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Authors: Agatha Christie

La puerta del destino (15 page)

BOOK: La puerta del destino
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—Le escucho.

—Quiero que sepa una cosa acerca de Mary Jordan. Bien. Voy a decirle algo que, como he indicado, puede reforzar su punto de vista. Mary Jordan era... Bueno, puede ser considerada una espía. Pero no era una espía alemana. No era una espía del enemigo. Escuche esto, amigo mío...

El señor Robinson bajó la voz para añadir, inclinándose sobre su mesa de despacho:


Mary Jordan era uno de nuestros agentes
.

LIBRO III
Capítulo I
-
Mary Jordan

—Pero... eso lo altera todo —dijo Tuppence.

—Si —respondióTommy—. Me produjo... me produjo una gran impresión.

—¿Por qué te lo dijo?

—No lo sé. Pensé que... Encontré dos o tres razones...

—¿Cómo es él, Tommy? No me has indicado nada sobre su aspecto.

—Es un hombre grande, fornido, de aspecto corriente. Pero al mismo tiempo hay en su persona cierto aire especial, que lo distingue. Es... Bueno, es lo que mi amigo me dijo: se mueve constantemente por las altas esferas.

—Yo me pregunto: ¿por qué? ¿Por qué se condujo así, Tommy? Seguramente, te reveló algo que él verdaderamente hubiera preferido silenciar.

—Todo fue hace mucho tiempo —manifestó Tommy—. Todo quedó atrás, ¿comprendes? Supongo que nada de aquello cuenta hoy ya. Fíjate, por ejemplo, en las cosas que cada día nos son reveladas ahora. Salen de los armarios. Nadie silencia ciertos datos ya. Se cuenta al público lo que realmente sucedió en determinadas circunstancias. Se da a conocer lo que una persona escribió, lo que otra dijo; se explica el motivo de una riña, la forma en que fue silenciado un detalle, por el hecho de basarse en algo que nadie conoció...

—Haces que me sienta terriblemente confusa cuando te expresas así, Tommy. Todo, además, se convierte para mí en un completo error de esta manera...

—¿Qué quieres decir, Tuppence?

—Me refiero al modo con que hemos estado considerando el asunto... Me explicaré mejor. ¿Qué era lo que deseaba darte a entender?

—Adelante, Tuppence.

—Bien. A lo que iba... Todo es erróneo. Vamos a ver... Nosotros encontramos lo que tú sabes en
La Flecha Negra
y todo estaba claro. Alguien había escrito un mensaje en el libro, probablemente el chico llamado Alexander... Nos decía en aquél que alguien, «uno de nosotros» (esto es, uno de ellos), una persona de la familia, o, simplemente de las que estaban en la casa se las había arreglado para causar la muerte de Mary Jordan... Ignorábamos quién había sido Mary Jordan, lo cual incrementaba nuestro desconcierto.

—Es lógico.

—El desconcierto ha venido siendo mayor en mí que en ti. Yo no he averiguado nada realmente sobre ella. Sólo...

—Sólo que se te figuró una espía alemana, ¿no?

—Así la catalogué. Y di esto por cierto. Pero ahora...

—Ahora —manifestó Tommy— sabemos que no era verdad. Resultó ser precisamente todo lo contrario de una espía alemana.

—Era una espía inglesa.

—Ella debió formar parte de la organización de espionaje inglesa o del servicio de seguridad, como quiera llamársele. Y se presentó aquí con la misión de averiguar algo, referido a... ¿Cómo se llamaba? Me gustaría tener mejor memoria para los nombres. Estoy pensando en el oficial de la Armada o del Ejército, el que vendió el secreto del submarino o lo que fuera. Sí. Supongo que aquí se congregaron unos cuantos agentes alemanes, quienes andaban muy ocupados con sus proyectos.

—Así sería, efectivamente.

—Y ella fue enviada a este lugar por si podía descubrir lo que se tramaba.

—Ya.

—En consecuencia, «uno de nosotros» no tiene el significado que nosotros atribuimos a la expresión al principio. «Uno de nosotros» quiere decir... Bien. Quizás alguien de este vecindario. Y también una persona que tenía algo que ver con la casa, o que se encontraba en la misma con un motivo especial. Mary Jordan no falleció de muerte natural: alguien supo qué era lo que llevaba entre manos. Y Alexander lo descubrió todo.

—Quizá fingiera que trabajaba para Alemania —apuntó Tuppence—. Se esforzaría por trabar amistad con el comandante... como se llamara.

—Llámale comandante X si no eres capaz de recordar su nombre —propuso Tommy.

—De acuerdo. El comandante X... Mary se estaba haciendo amiga suya.

—Hubo también un agente enemigo que vivió no lejos de aquí —informó Tommy—. Era el jefe de una gran organización. Habitaba cerca del muelle, me parece, en una casa aislada. Redactaba folletos propagandísticos, proclamando que nuestro futuro se hallaba junto a Alemania, en nuestra unión con ella, y otras cosas semejantes.

—Todo está muy confuso —se quejó Tuppence—. Estas cosas, en las que figuran por medio planos y documentos secretos, en las que hay complots y espionaje, siempre resultan desconcertantes. Probablemente, nosotros hemos estado concentrando la atención en los sitios menos indicados.

—Yo no pienso igual.

—¿Por qué?

—Si Mary Jordan estaba aquí con el fin de descubrir algo extraño, es posible que lo consiguiera. Entonces, cuando el comandante X, u otras personas (porque debía de andar metida en esto más gente), supieran que ella se había enterado...

—Ya me estás liando de nuevo, Tommy. Procura expresarte con más claridad... Sigue.

—Bien. Al enterarse de que ella había descubierto un puñado de cosas, decidirían...

—Obligarla a guardar silencio. ¿Cómo? Matándola, naturalmente. Y antes de que tuviera tiempo de dar cuenta de sus hallazgos a quienes la mandaran aquí.

—Tiene que haber algo más —afirmó Tommy—. Quizá se hubiera hecho de alguna información de importancia, de documentos, de cartas enviadas a Dios sabe quién.

—Si. Ya te entiendo. Tenemos que enfocar nuestras investigaciones sobre personas de muy diversa condición. Pero si ella era una de las destinadas a morir a consecuencia de una confusión con las verduras, no acierto a comprender por qué Alexander dejó escrito, a su manera, aquello de «uno de nosotros». Evidentemente, no fue el autor del crimen un miembro de su familia.

—No tuvo que ser necesariamente una persona de la casa. Es muy fácil mezclar unas verduras de aspecto semejante e introducirlas en la cocina. Es posible que la combinación no resultara mortal. La gente que se sentara a la mesa en tal ocasión se sentiría indispuesta. El médico que acudiera en su auxilio haría analizar los alimentos, descubriendo entonces que alguien había cometido un error con las verduras. Seguramente, no pensaría que alguien había actuado así adrede.

—Pero es que en tal caso todos los comensales habrían fallecido —objetó Tuppence—. O bien todos se habrían sentido trastornados, sin fallecer ninguno.

—No necesariamente —contestó Tommy—. Supongamos que el que fuera, deseaba matar a una persona, a Mary J. El primer paso consiste en administrar a la futura víctima una dosis de veneno, en el cóctel, antes de la comida o cena, o en el café, tras haberse levantado de la mesa. Sustancia a utilizar: la digitalina o el acónito...

—El acónito procede de la planta llamada cogulla de fraile —puntualizó Tuppence.

—No me seas erudita ahora —dijo Tommy—. El caso es que cada comensal se hace con una dosis suave por obra de lo que es claramente un error. Por tanto, todos se sienten ligeramente indispuestos... Pero sólo una de aquellas personas fallece. ¿No lo comprendes? Todos los días se dan equivocaciones como la que hemos citado. La gente confunde las setas venenosas con las que no lo son; los chicos se llevan a la boca bayas de la planta de belladona porque parecen simples frutos. Un error de éstos y los afectados se sienten enfermos. Pero no fallecen, habitualmente. Y cuando muere uno de ellos, los otros le suponen particularmente alérgico a la sustancia ingerida, con las graves consecuencias derivadas de eso. Nadie puede sospechar nada raro así...

—Ella se pondría enferma como los demás. Luego, la dosis «de liquidación» sería vertida en su té a la mañana siguiente —sugirió Tuppence.

—Esa cabeza tuya, querida, alberga muchas ideas.

—En lo referente a ese extremo, sí, pero, ¿y con respecto a las otras cosas? ¿Quién fue el autor del crimen? ¿Con qué lo cometió concretamente? ¿Por qué? ¿Quién fue el «uno de nosotros» (
uno de ellos
sería mejor que dijéramos ahora) que dispuso de la oportunidad indispensable? ¿Alguien que pasaba unos días aquí? ¿Los amigos de otra gente, quizá? Pudo presentarse alguien portador de una carta de un amigo, probablemente falsificada, que rezara, por ejemplo: «Les ruego que atiendan a mi amigo (o amiga), el señor (o la señora) Wilson (u otro apellido cualquiera), quien desea admirar su jardín». Cabe también otro pretexto cualquiera... Todo eso resulta sumamente fácil.

—Sí, desde luego.

—En este caso —indicó Tuppence—, tiene que haber
algo
todavía en la casa que explique lo que me pasó ayer y hoy...

—¿Qué te pasó ayer, Tuppence?

—Cuando bajaba la cuesta cercana con el pequeño carricoche y su caballo que tú conoces, el otro día, se me salieron las ruedas, sufriendo una aparatosa caída, dando contra el árbol que hay al final de la pendiente. Estuve muy a punto... Bien. Pude haber sufrido un grave accidente. El estúpido de Isaac podía haber hecho un repaso a fondo de ese viejo juguete. Me ha asegurado que lo hizo. Afirma que el mismo se hallaba en excelentes condiciones antes de pasar a mis manos.

—¿Si?

—Después me dijo que, a su juicio, alguien debe de haber tocado algunas de sus piezas esenciales, de suerte que las ruedas pudieran salirse de los ejes en determinado momento...

—Tuppence: ¿te das cuenta de que ya nos han pasado aquí dos o tres cosas raras? En la biblioteca estuve a punto de recibir un serio golpe en la cabeza.

—¿Quieres decir que debe de haber alguien que pretende desembarazarse de nosotros? Pero es que eso significaría...

—Significaría —manifestó Tommy— que tiene que haber algo todavía aquí, en la casa.

Tommy miró a Tuppence y Tuppence miró a Tommy. Había llegado el momento de hacer ciertas consideraciones. Tuppence abrió la boca hasta tres veces, absteniéndose de hablar y frunciendo el ceño. Reflexionaba. Fue Tommy quién rompió el silencio.

—¿Qué dijo acerca de «Truelove» ese hombre? ¿Qué era lo que él pensaba? Me estoy refiriendo al viejo Isaac.

—Dijo que de todos modos era de esperar lo sucedido, que ese antiguo juguete no se hallaba ya en buenas condiciones.

—Pero también sugirió la idea de que alguien había estado manoseándolo...

—Cierto —contestó Tuppence—. Todo ha podido ser obra de alguno de esos jóvenes gamberros, de los que no faltan en ninguna parte. No es que yo los haya visto... Éste de ahora adoptaría todo género de precauciones para no verse sorprendido. Esperaría a que yo me ausentara, seguramente. Pregunté a Isaac también si él apreciaba alguna probable malicia en el acto.

—¿Y qué te contestó?

—No supo qué decirme, realmente.

—Pudo haber habido malicia en eso, desde luego —declaró Tommy, pensativo—. Por desgracia, hay mucha gente así.

—¿De veras crees que el autor de la fechoría perseguía un mal fin, Tommy? Esto no tiene sentido.

—Existen muchas cosas en la vida carentes de sentido a primera vista, Tuppence. Hay que estudiar luego el cómo y porqué de ellas para desembocar en una conclusión.

No logro ver el porqué...

Puedo formular una suposición, para dar, quizá, con la causa más probable.

—¿Qué causa es la que estimas más probable?

—Tal vez exista alguien deseoso de que nos vayamos de aquí.

—¿Por qué? Si hubiese alguien que tuviera interés por quedarse con la casa lo más lógico es que nos hiciera una oferta.

—Sí, claro.

—Veamos... Que nosotros sepamos, nadie se interesó por la casa cuando nos empeñamos en comprarla. El precio era bajo, constituyendo su único atractivo, quizás. El hecho de hallarse bastante descuidada, necesitando por ello una serie de reparaciones, desanimaría a otros probables compradores...

—Suponiendo la existencia de una persona o varias, deseosas de que nos vayamos de aquí, hay que creer que ellas se han sentido molestas por tu curiosidad, por tu afán de hacer preguntas, por tu empeño en copiar ciertas cosas de unos libros... —señaló Tommy, reflexivo.

—Me estás sugiriendo que yo estoy removiendo cosas que alguien quiere que se dejen quietas, ¿no?

—Algo por el estilo, Tuppence. Si a nosotros, de pronto, se nos ocurriera irnos de aquí, tras haber puesto la casa en venta, todo marcharía perfectamente. Ellos se darían por satisfechos con eso. No creo que ellos...

—¿A quién aludes al decir «ellos»?

—No tengo la menor idea, Tuppence. Hemos de procurar dar con «ellos» más adelante. Por ahora no hay más que eso. Estamos «ellos» y «nosotros». Hemos de mantenerlos aparte en nuestras mentes.

—¿Qué me dices de Isaac?

—¿Qué quieres que te diga acerca de Isaac?

—No sé. Me he preguntado si andaría mezclado en este asunto.

—Es un viejo, lleva mucho tiempo aquí y sabe unas cuantas cosas, muy pocas. ¿Tú lo crees capaz de hacer algo raro con las ruedas de «Truelove» si alguien le pusiera en las manos un billete de cinco libras, por ejemplo?

—No creo. Es un hombre poco despierto.

—No necesita ser muy despierto para eso —dijo Tommy—. La operación se reduce a aflojar unos tornillos y a quebrar alguna tabla. Esto es suficiente para conseguir que te rompas la cabeza en una de esas acrobacias tuyas, querida.

—Me parece que tu idea es un verdadero desatino.

—Bueno, tú también has estado imaginándote cosas que merecen el mismo calificativo.

—Sí, pero encajan en el caso —arguyó Tuppence—, se acomodaban a lo que yo he oído contar.

—Bien. De las indagaciones que llevo efectuadas se deduce que no hemos estado avanzando en la dirección más conveniente.

—No haces más que confirmar lo que yo acabo de decir. Uno de nuestros supuestos ha quedado al revés. Sabemos ya que Mary Jordan no era un agente enemigo. Todo lo contrario: era una espía británica. Estaba aquí con un fin. Tal vez cumpliera con la misión que le fue encomendada.

—Había venido a esta casa para descubrir algo —dijo Tommy.

—Lo cual tendría relación con el comandante X... Tienes que averiguar su nombre. Resulta decepcionante vernos obligados a llamarle así a cada paso.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero ya sabes que estas cosas no son fáciles.

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