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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (10 page)

Silo no prestó atención al semblante contrariado de su anfitrión, sino que contempló a su sobrina con una mirada que expresaba cierto pesar. La muchacha era alta, erguida y poseía una gracia incomparable. Los cabellos de un color rubio dorado rodeaban su cabeza como una corona y los ojos, del color del cielo, brillaban en un rostro de rasgos perfectos. En circunstancias normales, ni siquiera el vínculo de parentesco habría impedido que la convirtiera en su amante, pero hoy en día la fidelidad de Rodrigo y su brazo derecho —con el que manejaba la espada— eran más importantes que satisfacer su lujuria. Además, la muchacha era demasiado valiosa desde otro punto de vista.

—Este es el señor Gospert, un emisario del rey de los francos. Estamos negociando una alianza entre nuestros reinos —dijo en voz alta para que todos oyeran sus palabras y estas también llegaran a oídos de sus adversarios astures.

En Asturias los francos eran tan poco apreciados como la peste, e igual de temidos. Por eso consideraba que suponían un buen contrapeso frente a los sarracenos, con cuya amistad y fidelidad a la larga no podía contar. Silo sabía que sobre todo no debía perder de vista a Abderramán, el ambicioso emir de Córdoba, puesto que este ansiaba convertirse en el soberano de todos los sarracenos y también de toda la península. Si quería estar preparado para enfrentarse a él necesitaba aliarse con los francos.

El conde Rodrigo también lo sabía y por eso saludó a Gospert con mayor amabilidad de la que, a su entender, el desconocido se merecía. La única que no logró disimular su disgusto fue doña Urraca, que solo de mala gana le dio el beso de bienvenida al franco. Mediante un ademán, el rey indicó a Ermengilda que besara a Gospert y ella se preguntó inquieta quién sería ese conde Eward del que había hablado el rey.

Pero Silo no tenía intención de entrar en detalles allí, en el umbral, así que pasando el brazo sobre los hombros de Rodrigo, traspuso la puerta y lo condujo hasta el patio. Urraca se apresuró a adelantarse para informar a Alma de la llegada de los huéspedes. Había que alimentar a más de cien personas y eso sin aviso previo. Ello bastó para que se enfadara con su hermanastro, pero los reyes iban y venían cuando les venía en gana, y las pobres mujeres encargadas de alimentarlos debían arreglárselas como pudieran.

Alma ya había ordenado a mozos y criadas que se pusieran manos a la obra, de manera que cuando el rey y su anfitrión entraron en la gran sala, en la mesa ornada con hojas verdes ya reposaban jarras de vino fresco. En el patio situado detrás de la cocina se asaban varios cochinillos y un cordero. Pero el rey no tuvo que esperar demasiado hasta que la carne de esos animales estuviera a punto porque Ebla, la doncella de Ermengilda, no solo le escanció el vino, sino que le sirvió un gran pedazo de jamón y pan recién horneado.

Mientras el rey saciaba su apetito inicial, cogió a la muchacha de la barbilla asintiendo con satisfacción. No se había casado con su esposa Adosina por amor, sino porque era la hija del rey Alfonso y hermana del rey Fruela, y por eso siempre estaba dispuesto a sucumbir a los encantos de una muchacha bonita.

—Esta noche puedes escanciarme la última copa —dijo, y le pegó una palmada en el trasero que no dejó ninguna duda acerca de sus intenciones. Como solo se trataba de una criada, el conde Rodrigo asintió. Por un instante había temido que la mirada del rey se posara en Ermengilda, pero al parecer su hija le resultaba demasiado valiosa a Silo como para elegirla como compañera de juegos por una noche.

Al rey no se le pasó por alto la expresión de su cuñado y sonrió con satisfacción. Aunque esa provincia lindaba con el territorio siempre sedicioso de los vascones, Rodrigo era el mejor aliado de su reino y, en caso de guerra, podía proporcionarle más de quinientos hombres armados.

Silo alzó la copa: primero brindó por el franco y después por Rodrigo.

—Llevas una buena vida, cuñado —dijo.

Gospert no quiso ser menos zalamero que el rey.

—¡Poseéis tierras muy hermosas! —exclamó. Vació la copa de un trago y advirtió con satisfacción que, tras un gesto de Silo, volvían a llenarla de inmediato.

—Nuestro amigo trae un mensaje del rey Carlos —dijo el rey.

—¡Así es! —confirmó el franco—. Mi soberano desea establecer una alianza con Asturias para poder atacar a los sarracenos. Hemos averiguado que el gobierno de Abderramán se tambalea. Solo sería necesario un golpe recio para liberar Hispania de las hordas sarracenas.

—¡Sí, así es!

Horrorizado, Rodrigo constató que el rey estaba de acuerdo con Gospert y que al mismo tiempo se encargaba de que la copa del franco nunca estuviera vacía, mientras que él mismo solo bebía un sorbo de vez en cuando.

Gospert no tardó en estar tan borracho que empezó a hablar abiertamente de la situación política desde la perspectiva de los francos y divulgó varias cuestiones que debían haber permanecido en secreto. Debido a ello, Silo y Rodrigo averiguaron que esa misma primavera el rey de los francos quería emprender la marcha a la cabeza de un gran ejército y cruzar los Pirineos. El objetivo de Carlos consistía en empezar por incorporar las grandes ciudades de Barcelona, Zaragoza, Tarazona y Pamplona al reino de los francos, mientras que Silo de Asturias atacaría a través del Duero y ocuparía Coimbra y Salamanca.

—¡Será una guerra importante! —barbulló Gospert, cada vez más beodo gracias a los fuertes vinos españoles.

—¡Desde luego! —dijo Silo con una sonrisa enigmática.

Rodrigo sabía que su cuñado concedía una gran importancia a un buen acuerdo con los sarracenos y que pagaba tributos, que vergonzosamente denominaba obsequios, al valí de Zaragoza e incluso al emir de Córdoba. Y que a ello se sumaba el hecho de que, año tras año, tres docenas de jóvenes doncellas acababan en los harenes sarracenos. Dadas las circunstancias, el conde intentó en vano advertir al rey de que no estrechara los lazos con los francos, pero Silo seguía tratando al emisario de Carlos como a un buen amigo. Incluso lo abrazó, presa de un arrebato sentimental, pero después contempló con aire burlón a Gospert mientras este se deslizaba lentamente de la silla y permanecía tendido bajo la mesa, roncando.

—Creo que nuestro huésped franco está cansado. Dispón una habitación para él, para que pueda dormir a gusto. Mientras tanto, tú y yo daremos un paseo: el aire fresco de la noche aclara las ideas.

Cuando Rodrigo se puso de pie, notó que también él había bebido más de la cuenta, pero el deseo del rey era una orden, así que cogió a Silo del brazo y abandonó la sala. Fuera ya era noche cerrada, y uno de los guardias personales del rey se acercó deprisa para iluminarles el camino con una antorcha.

—El hombre es de confianza —dijo Silo al ver la mirada interrogativa de su cuñado.

Rodrigo alzó las manos.

—No sé qué decir a todo esto, señor.

—Será mejor que no digas nada hasta saber qué me propongo.

—¡Pero es que no podéis aliaros con los francos! Los sarracenos no tardarían en prepararse para atacarnos y entonces todo sería aún peor que bajo Aurelio. Habría revueltas y ataques enemigos, y vuestra propia gente se levantaría contra vos.

—… y me derrocarían, tal como yo derroqué a Aurelio, ¿no es así? —Silo rio, pero su risa era cualquier cosa menos alegre—. Quizá conozca la situación mejor que tú, Rodrigo. ¡He de pagar mucho más oro a los sarracenos del que puedo permitirme! Sin embargo, su espada amenaza mi garganta. Si emprendo algo que le disguste al emir de Córdoba, aunque sea lo más mínimo, me costará el reino. Si no fuera por la influencia de Abderramán, hace tiempo que hubiese solucionado el asunto de Agila a mi conveniencia. ¡Pero el emir protege al hermanastro de mi mujer y me obliga a quedarme de brazos cruzados mientras este se instala en Galicia junto a la frontera mora y me niega la obediencia!

Presa de la excitación, el rey apoyó una mano en el pecho de Rodrigo.

—Comprendes que he de poner fin a esa lamentable situación, a cualquier precio, ¿verdad?

—¿Aunque ello suponga ver a ese maldito bellaco y a su gente en España? —La ira de Rodrigo era tal que durante un momento olvidó el debido respeto al rey.

Pero Silo le palmeó el hombro, riendo.

—Carlos vendrá de todas formas, con alianza o sin ella. Devoró Germania y la Galia junto con gran parte de Italia. Ahora le apetece darle un bocado a España, y nosotros no podemos impedírselo ni rechazarlo. Por cada uno de nuestros guerreros, diez de los suyos atravesarán los Pirineos. Si nos enfrentamos a él, será el fin de nuestro reino. Informé de ello tanto a Yussuf Ibn al Qasi como a Abderramán.

Rodrigo ya no entendía nada.

—¿Qué habéis hecho?

—No me quedaba alternativa. No podemos luchar contra los francos, pero tampoco debemos apoyarlos, porque eso supondría enemistarnos con los sarracenos, así que lo mejor sería que nos mantuviéramos al margen de todo el asunto. Con un poco de suerte, los francos y los sarracenos se debilitarán luchando entre ellos, tras lo cual nosotros podremos respirar más tranquilos.

Aunque Silo parecía muy satisfecho con su plan, Rodrigo sacudía la cabeza con actitud dubitativa.

—Si las cosas salen mal, acabaremos enemistados con ambos. ¿Y si los francos realmente logran derrotar a los sarracenos y se instalan en Barcelona y Zaragoza? ¿Acaso nosotros, los visigodos, hemos de resignarnos a volver a perder nuestras tierras, como antaño en el sur de la Galia, bajo Alarico II? Si en aquel entonces, hace más de sesenta años, Tolosa y las demás comarcas que antaño poseíamos aún hubieran sido nuestras cuando los sarracenos atacaron, podríamos haber reunido nuestras fuerzas y prepararnos para un contragolpe.

Silo rechazó la idea con gesto irritado.

—Es hora de que olvides esos viejos asuntos. ¡El ayer no nos proporciona nada, lo que cuenta es el mañana! Que los francos y los sarracenos se desangren mutuamente: a nosotros solo nos resultará útil.

—En ese caso, ¿a qué se deben esas palabras sobre la boda de mi hija con un franco? —preguntó Rodrigo con dureza.

Silo volvió a rodearle el hombro con el brazo y lo atrajo hacia sí.

—En caso de que los francos salgan victoriosos, debemos asegurar la relación con ellos. Carlos quiere sellar la alianza con nosotros mediante la boda de uno de sus más nobles paladines con una de mis parientas. Dicen que el conde Eward es un hijo ilegítimo del rey Pipino y que este lo engendró ante el altar, ¡así que es el hermanastro de Carlos! Seguro que para tu hija convertirse en su esposa no supone ninguna vergüenza.

—Es un franco —gruñó Rodrigo, furioso.

—Este enlace me resulta útil, así que la boda se celebrará. —El tono de Silo dejó claro que no admitía una réplica, pero enseguida volvió a mostrarse conciliador.

—Un punto del contrato matrimonial es inamovible: que Eward mantenga las tierras de los sarracenos conquistadas por los francos fuera de nuestras fronteras. La tarea de tu hija consistirá en encargarse de que sus descendientes se conviertan en buenos astures. No podemos dejar a los francos todas las bellas tierras que ellos quieren arrebatar a los sarracenos.

—Si resulta provechoso para el reino… —Era evidente que Rodrigo albergaba dudas, pero Silo se alegró de que su cuñado pareciera dispuesto a someterse a su voluntad. Sus planes personales iban mucho más allá de lo que había mencionado, pero eso no era de la incumbencia de Rodrigo. Lo único que contaba era que su cuñado se mantuviera fiel.

7

Mientras el rey paseaba con Rodrigo por el jardín, doña Urraca y su hija estaban sentadas en la pequeña y acogedora habitación en la que las voces de los beodos de la gran sala apenas penetraban, escuchando con mucho interés lo que la mayordoma les contaba.

—Ese Gospert está acompañado por cuatro de los hombres que acudieron con el rey —dijo, dándose importancia—. Los nuestros me los indicaron para que pudiera hablar con ellos.

—¿Desde cuándo entiendes la lengua de los francos? —preguntó Ermengilda, perpleja.

—Uno de los hombres hablaba nuestro idioma y se mostró muy locuaz cuando le serví unas copas de nuestro excelente vino —dijo Alma, soltando una risita.

—¿Y qué has averiguado? —inquirió Ermengilda con impaciencia.

De pronto Alma se puso seria.

—Ese Carlos, rey de los francos, que Dios lo maldiga, desea…, no, exige una alianza con Asturias. Y esta debe manifestarse a través de la boda de una muchacha de sangre real astur con uno de sus parientes.

—Comprendo los planes de mi hermano. Quiere entregar a los francos una joven de una familia con la que mantiene vínculos estrechos. Su gobierno está sometido a controversias y una alianza con los francos le vendría bien. Pero ¿por qué mi hija ha de casarse precisamente con un franco? Eso no me gusta.

Doña Urraca resopló y se dirigió a Ermengilda.

—Lo lamento por ti, pero tendrás que conformarte.

—El franco dijo que Eward era un hermanastro ilegítimo del rey Carlos, así que pertenece a la estirpe real, y seguro que para Ermengilda no supondrá una deshonra convertirse en su esposa —dijo Alma, procurando animar a la muchacha y convencerla de que dicho enlace resultaría cuanto menos conveniente. Había averiguado que, pese a su juventud, el rey había otorgado a Eward el derecho de convertirse en prefecto de la marca española que el rey pretendía arrebatar a los sarracenos.

—¿Qué aspecto tiene ese conde? —quiso saber Ermengilda, que ignoraba si debía alegrarse respecto de esa boda o más bien sentir temor. Si Eward permanecía en España, no se vería obligada a abandonar su hogar completamente y podría visitar a sus parientes con frecuencia. Además, el origen del joven despertaba su curiosidad. Era posible que, al ser un franco, fuera algo tosco, pero era de sangre real. Casarse con un hombre de su misma clase era imposible, tanto en Asturias como en las comarcas vecinas, pero entonces se le ocurrió que su prometido podía decidir abandonar España y llevarla a la lóbrega Franconia, y se estremeció.

Doña Urraca observó a su hija y, no sin alivio, llegó a la conclusión de que la muchacha no se opondría a la boda con el franco: le habría disgustado tener que obligarla a golpes o mediante amenazas.

La mayordoma no advirtió la mirada con la que su ama contemplaba a Ermengilda porque estaba ansiosa por transmitir lo averiguado.

—El guerrero franco con quien conversé conoce personalmente a Eward y me lo describió. Claro que no sé hasta qué punto es precisa su descripción, pero espero que el franco no haya exagerado en demasía. Dijo que el conde Eward era alto y de buena figura. Rubio, pero de cabellos más oscuros que los de su padre o los tuyos, y que sus rasgos aún eran juveniles, pero que ya se notaba que un día se convertiría en un señor orgulloso. Incluso está aprendiendo nuestra lengua y podrá saludarte en el idioma de tu tierra natal.

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