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Authors: Fernando Vallejo

La puta de Babilonia (2 page)

Nihil novum sub sole dice el Eclesiastés, y sí pero no: siempre en todo hay una primera vez. Juan XIX sucedió a su hermano, Benedicto VIII; pero ya antes Pablo I había sucedido a su hermano Esteban III. El papa Hormisdas engendró al papa Silverio; pero ya antes el papa Anastasio I había engendrado al papa Inocencia I. Bonifacio VII estranguló a Benedicto VI y envenenó a Juan XIV; pero ya antes Sergio III había asesinado a su antecesor León V y al antipapa Cristóbal, y Pelagio I había matado al papa Vigilia por corrupto. Ahora bien, hablando con propiedad, un papa no puede matar a otro pues en el momento del crimen el homicida todavía no es papa. Hasta que el Espíritu Santo no dé su exequátur en un cónclave, no hay papa. O sea: no puede haber dos papas vivos. Uno sí, con su antipapa y hasta con dos antipapas; o ninguno durante los interregnos y mientras le eligen sucesor al muerto. Pero dos a la vez, no: repugna, teológicamente hablando. Así pues, por repugnancia teológica, es disparate hablar de papa papicida. Papa asesino y genocida ¡los que quieran! Pero papa papicida no.

A Juan VIII lo envenenaron y remataron a martillazos. Adulador y servil como pocos, este maestro del oportunismo coronó a Carlos el Calvo afirmando que Dios había decretado su elección como emperador desde "antes de la creación del mundo", y en pago obtuvo una considerable ampliación de los dominios papales; se prodigó en excomuniones tanto como nuestro Wojtyla en canonizaciones; fundó la primera marina real con barcos propulsados por remeros esclavos y mató a infinidad de sarracenos como "animales salvajes". Un pariente que aspiraba a sucederlo en el cargo lo envenenó y lo remató a martillazos: malleolo, dum usque in cerebro constabat, percusus est, expiravit (hasta que el martillo se le quedó clavado en el cerebro), según dicen los Annales Fudlenses con una elegante concisión digna de historiador romano.

A Adriano III, que había mandado azotar desnuda por las calles de Roma a una dama noble y que le había hecho sacar los ojos a un alto oficial del palacio Laterano, lo asesinaron: hoy es santo y su fiesta se celebra el 8 de julio. A Esteban VIlla encarcelaron y estrangularon. Este papa hijo de sacerdote fue el que hizo exhumar a su antecesor el papa Formoso, con nueve meses de muerto, para juzgarlo en el famoso "sínodo del cadáver", en que lo revistió de sus ornamentos pontificios, lo sentó en la silla de Pedro, lo juzgó por tres días y lo condenó por "ambición desmedida de papado": le arrancaron las vestiduras papales, lo vistieron con harapos, le cortaron tres dedos de la mano derecha para que se curara del vicio de bendecir, lo arrastraron por las calles entre risotadas y burlas, lo volvieron a enterrar (ahora en una cueva), lo volvieron a desenterrar, lo desnudaron, y así, desnudo, mutilado, vejado y putrefacto lo tiraron al Tíber.

A Esteban VII lo había precedido Bonifacio VI, un hijo de obispo que reinó doce días y murió de gota. Y lo sucedió el papa Romano, hermano del papa Marino I y ambos hijos de cura. A Romano, que reinó tres meses y murió en forma sospechosa, lo sucedió Teodoro II, que murió igual, a los veinte días de su pontificado; alcanzó a sacar del Tíber el cadáver de Formoso y a enterrarlo por tercera vez revestido de nuevo de sus galas pontificias. A Benedicto IV lo mataron en medio de una refriega entre partidarios y enemigos del difunto papa Formoso unos agentes de Berengar de Friuli, rey de Italia. Y a Juan X lo depusieron, lo encarcelaron en Castel Sant'Angelo y lo asfixiaron con un cojín por instigaciones de Marozia, la hija de Teodora la Vieja, que había sido su amante y la que lo elevó del obispado de Ravena al papado. Dos grandes méritos tiene este papa: hizo arzobispo de Reims a Huguito, un niño de 5 años hijo del conde Heriberto; y tuvo con Teodora la Vieja una hija, Teodora la joven, madre de Juan XIII. Aún no lo canonizan.

Esteban VIII murió desorejado y desnarigado por andar conspirando contra el todopoderoso señor de Roma Alberico II a quien le debía el puesto. A Benedicto V, que había deshonrado a una doncella y huido a Constantinopla con lo que no se alcanzó a llevar Juan XII del tesoro de San Pedro, a su regreso a Roma sin un quinto León VIII le desgarró las vestiduras, le arrancó las insignias papales y el báculo y tras hacerlo arrodillar le rompió la cabeza a baculazos. No murió, sin embargo, de los baculazos: un marido vejado lo cosió a puñaladas (más de cien) y luego lo arrastró por las calles y lo arrojó a un pozo. El bondadoso historiador de la Iglesia Gerber lo llamó "el más inicuo de todos los monstruos de la impiedad". ¡Qué va! ¡Tampoco fue para tanto!

Como su tocayo Juan X, Juan XIV murió en Castel Sant'Angelo, pero no asfixiado sino envenenado: el antipapa Bonifacio VII lo tumbó, lo apaleó, lo encerró y lo mandó envenenar, pero ni a aquél se le considera mártir ni a éste papa. Gregario V, papa a los 24 años por obra de su primo segundo el emperador Otón III, cegó y aligeró de orejas, nariz, lengua, labios y manos al antipapa Juan XVI (Juan Philagathós que fuera arzobispo de Piacenza), lo coronó con una ubre de vaca, lo paseó montado en un asno por Roma y lo encerró en un monasterio donde murió desconectado del mundo, si bien en este caso no hay papicidio propiamente dicho sino más bien un simple antipapa escarmentado. Sergio IV cayó asesinado junto con su protector Juan Crescencio durante una revuelta en Roma. A Clemente II lo envenenó con plomo Benedicto IX, nuestro papa-niño que, no bien creció, por amor a una prima y a cambio de los diezmos de Inglaterra había abdicado en favor de su padrastro Gregorio VI, a quien Clemente II sucedió. El sucesor de Clemente, Dámaso II, murió en Palestrina a los veintitrés días de pontificado, según unos de malaria, según otros envenenado por el mismo ex papa-niño. ¡Ah, qué me iba a imaginar yo que el laúd de mis amores iba a resultarme un papicida doble! Eso de "Dejad que los niños vengan a mí" es puro cuento. Los niños son corruptores de mayores y en cada uno de ellos hay un asesino en potencia. Destripan con sus piececitos a los grillos y les sacan los ojos a las ranas.

A Juan XXI, papa letrado que reinó ocho meses durante los cuales le dejó el manejo de los asuntos eclesiásticos y terrenales al cardenal Giovanni Gaetano para dedicarse él por entero a sus erudiciones, le cayó encima el techo del pequeño estudio que se había construido detrás del palacio Laterano y murió aplastado. Quién le tumbó el techo no se sabe. Si no fue el cardenal Gaetano, que lo sucedió con el nombre de Nicolás III, entonces fue el Espíritu Santo. Nicolás III, muy sabiamente, se mudó al palacio Vaticano, de techos menos inciertos. Urbano VI murió envenenado. A Pío III, sobrino de Pío II que lo nombró arzobispo de Siena a los 21 años, lo mató de gota el Espíritu Santo, a los diecisiete días de reinado. Otros tres papas malogrados, que también se llevó el Paráclito en sus pañales pontificios, son: Celestino IV, que reinó catorce días; León XI, sobrino de León X, que reinó veintiséis; y Adriano V, que reinó treinta y cinco.

De los doscientos sesenta y tres papas con que el Paráclito ha bendecido a la humanidad, la suertuda, diez duraron menos de treinta y tres días, que es lo que alcanzó a reinar nuestro reciente Albino Luciani, alias Juan Pablo I, y varios otros un par de meses. ¿No se les hace muy raro? ¿Serán los designios inescrutables de la traviesa paloma que a veces empantana un cónclave durante semanas, meses y aun años, para acabar llamando, celosa, a su elegido a los pocos días de coronado? Pero quien tiene el récord de los papas breves es Giovan Battista Castagna, alias Urbano VII, que no alcanzó a llegar ni a la coronación: saliendo del cónclave enfermó de malaria y en pocos días subió al Altísimo. Era sobrino del cardenal Verallo y tenía un currículum burocrático impresionante. Entre los muchos puestos eclesiásticos que ocupó figuran los de Consultor e Inquisidor General del Santo Oficio, con los que amasó una fortunita. El día mismo en que salió elegido sucesor de Pedro, la zanzara matapapas se le posó encima con sus patas largas y le aplicó su letal inyección de Plasmodíum de parte del Espíritu Santo. La fortunita la dejó para el cuidado de las niñas pobres. ¡Claro, como no se la podía llevar al cielo! Dicen que Albino Luciani murió del corazón. ¡Y les creo! Muerto está aquel a quien el corazón se le para.

Urbano VII no era sin embargo el primer papa inquisidor pues ya lo había sido Adrian Florensz Dedal, alias Adriano VI, uno de los sucesores en España de Torquemada. Ni sería el último. Sin ir más lejos, nuestro actual Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, también fue Inquisidor: de la Inquisición (hoy cantinflescamente llamada "Congregación para la Doctrina de la Fe") este Führer taimado dio el brinco al potro. Que la Iglesia no era "relativista" dijo en el sermón de la misa que ofició por el eterno descanso de Juan Pablo II. Dos días después, cónclave; tres días después, papa; cuatro días después, que siempre no, que todo es relativo, que todo depende de las épocas, los lugares y las circunstancias y que hay que juntar a la Iglesia Ortodoxa con la Romana, bajo un solo pastor, él, con un solo cayado, el suyo, que es el que mejor se para. Por lo demás, ¿qué papa no es un inquisidor? Todos están inquiriendo en la conciencia ajena, olisqueando, olfateando, espiando por los agujeros.

No hay papas buenos. Ni malos. Hay papas peores. Inocencios, Píos, Clementes, Benedictos, Bonifacios, Juanes, Pablos... Detrás de estos nombres bonachones o inocuos se ocultan monstruos: Inocencio III designa al monstruo Lotario da Segni; Inocencio IV al monstruo Sinibaldo Fieschi; Inocencio VIII al monstruo Giovanni Battista Cibó. Y así ...Yo nací bajo el pontificado de Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli, alias Pío XII, el gran alcahueta de Hitler, pero no lo conocí. A mi mamá le mandó un diploma firmado de su puño y letra y con su foto, que un vecino nos compró por veinte dólares en Vía della Concíllíazíone y con el cual le concedía indulgencia plenaria a la santa por los veinte hijos que alumbró, a razón de dólar por hijo y de hijo por año. El diploma acabó colgado de una pared de mi cuarto desde donde me vigilaba día y noche. "¿Qué me ves? —le increpaba— Que te estén cauterizando el culo en los Wojtyla infiernos, nazi puerco". Pero no. Está en el cielo entregado al dele y dele, al sube y baje con la monja Pascalina que se trajo a Roma de Alemania y a quien los italianos llamaban la papessa y Virgo potens.

Pero volviendo a los niños y al precepto evangélico para no dejar cabos sueltos, Julio III (Giovanni Maria del Ciocchi del Monte antes de convertirse en esposa del Señor) se levantó un mocito de 15 años en una calle de Parma, se lo llevó a Roma con su hermanito, al que hizo cardenal, y vivieron los tres felices celebrando unas misas de tres padres de puta madre. ¡Qué envidia! Después, hilando Cronos su rueca, el parmesanito fue a dar a la cárcel por criminal. ¡Doble envidia la que me da! En este desfile de papas putañeros, engendradores y polígamos en que se prodiga la historia de la Puta, un devoto del sexo fuerte es rara avis. Aunque ni tan rara, ¿eh? ¿De nuestro Pablo VI reciente no se decía pues que le gustaban le marchette? Esto es, los hermosos cuanto sucios prostitutos romanos que se venden por amor: por amor a su profesión en las tenebrosas noches del Coliseo en que la luna demente le saca brillos de ira al cuchillo. O mejor dicho se vendían, en mis tiempos, ya no. Cronos acaba con todo, hasta con el nido de la perra. Costaban soldi spiccioli, moneditas. La prostitución es hermosa, una obra de misericordia que se suma a las otras: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, redimir al cautivo, enterrar a los muertos, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al lo ha menester, consolar al afligido, corregir al que yerra, perdonar las injurias, sufrir con paciencia las flaquezas del prójimo y rogar a Dios por vivos y por muertos.

En una audiencia pública, para consternación de sus ayudantes pero para acallar de una vez por todas los infames rumores, Giovanni Battista Montini alias Pablo VI, el de la inspirada encíclica Humanae vitae, el gran precursor de Wojtyla en su cruzada de la paridera, alzó la voz y declaró que no era homosexual. Ah, ¿no? Y si no, ¿entonces qué? ¿Un necrofilico, un bestial, otro papa putañero?

Tras encaminar su ciempiés de ciegos rumbo a Cabaret el conde de Montfort se fue a saquear a Minerve donde, ahora sí, le hizo caso a Amalrico y quemó a ciento cuarenta albigenses. Y he aquí el comienzo de la quema de herejes que tan ocupados habría de mantener en los siglos venideros a los esbirros de Domingo de Guzmán. De Minerve el conde pasó a Lavaur donde quemó a cuatrocientos. Tal vez sean estas hazañas las que le valieron el elogio de "valeroso caballero cristiano" que le hizo el papa Inocencio durante el Cuarto Concilio Laterano. Ahora bien, si a Montfort le tocó condado, a Amalrico le tocó arzobispado: el de Warbona. Para mí que se merecía más, la silla pontificia no bien murió Inocencio. ¡Qué menos para quien fuera alma y nervio de la Cruzada albigense! Que es como se designó a esta campaña de exterminio, con cierta impropiedad en verdad pues cruzadas son las masacres de mahometanos a manos de cristianos, no de cristianos a manos de sus correligionarios. ¡Qué importa, de algún modo hay que llamar las cosas!

¿Y cómo juntó su inmenso ejército el legado papal? Gracias a las promesas de Inocencio a los que se sumaran a su cruzada: propiedad de las tierras conquistadas, dispensa del pago de intereses en las deudas, inmunidad ante las cortes civiles, absolución de todos los pecados y las mismas indulgencias prometidas a los cruzados de Tierra Santa. Y ahí va el futuro arzobispo de Warbona con su turbamulta de a pie y de a caballo contra esos herejes alebrestados que predicaban la humildad y la pobreza como Cristo, y que no se reproducían como Cristo.

En realidad el verdadero motivo de esa cruzada no era la herejía (al fin y al cabo herejes somos todos, hasta los más ortodoxos, pues la herejía de hoy bien puede ser la ortodoxia de mañana) sino la desobediencia al papa, el desacato. A Francisco de Asís, el más pobre entre los más pobres, Inocencia III lo conoció en persona y no lo mató. Pero es que el sumiso Francisco había llegado ante él en son de obediencia, lamiendo pisos; en cambio los albigenses se dieron a discrepar, a refunfuñar, a perorar contra las riquezas y la corrupción del clero. Al papa lo llamaban "el Anticristo" y a su Iglesia "la puta de Babilonia", según la expresión de ese libro alucinado y marihuana que escribió San Juan en la isla en Patmos a los 100 años, el Apocalipsis: "Ven y te mostraré el castigo de la gran ramera con quien han fornicado los reyes de este mundo. La mujer estaba vestida de púrpura y escarlata; resplandecía de oro, de piedras preciosas y perlas; y tenía en la mano una copa de oro llena de las inmundicias de su fornicación, y escrito en la frente su nombre en forma cifrada: Babilonia la grande, la madre de las meretrices y abominaciones de la tierra (Apocalipsis 17:1-5).

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