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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (34 page)

A Guillermo, aquello le recordaba una cacería de lobos. Las señales de los vigías en las rocas y puestos a través del valle hablaban un lenguaje que él no comprendía, pero sin duda significaba algo para los locales. Al rato, una vez salieron de la zona de desfiladeros y el campo se hizo abierto, trotaron en dirección a Carcasona, pero antes de llegar a la altura de la posada de El Gallo Cantarín, se desviaron hacia el este, siguiendo indicaciones de exploradores semiocultos. Llevaban ya varias millas fuera de las posesiones de los señores de Cabaret, pero el sistema de señales parecía seguir funcionando. Guillermo calculaba que ya habrían dejado Carcasona atrás a su derecha cuando cruzaron el río Orbiel por un vado y se adentraron en una zona boscosa.

—Es un grupo de refuerzo a los cruzados de Carcasona —les dijo Peyre Roger de Cabaret.— La mayoría de los señores cruzados ha cumplido su cuarentena y han regresado a sus tierras. Decidimos no atacar a los que marchan, sólo a los que llegan o se quedan.

Los demás escuchaban en silencio.

—Son unos veinte a caballo y treinta a pie —continuó.— Nos superan en número, pero no esperan un ataque. Hay que eliminar a los caballeros al primer envite; aquí el camino presenta un recodo y es tan ancho que podemos cargar con cinco jinetes por línea.

Caeremos sobre ellos de frente y por atrás. Seguramente los infantes se esconderán en la espesura cuando nos vean sobre ellos.

Guillermo tragó saliva. Era bueno con las armas y aquélla era su oportunidad de conseguir el respeto de aquellos nobles occitanos que le veían como un extraño que se expresaba torpemente. Y también de recuperar su propia estima, deteriorada después de su humillante captura por parte de Hugo y sus faidits y menoscabada por su inseguridad al moverse en la corte de Cabaret. En su escudo y corazón llevaba a su dama y estaba dispuesto a que el ruiseñor grana que lucía fuera temido por los cruzados; superar con creces la prueba a la que Bruna le sometía sería la mejor forma de declararle su amor.

Se calaron las celadas dividiéndose en dos grupos; el primero esperó a que la comitiva hubiera pasado para colocarse a su retaguardia y cargar por la espalda. Lo hicieron justo cuando, al girar el recodo, los cruzados se encontraron de frente al segundo grupo que venía hacia ellos al galope. Hugo se colocó en la línea justo detrás de Guillermo, de forma que, con sólo girar un pequeño ángulo su pica, ésta se hundiera en la espalda del franco.

Cargaron, clavando espuelas, riendas en la mano del escudo, pero sueltas, y lanza al ristre, desde ambos extremos, gritando a todo pulmón. Guillermo, colocado en la línea de vanguardia, vio, por las expresiones de los rostros, como su acometida sorprendía por completo a los cruzados, que por su aspecto e insignias parecían borgoñeses. La mayoría no tuvo apenas tiempo de hacerse con sus escudos cuando ya habían sido ensartados y descabalgados. Hugo, siguiendo a Guillermo como su sombra, vio cómo éste atravesaba con su lanza al que parecía mandar la expedición. El hombre cayó al suelo con el asta clavada en su pecho mientras el franco desenvainaba rápido su espada y empezaba a golpear a uno de los pocos cruzados que resistían sobre su montura. El choque se resolvió con una hábil estocada en el cuello y el caballero contrario se desplomó. Hugo se admiró de que su rival consiguiera herir de muerte a dos de sus contrincantes tan rápidamente y no tuvo ánimo para matarle a traición, ni oportunidad de entrar en combate con los caballeros enemigos.

Los infantes corrieron a refugiarse en el bosque, a través del cual uno de los caballeros cruzados consiguió huir, mientras los que se mantenían sobre sus monturas eran acosados por varios atacantes a la vez y de nada les sirvió su intento de defensa. Los de Cabaret no tuvieron reparo en rematar a todos los caídos y rápidamente los escuderos empezaron a quitarles sus armas, mallas y todo lo que pudiera servir para cargarlo en los caballos capturados, mientras los jinetes peinaban la parte menos espesa del bosque cercano al camino, acabando con todos los infantes enemigos que pudieron encontrar. La emboscada había sido un completo éxito y celebraron que, fuera de pequeñas heridas, todos estaban ilesos.

—Buen trabajo, Guillermo —le felicitó Peyre Roger de Cabaret.— Sois el único que derribasteis a dos.

—Continuemos por el camino hasta Carcasona —propuso Hugo, que, vigilando a su contrincante, apenas había participado y deseaba mostrar también su valía.

—Eso representa mucho riesgo —repuso el de Cabaret.— Lo que acabamos de hacer es como sorprender y derribar a un jabalí. Lo que vos queréis ahora es mucho más peligroso; sería acorralar a uno herido. Si nos topamos con una fuerza importante, tendremos bajas.

—¡Por el vizconde Trencavel! —gritó Hugo levantando su espada.

Todos le imitaron mientras vitoreaban al joven señor encarcelado en las mazmorras de la ciudad. Enardecidos por la victoria fácil, la mayoría apoyó la propuesta de Hugo y se dirigieron al trote hacia Carcasona. Los escuderos, atrás, se encargaban de conducir los caballos con las pertenencias arrebatadas a los cruzados.

En el camino se encontraron con un carro con suministros, pero sin caballeros ni peones enemigos, y lo requisaron. Sin duda, el huido estaba alertando a todos. Pero cuando tuvieron la villa a la vista, Peyre Roger se negó a ir más allá con sus hombres.

—Lleguemos hasta los muros de la ciudad —dijo Hugo.— Mostrémosles que aún podemos hacerlo, que nos teman.

—Un jinete enemigo escapó. Simón de Montfort estará preparando a sus caballeros para salir en nuestra búsqueda —dijo el señor de Cabaret.— Eso es una locura.

—Bien. Os propongo que los escuderos regresen con lo ganado y vos esperéis con vuestros hombres emboscados aquí —insistió Hugo.— Yo les iré a provocar. Si salen a por nosotros en un grupo reducido, les atacáis. Si son demasiados, emprended el camino a Cabaret y yo ya llegaré por mis medios.

Jourdan y Peyre Roger consultaron con los otros. Parecía un buen plan, pero destacaron a un par de sus jinetes en previsión de que pudieran llegar cruzados por la retaguardia. Le darían una oportunidad a Hugo.

—Hacéis honor a los Mataplana con vuestro valor —le dijo Peyre Roger,— pero no os entretengáis. Llegad cerca de los muros, gritad lo que os plazca y volved de inmediato.

Sed prudente.

—Gracias, Peyre Roger —repuso dispuesto a cumplir lo dicho.

—¡Esperad! —dijo Guillermo.— Yo os acompaño.

Hugo le miró a los ojos y el franco le mantuvo la mirada.

—De acuerdo, venid —dijo con sentimientos contrapuestos.

Le alegraba tener un compañero, pero le disgustaba que fuera Guillermo. El francés sumaba demasiados méritos.

Y así, ambos, encontrándose el camino despejado, llegaron a un tiro de ballesta de las murallas, siempre atentos a una posible salida de la guarnición. Guillermo mantenía la visera del casco calada para no ser reconocido, aunque mostraba orgulloso su ruiseñor grana en el escudo para que todos lo vieran. Hugo levantó su celada y se puso a gritar:

—¡Viva el vizconde Trencavel, señor de Carcasona! ¡Mueran los cruzados!

Guillermo, al contemplar la ciudad con los gallardetes del león rampante de los Montfort, las puertas cerradas y la guarnición observándoles, se arrepintió de encontrarse allí. Mientras soportaba las fanfarronadas que su compañero gritaba a los francos, pensaba en qué ocurriría si salía su primo Amaury. Él había dejado claro que no se enfrentaría a nadie del clan Montfort, pero eso sólo lo sabían Hugo y Bruna. ¿Y si por su culpa sus parientes caían en una emboscada?

Pero los cruzados se limitaron a observarles sin que nadie saliera y al final le dijo al catalán:

—Vamos ya.

Éste giró su montura y ambos, sin volver la vista atrás y a paso tranquilo, se encaminaron hacia el grupo de Cabaret.

70

«Scometre.us vuoill, Recualaire: pois vestirs no.us dura gair que vos etz fols e jogaire e de putans governaire...»

[(«Increparos quiero, Reculaire: pues nada os duran los vestidos, ya que sois necio y jugador, y de putas asiduo señor.»)]

Hugo de Mataplana a Reculaire

Les dijeron a los demás que yo era aún aprendiz de escudero, un paje, demasiado joven para participar en hechos de armas y me quedé languideciendo en el castillo, ora tañendo la vihuela, después rezando y al fin muerta de ansiedad al caer la tarde y ver que no llegaban. ¿Qué habría pasado? ¿Les habrían herido? ¿Habría caído alguno de ellos? Un sentimiento de agobio, de desamparo como el de una niña pequeña perdida en el bosque me invadió. Me di cuenta de que, aunque los de Cabaret debieran ser mi gente, me sentía mucho más cercana al catalán y al franco. Mis sentimientos hacia ellos eran intensos pero confusos. Siempre había creído que mi corazón pertenecía a Hugo desde que nuestras miradas coincidieron en nuestro primer encuentro. Pero mi convivencia hizo que de odiar a Guillermo pasara a apreciarlo, que me sintiera conmovida cuando sin desearlo mató a Aymeric y se creyera iluminado por una revelación que me hacía su ángel. Pero fueron los últimos días, desde que nos encontramos los tres, cuando al sentir la agresiva rivalidad surgida entre ellos, empecé a considerar bastante más al francés. Los comparaba constantemente y, aunque mi corazón estaba aún con Hugo, notaba que Guillermo se entregaba a mi servicio con absoluta devoción, tanta que ponía su vida en ello, mientras que sentía una difusa reserva en el primero. Eso me preocupaba y, esperándolos angustiada, daba vueltas a los más absurdos pensamientos. ¡Cuánto había cambiado mi mundo en unos días! Les quería a ambos a mi lado, pero ¿podría evitar que en cualquier descuido mío se mataran entre ellos?

Pasó el mediodía y las sombras cubrían ya el cauce del río y yo, desde la terraza del castillo, miraba ansiosa el recodo del camino que llevaba a Carcasona. Al fin vi la comitiva llegar; primero, el escudo del ruiseñor grana y, enseguida, distinguí también a Hugo.

Aliviada, di gracias al Señor por haber escuchado mis rezos y me precipité hacia el camino de bajada al valle para recibirles.

Algo había cambiado entre ellos. Hugo ya no trataba con un mal disimulado desdén a Guillermo y, cuando me contaron sus aventuras, entendí que éste había obtenido el reconocimiento de todos. Fue entonces cuando Hugo propuso al francés que cantara una tensó con él aquella noche frente a los demás, después de la cena. Él encarnaría a su padre Hugo, que la compuso, y Guillermo daría respuesta tomando la voz del juglar Reculaire. Le advirtió que el personaje de Reculaire era divertido, pero que se trataba de un juglar algo canalla y conocido en Cabaret, ya que había visitado el castillo junto al viejo Mataplana. El franco dijo que no le importaba, que se atrevía con ello.

La cena fue muy alegre y el Joy señoreó de nuevo Cabaret. Yo esperaba impaciente a mis caballeros y al fin se presentaron uno frente a otro, guitarra contra vihuela.

—Quiero reprenderos, Reculaire —empezó Hugo después de introducir con su guitarra las notas de la melodía,— pues nada os duran los vestidos, ya que sois necio y jugador, y de putas asiduo señor.

Hugo continuó tañendo su guitarra sonriente, mirando a Guillermo, que le acompañaba con su vihuela, a la espera de su respuesta. Éste esperó a que terminaran las risas y, una vez se hizo un silencio expectante donde sólo las notas de ambos instrumentos se oían, cantó con la misma rima y un tono bajo, pretendidamente rudo:

—Señor Huget, he oído contar que vendrá un tiempo, eso creo, en que los bordados en oro y abalorios se irán con el humo, por lo que no me preocupa el dinero, del que me burlo. Todos debierais pensar así.

Hugo esperó que las exclamaciones de la audiencia y algunos aplausos terminaran para reemprender el canto. Miró fijamente a Guillermo y le retó.

El enfrentamiento trajo risas, vítores y hasta pataleos que celebraban las respuestas chuscas del juglar Reculaire, más apreciadas aún por ser soeces. Y me di cuenta de que la tensó del padre de Hugo con Reculaire, sin duda compuesta junto al juglar, no era una crítica moral hacia aquel hombre de pueblo convertido en filósofo epicúreo, como aparentaba, sino una difusión admirada de su forma de pensar. Y también que el Joy, el Grial de Cabaret, no era sólo lo culto, lo cortés de estrictas leyes de forma, sino que admitía lo bizarro y lo popular mientras contribuyera a esa adoración de la fuerza vital que a todos mueve, de la alegría, de su disfrute sensual y gozoso.

Al terminar, Hugo se unió a las últimas estrofas del verso cantando a dúo con Guillermo. Ambos alzaron la voz para resaltar el silencio al final.

Grandes aplausos, vítores y entusiasmo premiaron a aquellos jóvenes caballeros que se mostraban tan gallardos espada en mano como trovando. Eran los héroes del día y de la noche, todas las damas, incluida la sonriente Loba, les ponían ojos dulces. Yo, aún disfrazada de muchacho, les miraba orgullosa de que fueran míos, pero un sentimiento melancólico me decía que aquello era demasiado hermoso, un mundo brillante al borde de la extinción, como Béziers lo fue, y que más allá, pasados los desfiladeros, unas fuerzas oscuras preparaban su destrucción.

Pero en aquel momento, las risas rebosaban la terraza del castillo para invadir el valle oscuro, mientras los trovadores se inclinaban a saludar. La luna en menguante contemplaba, a la luz de las antorchas, los gallardetes al aire, los restos del festín en la mesa, altar de aquel templo del Joy y a sus gentes con sus corazones abiertos a la música, al gozo, al amor. Allí, en el reino de la Dama Grial, ella brillaba en la noche, con su risa, sus bellos ojos azules y su incitante picardía. Aquello era hermoso, armónico, ensanchaba el corazón y me dije que había que disfrutarlo mientras durara, que sólo Dios conocía nuestro destino y a él nos debíamos encomendar.

Tal como hacía Reculaire.

71

«A orient exe el sol e tornos a essa part.»

[(«Al oriente, donde sale el sol, hacia allí irán.»)]

Poema de Mío Cid

En los siguientes días se repitieron las incursiones bélicas donde el caballero del Ruiseñor iba conquistando renombre, tanto entre occitanos como cruzados. Renard reconoció de inmediato en él a Guillermo y no se le escapó la relación con la dama del mismo nombre. Pero ni él ni el escudero Pellet podían acceder a la parte alta del castillo de Cabaret, donde habitaba Bruna escondida en su disfraz de Peyre. Isarn, el caballero faidit, al que se invitaba a las cenas del castillo, la pudo identificar en aquel paje que acompañaba a los caballeros trovadores. No iba a ser fácil obtener su cabeza; la dama gozaba de poderosos defensores.

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