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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (22 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Si se les permitía expresar la rabia sin sentimientos de culpabilidad o vergüenza, solían pasar por la fase de regateo: «Dios mío, deja vivir a mi esposa lo suficiente para que vea a esta hija entrar en el parvulario»; después añadían otra súplica: «Espera hasta que haya terminado el colegio, así tendrá edad suficiente para soportar la muerte de su madre»; etcétera. Muy pronto advertí que las promesas hechas a Dios no se cumplían jamás. Simplemente regateaban elevando cada vez más la apuesta.

Pero el tiempo que pasa el paciente regateando es beneficioso para la persona que lo atiende. Aunque está furioso, ya no está tan consumido por la hostilidad hasta el punto de no oír. El paciente no está tan deprimido que no sea capaz de comunicarse. Puede que haya disparos de balas, pero no apuntarán a nadie. Yo aconsejaba que había que aprovechar ese momento para ayudar al paciente a cerrar cualquier asunto pendiente que tuviera. Había que entrar en su habitación, hacerle enfrentar viejas pendencias, añadir leña al fuego, permitirle exteriorizar su furia para que se librara de ella, y entonces los viejos odios se transformarían en amor y comprensión.

En algún momento los enfermos se van a sentir muy deprimidos por los cambios que están experimentando. Eso es natural. ¿Quién no se sentiría así? No pueden seguir negando la enfermedad ni asimilar todavía las graves limitaciones físicas. Con el tiempo es posible que a todo esto se añadan las dificultades económicas. Se producen cambios drásticos y debilitadores en la apariencia física. Una mujer se amarga porque la pérdida de un pecho la hace menos mujer. Cuando ese tipo de preocupaciones se expresan y se tratan con sinceridad, los pacientes suelen reaccionar maravillosamente.

El tipo de depresión más difícil viene cuando el enfermo comprende que lo va a perder todo y a todas las personas que ama. Es una especie de depresión silenciosa; ese estado no tiene ningún lado luminoso. Tampoco hay ninguna palabra tranquilizadora que se pueda decir para aliviar ese estado mental en que se renuncia al pasado y se trata de imaginar el inimaginable futuro. La mejor ayuda es permitirle sentir su aflicción, decir una oración, simplemente tocarlo con cariño o sentarse a su lado en silencio.

Si a los enfermos terminales se les da la oportunidad de expresar su rabia, llorar y lamentarse, concluir sus asuntos pendientes, hablar de sus temores, pasar por esas fases, van a llegar a la última fase, la aceptación. No van a sentirse felices, pero tampoco deprimidos o furiosos. Es un período de resignación silenciosa y meditativa, de expectación apacible. Desaparece la lucha anterior para dar paso a la necesidad de dormir mucho, lo que en
Sobre la muerte y los moribundos
yo llamo «el último descanso antes del largo viaje».

Al cabo de dos meses terminé el libro. Comprendí que había creado exactamente el tipo de libro que deseaba encontrar en la biblioteca cuando buscaba datos para mi primera charla. Envié por correo el texto definitivo. Aunque no tenía idea de si iba a convertirse en un libro importante, sí estaba absolutamente segura de que la información que contenía era muy importante. Esperaba que no se interpretara mal el mensaje. Mis pacientes moribundos jamás mejoraron en el sentido físico, pero todos mejoraron emocional y espiritualmente. En realidad se sentían mejor que muchas personas sanas.

Más adelante alguien me preguntaría qué me habían enseñado sobre la muerte todos esos moribundos. Primero pensé dar una explicación muy clínica, pero eso no iba conmigo. Mis pacientes moribundos me enseñaron mucho más que lo que es morirse. Me dieron lecciones sobre lo que podrían haber hecho, lo que deberían haber hecho y lo que no hicieron hasta cuando fue demasiado tarde, hasta que estaban demasiado enfermos o débiles, hasta que ya eran viudos o viudas. Contemplaban su vida pasada y me enseñaban las cosas que tenían verdadero sentido, no sobre cómo morir, sino sobre cómo vivir.

23. La fama

Pasé un día muy malo en el hospital. Uno de los médicos residentes de mi departamento me preguntó, más bien de mala gana, si tenía tiempo para aconsejarlo sobre un problema. Pensando que se trataría de algún problema conyugal o relacional, le dije que sí. Pero resultó que le habían ofrecido un puesto en mi departamento con un salario inicial de 15.000 dólares; quería saber si eso era aceptable.

Dado que yo era su jefa traté de disimular mi sorpresa e incredulidad. Mi salario era de 3.000 dólares menos. No era la primera vez que experimentaba en carne propia un prejuicio contra las mujeres, pero eso no me hizo sentir menos ofendida.

Después, el reverendo Gaines me comunicó que estaba buscando otro puesto. Harto de la política del hospital, deseaba tener su propia parroquia, un lugar donde efectuar un verdadero cambio en la comunidad. Me deprimí pensando que no contaría con el apoyo diario de mi único verdadero aliado en el hospital.

Me fui a casa, deseando meterme en la cocina y desaparecer del mundo. Pero incluso eso fue imposible. Me llamó por teléfono un reportero de la revista Life para preguntarme si podía escribir un reportaje acerca del seminario que di en la universidad sobre la muerte. Inspiré hondo, lo que va muy bien cuando uno no sabe qué decir. Aunque sabía muy poco respecto a la publicidad, estaba harta de no contar con ningún apoyo. Acepté pensando que, si se conocía mejor, mi trabajo podría mejorar la calidad de innumerables vidas.

Una vez que el reportero y yo acordamos una fecha para la entrevista, comencé a buscar un paciente para el seminario. Me resultó más difícil que de costumbre, por que el reverendo Gaines estaba fuera de la ciudad. El jefe del reportero en
Life
se enteró del artículo que éste preparaba y, llevado por la ambición, se apresuró a reemplazarlo, aunque eso no me ayudó a encontrar a un enfermo moribundo para entrevistar.

Ocurrió que un tedioso día iba recorriendo el pasillo del sector I-3, donde se concentraba la mayoría de los enfermos de cáncer, y me asomé a una habitación que tenía la puerta entreabierta. En esos momentos mis pensamientos estaban en otra parte; no iba pensando en buscar un paciente. Pero me llamó la atención la chica extraordinariamente guapa que ocupaba la habitación. Seguro que no fui yo la única persona que al verla se detuvo a mirarla.

Pero sus ojos se encontraron con los míos y me invitaron a entrar. Se llamaba Eva y tenía veintiún años. Era una beldad de cabellos oscuros, tan hermosa que podría haber sido una actriz si no hubiera estado muriéndose de leucemia. Pero todavía tenía mucha vitalidad, era conversadora, divertida, soñadora y simpática. También tenía novio.

—Mire —me dijo enseñándome su anillo.

Debería haber tenido toda la vida por delante.

Pero ella me habló de su vida tal como la tenía en esos momentos. No quería funerales, quería donar su cuerpo a la Facultad de Medicina. Estaba enfadada con su novio porque él no aceptaba su enfermedad.

—Por su causa estamos perdiendo el tiempo. Después de todo, no me queda mucho.

Lo que comprendí, y me alegró, fue que Eva deseaba vivir todo lo que le fuera posible, tener experiencias nuevas, entre ellas asistir a uno de mis seminarios. Había oído hablar de ellos y me preguntó si podía participar. Fue la primera vez que un moribundo se me adelantó a hacer la pregunta.

—¿No me hace elegible el padecer leucemia? —me preguntó.

Eso era evidente, pero primero quise advertirle de lo de la revista
Life
.

—¡Sí! —exclamó—. ¡Quiero hacerlo!

Le dije que tal vez le convendría hablarlo con sus padres.

—No tengo por qué. Tengo veintiún años. Puedo tomar mis decisiones.

Ciertamente podía, y al final de la semana la llevé en silla de ruedas por el pasillo hasta mi sala. Allí estábamos, dos mujeres preocupadas de si estaríamos bien peinadas para la cámara. Una vez que estuvimos delante de los alumnos, mi corazonada respecto a Eva resultó correcta. Era un sujeto extraordinario.

En primer lugar, tenía más o menos la misma edad de la mayoría de los alumnos, lo cual dejaba patente que la muerte no sólo se lleva a los viejos. Además estaba guapísima. Con su blusa blanca y sus pantalones holgados de
tweed
, daba la impresión de que se disponía a ir a una fiesta. Pero se estaba muriendo, y su franqueza sobre esa realidad era lo más pasmoso en ella.

—Sé que mis posibilidades son una en un millón —dijo—, pero hoy sólo quiero hablar de esa única posibilidad.

Así pues, en lugar de hablar de su enfermedad, explicó cómo sería si pudiera vivir. Sus reflexiones abarcaron estudios, matrimonio, hijos, su familia y Dios. «Cuando era pequeña creía en Dios. Ahora no sé.»

Explicó que deseaba tener un perrito y volver una vez más a su casa. Expuso sus emociones sin vacilación. Ninguna de las dos pensó ni una sola vez en el reportero o el fotógrafo que estaban grabando todo lo que decíamos y hacíamos a nuestro lado del espejo unidireccional, pero sabíamos que estaba bien.

El artículo apareció en el número del 21 de noviembre de 1969. Cuando mi teléfono comenzó a sonar yo ni siquiera tenía la revista. Lo que me preocupaba era la reacción de Eva. Por la noche me llevaron a casa varios ejemplares de la revista. A primera hora de la mañana siguiente conduje veloz hacia el hospital para enseñárselos a Eva antes de que llegaran al quiosco del hospital y la convirtieran en celebridad. Afortunadamente a ella le gustó el artículo, pero como cualquier mujer normal, sana y guapa, meneó la cabeza con desaprobación al ver las fotos. «Dios, no he salido muy bien.»

En el hospital no se sintieron tan complacidos. El primer médico que vi en el pasillo sonrió burlón y me dijo en tono desagradable: «¿Buscando otro paciente para publicidad?» Un administrador me criticó por hacer famoso el hospital por medio de la muerte: «Nuestra reputación se debe a que hacemos mejorar a la gente.» Para la mayoría, el artículo de Life era una prueba de que yo explotaba a los enfermos. No lo entendían. A la semana siguiente el hospital tomó medidas para abortar mis seminarios prohibiendo a los médicos que colaboraran conmigo. Fue terrible. El viernes siguiente me encontré en un auditorio casi vacío.

Aunque me sentí humillada, sabía que no podían anular todo lo que la prensa había puesto en movimiento. Ahí estaba yo en una de las revistas más importantes y respetadas del país. En la sala para la correspondencia se amontonaban las cartas dirigidas a mí. Las llamadas de personas que querían contactar conmigo bloqueban la centralita. Hice más entrevistas e incluso accedí a hablar en otras universidades e institutos.

La aparición de mi libro Sobre la muerte y los moribundos hizo que mi persona atrajera aún más atención. La obra se convirtió en
bestseller
internacional, y en casi todas las instituciones médicas y residencias para ancianos del país lo reconocieron como un libro importante. Incluso la gente corriente hablaba de las cinco fases. Poco sospechaba yo que el libro sería un éxito o que sería mi entrada en el mundo de la fama. Lo irónico fue que el único lugar donde no gozó de aceptación inmediata fue la unidad psiquiátrica del hospital donde yo trabajaba, clara indicación de que yo pasaría mi futuro en otra parte.

Mientras tanto, mi principal interés seguía siendo mis pacientes, que eran los verdaderos maestros. Continué viendo a mi chica de la revista Life, Eva. Me inquieté especialmente cuando en Nochevieja asomé la cabeza en su habitación y no la vi allí. Solté un suspiro de alivio cuando alguien me dijo que había ido a su casa por Navidad y le habían regalado el perrito que deseaba. Pero también resultó que la habían trasladado a la Unidad de Cuidados Intensivos. Corrí hacia allá y vi a sus padres en el sector de la sala de espera.

Tenían esa expresión triste e impotente que con tanta frecuencia veía en los familiares de enfermos moribundos, sentados en las salas de espera, imposibilitados de estar con sus seres queridos por las estúpidas normas de horas de visita. A causa de las normas para la UCI, los padres de Eva sólo podían verla durante cinco minutos en horas convenidas. Me indigné. Ese tal vez fuera el último día en que pudieran estar junto a su hija, acompañándola y amándola. ¿Y si se moría mientras ellos estaban sentados en la sala de espera?

En mi calidad de médico podía entrar en su habitación, y cuando lo hice la vi desnuda sobre la cama. La luz del techo, que ella no podía controlar, estaba constantemente encendida, bañándola en un fuerte resplandor del que no tenía forma de escapar. Me di cuenta de que ésa sería la última vez que la vería viva. Ella también lo sabía. Incapaz de hablar, me apretó la mano a modo de saludo y con la otra apuntó al techo. Quería que le apagara la luz.

A mí lo único que me importaba eran su comodidad y dignidad. Apagué la luz y le pedí a la enfermera que la cubriera con una sábana. Por increíble que parezca, la enfermera vaciló; era como si yo le pidiera que perdiera el tiempo. «¿Para qué?», me preguntó.

¿Para qué tapar a esa chica? Entristecida, la cubrí yo con una sábana.

Eva murió al día siguiente, el 1 de enero de 1970. Yo no tenía ningún control sobre su vida, pero el modo en que murió en el hospital, fría y sola, fue algo que no pude tolerar. Todo mi trabajo estaba orientado a cambiar ese tipo de situación. No quería que nadie muriera como Eva, sola, mientras su familia esperaba fuera en el pasillo. Soñaba con el día en que se diera prioridad a las necesidades de un ser humano.

24. La señora Schwartz

Todo cambió con los milagrosos adelantos de la medicina. Los médicos prolongaban vidas mediante trasplantes de corazón y riñón y potentes medicamentos nuevos. Nuevos instrumentos servían para diagnosticar precozmente las dolencias. Pacientes cuyas enfermedades se habrían considerado incurables el año anterior tenían una segunda oportunidad de vivir. Era gratificante, emocionante. Pero también creó problemas, porque la gente se engañó con la ilusión de que la medicina podía arreglarlo todo. Se presentaron dilemas éticos, morales, legales y económicos no previstos. Vi que ciertos médicos, antes de tomar una decisión, consultaban con compañías de seguros, no con otros médicos.

—Esto sólo va a empeorar — le comenté al reverendo Gaines.

Pero no hacía falta ser un genio para hacer ese pronóstico. Las señales eran evidentes. El hospital había tenido que hacer frente a varios pleitos, algo que estaba ocurriendo con mayor frecuencia que nunca. La medicina estaba cambiando. Daba la impresión de que habría que reescribir las normas éticas.

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