: lo que tienes entre manos es un hueso demasiado duro de roer. Déjale el asunto a la policía.

—¿Tienes idea de quiénes son?

—No puedo decirte todo lo que sabemos, pero sí puedo asegurarte que esto es obra de la mafia rusa. Es típico de ellos. Los mafiosos italianos juegan a los bolos; los rusos, al ajedrez. Si tienes lo que ellos buscan, te aconsejo que se lo entregues cuanto antes. De lo contrario considérate muerto.

—¿Quieres decirme que la mafia rusa opera impunemente en Inglaterra?

Fletcher se lo pensó unos instantes antes de responder.

—Hacemos lo que podemos, pero es una situación nueva que todavía no controlamos. ¿Sabes las muertes que se han producido en los bajos fondos en lo que va de año? Catorce, quince con la de hoy. Casi todas imputables a los rusos, todas impunes por falta de pruebas. Son profesionales, están organizados y no se detienen ante nada. Antes de que consigamos averiguar quién fue el asesino, éste se ha puesto a salvo a miles de kilómetros de distancia.

Draco asintió.

—Voy a presentarte a nuestro experto en asuntos eslavos —dijo de pronto Fletcher. Oprimió el intercomunicador y ordenó—: Clara, dígale a Blunt que tenga la bondad de venir. Blunt es nuestro especialista en mafias rusas.

Blunt parecía un contable antiguo más que un policía. Saludó cortésmente a Simón Draco y se sentó en la silla libre del despacho. Rechazó la taza de whisky que Fletcher le ofrecía.

—Simón Draco es un viejo amigo de la casa. Ha colaborado con nosotros en la resolución de algunos casos peliagudos. Quiero que le hables de la mafia rusa, en términos generales. No hace falta que le des nombres.

Blunt carraspeó y ordenó sus ideas antes de empezar.

—En 1990, Gorbachov retiró las guarniciones rusas de Occidente, y desmovilizó a centenares de miles de militares profesionales con salarios de supervivencia, pero cuando la URSS se desintegró en agosto de 1991, las pensiones dejaron de llegar y miles de oficiales y soldados que habían sido alojados con sus familias en cuarteles y contenedores de los alrededores de Moscú se unieron a las mafias emergentes que controlaban la nueva economía de mercado. Antiguos militares, exasperados por la miseria y el hambre, se convirtieron en asesinos profesionales.

Simón Draco recordó los tenderetes, en los mercadillos de Londres, de París, de Madrid, en los que antiguos soldados rusos vendían uniformes, galones y medallas del disuelto ejército soviético.

—Rusia está sumida en la miseria y en el caos social. Los antiguos valores socialistas se han trocado en un nihilismo frío que empuja a amplias capas de la población a aceptar de buena gana a los mafiosos. Antes, estos delincuentes prestaban un servicio público porque mantenían el mercado negro; después de la
perestroika
y de la agresión capitalista extranjera, los mafiosos constituyen el refugio de la dignidad nacional. A la fracasada
perestroika
sucedió la
geschefti,
la especulación. En Rusia nadie produce, todo el mundo especula, pero muchos rusos están convencidos de que la culpa es de Occidente y confían en las mafias que frenan con su violencia el avance del capitalismo invasor. Son un hatajo de maleantes venidos a más, vulgares, arrogantes, incultos y derrochadores, pero los rusos de a pie los admiran porque han sabido hacerse ricos en medio de tanta miseria y los consideran bandidos generosos. En fin, la mafia rusa crece incesantemente y amplía su base con una clientela de personas honradas que depositan en ella la confianza ciega que antiguamente tenían en el Estado socialista. Esto explica que esta organización criminal constituya al mismo tiempo un importante grupo social y una multinacional con implantación en todas las colonias de emigración rusa de todo el mundo.

—Comprendo.

—¿Qué hay de ese tal Vasili Danko al que asesinaron hace unos días? —preguntó intencionadamente Fletcher.

—La mafia rusa en Inglaterra anda conmocionada con ese asesinato. Vasili Danko era el hermano menor de Emil Danko, el lugarteniente de Konstantin Dariev, el capo de los capos rusos, más conocido como el Amo. El Amo es el padrino que preside el consejo de los
kuptsi
o jefes mafiosos chechenos, ucranianos y cazakos, un hombre de gran prestigio que controla personalmente los cárteles chechenos con arreglo a un esquema que se parece al de las órdenes religiosas: el clan o
tep,
que se distingue por una señal, el halcón, la calavera, una letra coránica, está regido por una hermandad de sangre o
miest,
que obliga colectivamente a sus miembros a vengar la muerte de cada uno de ellos. Vasili Danko llevaba tatuado en el hombro un halcón. Tarde o temprano, los halcones del clan darán con su asesino y lo matarán del modo más horrible.

14

Moscú

El espléndido Mercedes blanco blindado, con cristales oscuros, se detuvo en el aparcamiento desierto del número 355 de la avenida Gorki de Moscú, un rascacielos de acero y cristal ahumado que era la sede central del Imperio. El séquito, formado por tres Toyota cuatro por cuatro, desembarcó nueve guardaespaldas armados e iguales como clones: metralletas Uzi, trajes oscuros, rostros impasibles, gafas ahumadas y pinganillo intercomunicador en el oído. Ser escolta del
Amo
tenía sus compensaciones: suntuosas fiestas, champán francés, putas esculturales, caviar iraní a cucharadas, vodka de mil rublos la botella, apuestas excitantes en las mesas de juego.

El Amo
aparentaba unos cincuenta años. Era un tipo corpulento, algo entrado en carnes, con el cabello canoso, corto, y un rostro macizo y brutal de facciones marcadas, no del todo desagradables. El ascensor privado lo condujo, como un bólido, a la planta cuarenta, una de las cinco viviendas repartidas por Moscú. Todas tenían exactamente la misma distribución, los mismos muebles, los mismos cuadros (los artistas habían aceptado hacerlos por quintuplicado) y hasta los mismos productos en el frigorífico. De este modo,
el Amo
se sentía siempre en casa. Era un hombre muy hogareño.

Descolgó un teléfono y marcó dos cifras.

—Que venga Ludmilla.

Ludmilla, una de sus chicas favoritas. No había encontrado quintillizas, todo lo más trillizas y no siempre de la calidad requerida. Por eso mantenía un harén en cada residencia. Cuando se cansaba de una chica la enviaba a Europa, ése era el premio, con la franquicia de un prostíbulo elegante de su cadena El Jardín de Venus. Si no le agradaba la chica, la hacía circular simplemente en calidad de puta.

Mientras las matronas de la casa masajeaban a Ludmilla y la preparaban para la sesión amorosa,
el Amo
se dio un baño tonificante de hierbas en un enorme
jacuzzi.
Un mayordomo filipino hizo pasar a su hombre de confianza.

—¿Qué noticias tenemos de Londres?

Emil Danko, un antiguo oficial de la Fuerza Alpha soviética condecorado en Afganistán, de los muchos que pululaban en el hampa, era alto y fuerte, con el pelo cortado al uno y una cicatriz honda en la mejilla, una esquirla de metralla que lo alcanzó en Kabul.

—El asesino de mi hermano niega que tenga las malditas piedras judías, pero después de regresar de Alemania ganó de golpe ciento cincuenta mil libras esterlinas. Es evidente que vendió las piedras.

—¿Cómo sabemos que ganó ese dinero?

—Es tan torpe que lo ingresó en el banco. Hicimos una comprobación rutinaria de sus cuentas y lo descubrimos.

El Amo
asintió.

—¿A quién le vendió las piedras?

—Todavía no lo sabemos, pero lo están presionando para que hable. Él insiste en que no sabe nada de ellas.

El Amo
dio una profunda chupada a su puro y proyectó el humo hacia el techo. Cerró los ojos abandonándose a la languidez del baño.

—Anoche me llamó
el Espagueti
interesándose por esos
pedruscos
—murmuró—. Le prometí que los tendría antes de una semana.

El Espagueti
era el apodo cariñoso de Piero Leonardi, el
uomo de fidenza
vaticano y socio mafioso del
Amo.

—Los tendremos —aseguró Danko—. Mañana volaré a Londres para hacerme cargo del asunto personalmente.

El Amo
permaneció en silencio mientras consideraba las aplicaciones del viaje. Un asunto menor, arrebatar unas piedras a un anciano medio paralítico, se había complicado, le había costado la vida a uno de sus mejores hombres y, lo que es peor, ponía en entredicho el prestigio de su organización en el mundo del hampa internacional. Y todo eso por un simple peón, un tipo testarudo que se les había cruzado en el camino.

—Está bien —decidió—. Comprendo que quieras vengar a tu hermano, pero mantén la cabeza fría y consigue primero las piedras.

El Amo
sumergió la cabeza en el agua dando por finalizada la audiencia. Danko, al salir, vio fugazmente el cuerpo desnudo de Ludmilla reflejado en los espejos de la pared. Antes fue reportera de televisión.
El Amo
se encaprichó de ella y le espantó un novio con el que estaba a punto de casarse. Le regaló un collar de diamantes, que perteneció a la última zarina, en el transcurso de una cena privada en la Tour d'Argent, París, ida y vuelta en su avión particular. La muchacha lo había encontrado irresistible. El poder absoluto acarreaba muchos quebraderos de cabeza, pero también tenía sus compensaciones.

15

Mientras preparaba el breve equipaje sonó el teléfono. Draco vio en la pantalla un número desconocido y decidió no cogerlo. «Señor Draco, somos Homefantastic, la empresa de reparaciones domésticas. Tenemos a su disposición el presupuesto que nos solicitó. Si lo aprueba, podemos comenzar mañana mismo. Llámenos, por favor.»

Devolvió la llamada:

—¿Es cierto que pueden comenzar mañana?

—Sí, señor. Tenemos una cuadrilla libre para toda esta semana. Bastará para hacer el trabajo.

—Está bien. Los espero mañana.

Cuando colgó sintió un vago malestar. Joyce había muerto, su vida andaba a la deriva. Desde que el Coronel lo enroló en el maldito asunto de comprar aquellas piedras, había desatendido por completo sus otros trabajos como detective. Una especie de lasitud se había apoderado de él. Todo le sonaba lejano y ajeno.

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