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Authors: José Ortega y Gasset

Tags: #Filosofía

La rebelión de las masas (28 page)

Estrictamente lo contrario acontece cuando se trata de la opinión de un país sobre lo que pasa en otro. Es máximamente probable que esa opinión resulte en alto grado incongruente. El pueblo A piensa y opina desde el fondo de sus propias experiencias vitales, que son distintas de las del pueblo B. ¿Puede llevar esto a otra cosa que al juego de los despropósitos? He aquí, pues, la primera causa de una inevitable incongruencia, que sólo podría contrarrestarse merced a una cosa muy difícil, a saber: una información
suficiente
. Como aquí falta la "verdad" de lo vivido, habría que sustituirla con una verdad de conocimiento.

Hace un siglo no importaba que el pueblo de Estados Unidos se permitiese tener una opinión sobre lo que pasaba en Grecia y que esa opinión estuviese mal informada. Mientras el Gobierno americano no actuase, esa opinión era inoperante sobre los destinos de Grecia. El mundo era entonces "mayor", menos compacto y elástico. La distancia dinámica entre pueblo y pueblo era tan grande que, al atravesarla, la opinión incongruente perdía su toxicidad Pero en estos últimos años los pueblos han entrado en una extrema proximidad dinámica, y la opinión, por ejemplo, de grandes grupos sociales norteamericanos está interviniendo de hecho —directamente como tal opinión y
no
su Gobierno— en la guerra civil española. Lo propio digo de la opinión inglesa.

Nada más lejos de mi pretensión que todo intento de podar el albedrío a ingleses y americanos discutiendo su "derecho" a opinar lo que gusten sobre cuanto les plazca. No es cuestión de "derecho" o de la despreciable fraseología que suele ampararse en ese título: es una cuestión, simplemente, de buen sentido. Sostengo que la injerencia de la opinión pública de unos países en la vida de los otros es hoy un factor impertinente, venenoso y generador de pasiones bélicas, porque esa opinión no está aún regida por una técnica adecuada al cambio de distancia entre los pueblos. Tendrá el inglés, o el americano, todo el derecho que quiera a opinar sobre lo que ha pasado y debe pasar en España, pero ese derecho es una
injuria
si no acepta una obligación correspondiente: la de estar bien informado sobre la realidad de la guerra civil española, cuyo primero y más sustancial capítulo es su origen, las causas que la han producido.

Pero aquí es donde los medios actuales de comunicación producen sus efectos, por lo pronto dañinos. Porque la cantidad de noticias que constantemente recibe un pueblo sobre lo que pasa en otro es enorme. ¿Cómo va a ser fácil persuadir al hombre inglés de que no está informado sobre el fenómeno histórico que es la guerra civil española u otra emergencia análoga? Sabe que los periódicos ingleses gastan sumas fortísimas en sostener corresponsales dentro de todos los países. Sabe que, aunque entre esos corresponsales no pocos ejercen su oficio de manera apasionada y partidista, hay muchos otros cuya imparcialidad es incuestionable y cuya pulcritud en transmitir datos exactos no es fácil de superar. Todo esto es verdad, y porque lo es resulta muy peligroso. Pues es el caso que si el hombre inglés rememora con rápida ojeada estos últimos tres o cuatro años, encontrará que han acontecido en el mundo cosas de grave importancia para Inglaterra,
y que le han sorprendido
. Como en la historia nada de algún relieve se produce súbitamente, no sería excesiva suspicacia en el hombre inglés admitir la hipótesis de que está mucho menos informado de lo que suele creer o que esa información tan copiosa se compone de datos externos, sin fina perspectiva, entre los cuales se escapa lo más auténticamente real de la realidad. El ejemplo más claro de esto, por sus formidables dimensiones, es el hecho gigante que sirvió a este artículo de punto de partida: el fracaso del pacifismo inglés, de veinte años de política internacional inglesa. Dicho fracaso declara estruendosamente que el pueblo inglés —a pesar de sus innumerables corresponsales— sabía poco de lo que
realmente
estaba aconteciendo en los demás pueblos.

Representémonos esquemáticamente, a fin de entenderla bien, la complicación del proceso que tiene lugar. Las noticias que el pueblo A recibe del pueblo B suscitan en él un estado de opinión, sea de amplios grupos o de todo el país. Pero como esas noticias le llegan hoy con superlativa rapidez, abundancia y frecuencia, esa opinión no se mantiene en un plano más o menos "contemplativo" como hace un siglo, sino que irremediablemente se carga de intenciones activas y toma desde luego un carácter de intervención. Siempre hay, además, intrigantes que, por motivos particulares, se ocupan deliberadamente en hostigarla. Viceversa, el pueblo B recibe también con abundancia, rapidez y frecuencia noticias de esa opinión lejana, de su nervosidad, de sus movimientos, y tiene la impresión de que el extraño, con intolerable impertinencia, ha invadido su país, que está allí, cuasi presente, actuando. Pero esta reacción de enojo se multiplica hasta la exasperación porque el pueblo B advierte, al mismo tiempo, la incongruencia entre la opinión de A y lo que en B, efectivamente, ha pasado. Ya es irritante que el prójimo pretenda intervenir en nuestra vida, pero si además revela ignorar por completo nuestra vida, su audacia provoca en nosotros frenesí.

Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban, bajo las más graves amenazas, a escritores y profesores a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos o en sus
clubs,
exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad. Evitemos los aspavientos y las frases, pero dejemos invitar al lector inglés a que imagine cuál pudo ser mi primer movimiento ante hecho semejante que oscila entre lo grotesco y lo trágico. Porque no es fácil encontrarse con mayor incongruencia. Por fortuna, he cuidado durante toda mi vida de montar en mi aparato psicofísico un sistema muy fuerte de inhibiciones y de frenos —acaso la civilización no es otra cosa que ese montaje— y además, como Dante decía:

che saetta previsa vien più lenta
,

no contribuyó a debilitarme la sorpresa. Desde hace muchos años me ocupo en hacer notar la frivolidad y la irresponsabilidad frecuentes en el intelectual europeo, que he denunciado como un factor de primera magnitud entre las causas del presente desorden. Pero esta moderación que por azar puedo ostentar no es "natural". Lo natural sería que yo estuviese ahora en guerra apasionada contra esos escritores ingleses. Por eso es un ejemplo concreto del mecanismo belicoso que ha creado el mutuo desconocimiento entre los pueblos.

Hace unos días, Alberto Einstein se ha creído con "derecho" a opinar sobre la guerra civil española y tomar posición ante ella. Ahora bien: Alberto Einstein usufructúa una ignorancia radical sobre lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre. El espíritu que le lleva a esta insolente intervención es el mismo que desde hace mucho tiempo viene causando el desprestigio universal del hombre intelectual, el cual, a su vez, hace que hoy vaya el mundo a la deriva, falto de
pouvoir
spirituel.

Nótese que hablo de la guerra civil española como un ejemplo entre muchos, el ejemplo que más exactamente me consta, y me reduzco a procurar que el lector inglés admita por un momento la posibilidad de que no está bien informado, a despecho de sus copiosas "informaciones". Tal vez esto le mueva a corregir su insuficiente conocimiento de las demás naciones, supuesto el más decisivo para que en el mundo vuelva a reinar un orden.

Pero he aquí otro ejemplo más general. Hace poco, el Congreso del Partido Laborista rechazó por 2.100.000 votos contra 300.000 la unión con los comunistas, es decir, la formación en Inglaterra de un "frente popular". Pero ese mismo partido y la masa de opinión que pastorea se ocupan en favorecer y fomentar del modo más concreto y eficaz el "frente popular" que se ha formado en otros países. Dejo intacta la cuestión de si un "frente popular" es una cosa benéfica o catastrófica, y me reduzco a confrontar dos comportamientos de un mismo grupo de opinión y a subrayar su nociva incongruencia. La diferencia numérica en la votación es de aquellas diferencias cuantitativas que, según Hegel, se convierten automáticamente en diferencias cualitativas. Esas cifras muestran que para el bloque del Partido Laborista la unión con el comunismo, el "frente popular", no es una cuestión de más o de menos, sino que lo considerarían como un morbo terrible para la nación inglesa. Pero es el caso que al mismo tiempo ese mismo grupo de opinión se ocupa en cultivar ese mismo microbio en otros países, y esto es una intervención, más aún: podría decirse que es una intervención guerrera, puesto que tiene no pocos caracteres de la guerra química. Mientras se produzcan fenómenos como éste, todas las esperanzas de que la paz reine en el mundo son, repito, penas de amor perdidas. Porque esa incongruente conducta, esa duplicidad de la opinión laborista, sólo irritación puede inspirar fuera de Inglaterra.

Y me parece vano objetar que esas intervenciones irritan a una parte del pueblo intervenido, pero complacen a la otra. Esta es una observación demasiado obvia para que sea verídica. La parte del país favorecida momentáneamente por la opinión extranjera procurará, claro está, beneficiarse de esa intervención. Otra cosa fuera pura tontería. Mas por debajo de esa aparente y transitoria gratitud corre el proceso real de lo vivido por el país entero. La nación acaba por estilizarse en "
su
verdad", en lo que efectivamente ha pasado, y ambos partidos hostiles coinciden en ella, declárenlo o no. De aquí que acaben por unirse
contra
la incongruencia de la opinión extranjera. Ésta sólo puede esperar agradecimiento perdurable en la medida en que
por azar
acierte o sea menos incongruente con esa viviente "verdad". Toda realidad desconocida prepara su venganza. No otro es el origen de las catástrofes en la historia humana. Por eso será funesto todo intento de desconocer que un pueblo es, como una persona, aunque de otro modo y por otras razones, una intimidad —por lo tanto, un sistema de secretos que no puede ser descubierto, sin más, desde fuera—. No piense el lector en nada vago ni en nada místico. Tome cualquier función colectiva, por ejemplo, la lengua. Bien notorio es que resulta prácticamente imposible conocer
íntimamente
un idioma extranjero por mucho que se le estudie. ¿Y no será una insensatez creer cosa fácil el conocimiento de la realidad política de un país extraño?

Sostengo, pues, que la nueva estructura del mundo convierte los movimientos de la opinión de un país sobre lo que pasa en otro —movimientos que antes eran casi inocuos— en auténticas incursiones. Esto bastaría a explicar por qué, cuando las naciones europeas parecían más próximas a una superior unificación, han comenzado repentinamente a cerrarse hacia dentro de sí mismas, a hermetizar sus existencias las unas frente a las otras y a convertirse las fronteras en escafandras aisladoras.

Yo creo que hay aquí un nuevo problema de primer orden para la disciplina internacional, que corre paralelo al del derecho, tocado más arriba. Como antes postulábamos una nueva técnica jurídica, aquí reclamamos una nueva técnica de trato entre los pueblos. En Inglaterra ha aprendido el individuo a guardar ciertas cautelas cuando se permite opinar sobre otro individuo. Hay la ley del libelo y hay la formidable dictadura de las "buenas maneras". No hay razón para que no sufra análoga regulación la opinión de un pueblo sobre otro.

Claro que esto supone estar de acuerdo sobre un principio básico. Sobre este: que los pueblos, que las naciones, existen. Ahora bien: el viejo y barato "internacionalismo" que ha engendrado las presentes angustias pensaba, en el fondo, lo contrario. Ninguna de sus doctrinas y actuaciones es comprensible si no se descubre en su raíz el desconocimiento de lo que es una nación y de que eso que son las naciones constituye una formidable realidad situada en el mundo Y con que hay que contar. Era un curioso internacionalismo aquel que en sus cuentas olvidaba siempre el detalle de que hay naciones.

Tal vez el lector reclame ahora una doctrina positiva. No tengo inconveniente en declarar cuál es la mía, aun exponiéndome a todos los riesgos de una enunciación esquemática.

En el libro
The Revolt of the Masses
, que ha sido bastante leído en lengua inglesa, propugno y anuncio el advenimiento de una forma más avanzada de convivencia europea, un paso adelante en la organización jurídica y política de su unidad. Esta idea europea es de signo inverso a aquel abstruso internacionalismo. Europa no es, no será la inter-nación, porque eso significa, en claras nociones de historia, un hueco, un vacío y nada. Europa será la ultra-nación. La misma inspiración que formó las naciones de Occidente sigue actuando en el subsuelo con la lenta y silente proliferación de los corales. El descarrío metódico que representa el internacionalismo impidió ver que sólo al través de una etapa de nacionalismos exacerbados se puede llegar a la unidad concreta y llena de Europa. Una nueva forma de vida no logra instalarse en el planeta hasta que la anterior y tradicional no se ha ensayado en su modo externo. Las naciones europeas llegan ahora a sus propios topes, y el topetazo será la nueva integración de Europa. Porque de eso se trata. No de laminar las naciones, sino de integrarlas, dejando al Occidente todo su rico relieve. En esta fecha, como acabo de insinuar, la sociedad europea parece volatilizada. Pero fuera un error creer que esto significa su desaparición o definitiva dispersión. El estado actual de anarquía y superlativa disociación en la sociedad europea es una prueba más de la realidad que ésta posee. Porque si eso acontece en Europa es porque sufre una crisis de su fe común, de la fe europea, de las
vigencias
en que su socialización consiste. La enfermedad por que atraviesa es, pues, común. No se trata de que Europa esté enferma, pero que gocen de plena salud estas o las otras naciones y que, por lo tanto, sea probable la desaparición de Europa y su sustitución por otra forma de realidad histórica —por ejemplo, las naciones sueltas o una Europa occidental disociada hasta la raíz de una Europa oriental; nada de esto se ofrece en el horizonte— sino que como es común y europea la enfermedad, lo será también el restablecimiento. Por lo pronto, vendrá una
articulación
de Europa en dos formas distintas de vida pública: la forma de un nuevo liberalismo y la forma que, con un nombre impropio, se suele llamar "totalitaria". Los pueblos menores adoptarán figuras de transición e intermediarias. Esto salvará a Europa. Una vez más, resultará patente que toda forma de vida ha menester de su antagonista. El "totalitarismo" salvará al "liberalismo", destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios. Este equilibrio puramente mecánico y provisional permitirá una nueva etapa de mínimo reposo, imprescindible para que vuelva a brotar en el fondo del bosque que tienen las almas el hontanar de una nueva fe. Ésta es el auténtico poder de creación histórica, pero no mana en medio de la alteración, sino en el recato del ensimismamiento.

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