El inglés permaneció erguido un momento, escupió una bocanada de sangre y luego abrió los brazos y se dejó caer a plomo en el suelo, lanzando una imprecación.
—¿Tenéis bastante, John Foster? —preguntó Yáñez, dando un paso adelante.
—Alteza —dijo el irascible capitán, al que habían tendido en un jergón para fumadores de opio—, esta noche he perdido. Pero guardaos de mí, porque haré todo lo posible para perderos y desenmascararos.
—Id a contárselo al sultán. Ya os lo he dicho.
—¡Si está siempre borracho!
—Esperad a por la mañana para ir en su busca. Al menos, tendrá la cabeza despejada.
—Recurriré a otras personas más poderosas que ese imbécil —respondió el capitán del vapor—. Buenas noches; nos veremos pronto. ¿Queréis una advertencia? Haced vigilar estrechamente vuestro yate. No os durmáis tranquilamente.
—Si queréis atacarlo, sois muy dueño de hacerlo —respondió el portugués—. Decidme la hora y el momento.
—Yo no tengo nunca hora.
—¡Ya, los bandidos sorprenden siempre a traición! —dijo Yáñez, asaeteando al inglés con una mirada feroz—. Kien-Koa, abre la puerta a estos canallas, antes de que ocurra aquí una tragedia.
—Señor Yáñez —dijo Kammamuri con voz conmovida—, os exponéis demasiado.
—¡Es necesario hacerse respetar! —respondió el portugués—. Por otra parte, yo ni siquiera he recibido un simple arañazo, aunque debo reconocer que ese hombre es muy fuerte. Vamos a bordo, Kammamuri: temo alguna fea sorpresa por parte de los náufragos. Kien-Koa —dijo luego—, nos veremos mañana. Prepararemos nuestro plan de guerra, que tú madurarás mientras yo voy al campo con el sultán. Es necesario distraer a ese pobre hombre o acabará por volverse un cretino tal que si siquiera comprenda que su trono está menos seguro de lo que cree. ¡A mí, malayos! Tened prontas las carabinas.
Descolgaron una linterna de papel encerado y dejaron la taberna, precedidos de los malayos y de Kammamuri, quienes inspeccionaban atentamente todos los cruces de las callejuelas, temiendo en cualquier momento, un ataque repentino de los marineros.
La noche era muy oscura y el viento soplaba con fuerza sobre los barrios de Varauni, silbando siniestramente.
—¡Levanta la linterna! —había mandado Yáñez—. Mantened el dedo sobre el gatillo de las carabinas.
Recorrieron medio kilómetro, bajando hacia el puerto y alcanzando a la chalupa, que estaba amarrada a un poste y guardada por dos dayaks.
—¿Alguna novedad? —les preguntó Yáñez.
—No os fiéis, señor —respondieron—. Unas chalupas han venido a rondar esta noche en torno al yate.
—¿Quiénes las ocupaban?
—Me pareció que eran blancos.
En ese instante, la chalupa chocó contra una cosa blanda que parecía estar flotando a ras de agua.
—
¡Stop!
—había gritado el timonel.
Yáñez se dirigió rápidamente hacia proa, sosteniendo la lámpara que había cogido en la taberna de Kien-Koa.
"¿Un ahogado o una traición?", se preguntó.
Vio asombrado que flotaba en el agua una piel de caballo que daba la impresión de haber servido de escondite a alguien.
Cogió sus famosas pistolas indias y disparó cuatro tiros en diferentes direcciones, con la esperanza de matar al nadador, en el caso de que se encontrara debajo de la piel, pero no se oyó ningún grito.
—Nos hemos equivocado —dijo el portugués—, pero esta piel abandonada aquí me hace sospechar. ¡Vamos a bordo, amigos!
Cinco minutos después se encontraban todos a bordo del yate.
Aquella noche nadie durmió tranquilo en el yate por temor a un ataque de los ingleses.
Se dobló la cantidad de hombres de guardia y se les armó, dejando la gran chalupa en el agua con el fin de poder embarcarse inmediatamente en caso de peligro. Yáñez se había quedado en cubierta junto a Kammamuri.
—Señor Yáñez, se diría que en alguna parte están quemando pez y azufre —dijo Kammamuri.
—Tenemos que aclarar inmediatamente este misterio.
Descolgó uno de los fanales de la guardia y se dirigió hacia la toldilla, pues era precisamente de allí de donde venía el acre olor. De repente, advirtió que una fina columna de humo subía por el codaste y el timón. Mirando atentamente, vio unas luces que se movían casi a ras de agua.
—¡Fuego, fuego! —gritó—. ¡A cubierta la guardia franca de servicio! ¡Armad la chalupa y las bombas!
Después, disparó las pistolas en dirección al fuego.
—¡A la chalupa, Kammamuri! —dijo—. Me queman el yate.
En un instante dejaron la nave y se dirigieron, escoltados por una docena de hombres, hacia el timón, al punto donde, entre éste y el codaste, brillaba una llama azulada.
—¡Ah, bandidos! —gritó Yáñez—. Ya me imaginaba que esa gente nos jugaría una mala pasada. Afortunadamente, hemos llegado a tiempo.
En efecto, el fuego no avanzaba apenas, a pesar de que el combustible era pez y pintura. Una mano culpable había metido detrás del timón unos pedazos de madera. Los marineros se dispusieron a apagar el pequeño fuego, para lo cual bastaron unos cuantos cubos de agua.
Yáñez y Kammamuri dieron dos o tres vueltas en torno al yate, y luego, no habiendo visto a nadie, regresaron al buque.
La noche, contrariamente a lo previsto, transcurrió muy tranquila. Apenas había despuntado el alba, tiñendo pintorescamente de rosa las casas de Varauni que daban al mar, cuando subió a cubierta la bella holandesa. Yáñez la esperaba, ante un servicio de té de plata.
—¿Cómo? ¿Ya habéis regresado? Os creía aún en la ciudad.
—He dejado Varauni muy tarde —respondió el portugués, sirviendo el té.
—¿Os ha sucedido algo?
—Una pequeña pelea con el capitán del vapor, que acabó con una cuchillada que espero no tenga graves consecuencias.
—Quieren vengarse de vos.
—Y de todos nosotros, señora, pues a las dos de la madrugada han intentado incendiar el yate.
—¿Y han huido?
—Si los hubiera atrapado, a estas horas les veríais colgar de las vergas con una corbata de cáñamo en el cuello. ¡Mirad! ¡He aquí al secretario del sultán! ¿Es que no pueden pasar sin mí en la corte?
En ese momento, la barca del sultán abordó al yate y el secretario apareció en el puente con una cara tan extraña que Yáñez no pudo menos que preguntarle:
—¿Se quema Varauni?
—Mi señor os espera inmediatamente.
—¿Es que me busca alguien?
—Un capitán holandés.
Yáñez hizo un gesto de contrariedad, pero no perdió ni un solo instante su maravillosa calma.
—¿Cuándo ha llegado? —preguntó.
—Ayer noche. En una chalupa costera procedente de Pontianak.
—¡Debe de ser por el asunto de la cañonera! —murmuró el portugués—. ¿Y cómo me van a echar la culpa de su distracción? ¡Ya lo veremos!
Después, añadió, alzando la voz:
—Kammamuri, una escolta de doce hombres con el equipo completo de guerra. Señora, ¿queréis acompañarnos?
—Si se trata de un compatriota, siento deciros que rehúso. —¡Mati!
—¡Señor! —respondió el patrón, acercándose.
—Que el yate esté dispuesto para zarpar.
Yáñez y Kammamuri bajaron a la barca, seguidos por el secretario y la escolta, formada mitad por dayaks de estatura casi gigantesca y mitad por malayos, más bajos, pero más fornidos y, ciertamente, más terribles que los primeros en un combate.
—Señor Yáñez —dijo el indio—, ¿qué puede haber sucedido?
—Lo sabremos por ese señor que se ha tomado la molestia de navegar tres o cuatro días entre los escollos.
La barca, impulsada por doce remeros, cruzó la bahía y se detuvo en un muelle sobre el que se veía el carro de la cúpula dorada y las columnas blancas, arrastrado por dos cebúes jorobados.
—Todo está preparado —dijo Yáñez, intentando bromear—. El sultán me debe de necesitar urgentemente.
Montó en el carro con el secretario y con Kammamuri, y partió, seguido por la escolta.
Cinco minutos después, el portugués subía la escalinata de palacio algo preocupado y se hacía anunciar al monarca que, en ese momento, estaba tomando café en una de las magníficas galerías que daban al mar, en compañía de sus cortesanos.
Lo que inmediatamente llamó la atención de Yáñez fue un pelotón de cipayos holandeses, perfectamente equipados, que vestían levita roja y calzones blancos.
Detrás del pelotón se encontraba un capitán, bello ejemplar de la flemática Holanda, que sostenía en alto el sable desenvainado como si se preparase para ordenar abrir fuego.
El portugués midió las fuerzas del adversario de una ojeada y, seguro de dominarlo, se dirigió hacia el sultán, preguntándole:
—¿Qué ha sucedido durante mi ausencia?
—Deberíais decir vos, milord, dónde habéis estado ayer noche.
—Bebiendo una botella de pésimo vino portugués en el barrio chino.
—Milord, sois dueño de beber cuanto queráis, pero no tenéis que crearme problemas con los representantes europeos.
—¡Por Mahoma! ¡Una mezquina pelea provocada por algunos marineros! ¿Pretendéis que debía dejarme asesinar como un cordero, sin defenderme mínimamente?
—Además, se dice que hubo un muerto y que ese muerto era un capitán inglés.
—Está tan muerto como yo, alteza —respondió Yáñez—. Le he dado solamente una dura lección para quitarle las ganas de atormentarme y tenderme emboscadas.
—¿Emboscadas, habéis dicho? —dijo el sultán.
—Esos marineros incluso han intentado quemar mi yate.
El capitán holandés, un hombre de gran estatura, de tez rosada como una muchacha y larga barba rubia, se adelantó en aquel momento y le dijo a Yáñez:
—¿Queréis decirme, señor, quién sois vos?
—Un embajador enviado aquí por mi gobierno para dar caza a los piratas que infestan las bahías septentrionales de la isla.
—Parece ser, señor embajador, que mientras esperabais cañonear a los malayos, la habéis emprendido a tiros con otras naves que nunca se han dedicado a la piratería.
—¿Qué queréis decir?
—Que hace unos días una de nuestras cañoneras entró en la bahía de Varauni y no ha vuelto a su fondeadero.
—La habrá sorprendido un ciclón —respondió Yáñez—. Las costas de Borneo son muy peligrosas para quien no las conoce a fondo y una desgracia puede acaecer en cualquier momento.
—Desgraciadamente, milord, tenemos pruebas de que vuestro yate ha abierto fuego contra la cañonera.
—Vos venís a contar una sarta de embustes que ni yo ni el sultán vamos a creer. ¿Quiénes son los que afirman haberme visto hacer fuego?
—Pescadores de
trepang
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que se encontraban entre los escollos de la bahía de Tiga.
—Pues bien, señor, os desmentiré inmediatamente.
A una señal suya, la escolta avanzó por la espaciosa galería, deteniéndose delante del capitán holandés.
—Todos estos hombres son fervientes mahometanos. Luego podéis fiaros de ellos cuando ponen de testigo a su gran Profeta. Hablad, amigos: ¿quién ha sido el primero en disparar, nosotros o la cañonera?
—La cañonera —respondieron los malayos y los dayaks—. Lo juramos sobre el Corán.
—Entonces, debe de haber algún motivo para que os atacaran —respondió el capitán.
—¿Es que actualmente está prohibido pescar en las costas de Borneo? —preguntó Yáñez, molesto—. Vos no sois el sultán.
—Alguien intenta engañarme —dijo el capitán—. ¿Por qué motivo habéis armado un yate, cuando hace tiempo que Holanda e Inglaterra se han propuesto acabar de una vez con la piratería?
—Mis credenciales, que he presentado al sultán, están en regla.
—Las querríamos leer en Pontianak —añadió inmediatamente el capitán.
—¿Con qué derecho se inmiscuye Holanda en los asuntos de Inglaterra? Sin embargo, para demostraros que todo está en regla, iremos a visitar al gobernador de esa colonia. Será un viaje de unos cuatro días entre la ida y el regreso.
—¿Cuándo será la partida?
—Esta noche, cuando salga la luna. Necesito la marea alta para salir de la bahía.
—Acudiremos a la cita —dijo el capitán, inclinándose ligeramente ante el portugués.
Éste respondió al saludo y se fue tranquilamente con su escolta, después de estrechar la mano del sultán, el cual parecía convencido más que nunca de tener ante sí a un embajador de la poderosísima y temida Inglaterra.
Nada más llegar a bordo, hizo subir a Padar, cuyo
prao
navegaba constantemente por delante de la entrada de la bahía a la espera de órdenes. Mati y Kammamuri se habían unido a ellos.
—Malas noticias, ¿verdad, señor Yáñez? —dijo el indio.
—En efecto, no son muy satisfactorias. Pero el fondo de mi saco guarda siempre alguna sorpresa extraordinaria que lo arregla todo.
—¿Iréis a Pontianak?
—¿Yo? Estás loco, Kammamuri. Será el capitán el que irá prisionero a la bahía de Gaya: así hará compañía al verdadero cónsul inglés.
—¿Y cómo os lo quitaréis de encima?
—Mediante un golpe que, ya te lo digo desde ahora, será magnífico. Cuando estemos en alta mar, nos apoderaremos de todos los cipayos holandeses y de su capitán y los enviaremos a bordo del
prao
de Padar para que los lleve a lugar seguro.
Una chalupa tripulada por el capitán y los cipayos holandeses, que se habían puesto unos flamantes uniformes con adornos de oro para ser admirados por la tripulación del señor embajador, abordó el yate. Yáñez, advertido inmediatamente, subió a cubierta y se dirigió al encuentro del holandés, diciéndole cortés mente:
—Sed bienvenido a bordo de mi yate.
—Gracias —respondió ásperamente el capitán, fingiendo no ver la mano que tendía el portugués—. Poseéis una bella nave, milord. Y espléndidamente armada.
—Y, sobre todo, muy rápida. Desafío a todos los
praos
de Malasia a perseguirme y alcanzarme. ¿Queréis que zarpemos?
—Hagámoslo.
Se ponía el sol. Grupos de
praos,
con sus altísimas velas de abigarrados colores desplegadas a la brisa, entraban en el puerto, maniobrando con esa habilidad que distingue a los marineros malayos. Un gran junco procedente de los puertos de China, de formas toscas y pesadas y velas hechas de mimbres entretejidos, que quién sabe por qué milagro había evitado los ataques de los piratas bornéanos, avanzaba balanceándose suavemente.