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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

La pista del Lobo (4 page)

Aquellos malos tiempos acabaron y, desde entonces, que yo recuerde, había cuatro o cinco hombres empleados en el molino. En los cortijos había trabajo durante ocho meses al año: el tiempo del arado, la siembra y la recolección de las cosechas. El invierno en Algar era lluvioso; no había trabajo. Durante tres o cuatro meses, una fina lluvia caía sin cesar, y no había labores en los campos una vez terminaba la siembra del trigo. Entonces la gente se buscaba la vida como podía: poniendo lazos y cepos para cazar conejos; perchas, para cazar pájaros; cogiendo bellotas para comérselas o venderlas. Todas estas cosas estaban prohibidas porque los dueños de las tierras decían que lo que se criaba en ellas les pertenecía. Infringir esa norma constituía un delito tan grave para la Guardia Civil, que si cogían a alguien haciéndolo le daban una paliza y lo metían en la cárcel de Algar. Lo mismo daba si era un hombre o una mujer. Lo único que toleraban era coger espárragos y tagarninas.
[1]

Capítulo 5

E
l abuelo encendió un cigarro, aspiró y luego expulsó el humo. Se quedó mirando unos instantes cómo subía hacia el techo la nube gris que había exhalado.

–Abuelo, ¿y no íbais a la escuela?

–No, entonces no había tiempo para pensar en la escuela: teníamos que trabajar desde muy pequeños para comer. A la escuela iban los niños ricos. Había un maestro que iba a las casas del campo a enseñar a leer y escribir; pero nosotros no podíamos pagarle. Ni nosotros ni los demás. Los maestros también lo pasaban mal. Entonces nació el dicho: «Pasas más hambre que un maestro de escuela».

–Y entonces, ¿qué hacíais solos en el campo sin ver a nadie ni estudiar ni nada?

–Bueno, teníamos vecinos. Ellos vivían un poco más arriba, les llamaban «Los de la Teja», y sus hijos jugaban con nosotros.

El rancho de la Teja era una casa situada en la cima del monte, a unos trescientos metros subiendo la cuesta desde mi casa, y constaba también de dos habitaciones. La única diferencia era que su tejado era de tejas y no de retamas, como la nuestra.

La entrada de la casa daba al poniente; desde la puerta se divisaba el cruce del camino que venía desde Algar y tomaba dos direcciones: uno hacia el Norte, que se dirigía al cortijo de Guadalupe; el otro pasaba por delante de mi casa y seguía luego hasta el molino.

En la Teja vivían tres hermanos, de los que sólo me acuerdo del nombre de la muchacha: Mercedes. Del nombre de los varones no me acuerdo, pero los voy a llamar Pepe y Andrés, para diferenciarlos. Pepe era ya un hombre de unos treinta años, cuyo trabajo consistía en machacar hojas de pita para fabricar cuerdas, ondas y toda clase de objetos derivados de esa planta. Mercedes era una preciosa y misteriosa muchacha: pasaba el día delante del espejo peinándose la melena rubia, que le llegaba hasta la cintura, y permanecía siempre arreglada como si esperase alguna visita.

Andrés era el más pequeño, tenía doce años, y era un sinvergüenza: cuando sabía que mis hermanas y yo estábamos solos porque había visto pasar a mi madre hacia el pueblo o hacia el cortijo de Guadalupe, donde a veces la llamaban para lavar y planchar la ropa, el niño bajaba hasta mi casa, llamaba a mis hermanas y, cuando nos asomábamos, se bajaba los pantalones y nos enseñaba la picha. ¡Nosotros nos quedábamos atónitos al verle masturbarse ante nuestros propios ojos! Pasado el momento de estupor, empezábamos a tirarle piedras y a jurarle que se lo diríamos a su hermana. Él se reía, pues decía que su hermana no podía hacerle nada: sabía cosas de ella que no nos podía decir; pero si ella le pegaba, él se las contaría a todo el mundo. Decía eso para que no intentásemos quejarnos a su hermana, que sin duda le daría una paliza si se enteraba de lo que nos hacía, pues la chica era tan formal y educada como hermosa. Y si el novio venía a verla a solas en la casa, eso era algo que no nos importaba.

Una de las veces que vino Andrés, cuando llamó a mis hermanas con los pantalones bajados, salió mi hermano Jesús, que se había quedado sin trabajo, y le dio una paliza de muerte. Su hermana nos dijo que habíamos hecho muy bien y que si volvía a hacerlo que le volviésemos a pegar.

Otro día estaba clavando una estaca junto a un montoncito de tierra que había al lado del camino, cerca de mi casa.

–¿Qué haces, Andrés? –le pregunté yo.

–He enterrado aquí un tesoro y estoy señalando el sitio.

Mañana mi hermano vendrá a ayudarme para subirlo hasta mi casa.

–¿Qué es un tesoro? –pregunté yo, que no tenía ni idea.

–¿No lo sabes? Un cofre con mucho dinero, collares y medallas de oro. Lo he encontrado yo, es mío –me contestó.

–Enséñamelo, Andrés… –le rogué.

–Bueno, míralo; pero luego lo entierras otra vez.

–¡Vale! –y me lancé a escarbar la tierra con las manos, hasta que toqué algo que parecía ser una cuerda; la agarré y tiré hacia arriba. Al verla di un salto y salí corriendo y chillando: un enorme lagarto verde, que tenía pelos en el rabo y cabeza machacada, había aparecido en mis manos. El hijo de puta, Andrés, se partía de risa.

Con la llegada de la primavera, la ladera del monte se cubría de toda clase de hierbas y florecillas silvestres: jaramagos, violetas, campanillas, amapolas y margaritas. Entonces nos gustaba jugar por las tardes y revolcarnos en la hierba; cogíamos ramilletes de flores, que mi madre pondría luego en un vaso, lo mismo que Mercedes.

Una tarde de aquellas, Andrés me llamó aparte y me dijo que tenía un secreto y que, como yo era su amigo, quería compartirlo conmigo: conocía una fórmula para crecer rápidamente, hasta convertirse en un hombre. Entonces se agachó y arrancó una hierba con hojitas pequeñas, casi redondas, de un color verde-amarillo y tallo rojizo, que se conocía por el nombre de «lechosa», pues al partir el tallo se formaba una gota blanca como la leche.

–¿Tú ves la leche? Pues yo me la puse en la picha y por eso la tengo tan grande y me están saliendo vellos alrededor. Si quieres te la pongo a ti también, para que se te ponga tan grande como la mía y que seas un hombre como tus hermanos…

Yo lo pensé un momento. Me imaginé grande como mis hermanos, viviendo solo, trabajando y aportando dinero para mamá.

–Venga, pónmelo –le dije a Andrés.

Andrés no se lo hizo rogar y en un santiamén me untó el pene con el líquido blanco de la mata. Luego seguimos jugando hasta que se hizo de noche y volvimos cada uno a su casa. Yo siempre corría cuando bajaba hacia mi casa, dando gritos para espantar al miedo: me daba miedo la Luna, que corría a la par mía. Cuanto más corría yo más corría la Luna. Además, parecía que se reía, burlándose de mí. Mis hermanas no se lo creían al principio, pero hicieron una prueba y vieron que cuando uno está parado la Luna está quieta; pero si echas a correr, la Luna también corre a la par tuya.

Aquella noche me desperté llorando porque quería orinar. Mi madre me puso el orinal, pero yo no podía hacerlo: me dolía mucho la pichita. Entonces mi madre se dio cuenta de que algo no iba bien: tenía el pene hinchado, muy rojo, y me supuraba un líquido blanco. Yo no cesaba de llorar, pero no le dije a mi madre lo que me había untado Andrés.

Mi madre me lavó con jabón y me vistió para llevarme hasta Algar para ver a don Juan, el médico. Recorrió conmigo a cuestas, de madrugada, los cinco kilómetros que nos separaban del pueblo. Estaba amaneciendo cuando llegamos a casa de don Juan. Él conocía a todas las familias de Algar, pues había ayudado a nacer a casi todos los niños y jóvenes que había en el pueblo. Conocía a quien podía pagarle la consulta y a quien no tenía ni para comer. Don Juan no les cobraba nada a los pobres, ni siquiera las medicinas que usaba en la consulta. A los que podían pagar les cobraba según los servicios que prestaba: consulta, inyecciones y curas, asistencia a partos, visitas a domicilio, etc. A mi familia nunca le cobró. Cuando en Navidad le llevábamos un pavo o un gallo, criado expresamente para él en agradecimiento por sus servicios, siempre lo rechazaba diciendo: «¿Para qué os habéis molestado? Yo os lo agradezco muchísimo, pero no me lo podría comer sabiendo que vosotros lo necesitáis más que yo. Mejor es que lo guardéis, pues vienen meses malos de lluvia y no habrá trabajo en el campo».

Aquella mañana, cuando me vio, supo enseguida lo que había pasado.

–María, a tu hijo le han puesto «lechosa» en el pito; eso es muy malo. Le voy a poner una inyección ahora y otra esta tarde. Si sigue sin orinar mañana y no le ha bajado la hinchazón coge el Amarillo y te lo llevas al hospital de Jerez. Vuelve esta tarde, y que no tome nada de líquido hasta que pueda orinar.

Me puso una inyección que me dolió más que lo que me dolía la picha. Nos quedamos en casa de unos parientes y por la tarde volvimos a ver al médico para que me inyectara de nuevo.

–Espero que con ésta sea suficiente; si no, ya sabes: a Jerez. Allí le pondrán una sonda –le dijo el médico a mi madre; luego, volviéndose hacia mí, me preguntó:

–¿Quién te ha puesto eso? ¿Fuiste tú mismo u otra persona?

–Fue Andrés, el niño de la Teja –contesté yo.

No hizo falta ir a Jerez: al otro día, con un dolor terrible y llorando a mares pude orinar, y en tres o cuatro días, con otras tantas inyecciones, me puse bien. Aunque a mí me habría gustado más que las inyecciones me hubiesen quitado el dolor; pero no la hinchazón.

Mi madre tuvo que ir a declarar al cuartel de la Guardia Civil: le había dado una tremenda paliza al niño de la Teja y sus hermanos la habían denunciado.

–¿Y qué le pasó a tu madre, abuelo?

–Nada, no le pasó nada porque ella se enfrentó como una fiera a los guardias. Parece que aún la estoy viendo gritando en el cuartel: «Y qué paza zi ze me muere el niño, ¿eh?, qué paza. ¿Y zi ze me quea inuti?, ¿eh? ¿Quién me paga to ezo? Y a mi niño, ¿quién le paga tó lo dolore que ha zufrío? ¡A eza gente hay que hacerle pagá tó lo gazto en medicina y del médico que habemo tenío!

–Abuelo, ¡pero si has dicho antes que el médico no le cobraba nada a ella!

–Sí, pero eso no lo sabían los guardias.

–¿Y qué más hacíais para divertiros, abuelo?

–Algunas veces acompañábamos a mamá al cortijo del amo. Andando a través del campo tardábamos una hora en llegar hasta él. Cada vez que íbamos pasábamos un mal rato al llegar a la entrada, pues había un perro junto a la puerta, atado a una cadena, que se volvía loco cuando alguien se acercaba. Se llamaba Lobo. El animal daba tirones tan fuertes que parecía que en cualquier momento acabaría rompiendo la cadena que lo sujetaba.

Nosotros nos escondíamos detrás de mamá y, con mucho miedo, pasábamos lo más lejos posible del perro, mirando cómo llegaba en cada salto a tan solo unos pocos centímetros de nosotros. Pegados a la pared, en la esquina opuesta a aquélla en la que se encontraba el animal, entrábamos al cortijo y… ¡Uf!, ¡respirábamos!

Aquella puerta daba entrada a un patio grande que tenía a su derecha la casa principal, donde vivía don Manuel con su familia; a la izquierda había una nave grande, el pajar; enfrente de la puerta de entrada se hallaban las cuadras y una sala para los jornaleros.

Nosotros pasábamos el día jugando en el pajar: nos subíamos en lo más alto del montón de paja y nos tirábamos rodando hasta el suelo. El techo estaba lleno de nidos de golondrinas, que revoloteaban alrededor, escandalizadas por nuestros gritos. Pedrito González, el hijo de don Manuel, un niño de diez años de edad, jugaba con nosotros al escondite por todas las dependencias del cortijo y nos llevaba hasta un sitio en el que había una higuera grande, granados y un árbol cargado de melocotones, que allí llamábamos «amascos». Comíamos hasta hartarnos, y luego recogíamos unos pocos en un capazo para llevarnos a casa.

Pedrito era un niño muy alegre, travieso y muy cariñoso con todos. Era muy campechano, no hacía notar entre nosotros la enorme diferencia de clase social que había entre ser el hijo del amo de todas aquellas tierras y nosotros, hijos de un jornalero muerto de hambre.

Su padre, sin embargo, era distinto: se hacía respetar. Montado en su caballo jerezano con su traje campero, peto de cuero y botas con espuelas de plata, no saludaba a nadie inferior a él. Cuando hablaba era para mandar.

La casa en la que vivíamos era de su propiedad y sabíamos que la conservaríamos mientras trabajáramos para él; luego, iríamos a la calle. Esto significa una forma de esclavitud: trabajar sin protestar ni pedir nada; cobrar lo te quieran dar por un trabajo de sol a sol; aceptar como pago de salarios los productos que sobraban en el cortijo: garbanzos, aceite, habas, etc. Una telera de pan, un kilo de garbanzos y medio litro de aceite, podría ser el salario de una jornada de trabajo.

A los jornaleros que trabajaban en la siega o en la recogida de garbanzos les llevaban la comida desde el cortijo: una olla grande de garbanzos cocidos, de la cual se había sacado previamente el tocino y la carne.

Mi madre también formaba parte de la cuadrilla de mujeres que recogían los garbanzos. Al amanecer se cubría la cabeza con un pañuelo y se protegía los brazos y las manos del polvillo que sueltan las matas de garbanzos con unas manijas. Así vestida, se despedía de nosotros diciendo:

–Portarse bien, no pelearos. María, cuida de tus hermanos y de la casa. Cuando veáis al medio día salir del cortijo la burra con la comida cogéis un jarrito y venid adonde estoy trabajando, para comer.

Mi hermana me obligaba a estar toda la mañana mirando hacia el cortijo de Guadalupe. La hacienda estaba situada sobre un monte sin árboles, todo alrededor era tierra sembrada de cereales, y se podía ver claramente desde nuestra casa, a pesar de la distancia, el momento en que salía la burra con la comida. Entonces cogíamos los cazitos, cerrábamos la puerta de la casa y nos íbamos a buscar la cuadrilla de las mujeres. A veces llegábamos hasta ellas antes que la burra. Al principio, al capataz le hacía gracia vernos llegar justo a la hora de la comida:

–¡María Shispenda! –era el mote de mamá–. Ya ha llegao tu camá pa que le dé de comé.

Todos se reían, y el hombre que había traído la comida nos llenaba las jarritas de garbanzos.

La comida siempre era la misma: garbanzos cocidos. Por eso algunas mujeres, hartas ya del menú y sudorosas bajo tantas ropas en pleno verano, se negaban a comer y sólo querían beber agua. Siempre sobraba comida, y el arriero se la llevaba de vuelta al cortijo para los cochinos. A pesar de eso, el capataz no quería darnos la comida, y a los tres o cuatro días nos prohibió ir a comer con la cuadrilla de mujeres: «Oye… Shispenda: ya eztá bien de cashondeo. La comía entra en el zueldo, y zi tuz hiho quieren comé que ze lo ganen cohiendo garbanzo; y zi no, que ze queen en tu caza. Yo no quiero que el amo me riña a mí por culpa tuya, joé…» Aquello era falso: don Manuel nunca se metía en esas cosas. Era cosa de él, del capataz. Se cumplía así el dicho popular: «No hay gente más mala que un pobre harto de pan, o que un jornalero, cuando le dan un cargo».

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