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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Novela

La sal de la vida (4 page)

Es una manera de verlo.

Estábamos sentados fuera, junto a los cubos de basura. Se oían «brrrrrrrums» cada dos segundos, pero yo quería fumarme un cigarrillo, y Carine no soporta el olor a tabaco.

—Tengo que ir al baño —anunció, con una expresión de sumo agobio—. Aquí los aseos no deben de ser los de un hotel de cinco estrellas...

—¿Por qué no haces pis en la hierba? —le pregunté.

—¿Delante de todo el mundo? ¡Estás loca!

—Pues te alejas un poco y ya está. Voy contigo, si quieres...

—No.

—¿Por qué no?

—Se me van a manchar los zapatos.

—Ah... Bueno, pero, por tres gotitas, ¿qué más da?

Se levantó sin dignarse contestarme.

—Sabes, Carine —declaré yo con voz solemne—, el día en que te guste hacer pis en la hierba serás mucho más feliz.

Cogió sus toallitas desinfectantes.

—Soy todo lo feliz que quiero ser, muchas gracias.

Me volví hacia mi hermano. Miraba fijamente los campos de maíz como si quisiera contar cada mazorca. No parecía muy animado.

—¿Estás bien?

—Sí —contestó, sin volverse a mirarme.

—Pues no lo parece.

Se frotó la cara.

—Estoy cansado.

—¿De qué?

—De todo.

—¿Tú? No me lo creo.

—Pues es la verdad...

—¿Es por tu trabajo?

—Mi trabajo. Mi vida. Todo.

—¿Por qué me lo dices?

—¿Y por qué no habría de decírtelo?

Otra vez me había vuelto la espalda.

—¡Eh, Simon! ¿Qué dices? Oye, no tienes derecho a hablar así. ¡Te recuerdo que tú eres el héroe de la familia!

—Pues a eso me refiero precisamente... El héroe está cansado.

Yo flipaba. Era la primera vez que le veía perder pie.

Si Simon empezaba a dudar, entonces ¿qué iba a ser de nosotros?

En ese momento —y digo que es un milagro y añado que no me extraña y me inclino ante el santo patrón de los hermanos que vela por nosotros desde hace casi treinta y cinco años y, desde luego, no ha sido tarea fácil, pobre hombre— sonó su móvil.

Era Lola, que por fin se había decidido a venir y llamaba para preguntarle si podía pasar a recogerla a la estación de Châteauroux.

Enseguida se animó. Se guardó el móvil en el bolsillo y me pidió un cigarrillo. Carine volvió, frotándose hasta los codos con sus toallitas desinfectantes. Le recordó el número exacto de víctimas de cáncer de... Él esbozó un gestito con la mano, como para ahuyentar una mosca, y ella se alejó tosiendo.

Lola iba a venir. Lola iba a estar con nosotros. Lola no nos había abandonado, así que podían darle morcilla al resto del mundo.

Simon se puso las gafas de sol.

Sonreía.

Su Lola iba de camino en un tren...

Hay algo especial entre ellos. Para empezar son los que menos tiempo se llevan, dieciocho meses, y han compartido la infancia.

La de travesuras que habrán hecho los dos... Lola tenía una imaginación desbordante, y Simon era dócil (ya entonces...), se escapaban de casa, se perdían, se peleaban, se martirizaban y se reconciliaban. Cuenta mamá que Lola siempre lo estaba chinchando, que siempre iba a incordiarlo a su habitación, le arrancaba de las manos el libro que estuviera leyendo en ese momento o le destruía de una patada lo que tuviera montado con los Playmobil. A mi hermana no le gusta que le recuerden esas cosas (¡se siente como si la metieran en el mismo saco que a Carine!), así que mi madre se cree obligada a rectificar y añade que Lola era un culo de mal asiento, que siempre estaba dispuesta a invitar a todos los niños del barrio y a inventar montones de juegos nuevos. Que era una especie de monitora de campamento con mil ideas por minuto, y que cuidaba de su hermano mayor como una leona de sus cachorros. Que le hacía bizcochos de chocolate y que lo sacaba de sus Legos cuando ponían por la tele los dibujos animados que le gustaban.

Lola y Simon conocieron la Gran Época: la de Villiers. Cuando vivíamos todos en pleno campo, y nuestros padres todavía eran felices juntos. Para Lola y Simon el mundo empezaba delante de casa y terminaba en el otro extremo del pueblo.

Juntos, corrieron delante de toros que no eran toros en realidad y exploraron casas encantadas con fantasmas de verdad.

Llamaron tantas veces al timbre de la vieja Margeval para esconderse después que a la pobre mujer tuvieron que llevársela a un asilo, destruyeron trampas para animales, hicieron pis en los lavaderos, encontraron las revistas porno del maestro de escuela, robaron petardos, encendieron cohetes y rescataron gatitos que una mala bestia había tirado vivos al río dentro de una bolsa de plástico.

Hala, siete gatitos de una vez. ¡Qué contento se puso nuestro Pop!

Y el día en que el Tour de Francia pasó por el pueblo... Fueron a comprar cincuenta barras de pan y vendieron bocatas como rosquillas. Con lo que ganaron se compraron artículos de broma, sesenta chicles Malabar, un saltador para mí, una trompetita para Vincent (¡ya entonces!) y el último cómic de
Yoko Tsuno
.

Sí, era otra infancia... Ellos sabían lo que era un escalmo, cazaban grillos y saltamontes, y conocían el sabor de las bayas de la uva crespa. El acontecimiento que más los marcó quedó grabado en secreto detrás de la puerta del cobertizo:

«Hoy dia 8 de ar avril hemos visto al cura en calzoncillos.»

Y también vivieron juntos el divorcio de nuestros padres. Vincent y yo éramos muy pequeños todavía. Nosotros no nos dimos cuenta del engaño hasta el día de la mudanza. Ellos, en cambio, tuvieron ocasión de disfrutar a tope del espectáculo. Se levantaban por la noche e iban a sentarse juntos a lo alto de la escalera para oírlos «regañarse». Una noche, Pop tiró al suelo el armario grande de la cocina, y mamá se marchó con el coche.

Mientras todo eso ocurría, Simon y Lola se chupaban el dedo diez peldaños más arriba.

Es una tontería contar todo esto, su complicidad está hecha de muchas más cosas aparte de esos momentos difíciles. Pero bueno...

En cambio, la infancia de Vincent y mía fue muy distinta. A nosotros nos pilló en la ciudad. Menos montar en bici y más ver la tele... No teníamos ni idea de cómo poner un parche para arreglar una rueda pinchada, pero sí de cómo engañar a los acomodadores para colarnos en el cine por la salida de emergencia o cómo arreglar un monopatín.

Pero entonces Lola se fue interna a un colegio, y ya no había nadie para darnos ideas de travesuras y para perseguirnos por el jardín...

Nos escribíamos todas las semanas. Era mi adorada hermana mayor. Yo la idealizaba, le mandaba dibujos y le escribía poesías. Cuando volvía a casa, me preguntaba si Vincent se había portado bien durante su ausencia. Pues claro que no, le contestaba yo, claro que no. Y le contaba con pelos y señales todas las infamias de las que había sido víctima la semana anterior. Entonces, para mi gran satisfacción, Lola lo arrastraba hasta el cuarto de baño para darle una buena tunda.

Cuanto más gritaba mi hermano, más contenta estaba yo.

Y un día, para que mi satisfacción fuera completa, quise presenciar su sufrimiento. Y entonces, horror, vi que mi hermana golpeaba una almohada, mientras Vincent chillaba al compás de los golpes enfrascado en un tebeo. Fue una decepción terrible. Aquel día, Lola se cayó de su pedestal.

Lo que resultó ser positivo. A partir de ese día, estuvimos a la misma altura.

Actualmente es mi mejor amiga. La nuestra es una amistad como la de Montaigne y La Boétie... Ya sabéis, algo absoluto y difícil de explicar. Y el hecho de que esta joven de treinta y dos años sea mi hermana es puramente anecdótico. Digamos que la única diferencia es que no hemos tardado mucho tiempo en conocernos.

A ella le van los
Ensayos
de Montaigne, las súper teorías del filósofo tales como que la cabezonería encuentra su castigo en esta vida y que filosofar es aprender a morir. A mí me va el
Discurso de la servidumbre voluntaria
de La Boétie, los abusos infinitos y todos esos tiranos que si son grandes es sólo porque nosotros nos arrodillamos ante ellos. A ella le va el conocimiento verdadero, lo mío son más los tribunales. Y las dos sentimos que somos la mitad de todo y que la una sin la otra no estaría más que a medias.

Y eso que somos muy distintas... Ella tiene miedo hasta de su sombra, yo me río del miedo.

Ella copia sonetos en cuadernos, y yo me bajo música de Internet. Ella admira la pintura, yo prefiero la fotografía. Ella no dice jamás lo que piensa, y yo digo todo lo que se me pasa por la cabeza. A ella no le gustan los conflictos, a mí me gusta que las cosas queden muy claritas. A ella le gusta estar «un poco piripi», yo prefiero beber. A ella no le gusta salir, a mí no me gusta volver a casa. Ella no sabe divertirse, yo no sé irme a la cama. A ella no le gusta jugar, a mí no me gusta perder. Ella tiene unos brazos inmensos para abarcarlo todo, yo tengo la bondad un poco escaldada. Ella no se pone nunca nerviosa, a mí se me cruzan los cables y exploto.

Dice que a quien madruga Dios le ayuda, yo le suplico que no hable tan fuerte que quiero seguir durmiendo. Ella es romántica, yo soy pragmática. Ella se ha casado, yo aún voy de flor en flor. Ella no se puede acostar con un chico sin estar enamorada, yo no puedo acostarme con un chico sin preservativo. Ella... Ella me necesita, y yo la necesito a ella.

Ella no me juzga. Me acepta tal como soy. Con mi mala cara y mis ideas negras. O con mi buena cara y mis ideas de color de rosa. Lola sabe lo que es morirse por comprarse un chaquetón marinero o unos zapatos de tacón de aguja. Comprende la gozada que es quemar la tarjeta de crédito aunque luego te sientas súper culpable al ver las cenizas. Lola me mima. Me sostiene la cortina cuando estoy en un probador, siempre me dice que estoy muy guapa y que no, qué va, ese pantalón no me hace nada de culo. Siempre me pregunta qué tal mis amores y se disgusta un poquito cuando le hablo de mis amantes.

Cuando hace tiempo que no nos vemos, me lleva a un buen restaurante, al Bofinger o al Balzar, para mirar a los chicos. Yo me concentro en los de las mesas de alrededor, y ella, en los camareros. Le fascinan esos chavales con sus chalecos ceñidos. Los sigue con la mirada, les inventa destinos dignos de una película de Sautet y analiza sus modales tan como es debido, tan de escuela de hostelería. Lo divertido es que siempre llega un momento en que vemos a alguno pasar al otro lado de la barrera una vez terminado su trabajo. Ya no tiene nada de fascinante. Ha cambiado el gran delantal blanco por un vaquero o un pantalón de chándal y se despide de sus compañeros sin ninguna elegancia:


¡'Taluego
, Bernard!


'Taluego
, Mimi. ¿Nos vemos mañana?

—Ya te gustaría a ti, gilipollas.

Lola baja la mirada y rebaña el plato. Vaya chasco, adiós a las fantasías...

Nos habíamos perdido un poco de vista. Su internado, sus estudios, su lista de boda, sus vacaciones con los suegros, sus cenas...

La ternura seguía intacta, pero ya no teníamos tanta confianza. Lola había cambiado de bando; o más bien de equipo. No es que jugara
contra
nosotros, jugaba en una liga que nos aburría un poco. A una especie de cricket tonto con un montón de reglas que no hay quien entienda, un deporte en el que corres detrás de una cosa que nunca ves y que encima te hace daño... Una cosa de cuero con el corazón de corcho. (¡Anda, Lolita mía, sin comerlo ni beberlo lo he resumido todo en un párrafo!)

Mientras que nosotros, los «pequeños», todavía estábamos en cosas mucho más básicas. Para nosotros, un césped bonito equivalía a ¡yupi!, revolcones y volteretas. Los chicos altos vestidos con polos blancos y manejando un bate nos sugerían otro tipo de cosas... Para nosotros el bate era un símbolo fálico clarísimo... Bueno, tonterías así, ya me entendéis... Vamos, que no estábamos todavía maduros para sentar la cabeza, fundar un hogar y pasear los domingos con la familia por el parque...

Así que eso. No estábamos en la misma onda, pero nos seguíamos queriendo a distancia. Me pidió que fuera madrina de su primer hijo, y yo, que fuera depositaría de mi primer desengaño amoroso (que me hizo llorar a lágrima viva...), pero entre ambos grandes acontecimientos no ocurría gran cosa. Cumpleaños, comidas familiares, algunos cigarrillos a escondidas de su maridito, un guiño cómplice o su cabeza sobre mi hombro cuando mirábamos las mismas fotos...

Era la vida... La suya, al menos.

Yo la respetaba a tope.

Y entonces volvió con nosotros. Cubierta de cenizas y con la mirada enajenada de la pirómana que viene a devolver la caja de cerillas. Había pedido un divorcio que nadie se esperaba. Y es que escondía muy bien sus cartas, nuestra hermanita. Todo el mundo la creía feliz. Y diría incluso que la admiraban por eso, por haber sabido encontrar tan rápido y tan fácilmente la salida. «A Lola le sale todo bien», reconocíamos sin amargura y sin envidia. Lola sigue inventándose las mejores búsquedas del tesoro...

Y, de pronto, catapum. Cambio de programa.

Apareció en mi casa de improviso, a una hora que no le pegaba nada. La hora de bañar a los niños y contarles el cuento de buenas noches. Lloraba y pedía perdón. Pensaba sinceramente que las personas que la rodeaban eran lo que la justificaba en este mundo, y lo demás, todo lo demás, lo que se tramaba en su cabeza, su vida secreta y todos los pequeños recovecos de su alma no tenían verdadera importancia. Lo que había que hacer era parecer alegre y tirar del yugo sin que se notase que era un yugo. Y cuando le resultaba un poco más difícil, se refugiaba en la soledad, en el dibujo... en los paseos, cada vez más largos, empujando el cochecito de bebé, en los libros de los niños y en la vida doméstica, un refugio muy cómodo, sí.

Súper cómodo. Su horizonte más lejano era la gallinita colorada de los cuentos del Père Castor...

La gallinita colorada es buena ama de casa: no verás ni una mota de polvo, hay flores en los jarrones, y, en las ventanas, bonitas cortinas bien planchaditas. Da gusto ir a su casa.

Pero ¿qué pasó con la gallinita colorada? Pues que, zas, le cortó el cuello.

Como todo el mundo, me caí del guindo. No sabía qué decir, me faltaban las palabras. Mi hermana no se había quejado nunca, nunca me había confiado sus dudas y acababa de traer al mundo a un niñito adorable. Era amada. Lo tenía todo, como se suele decir. Como dicen los imbéciles.

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