¿Por qué, en definitiva, se creyó necesario recurrir a raza, lengua y territorio nativos para comprender el hecho maravilloso de las modernas naciones? Pura y simplemente, porque en éstas hallamos una intimidad y solidaridad radical de los individuos con el poder público desconocidas en el Estado antiguo. En Atenas y en Roma, sólo unos cuantos hombres eran el Estado los demás —esclavos, aliados provinciales, colonos— eran sólo súbditos. En Inglaterra, en Francia, en España, nadie ha sido nunca sólo súbdito del Estado, sino que ha sido siempre participante de él, uno con él. La forma, sobre todo jurídica, de esta unión con y en el Estado, ha sido muy distinta según los tiempos. Ha habido grandes diferencias de rango y estatuto personal, clases relativamente privilegiadas y clases relativamente postergadas; pero si se interpreta la realidad efectiva de la situación política en cada época y se revive su espíritu, aparece evidente que todo individuo se sentía sujeto activo del Estado, partícipe y colaborador. Nación —en el sentido que este vocablo emite en Occidente desde hace más de un siglo— significa la "unión hipostática" del Poder público y la colectividad por él regida.
El Estado es siempre, cualquiera que sea su forma —primitiva, antigua, medieval o moderna— la invitación que un grupo de hombres hace a otros grupos humanos para ejecutar juntos una empresa. Esta empresa, cualesquiera sean sus trámites intermediarios, consiste a la postre en organizar un cierto tipo de vida común. Estado y proyecto de vida, programa de quehacer o conducta humanos, son términos inseparables. Las diferentes clases de Estado nacen de las maneras según las cuales el grupo empresario establezca la colaboración con los
otros
. Así, el Estado antiguo no acierta nunca a fundirse con los
otros
. Roma manda y educa a los italiotas y a las provincias; pero no los eleva a unión consigo. En la misma urbe no logró la fusión política de los ciudadanos. No se olvide que durante la República, Roma fue, en rigor, dos Romas: el Senado y el pueblo. La unificación estatal no pasó nunca de mera articulación entre los grupos que permanecieron externos y extraños los unos a los otros. Por eso el Imperio amenazado no pudo contar con el patriotismo de los otros y hubo de defenderse exclusivamente con sus medios burocráticos de administración y de guerra.
Esta incapacidad de todo grupo griego y romano para fundirse con otros proviene de causas profundas que no conviene perescrutar ahora y que, en definitiva, se resumen en una: el hombre antiguo interpretó la colaboración en que, quiérase o no, el Estado consiste, de una manera simple, elemental y tosca; a saber: como dualidad de dominantes y dominados. A Roma tocaba mandar y no obedecer; a los demás, obedecer y no mandar. De esta suerte, el Estado se materializa en el
pomoerium,
en el cuerpo urbano que unos muros delimitan físicamente.
Pero los pueblos nuevos traen una interpretación del Estado menos material. Si es él un proyecto de empresa común, su realidad es puramente dinámica; un hacer, la comunidad en la actuación. Según esto, forma parte activa del Estado, es sujeto político, todo el que preste adhesión a la empresa —raza, sangre, adscripción geográfica, clase Social, quedan en segundo término—. No es la comunidad anterior, pretérita, tradicional o inmemorial —en suma, fatal e irreformable— la que proporciona título para la convivencia política, sino la comunidad futura en el efectivo hacer. No lo que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos, nos reúne en Estado. De aquí la facilidad con que la unidad política brinca en Occidente sobre todos los límites que aprisionaron al Estado antiguo. Y es que el europeo, relativamente al
homo antiquus
, se comporta como un hombre abierto al futuro, que vive conscientemente instalado en él y desde él decide su conducta presente.
Tendencia política tal avanzará inexorablemente hacia unificaciones cada vez más amplias, sin que haya nada que en principio la detenga. La capacidad de fusión es ilimitada. No sólo de un pueblo con otro, sino lo que es mas característico aún del Estado nacional: la fusión de todas la clases sociales dentro de cada cuerpo político. Conforme crece la nación territorial y étnicamente, va haciéndose más una la colaboración interior. El Estado nacional es en su raíz misma democrático, en un sentido más decisivo que todas las diferencias en las formas de gobierno.
Es curioso notar que al definir la nación fundándola en una comunidad de pretérito se acaba siempre por aceptar como la mejor la fórmula de Renán, simplemente porque en ella se añade a la sangre, el idioma y las tradiciones comunes un atributo nuevo, y se dice que es un "plebiscito cotidiano". Pero ¿se entiende bien lo que esta expresión significa? ¿No podemos darle ahora un contenido de signo opuesto al que Renán le insuflaba, y que es, sin embargo, mucho más verdadero?
"
Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho juntos grandes cosas, querer hacer otras más: he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo... En el pasado, una herencia de glorias y remordimientos; en el porvenir, un mismo programa que realizar... La existencia de una nación es un plebiscito cotidiano.
"
Tal es la conocidísima sentencia de Renán. ¿Cómo se explica su excepcional fortuna? Sin duda, por la gracia de la coletilla. Esa idea de que la nación consiste en un plebiscito cotidiano opera sobre nosotros como una liberación. Sangre, lengua y pasado comunes son principios estáticos, fatales, rígidos, inertes: son prisiones. Si la nación consistiese en eso y en nada más, la nación sería una cosa situada a nuestra espalda, con lo cual no tendríamos nada que hacer. La nación sería algo que se es, pero no algo que se hace. Ni siquiera tendría sentido defenderla cuando alguien la ataca.
Quiérase o no, la vida humana es constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer. ¿Por qué no se ha reparado en que
hacer
, todo
hacer
, significa realizar un futuro? Inclusive cuando nos entregamos a recordar.
Hacemos
memoria en este segundo para lograr algo en el inmediato, aunque no sea más que el placer de revivir el pasado. Este modesto placer solitario se nos presentó hace un momento como un futuro deseable; por eso lo hacemos. Conste, pues: nada tiene sentido para el hombre sino en función del porvenir.
Si la nación consistiese no más que en pasado y presente, nadie se ocuparía de defenderla contra un ataque. Los que afirman lo contrario son hipócritas o mentecatos. Mas acaece que el pasado nacional proyecta alicientes —reales o imaginarios— en el futuro. Nos parece desearle un porvenir en el cual nuestra nación continúe existiendo. Por eso nos movilizamos en su defensa; no por la sangre, ni el idioma, ni el común pasado. Al defender la nación defendemos nuestro mañana, no nuestro ayer.
Esto es lo que revertiera en la frase de Renán: la nación como excelente programa para mañana. El plebiscito decide un futuro. Que en este caso el futuro consista en una perduración del pasado no modifica lo más mínimo la cuestión; únicamente revela que también la definición de Renán es arcaizante.
Por lo tanto, el Estado nacional representaría un principio estatal más próximo a la pura idea de Estado que la antigua
polis
o que la "tribu" de los árabes, circunscrita por la sangre. De hecho, la idea nacional conserva no poco lastre de adscripción al pasado, al territorio, a la raza; mas por lo mismo es sorprendente notar cómo en ella triunfa siempre el puro principio de unificación humana en torno a un incitante programa de vida. Es más: yo diría que ese lastre de pretérito y esa relativa limitación dentro de principios materiales no han sido ni son por completo espontáneos en las almas de Occidente, sino que proceden de la interpretación erudita dada por el romanticismo a la idea de nación. De haber existido en la Edad Media ese concepto diecinuevesco de nacionalidad, Inglaterra, Francia, España, Alemania habrían quedado nonatas. Porque esa interpretación confunde lo que impulsa y constituye a una nación con lo que meramente la consolida y conserva. No es el patriotismo dígase de una vez el que ha hecho las naciones. Creer lo contrario es la gedeonada a que ya he aludido y que el propio Renán admite en su famosa definición. Si para que exista una nación es preciso que un grupo de hombres cuente con un pasado común, yo me pregunto cómo llamaremos a ese mismo grupo de hombres mientras vivía en presente eso que visto desde hoy es un pasado. Por lo visto era forzoso que esa existencia común feneciese, pasase, para que pudiesen decir somos una nación. ¿No se advierte aquí el vicio gremial del filólogo, del archivero, su óptica profesional que le impide ver la realidad cuando no es pretérita? El filólogo es quien necesita para ser filólogo que ante todo exista un pasado; pero la nación, antes de poseer un pasado común, tuvo que crear esta comunidad, y antes de crearla tuvo que soñarla, que quererla, que proyectarla. Y basta que tenga el proyecto de sí misma para que la nación exista, aunque no se logre, aunque fracase la ejecución, como ha pasado tantas veces. Hablaríamos en tal caso de una nación malograda (por ejemplo, Borgoña).
Con los pueblos de Centro y Sudamérica tiene España un pasado común, raza común, lenguaje común, y, sin embargo, no forma con ellos una nación. ¿Por qué? Falta sólo una cosa que, por lo visto, es la esencial: el futuro común. España no supo inventar un programa de porvenir colectivo que atrajese a esos grupos zoológicamente afines. El plebiscito futurista fue adverso a España, y nada valieron entonces los archivos, las memorias, los antepasados, la "patria". Cuando hay aquello, todo esto sirve como fuerzas de consolidación; pero nada más.
Veo, pues, en el Estado nacional una estructura histórica de carácter plebiscitario. Todo lo que además de eso parezca ser, tiene un valor transitorio y cambiante, representa el contenido o la forma, o la consolidación que en cada momento requiere el plebiscito. Renán encontró la mágica palabra, que revienta de luz. Ella nos permite vislumbrar catódicamente el entresijo esencial de una nación, que se compone de estos dos ingredientes: primero, un proyecto de convivencia total en una empresa común; segundo, la adhesión de los hombres a ese proyecto incitativo. Esta adhesión de todos engendra la interna solidez que distingue al Estado nacional de todos los antiguos, en los cuales la unión se produce y mantiene por presión externa del Estado sobre los grupos dispares, en tanto que aquí nace el vigor estatal de la cohesión espontánea y profunda entre los "súbditos". En realidad, los súbditos son ya el Estado, y no lo pueden sentir —esto es lo nuevo, lo maravilloso, de la nacionalidad— como algo extraño a ellos.
Y, sin embargo, Renán anula o poco menos su acierto, dando al plebiscito un contenido retrospectivo que se refiere a una nación ya hecha, cuya perpetuación decide. Yo preferiría cambiarle el signo y hacerle valer para la nación
in statu nascendi
. Esta es la óptica decisiva. Porque, en verdad, una nación no está nunca hecha. En esto se diferencia de otros tipos de Estado. La nación está siempre o haciéndose o deshaciéndose.
Tertium non datur
. O está ganando adhesiones o las está perdiendo, según que su Estado represente o no a la fecha una empresa vivaz.
Por eso lo más instructivo fuera reconstruir la serie de empresas unitivas que sucesivamente han inflamado a los grupos humanos de Occidente. Entonces se vería cómo de ellas han vivido los europeos no sólo en lo público, sino hasta en su existencia más privada; cómo se han "entrenado" o se han desmoralizado, según que hubiese o no empresa a la vista.
Otra cosa mostraría claramente ese estudio: las empresas estatales de los antiguos, por lo mismo que no implicaban la adhesión de los grupos humanos sobre que se intentaban, por lo mismo que el Estado propiamente tal quedaba siempre inscrito en una limitación fatal —tribu o urbe— eran prácticamente ilimitadas. Un pueblo —el persa, el macedón y el romano— podía someter a unidad de soberanía cualesquiera porciones del planeta. Como la unidad no era auténtica, interna ni definitiva, no estaba sujeta a otras condiciones que a la eficacia bélica y administrativa del conquistador. Mas en Occidente la unificación nacional ha tenido que seguir una serie inexorable de etapas. Debiera extrañarnos más el hecho de que en Europa no haya sido posible ningún imperio del tamaño que alcanzaron el persa, el de Alejandro o el de Augusto.
El proceso creador de naciones ha llevado siempre en Europa este ritmo:
Primer momento
. El peculiar instinto occidental, que hace sentir el Estado como fusión de varios pueblos en una unidad de convivencia política y moral, comienza a actuar sobre los grupos más próximos geográfica, étnica y lingüísticamente. No porque esta proximidad funde la nación, sino porque la diversidad entre próximos es más fácil de dominar.
Segundo momento
. Período de consolidación, en que se siente a los otros pueblos más allá del nuevo Estado como extraños y más o menos enemigos. Es el período en que el proceso nacional toma un aspecto de exclusivismo, de cerrarse hacia dentro del Estado; en suma, lo que hoy llamamos
nacionalismo
. Pero el hecho es que mientras se siente
políticamente
a los
otros
como extraños y contrincantes, se convive económica, intelectual y moralmente con ellos. Las guerras nacionalistas sirven para nivelar las diferencias de técnica y de espíritu. Los enemigos habituales se van haciendo históricamente homogéneos. Poco a poco se va destacando en el horizonte la conciencia de que esos pueblos enemigos pertenecen al mismo círculo humano que el Estado nuestro. No obstante, se les sigue considerando como extraños y hostiles.
Tercer momento
. El Estado goza de plena consolidación. Entonces surge la nueva empresa: unirse a los pueblos que hasta ayer eran sus enemigos. Crece la convicción de que son afines con el nuestro en moral e intereses, y que juntos formamos un círculo nacional frente a otros grupos más distantes y aún más extranjeros. He aquí madura la nueva idea nacional.
Un ejemplo esclarecerá lo que intento decir. Suele afirmarse que en tiempos del Cid era ya España
—Spania—
una idea nacional, y para superfetar la tesis se añade que siglos antes ya San Isidoro hablaba de la "madre España". A mi juicio, es esto un error craso de perspectiva histórica. En tiempos del Cid se estaba empezando a urdir el Estado León-Castilla, y esta unidad leonesacastellana era la idea nacional del tiempo, la idea políticamente eficaz.
Spania,
en cambio, era una idea principalmente erudita; en todo caso, una de tantas ideas fecundas que dejó sembradas en Occidente el Imperio romano. Los "españoles" se habían acostumbrado a ser reunidos por Roma en una unidad administrativa, en una
diócesis
del Bajo Imperio. Pero esta noción geográficoadministrativa era pura recepción, no íntima inspiración, y en modo alguno aspiración.