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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (13 page)

—Hicisteis bien. El
San Carlos
, al ir a salir del puerto, se hundió y perecieron todos los tripulantes y pasajeros. Casi seis meses después se encontraron dos cadáveres muy desfigurados. Vestían vuestras ropas y todos dijeron que erais vosotros. Se os dio por muertos y yo hice que os enterrasen aquí.

—¿Es por eso por lo que no enviaste dinero a Méjico?

—Claro. Y como no recibí noticias vuestras…

—No nos atrevimos a comprometerte. Luego, al pasar los años y no saber nada de ti, creí que… creí que no eras el buen amigo que yo había imaginado. Después de casarnos en Méjico organizamos un poco nuestra vida y fuimos saliendo adelante. Cuando hubo pasado el tiempo suficiente para que no se nos pudiese acusar de nada, decidimos volver. Y en seguida supe que La Mariposa estaba en tus manos y que la habías convertido en tu mejor finca.

—En la tuya, Anselmo —sonrió César. Todos los beneficios que me produjo fueron invertidos en mejorarla. Estoy dispuesto a vendértela por el mismo precio en que te la compré.

—¿Te entregó
El Coyote
aquel recibo?

—Sí.

—Quisiera premiar de alguna manera la ayuda desinteresada que entonces nos prestó.

—No creo que
El Coyote
necesite premios.

—¿Y no sabes quién es?

—No. En todo este tiempo nadie ha podido saberlo.

—Aquélla debió de ser su primera aventura, ¿no?

—Sí, creo que sí.

—¿Nos reconoció usted al vernos? —preguntó Antonia.

—Sí; pero creí que se trataba de un parecido muy grande y temí que intentaran engañarme. Les daba por muertos, y al verlos resucitados… dudé. La historia de su muerte era conocida en Los Ángeles. Podían ser unos aventureros dispuestos a hacerse con una finca que ahora vale una fortuna. Por ello no demostré que los conocía…

—Y nosotros creíamos que no querías conocernos —rió Salinas—. Sentí un desengaño.

—Por eso te dije que vinierais a este árbol. Si eras Anselmo Salinas debías encontrarlo en seguida. Si no lo eras… ¿Comprendes?

—Ahora, sí. Lo que no comprendo es que
El Coyote
me escribió un mensaje, diciéndome que fuéramos a tu casa y que luego nos hablaría…

—Aquí estoy —dijo una voz, detrás de Salinas, César y Antonia. Y un enmascarado surgió de entre los árboles.

—¡
El Coyote
! —exclamó Salinas, yendo hacia él.

El enmascarado lo contuvo con un ademán…

—No —dijo—. No es necesario. Ya todo se arregló, y mi intervención no ha sido precisa. Quería que el señor Echagüe les reconociera. Ya lo ha hecho y sé que cumplirá su palabra. Adiós.

Y saludando con una inclinación de cabeza,
El Coyote
desapareció por entre los árboles.

Siguiéndole con la mirada, Salinas comentó:

—Casi hasta ahora había creído que
El Coyote
y tú erais la misma persona.

—Estás muy equivocado —rió César—. Yo continúo siendo un hombre muy tranquilo y nada violento.

—Pero antes manejabas el revólver como un brujo.

—Pero eso era hace veintitrés años. Bien, os dejo aquí, porque supongo que tendréis ganas de visitar vuestra hacienda. ¿Pensáis conservar vuestros nombres actuales o los antiguos?

—Dejaremos que Anselmo Salinas y Antonia Gonzaga reposen en estas tumbas —replicó Salinas—. Continuaremos siendo, como en Méjico, Adolfo Segura y Antonia González de Segura. Así nadie nos molestará.

—Como queráis. Haré extender hoy mismo el contrato de venta. Adiós.

César se alejó por entre los árboles. Adela le siguió con la mirada y murmuró:

—¡Qué ingenuo es!

—¿Qué dices? —preguntó su marido.

—¡Eh! Oh, nada. Decía que es una bella persona.

Y Adela González sonrió, porque desde hacía muchos años —aunque hacía poco hubiera sentido ciertas dudas— ella había sabido quién era, en realidad,
El Coyote
, pero comprendía que lo menos que podía hacer por el hombre que le había conservado la existencia de su marido era callar la verdad que sus ojos de mujer descubrieron desde la noche en que
El Coyote
los ayudó a huir.

—Es muy bueno —suspiró Salinas.

—Que Dios le bendiga y le dé toda la dicha que merece —deseó la mujer.

—No ha sido afortunado —replicó Salinas—. Se casó con Leonor; pero su felicidad duró poco.

—Si no fuera tan ciego sabría que en su hogar tiene otra felicidad.

—¿Su hijo?

—No. No es su hijo. Es otra mujer que le está demostrando a gritos que le adora, y él, por lo visto, no sabe oír esas voces tan claras.

****

Dejándose caer en su sillón, César murmuró:

—Ya todo se ha resuelto.

Guadalupe inquirió, curiosa:

—¿Le reconocieron?

—Temo que Antonia sí. Me miró de una manera…

—Es una mujer muy sagaz —dijo Guadalupe—. Anoche me observaba con tanta fijeza que tuve miedo de…

—¿De qué?

—De que hubiera descubierto mi secreto.

—¿Tu secreto? —César se echó a reír—. ¿Es que acaso tú tienes secretos?

—Todos los tenemos.

—Debes de tenerlos muy encerrados cuando no he sabido descubrirlos —comentó César.

Guadalupe no contestó. En el vestíbulo del rancho se oyó la voz del pequeño César, y volviéndose hacia allí la mujer dijo:

—Su hijo acaba de llegar. Debe de venir completamente destrozado. Voy a mirar de lavarlo un poco.

César siguió con la vista a Guadalupe. Cuando dejó de verla rascóse la cabeza comentando en voz alta:

—Cada día la entiendo menos.

Luego, su expresión se suavizó. Su pensamiento volvía a Salinas y a su esposa, a muchos años antes, cuando
El Coyote
riñó su primera batalla. Entonces Guadalupe ya estaba a su lado; pero era una chiquilla que apenas levantaba cuatro palmos del suelo. Y sin embargo, ya entonces, siempre que le miraba, parecía estarlo adorando.

PRIMERA PARTE
Capítulo I: Que en realidad es el prólogo de una vieja historia

Ninguna señora que se preciase de serlo debiera haber entrado en Petit París, el local más depravado de San Francisco. ¡Qué ya es decir! Quizá por eso ninguna dama de las que visitaban la ciudad dejaba de sentir una curiosidad irresistible por Petit París, por lo que ocurría en torno a las mesas que llenaban la platea. Y eso que por aquel suelo había corrido en más de una ocasión la sangre, unas veces de hombre, otras de mujer. Crímenes pasionales, riñas entre rivales amorosos, homicidios producidos por una bala perdida… En Petit París tenía lugar lo peor de lo mucho malo que sucedía en el barrio de la Barbary Coast.

Y, sin embargo, eran infinitas las señoras que deseaban ir a echar una miradita al establecimiento.

Guadalupe Martínez no fue una excepción. Ella no había estado nunca en un local semejante. Deseaba verlo y comprobar si era tal como se lo habían descrito. Por eso César de Echagüe había accedido a llevarla.

El espectáculo resultaba agradable. A Guadalupe no le disgustaba, por lo menos; en cambio, don César parecía estar como sobre ascuas, temiendo que, de un momento a otro, Lupita descubriese el significado de ciertas cosas.

En el escenario comenzó a bailarse la última danza de París. Era bastante bonito ver aquel coro de muchachas mover las piernas con perfecto ritmo. De pronto, la estrella, que vestía un traje idéntico al que llevaban las otras chicas, exceptuando que el suyo era blanco y los de ellas negros, entonó una canción. ¡Y qué canción! La música era pegadiza y alegre, más la letra hizo ruborizar a Lupe.

—Tenía usted razón —le dijo con voz baja a César—. Vámonos. No sé cómo dejan decir estas cosas.

Pero César se mostró un poco rudo.

—No —dijo—. Siéntate.

—¿No quería que nos marchásemos?

—No.

Don César respiraba con dificultad. Sus puños se habían cerrado y su rostro, que por regla general sólo demostraba indiferencia o escepticismo, expresaba ahora un intenso odio. Lupe supuso que no iría dirigido a la actriz que por sus lindos labios dejaba escapar tantas palabras horribles, coreadas, casi con rugidos, por los ocupantes de la platea.

—No me gusta estar aquí —musitó—. Quisiera esconderme. ¿Qué van a creer de mí los que me vean oyendo eso?

Con un esfuerzo, don César se volvió hacia la mujer y dijo:

—Debemos quedarnos, Lupita. Luego te explicaré.

Respiró mejor y se fue serenando. La sonrisa volvió a sus labios; pero no a sus ojos, que seguían expresando odio. Lupe intentó seguir aquella mirada; pero la perdió entre los grupos de hombres que junto al escenario agitaban sus sombreros en honor de la actriz.

—¿Ha visto a alguien? —preguntó.

—Sí.

—¿A quién?

—Tú ya le habrás olvidado; yo, no. Prometí matarle y… ¡Por Dios que no sé cómo no lo hago ahora mismo!

—No sea loco —suplicó Lupe, apretándole el brazo.

—No tengas miedo. No le mataré ahora; pero sí mañana.

—¿Quién es y por qué motivo le odia usted así?

—Fue hace años, cuando murió mi padre. ¿Te acuerdas de Heriberto Artigas?

—¿El héroe de California?

—El mismo. Ahí le tienes. Como uno más de esos juerguistas.

—¿Cuál es?

—Ha cambiado mucho desde que le viste por última vez. Tiene ya cabellos blancos. Mira; aquel que va de gris.

La mirada de Guadalupe buscó entre el grupo que indicaba César al hombre que éste le había descrito. Había unos cuantos de cabellos canosos. Pero sólo uno vestía traje gris. Era alto, recio, con aspecto de quien goza de todos los placeres de la vida.

—No se parece… —musitó Lupe.

—Es él. Estoy seguro.

—Pero Artigas fue un patriota y, por serlo, se colocó fuera de la ley. Se fue del país. Debe de estar equivocado.

Don César de Echagüe no estaba equivocado. Aquel hombre era Heriberto Artigas.

—¡Y habrá vivido en San Francisco durante estos años sin que lo adivinara!

—Pero… ¿Qué motivos de enemistad tiene contra él? Su padre le admiraba. Estuvo a punto…

—¡Calla! —casi gritó don César—. ¡Pobre papá! Creo que ésa fue la causa de su muerte. Una deuda más que tenemos pendiente el señor Artigas y yo. Pero eso sería lo de menos. ¿Te acuerdas de Luis Martos? ¿Y de Esther García?

—Claro que me acuerdo. Lo que les sucedió fue horrible.

—Sí, horrible —musitó don César—. Parece que todo ocurrió ayer y… ¡tanto tiempo! Ya había perdido la esperanza. Creí que la Muerte se me había anticipado. Y ahora, un capricho tuyo, casi infantil, ha traído la solución.

—Pero, en realidad, ¿qué pasó? Yo entonces no comprendí casi nada.

Pensó que en la época a que se remontaban aquellos hechos ella era una simple doncella de confianza del matrimonio Echagüe–Acevedo, que se había celebrado seis meses antes. En la casa aún dictaba las órdenes el viejo don César. El mayordomo era Julián Martínez, su propio padre. Leonor, la nueva señora, se mostraba amable con todos y locamente enamorada de su esposo. Ella sabía la verdad. En el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles había poca ley; pero aún estaban en mayoría los viejos californianos. Todo el mundo se conocía y se saludaba en la plaza al salir de la iglesia o al pasear cerca del quiosco de la música. La bandera de las barras y de las estrellas resultaba extraña. En el juzgado, los norteamericanos necesitaban usar intérprete para hacerse entender. Se decía que
El Coyote
había muerto y, con él, las esperanzas de California.

Guadalupe quedó sorprendida cuando don César, respondiendo a la pregunta que ella había formulado, empezó a comentarle:

—Era un domingo de primavera. Papá y yo estábamos en el salón del rancho, cuando, interrumpiendo una de nuestras continuas discusiones, un criado nos anunció que don Heriberto Artigas deseaba hablar con don César de Echagüe. Con mi padre.

Capítulo II: Donde empieza la vieja historia

El anciano don César volvióse hacia el criado.

—Dile que espere un momento —ordenó.

En cuanto el servidor hubo abandonado el salón, el anciano se encaró de nuevo con su hijo, que estaba tumbado en una butaca, fumando con displicencia un largo y estrecho cigarro.

—¡Viene oportunamente! —exclamó—. Con él me entenderé mejor que contigo.

El joven, sonriendo, dijo:

—No comprendo cómo, con ese genio tan endiablado, no te has hecho matar por algún yanqui.

—Ninguno de ellos tiene valor para hacerme frente.

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