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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (70 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Stella arrullaba y silbaba en su asiento de seguridad. Mitch la había cambiado unos minutos antes y normalmente hacía su representación durante un rato. Casi estaba acostumbrándose a sus sonidos musicales. Ya era capaz de emitir dos notas diferentes simultáneamente, dividiendo una de ellas, elevándola y bajándola; el efecto era asombrosamente similar a oír a dos mirlos discutir. Kaye miró por la ventana. La niña parecía estar en otro mundo, perdida en el placer de descubrir qué sonidos podía producir.

—En el super me miraban —dijo Kaye—. Me sentí como una leprosa. Peor, como una negra —dijo la palabra con los dientes apretados. Metió las bolsas en el asiento del pasajero y rebuscó en ella con una mano tensa—. Saqué dinero del cajero, compré comida y esto —dijo, y sacó botes de maquillaje, coloretes y polvos—. Para nuestras motas. No sé qué hacer con sus cantos.

Mitch se puso al volante.

—Vámonos —dijo Kaye—, antes de que alguien llame a la policía.

—La situación no es tan mala —dijo Mitch mientras arrancaba el coche.

—¿No? —gritó Kaye—. ¡Estamos marcados! Si nos encuentran, internarán a Stella, ¡por el amor de Dios! Nadie sabe lo que Augustine habrá planeado para nosotros, para todos los padres. ¡Piensa, Mitch!

Mitch guardó silencio y sacó el coche del aparcamiento.

—Lo lamento —dijo Kaye, perdiendo la voz—. Lo lamento, Mitch, pero tengo tanto miedo. Debemos pensar, debemos planear.

Las nubes les seguían, cielos grises y lluvia ligera sin interrupción. Por la noche atravesaron la frontera con California, entraron en un solitario camino de tierra y durmieron en el coche oyendo el tamborileo de la lluvia.

Por la mañana, Kaye le puso maquillaje a Mitch. Él le pintó con torpeza la cara y ella misma se retocó en el espejo.

—Hoy dormiremos en una habitación en un motel —dijo Mitch.

—¿Por qué arriesgarnos?

—Creo que tenemos muy buen aspecto —dijo él, sonriendo animado—. Ella necesita un baño y nosotros también. No somos animales y me niego a actuar como ellos.

Kaye lo meditó mientras acunaba a Stella.

—Vale —dijo.

—Iremos a Arizona y luego, si es necesario, iremos a México o más al sur. Encontraremos algún sitio donde podamos vivir mientras las cosas se calman.

—¿Cuándo será eso? —preguntó Kaye en voz baja.

Mitch no lo sabía, así que no respondió. Recorrió el camino de vuelta a la autopista. Las nubes empezaban a romperse y la brillante luz de la mañana cayó sobre los bosques y campos de hierba a ambos lados de la utopista.

—¡Sol! —dijo Stella y agitó el puño con placer.

Epílogo

Tucson, Arizona

TRES AÑOS DESPUÉS

Una niña regordeta de pelo castaño y corto, piel morena y rastros de maquillaje corrido por la cara se encontraba de pie en el callejón y miraba entre los dos garajes. Silbaba en voz baja para sí misma, combinando dos variaciones de un trío de Mozart para piano. Alguien que no prestase demasiada atención podría haberla tomado por uno más de la numerosa chiquillería latina que jugaba por las calles y los callejones.

A Stella nunca se le había permitido alejarse tanto de la pequeña casa que sus padres habían alquilado, a unos cien pasos. El mundo del callejón era nuevo. Olisqueó el aire; lo hacía siempre, y nunca encontraba lo que quería encontrar.

Pero escuchó las voces excitadas de los niños jugando y eso fue estímulo suficiente. Recorrió las baldosas rojas junto a la pared de estuco del garaje, empujó una puerta de metal y vio a tres niños jugando con una pelota de baloncesto medio inflada en un pequeño patio. Los niños dejaron de jugar y la miraron.

—¿Quién eres? —preguntó una niña de pelo oscuro, de unos siete u ocho años.

—Stella —respondió con claridad—. ¿Quién eres tú?

—Estamos jugando.

—¿Puedo jugar yo también?

—Tienes la cara sucia.

—Sale, mira. —Y Stella se limpió el maquillaje con la manga, dejando manchas color carne en el tejido—. Hace calor, ¿no?

Un niño de como diez años la miró con ojo crítico.

—Tienes puntos —dijo.

—Son pecas —respondió Stella. Su madre le había dicho que eso era lo que debía decir a la gente.

—Claro que puedes jugar —dijo la segunda niña, también de diez años. Era alta y tenía piernas muy delgadas—. ¿Cuántos años tienes?

—Tres.

—No hablas como una niña de tres años.

—También sé leer y silbar. Escuchad. —Silbó las dos tonadas simultáneamente, observando con interés su reacción.

—Dios —dijo el niño.

Stella se sintió orgullosa de haberlos maravillado. La muchacha alta y delgada le lanzó la pelota y Stella la atrapó con destreza y sonrió.

—Me encanta —dijo, y su rostro adoptó un encantador tono de beige pálido y dorado.

El muchacho la miró con la boca abierta y a continuación se sentó sobre la hierba seca del verano para ver cómo las tres niñas jugaban juntas. Un dulce olor a almizcle seguía a Stella allí donde corría.

Kaye buscó frenética por todas las habitaciones y armarios, dos veces, gritando el nombre de su hija. Se había quedado concentrada leyendo un artículo en una revista después de dejarla para que durmiese una siesta y no la había oído irse. Stella era inteligente y era muy poco probable que cruzase una carretera o se metiese en algún peligro evidente, pero se trataba de un vecindario pobre y todavía había muchos prejuicios contra los niños como ella, y miedo a las enfermedades que en ocasiones se producían después de los embarazos SHEVA.

Las enfermedades eran reales; repeticiones de antiguos retrovirus, en ocasiones fatales. Christopher Dicken lo había descubierto en México tres años antes, y casi le había costado la vida. El peligro pasaba a los pocos meses del nacimiento, pero Mark Augustine había tenido razón. La naturaleza siempre presentaba regalos de dos caras.

Si un agente de policía veía a Stella, o alguien informaba, podría haber problemas.

Kaye llamó a Mitch al concesionario Chevrolet donde trabajaba, a pocas millas de casa, y le dijo que volviese inmediatamente.

Aquellos niños nunca habían visto nada como aquella niñita. Estar cerca de ella les hacía sentirse amables y buenos. No sabían por qué y tampoco les importaba. Las chicas hablaban de ropas y cantantes, y Stella imitaba a algunos de los cantantes, especialmente a Salay Sammi, su favorito. Era una imitadora excelente.

El chico permanecía a un lado, frunciendo el ceño concentrado.

La niña más joven fue al lado a invitar a otros amigos, y éstos a su vez llamaron a otros, y pronto el patio se llenó de niños y niñas. Jugaban a las casitas, y los chicos a policías, y Stella ponía los efectos especiales y algo más, una sonrisa, una presencia, que simultáneamente les calmaba y les llenaba de energía. Algunos tuvieron que volver a casa y Stella dijo que estaría encantada de volver a verlos y olisqueó detrás de sus orejas. Cosa que les hizo reír y retroceder avergonzados, pero ninguno se enfadó.

Todos se sentían fascinados por las manchitas pardas y doradas de su cara.

Stella parecía completamente tranquila, feliz, pero nunca antes había estado con tantos niños.

Cuando dos niñas de nueve años, gemelas idénticas, le hicieron dos preguntas diferentes al mismo tiempo, Stella respondió a las dos, simultáneamente. Casi pudieron comprender lo que decía y se echaron a reír. Le preguntaron a aquella niña tan graciosa dónde había aprendido a hacerlo.

La expresión de preocupación del niño cambió a decisión. Sabía qué debía hacer.

Kaye y Mitch gritaron su nombre por las calles. No se atrevían a pedir ayuda a la policía; Arizona al final había cedido a la Situación de Emergencia y estaba enviando a los nuevos niños para su estudio y educación a Iowa.

Kaye estaba fuera de sí.

—Sólo fue un minuto, sólo...

—La encontraremos —dijo Mitch, pero su expresión le traicionaba.

Era una presencia incongruente recorriendo las calles polvorientas entre casas pequeñas vestido con un traje azul oscuro. Un viento caliente y seco eliminaba el sudor.

—Lo odio —dijo por millonésima vez. Se había convertido en un mantra habitual, parte de la amargura que sentía por dentro. Stella le hacía sentir completo; Kaye todavía podía darle algo de su vida anterior. Pero cuando estaba solo, la tensión lo llenaba hasta los topes, y en su cabeza se repetía una y otra vez que odiaba aquella situación.

Kaye le agarró el brazo y le repitió una vez más que lo sentía.

—No es culpa tuya —dijo, pero seguía furioso.

La niña delgada le mostró a Stella cómo se bailaba. Stella conocía mucha música de ballet; Prokofiev era su compositor favorito, y las composiciones más difíciles las emitía en un conjunto de sonidos aflautados, silbidos y cloqueos. Un niñito rubio, más joven que Stella, permanecía tan cerca de ella como podía, con los ojos castaños bien abiertos.

—¿A qué quieres jugar ahora? —preguntó la chica alta cuando se cansó de permanecer en pointé.

—Iré a buscar el Monopoly —dijo un niño de ocho años con las pecas más usuales.

—¿Podríamos jugar a othemo? —preguntó Stella.

Llevaban horas buscando. Kaye se detuvo un segundo en una zona de acera rota y prestó atención. El callejón tras su casa se abría a una calle lateral, y creyó oír niños jugando. Muchos niños.

Ella y Mitch se movieron despacio entre los garajes y verjas de madera, intentando encontrar la voz de Stella, o uno de sus muchos sonidos.

Mitch fue el primero en oír a su hija. Empujó la puerta metálica y entraron.

El patio estaba repleto de niños como pájaros en un comedero. Kaye apreció inmediatamente que Stella no era el centro de atención; simplemente estaba allí, a un lado, jugando a othemo con un mazo de cartas que emitían sonidos cuando las apretabas. Si los sonidos combinaban o formaban una melodía, el jugador se descartaba. El primer jugador en quedarse sin cartas ganaba. Era uno de los juegos favoritos de Stella.

Mitch permaneció detrás de Kaye. Al principio su hija no los vio. Charlaba feliz con las gemelas y otro niño.

—Iré yo —dijo Mitch.

—Espera —dijo Kaye.

Stella parecía tan feliz. Kaye estaba dispuesta a arriesgar unos minutos.

Stella levantó la vista, se puso en pie y dejó que las cartas musicales se le cayesen de las manos. Movió la cabeza en el aire y olisqueó.

Mitch vio a otro niño entrar en el patio por la puerta del frente. Tenía más o menos la edad de Stella. Kaye también lo vio y lo reconoció inmediatamente. Oyeron los gritos frenéticos en español de una mujer y Kaye supo quiénes eran, lo que implicaban.

—Tenemos que irnos —dijo Mitch.

—No —dijo Kaye, y lo retuvo con un brazo—. Sólo un momento. ¡Por favor, Mitch!

Stella y el niño se acercaron. Los otros niños fueron callándose uno a uno. Stella dio una vuelta alrededor del niño, con el rostro inexpresivo durante un momento. El niño gemía, el pecho elevándose y descendiendo como si hubiese estado corriendo. Se limpió la cara con la manga. Luego se inclinó para oler tras las orejas de Stella. Stella le olisqueó tras las orejas y se agarraron las manos.

—Soy Stella Nova —dijo Stella—. ¿De dónde eres tú?

El niño se limitó a sonreír y su rostro palpitó de una forma que Stella no había visto nunca. Su propio rostro respondió. Sintió el flujo de sangre hacia su piel y rió en voz alta, una risa aguda y placentera. El niño olía a tantas cosas... a su familia y a su hogar, a la comida que cocinaba su madre, a sus gatos, y Stella miró su rostro y comprendió un poco de lo que le decía. Aquel niño poseía tanta riqueza. Sus motas cambiaban de color alocadas, casi al azar. Stella vio cómo las pupilas del niño se llenaban de color. Le pasó los dedos por la mano, sintiendo la piel, el estremecimiento de la respuesta.

El muchacho hablaba simultáneamente en un inglés entrecortado y en español. Su boca se movía de una forma que Stella conocía bien, dando forma a los sonidos que pasaban a ambos lados de las crestas de su lengua.

Stella sabía bastante español e intentó contestar. El niño dio saltos de alegría; ¡la entendía! Para Stella hablar con la gente eran normalmente tan frustrante, pero esto era peor, porque de pronto comprendía lo que hablar podía llegar a ser.

En ese momento miró a un lado y vio a Kaye y Mitch.

Al mismo tiempo, Kaye vio a la mujer en la ventana de la cocina que llamaba por teléfono. La mujer no parecía muy contenta.

—Vámonos —dijo Mitch, y Kaye no se negó.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Stella desde su asiento de seguridad en la parte de atrás del Chevy Lumina que Mitch conducía hacia el sur.

—Quizás a México —dijo Kaye.

—Quiero ver más niños así —dijo Stella, haciendo un mohín.

Kaye cerró los ojos y vio a la aterrorizada madre del niño, apartándolo de Stella, dirigiendo una mirada de desprecio hacia Kaye; a la vez amando y odiando a su propio hijo. No había esperanza de reunirlos de nuevo. Y la mujer de la ventana, tan asustada que no había podido salir para hablar con ella.

—Lo harás —dijo Kaye—. Estuviste muy bien con ese niño.

—Lo sé —dijo Stella—. Era uno de los míos.

Kaye se inclinó para mirar al asiento trasero. Tenía los ojos secos, porque lo había estado considerando durante mucho tiempo, pero Mitch se secó los suyos con el dorso de la mano.

—¿Por qué hemos tenido que irnos? —preguntó Stella.

—Es cruel mantenerla apartada de ellos —le dijo Kaye a Mitch.

—¿Qué otra cosa podríamos hacer, enviarla a Iowa? Amo a mi hija y quiero ser su padre y tenerla en la familia. Una familia normal.

—Lo sé —dijo Kaye distante—. Lo sé.

—¿Hay muchos como ese niño, Kaye? —preguntó Stella.

—Como unos cien mil —dijo Kaye—. Ya te lo hemos dicho.

—Me encantaría hablar con todos ellos —dijo Stella.

—Probablemente podría hacerlo —le dijo Kaye a Mitch sonriendo.

—El niño me habló de su gato —dijo Stella—. Tiene dos gatitos. Y los otros niños me querían, Kaye, mamá, me querían de verdad.

—Lo sé —dijo Kaye—. También estuviste muy bien con ellos. —Kaye se sentía tan orgullosa, pero simultáneamente su corazón se apenaba por su hija.

—Vamos a Iowa, Mitch —sugirió Stella.

—Hoy no, conejito —dijo Mitch.

La autopista atravesaba el desierto hacia el sur.

—No se oyen sirenas —comentó Mitch.

—¿Lo hemos conseguido de nuevo, Mitch? —preguntó Stella.

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