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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (62 page)

BOOK: La ramera errante
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Hasta ese momento, Michel no había notado la presencia de Wilmar, ya que sus pensamientos estaban con Marie. Había ido a verla muchas veces para conversar con ella. Pero ella nunca accedía a hablar, sino que se quedaba muda como un pez, y en la cama tenía la misma pasión que una rama arrancada de un árbol. Michel no sabía qué lo irritaba más, si la testarudez de ella o el hecho de ser tan estúpido como para ir a tirar por la ventana su dinero a cambio de pasar unos decepcionantes minutos con ella. Al sentir que alguien le tocaba el hombro, reaccionó con furia, llevando la mano instintivamente a su espada.

—¿Qué quieres, muchacho?

"Eso sonó a ¡Vete, muchacho, y déjame en paz!", pensó Wilmar, y retrocedió un instante. Pero después enderezó los hombros. En ese momento, le daba igual si el hombre lo mataba allí mismo o lo escuchaba.

—Tengo que hablar urgentemente con vos, capitán. A solas.

Sonaba tan serio y desesperado que Michel asintió de mala gana.

—¿Es Mombert quien te envía?

—No, pero se trata de mi maese y de su hija.

Wilmar miró a su alrededor y buscó un lugar en donde pudiera comunicarle todo a Michel sin que los oyera una docena de curiosos. Michel lo comprendió sin mediar palabras, tomó su jarra con una mano y con la otra llevó a Wilmar detrás de él. Al llegar al pie de la escalera, hizo una seña hacia arriba.

—Subiremos a mi vieja alcoba. Mi hermano está usándola para alojar huéspedes, pero ellos ahora no están en la casa. Solo espero por tu propio bien que lo que tengas para decirme sea realmente importante.

Wilmar se limitó a asentir, y avanzó tropezando con sus propios pies a causa de los nervios y la ansiedad. Una vez arriba, le contó a Michel con palabras confusas y sin mucha dilación el asesinato de Philipp von Steinzell, el arresto de maese Mombert y la posterior aparición de unos guardias que se habían llevado a Frieda Flühi y a Hedwig.

Michel no había oído nada acerca de esos sucesos y lo interrogó varias veces para hacerse un cuadro de la situación. En un principio, Wilmar limitó su relato a lo que había sucedido en la casa de Mombert Flühi, y luego miró a Michel con gesto suplicante.

El capitán dejó escapar un insulto.

—¿Que Mombert Flühi asesinó al hidalgo de Steinzell? No puedo imaginármelo.

—Seguro que el asesino no ha sido maese Mombert. Es cierto que solía gritar bastante, pero jamás hizo daño a nadie. No me imagino cómo podría haber hecho para acabar con un hombre que era más fuerte que él. Además, si realmente hubiese sido el asesino, habría llevado al muerto hasta el patio, donde cualquiera podría haber saltado por el cerco, y también habría borrado las huellas de sangre de la casa.

—Eso no es tan fácil. No todos los que cometen un crimen reaccionan con tanta sangre fría después. De todas formas, te creo. Mombert tampoco es tan estúpido como para mandar a llamar al alcaide mientras el muerto aún yace en el suelo con su cuchillo clavado en el pecho. A lo sumo habría atacado a Steinzell si él hubiese intentado tomar a Hedwig por la fuerza. Pero en ese caso, el asunto habría terminado ruidosamente y a gritos.

—Yo no escuché nada, aunque duermo en la habitación de al lado del taller, y desde allí se oye todo lo que se habla en la galería en cuanto se levanta un poco la voz. Sin embargo, el asesinato tiene que haberse cometido en la galería, ya que la puerta estaba cerrada por dentro, al igual que la puerta que conducía del taller hacia el patio.

—No sé ni qué responder a eso.

Michel entrecerró los ojos y se quedó pensando. La explicación más sencilla seguía siendo que maese Mombert había asesinado a su huésped. Y sin embargo, él lo creía tan poco probable como Wilmar.

Wilmar intentó recordar cada detalle de lo que había sucedido esa mañana.

—Creo que Philipp von Steinzell fue asesinado en otra parte y que luego lo entraron a hurtadillas en la casa de maese Mombert.

—Entonces alguien de la casa debió haberle abierto la puerta al asesino y volver a poner el cerrojo cuando éste se fue. Eso es poco probable.

Wilmar resopló y alzó la cabeza de golpe.

—¡Melcher pudo haberlo hecho! Señaló hacia el cadáver tan tranquilo como si ya hubiese visto más de un muerto, y además le hizo notar al alcaide auxiliar de inmediato que el cuchillo que seguía clavado en la herida era de maese Mombert. Tal vez haya dejado entrar al asesino a la casa para vengarse, ya que el maese lo había castigado varias veces últimamente por escaparse a la ciudad en lugar de trabajar. Algo que también me resulta sospechoso es que durante los últimos días anduvo alardeando con dinero que le habían dado unos supuestos amigos. Tal vez le hayan pagado por espiar al maestro o al hidalgo. Hace un rato, en el puerto, vi a Melcher a bordo de un barco que navegaba hacia Bregenz…, no, hacia Lindau, y me pregunté de dónde habría sacado el dinero para hacer ese viaje.

—Ningún juez verá ese hecho como una prueba de culpabilidad. Puede haberse ganado el dinero de cualquier manera en la ciudad. Si un aprendiz quiere vengarse, entonces esconde una rata muerta en el pan de su esposa, pero no mata a un hombre adulto ni deja que un asesino a sueldo entre en la casa. A menos que… —Michel se calló, al tiempo que miraba hacia la calle a través del ventanuco—. A menos que el que cometió el crimen quisiera deshacerse de Steinzell y haya usado a Melcher de ayudante. Pero ¿a quién podría interesarle la muerte de un hidalgo prácticamente desconocido?

Wilmar se movía nervioso, resbalándose a cada rato del banco. El capitán había mordido el anzuelo. Ahora por fin podía soltar su sospecha.

—¡El abad Hugo von Waldkron! Él siempre persiguió a Hedwig como un diablo detrás de un alma en pena, y vio en el hidalgo Philipp un competidor indeseable. Ahora logró quitarlo de en medio de tal modo que acusaron a maese Mombert de ser el homicida, y de esa manera también se sacó de encima al padre, que siempre protegía a su hija de él. Luego hizo que llevaran a Hedwig a la torre Ziegelturm, donde su prima Marie hubo de soportar tantos horrores. Temo que Hedwig pueda correr la misma suerte, ya que observé que…

Michel estaba por hacer un gesto de desdén, pero cuando oyó el nombre de Marie, interrumpió bruscamente al muchacho.

—¿Qué es lo que le sucedió a Marie en la torre Ziegelturm?

Wilmar lo miró sorprendido.

—¿Maese Mombert no os contó la historia? Él fue testigo del juicio que se llevó a cabo contra su sobrina, y se enteró de que Marie había acusado a tres hombres de haberla ultrajado la noche que siguió a su arresto en la torre Ziegelturm, quitándole así su virginidad. Pero el juez no la creyó y la condenó a unos azotes extra por calumnias.

Michel no salía de su asombro.

—¿A Marie la violaron? Yo no lo sabía. En ese momento la seguí, pero solo supe que la habían azotado. Espera, déjame pensar.

"No es de extrañar que después de semejantes experiencias Marie no sienta placer alguno en dormir conmigo", pensó avergonzado. "Y yo he sido tan idiota como para creer que estaba haciéndole un bien…".

—¿Quiénes eran los hombres? —le preguntó a Wilmar con una voz que hizo estremecer al oficial artesano.

—Hunold, el guardia de la ciudad; Utz, el cochero y Linhard Merk, por entonces escribiente de su padre, que ahora vive en el monasterio de los descalzos con el nombre de hermano Josephus —repuso Wilmar, enumerándolos.

—Hunold es un cerdo que goza atormentando mujeres, y Utz es una rata que anda husmeando a todo el mundo y revela los secretos de la gente a cambio de una recompensa de Judas. Del escribiente de Matthis Schärer no sé nada, pero seguro que es tan repugnante como los otros dos. ¡Por Dios, cómo debe haber sufrido Marie!

Michel dio un salto, comenzó a caminar por la habitación haciendo gestos furiosos, como si quisiera hacerles rendir cuentas a esos canallas en ese mismo momento.

Wilmar le tiró de la manga.

—Pero no se trata de Marie, capitán, sino de Hedwig. Si no hacemos nada para evitarlo, ella también acabará siendo víctima de esos brutos canallas. Lo que le oí decir a Waldkron me hace suponer lo peor. Hace un rato partió en una barca hacia Meersburg, y desde allí seguramente seguirá a caballo hasta Maurach, donde alquiló una casita. Antes de subirse a bordo le dio a su sirviente un rollo de pergamino en la mano. Estoy convencido de que Selmo tiene que sacar a Hedwig de la torre y llevarla con él. Si no la liberamos nosotros antes, el abad la tomará por la fuerza y, por todo lo que he podido oír, la someterá a maltratos y torturas.

Michel sonrió amargamente.

—¿Y qué quieres hacer? Yo no tengo el poder suficiente como para ordenar que Hedwig sea puesta en libertad.

Wilmar se tapó la cara con las manos.

—Entonces Hedwig correrá la misma suerte que su prima. Quiero decir: si es que sobrevive, después de los tratos a los que la someta Waldkron. Ella es tan dulce y tan frágil…

Michel lo tomó por los hombros y lo hizo ponerse de pie.

—Ahora no te des por vencido y deja de lamentarte. Antes de que el abad Hugo le ponga las manos encima a Hedwig, me interpondré con el filo de mi arma, eso te lo juro.

Por un instante, Michel consideró la posibilidad de ir a casa de Marie y contarle todo el asunto. Tal vez si se enteraba de que él quería ayudar a sus parientes, eso la predispondría mejor hacia él. Pero era más probable que lo tomara por un fanfarrón y le cerrara la puerta en las narices. No, primero tenía que rescatar a Hedwig. Si lo hacía, podría obtener a cambio la gratitud de Marie y llegar por fin hasta ella. Michel le pidió a Wilmar que volviese a contarle con todo lujo de detalles todo lo que había ocurrido en la casa de maese Mombert y lo que había observado en el puerto.

Capítulo XIV

La noche había caído como un manto oscuro sobre la ciudad cuando Michel y Wilmar se dirigieron hacia la torre Ziegelturm desde la iglesia de St. Johann. Las puertas de la ciudad habían sido cerradas hacía rato, y en tiempos normales habría sido imposible llevarse a una muchacha de Constanza de contrabando. Pero debido al concilio, los vigías de la torres dejaban salir gente cada cierto tiempo.

Si bien Michel seguía inclinado a pensar que Wilmar había acusado al abad por celos, tampoco podía rechazar de plano la posibilidad de que el joven oficial artesano hubiese dado en el blanco con sus conjeturas. En todo caso, era muy poco probable que el abad mandara ejecutar su secuestro en pleno día y a la vista de decenas de testigos, por eso mantuvo a Wilmar en la taberna hasta la caída del sol y sólo partió con él cuando las calles comenzaron a vaciarse. Al ver a un hombre envuelto en una capa blanca con capucha dirigiéndose hacia la torre Ziegelturm, todas las dudas de Michel se disiparon, sobre todo cuando Wilmar le susurró que se trataba de Selmo.

El hombre tenía una linterna sorda cuya luz se proyectaba delante de él, sobre el empedrado, y llevaba otra capa más en el brazo. Se dirigió muy decidido a la puerta de la torre y la golpeó. Transcurrieron unos instantes hasta que se abrió una mirilla a la altura de los ojos.

—¿Quién es? —preguntó alguien groseramente.

—En nombre del Consejo de la Ciudad de Constanza, abre la puerta.

Selmo sostuvo el pergamino que le había dado el abad Hugo delante de la mirilla de modo que el guardia pudiese reconocer el sello. Oyó satisfecho cómo se descorría el pasador y entró en cuanto se abrió la puerta.

—Vengo a buscar a la prisionera Hedwig —declaró con tono severo.

El guardián, confundido, se rascó el cráneo calvo.

—¿A esta hora de la noche?

Selmo utilizó un tono de voz muy altanero para infundirle temor al hombre.

—Son órdenes.

—Está bien. Iré a traerla.

El guardián se alejó arrastrando los pies y regresó poco después con Hedwig. El rostro de la muchacha estaba hinchado y húmedo por el llanto, pero de pronto asomó una ligera esperanza en él.

—¿Me liberarán? —le preguntó a Selmo.

Selmo le dirigió una sonrisa bondadosa que había aprendido a esbozar observando a su señor.

—Eso se decidirá ahora en el lugar al que te llevaré.

La niña lo tomó como una confirmación, y se apresuró a preguntar qué sucedería con sus padres, como si se avergonzara de haber pensado primero en ella.

—Eso depende de ti. Si eres razonable, te portas bien y haces todo lo que te dicen, liberarán a tu madre muy pronto y serán clementes con tu padre. Tú puedes colaborar para que el juez se convenza de su inocencia.

Hedwig juntó las manos y prometió ser obediente y hacer todo lo que estuviese en su poder para ayudar a sus padres. Selmo se obligó a contener una mueca divertida y mantuvo su gesto ceremonioso. Su señor estaría satisfecho, ya que gracias a su ayuda obtendría una amante solícita. Pero como las mujeres eran impredecibles y no quería arriesgarse, extrajo de su bolsillo la botella con el jugo de amapola, vertió su contenido en el vaso del vigía, que estaba sobre la mesa del puesto de vigilancia, y se lo extendió a Hedwig.

—Bebe esto, te hará bien.

Hedwig contempló con repugnancia la suciedad del vaso.

—¿Qué es?

—Es medicina. Impide que enfermes a causa de la mugre que hay aquí abajo, en la torre. Si eres obediente y la bebes, me encargaré de que se la den a tu padre y a tu madre también.

Hedwig asintió, solícita, y vació el contenido del vaso hasta la última gota, a pesar de que aquel líquido amargo la hacía estremecerse. Selmo volvió a guardar la botella vacía y le puso el otro manto con capucha sobre los hombros.

—Déjanos salir —le ordenó al guardián.

Este cogió la llave con gesto gruñón, se arrastró hasta la puerta y la abrió de mala gana.

Cuando Selmo empujó a Hedwig a la calle, oyó cómo la puerta volvía a cerrarse tras sí, y entonces no pudo contener una carcajada moderada. El guardián no notaría que había entregado a la prisionera sin tener ninguna orden escrita sino hasta la mañana siguiente, a la hora del relevo.

Selmo rodeó los hombros de Hedwig y la atrajo hacia sí, como si quisiera evitar que tropezara con los agujeros del empedrado. Podía sentirla temblar a través de la tela gruesa de la capa, y tuvo que reprimir el deseo que lo invadía. Por ahora, solo podía soñar con lo que le haría a esa niña cuando su señor se hubiese hartado de ella. De pronto, un ruido detrás de él lo hizo sobresaltarse, pero antes de que atinase a volverse, algo le pegó en la cabeza y apagó sus sentidos.

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